Ross veía a Henshawe casi todos los días, pero transcurrieron dos meses antes de que abordase el problema de la Wheal Leisure, el mismo asunto al que Harris Pascoe se había referido en junio. Ahora, los rumores circulaban por todo el vecindario, pero hasta ese momento Henshawe no había dicho palabra.
A mediados de agosto habían transcurrido tres meses desde el último «día de distribución» en la Wheal Grace; era la última ocasión en que los tributarios habían pujado por las vetas de la mina. De acuerdo con este sistema, llevaban a la superficie el mineral, a su propia costa —descontando únicamente los gastos generales, como agua bombeada, etc.— a cambio de una parte del valor del mineral extraído. Esa redistribución se practicaba en ciertas minas en una especie de remate celebrado cada dos o tres meses; allí, los mineros podían pujar unos contra otros. Pero a Ross no le agradaba este sistema, porque a menudo creaba enemistades entre los propios mineros. Además, los hombres que tenían una veta especialmente rica se veían sometidos a la presión de las ofertas de sus compañeros. Por lo tanto, la redistribución que se aplicaría durante los tres meses siguientes fue arreglada discreta y pacíficamente alrededor de una mesa, entre Ross, Henshawe y los hombres afectados; se solicitaba la participación de terceros sólo si los hombres que ya estaban trabajando no podían concertar un acuerdo con el propietario y el capataz. De hecho, esta vez no hubo disputas. La mayoría de los tributarios habían trabajado hasta Navidad sobre la base de una participación de 12 chelines 6 peniques por cada libra esterlina, y habían ganado mucho, porque desde octubre la mina era cada vez más rentable. Después, se habían sucedido tres días de reorganización, y dos veces se había reducido el porcentaje de ganancia de los mineros —esa era la costumbre—, de modo que ahora los acuerdos oscilaban entre los 4 chelines 6 peniques y 6 chelines 6 peniques por cada libra esterlina. Henshawe presionaba en favor de una reducción más drástica, pero Ross se opuso; prefería que todos se beneficiaran. Él mismo estaba ganando mucho, y no había razón por la cual los tributarios no debiesen prosperar. Además, en una región en la que había tanta miseria incluso unas pocas personas que ganaban bien podían difundir entre los demás su propia prosperidad.
Cuando se retiró el último de los tributarios, los dos hombres permanecieron sentados unos diez minutos, revisando los libros, y después Ross formuló su pregunta. Henshawe apartó los ojos de la pipa que estaba encendiendo y examinó la llama de la cerilla antes de apagarla.
—Oh, es muy cierto. La veta principal se ha reducido a una fina línea. Hemos ensayado todos los métodos imaginables para encontrar de nuevo buen mineral, pero hasta ahora no hemos tenido suerte.
—¿Y las restantes vetas?
—Oh, buenas, pero pequeñas, como usted bien sabe. Y el metal no tiene buena calidad. Obteníamos las ganancias del cobre rojo. Vea, por ahora apenas nos mantenemos. Organizamos turnos para mantener empleados a los mineros. En el último balance aún tuvimos un pequeño beneficio.
—Ah —dijo Ross—. Eso mismo oí decir.
—Imaginé que usted estaba al corriente. Todos hablan del asunto. Por lo menos, en este distrito. Es inútil ocultarlo.
—Pero ¿alguien le pidió que no hablase?
—Sí. —Henshawe extendió una de las piernas calzada con botas y con la otra desprendió un poco de arcilla arenosa—. No sabía si decírselo o no, pero cuando en una mina la mayoría decide algo uno debe atenerse a lo convenido. De todos modos, el próximo ajuste de cuentas revelará la verdadera situación.
—¿Cómo están distribuidas las acciones?
—El señor George Warleggan compró las noventa acciones del señor Coke. Por supuesto, Coke no fue más que un figurón. El señor Cary Warleggan compró las treinta acciones del señor Pearce. El resto no varió.
—De modo que son dueños de la mitad. Henshawe, es una situación interesante. De no ser por el hecho de que mis amigos tienen la otra mitad, me parecería muy cómico.
—Y la mayoría de sus amigos aún trabajan la mina —dijo Henshawe.
—Sí. Me alegro de que todavía obtengan beneficios.
Al día siguiente, Ross recibió por mano una carta que era una invitación a cenar en una casa que estaba a pocos kilómetros de Truro. Venía de un hombre llamado Ralph-Allen Daniell, con quien había hablado en pocas ocasiones. Cierta vez, cuando Ross luchaba para mantener la «Compañía Cuprífera Carnmore», Daniell le había ofrecido su ayuda desinteresada para obtener piezas destinadas a la planta de fundición. Y después, hacía poco más de un mes, en la última subasta de estaño, Daniell había sido miembro de un grupo que lo había acompañado al salir del «León Rojo»; y después, se habían alejado conversando por la calle.
Daniell era un comerciante muy rico, un hombre de edad madura que tenía una situación cómoda, gozaba de prestigio, y no había creído necesario alinearse con nadie, pues sus intereses estaban bastante distribuidos y garantizaban su independencia; y su prudencia innata le permitía advertir que en su caso no era ventajoso tomar partido. Era sobrino nieto de Ralph-Allen, el ayudante de posadero de Saint Blazey que se había alejado de su región natal para hacer fortuna y había llegado a ser filántropo en Bath. Daniell alentaba la ambición de imitar a su antecesor: ya había hecho muchas donaciones a instituciones de beneficencia de Cornwall, y recientemente había comprado doscientos cincuenta hectáreas a orillas del Fal, y allí estaba construyendo una mansión. Había enviado una invitación para cenar en la nueva casa. Ross sospechaba que se trataba de una serie de recepciones que Daniell ofrecía para mostrar su nueva residencia.
Mostró a Demelza la invitación.
—¡La primera que recibimos en varios meses! —dijo ella—. Qué lástima; me hubiera agradado ir.
—¿Y por qué no puedes hacerlo?
—No puedo aparecer en público con este vientre hinchado.
—Tu vientre es apenas más grande que de costumbre; y sé lo que digo. Ni siquiera una vieja con ojos de lince podría ver nada cuando estás vestida.
—Pero, Ross, ahora crece día a día. Y la recepción es el 28. Cuando llegue ese día, me pareceré al doctor Choake.
Ross contuvo la risa.
—En todo caso, ¿qué importa? El embarazo de mi esposa no me avergüenza.
—Yo tampoco me avergüenzo, pero no me agrada mostrarlo a otra gente… sobre todo si es gente elegante. —Recogió la invitación—. ¿Dónde está Trelissick?
—A unos seis kilómetros de Truro.
—Es un camino largo para ir a caballo.
—Bien, comprendo. En fin, declinaré la invitación.
—¿Por qué? Tú puedes ir.
—No asisto a reuniones sociales sin mi esposa.
—Pero sería bueno… sería bueno que frecuentaras más a la gente de tu clase.
—La gente de mi clase está aquí.
—Sabes a qué me refiero.
—Bien, iremos los dos o no irá nadie. Demelza añadió después de un momento:
—Con respecto a la cabalgata, no tiene mucha importancia. Yo solía cabalgar a pelo antes de que naciera Julia… es decir, cuando tú no me veías. Pero no me agrada ir a reunirme… con esa clase de gente sintiendo el rostro caliente y el vientre hinchado.
—Veamos el mapa —dijo Ross—. Creo que podríamos atravesar el páramo hasta Killewarren, beber una taza de chocolate con Carolina y después ir de allí a Fal. Me parece que la casa está cerca de King Harry Ferry. Al regreso, podemos dormir en Truro, hacer algunas compras y volver cómodamente a casa al día siguiente.
Demelza se acercó al espejo y miró su imagen de perfil.
—Bien, no hemos salido de casa desde el bautizo del pequeño Andrew Blamey. Sería agradable dar un paseo.
Partieron antes de las ocho del 28. Era un día perfecto para esa clase de salida: tibio pero no caluroso, el cielo soleado pero con nubes, cuyas sombras derivaban suavemente sobre el campo, impulsadas por una brisa amable. Incluso la tierra árida de la costa norte parecía más fértil y benigna, y mientras se internaban en dirección al sur encontraban cada vez con más frecuencia árboles y dilatados espacios cubiertos de vegetación.
Demelza se sintió tranquilizada cuando comprobó que aún podía usar el traje de montar azul confeccionado por la señora Trelask hacía siete años; y se puso el tricornio azul con la pluma blanca que Verity le había comprado en la misma ocasión. Montó a Darkie, que ahora tenía unos dieciséis años, y era tan mansa que no podía temerse que desmontase a su jinete ni siquiera si un tejón se cruzaba en su camino. Ross montó en Judith, que estaba demostrando haber sido una inversión bastante buena, aunque todavía era un animal demasiado inquieto para confiarlo a una dama embarazada.
Llegaron a Killewarren alrededor de las diez y media, pero cuando fueron introducidos en la sala les sorprendió encontrar no sólo a Carolina sino también a Ray Penvenen, enfundado en una chaqueta de terciopelo que le quedaba demasiado grande, con una manta sobre los hombros, frente a un fuego de carbón. El señor Penvenen no había sido un hombre muy apuesto ni siquiera en la flor de la vida: tenía los cabellos color arena, el cuerpo muy menudo, los ojos sin pestañas casi siempre mostraban los párpados enrojecidos; la nariz afilada e inquieta, los labios contraídos, las manos verrugosas y rara vez quietas. Ahora, parecía una caricatura momificada de sí mismo. La piel del rostro estaba tan oscurecida que hubiera podido tomárselo por un mestizo; había adelgazado mucho, y tenía los ojos hundidos y opacos. Uno sentía que tendría exactamente el mismo aspecto cuando muriese.
De todos modos, reconoció a Ross y a Demelza, y no dejó de hablar, aunque con frases breves, secas y murmuradas. Así, lo que habían pensado sería una agradable reunión con Carolina, bebiendo una taza de chocolate, fue una conversación estirada y tensa, en una habitación excesivamente calurosa y con una atmósfera viciada.
Permanecieron allí apenas veinte minutos, y después se retiraron. Pero cuando llegaron a la planta baja Carolina los introdujo en un saloncito, al lado de la puerta principal. Dijo:
—La semana pasada me tomé un día libre y fui a ver a Susan Pellew, en Treverry. Le dije la verdad acerca de mí misma y el doctor Enys, y le pregunté qué le había dicho su esposo de la batalla. Tuvo la amabilidad de mostrarme la carta que él le envió, y yo le dije que se la devolvería sin falta en una semana. Estoy segura de que no le importará que ustedes la lean, si disponen de tiempo.
Ross y Demelza leyeron la carta, de pie frente a la ventana.
«Querida, empezaba, ya te habrás enterado del combate que libramos contra los franceses los días 21 y 22. Yo envié un informe completo al Almirantazgo, y quizás ya sabes muchos detalles; de todos modos, creo que debo ofrecerte personalmente toda la información posible.
»El lunes por la tarde, a bordo del Nymphe, estábamos a unas cincuenta leguas de Ushant soportando un viento suroeste, cuando descubrimos una vela hacia el noroeste, y comenzamos la persecución. Al principio, creímos que se trataba de una fragata, pues hacía tan mal tiempo que durante más de una hora no pudimos ver bien el barco. Después, vimos que no tenía toldilla, y advertimos que era un buque francés de dos puentes. Lo acompañaba una fragata, todavía apenas visible, pero cada vez más cercana. Era evidente que los franceses no deseaban entrar en acción. Pero nosotros desplegamos todas las velas para perseguirlos. Conmigo estaban el Travail y el Mermaid, aunque este último se había rezagado, y apenas podíamos divisarlo. Ahora, el viento se había convertido en borrasca, y el mar estaba cada vez más picado. A las cuatro y media el mayor barco enemigo perdió el mástil delantero y el principal en un golpe de viento, de modo que pudimos acercarnos y vimos que era el Héros, mandado según descubrí después por el comodoro, antes barón, Lacrosse. La fragata era la Palmier; aún no sé quién la mandaba. A las cinco y cuarenta y cinco reducimos el velamen y disparamos nuestra primera andanada al cruzar la proa del Héros. El enemigo replicó el fuego con algunos cañones del primer puente, y disparó la mosquetería de una compañía de soldados, de los que según creo había unos doscientos a bordo. Estábamos tan cerca que algunos de nuestros marinos arrancaron la insignia enemiga que se había enredado en nuestro cordaje. Después, tratamos de desprendernos y ponernos a popa del enemigo, pero el Héros lo evitó y trató, pero sin éxito, de echarse sobre nuestro costado; y mientras estaba en eso de hecho rozó la obra muerta del Nymphe.
»Después, comenzó una prolongada y áspera lucha entre nuestra fragata y el navío de línea francés. A media legua de distancia el Travail y el Palmier también combatían, y lamento decirte que al comienzo de ese encuentro mi querido amigo y camarada capitán Ernest Harrington recibió balas de mosquete en el pecho y el muslo, y murió poco después. Sentiremos mucho su ausencia, pues jamás hubo un hombre mejor. El mando del Travail fue asumido por el teniente Williams, que durante toda la acción dirigió la nave con mucha destreza y valor.
»La tormenta y la acción continuaron toda la noche, con mar muy agitado, y el movimiento violento de las naves dificultó la tarea de las tripulaciones. En el Nymphe los hombres a menudo estaban hasta la cintura en el agua, y algunos de los cañones rompieron amarras cuatro veces. Pero todos cumplieron muy noblemente su deber. El Mermaid, como llegó tarde a la escena del combate, sufrió menos que nosotros; pero el Travail, que continuó su pelea con el buque francés más pequeño, quedó en peor situación que el resto, los mástiles y el cordaje destrozados, la vela principal desgarrada, lo mismo que la maricangalla y la vela central alta. Alcanzamos a ver todo eso mientras las dos naves contrarias se acercaban a las nuestras. Pudimos ver también que el Travail contestaba el fuego cada vez con menos fuerza, y que se inclinaba pesadamente, como si hubiera embarcado mucha agua.
»A las cuatro de la madrugada uno de nuestros marineros alcanzó a ver la costa francesa, e inmediatamente se dio orden de suspender la acción y de derivar hacia el norte. Se enviaron señales nocturnas de peligro tanto al Mermaid como al Travail. Cuando nos alejábamos, el Héros descargó una última y muy destructiva andanada sobre nosotros; los tres mástiles menores ya estaban quebrados, y la vela principal convertida en jirones. Por lo tanto, fue necesario desplegar mucha actividad para salvar la vela principal; de haberla perdido, seguramente habría sido necesario abandonar el barco.
»En ese momento, las cinco naves derivaron rápidamente hacia la costa francesa y además de la marea un intenso viento nos empujaba en la misma dirección. La fuerza del mar era tremenda. Había más de un metro de agua, y evitar el contacto con la costa habría sido tarea difícil incluso para una nave intacta. El Palmier tocó fondo y escoró, y el Héros derivó sin control hacia la playa. El Travail, que prácticamente ya no tenía velas, estaba en la misma situación; pero el Mermaid se arriesgó varias veces tratando de echarles un cable. Por nuestra parte, corríamos tan grave peligro que nuestra única alternativa era mantenernos más al sur, procurando encontrar aguas más profundas; de pronto, vimos rocas bajo el agua, y conseguimos evitarlas, y llegamos a aguas que tenían una profundidad de dieciocho brazas, y continuamos hacia el norte, y de nuevo vimos tierra a proa, y rompientes a nuestra derecha.
»En ese momento ya nos considerábamos perdidos y yo pensaba mucho en ti y mis queridos hijos, y encomendaba mi cuerpo y mi alma a Dios; pero gracias a un milagro los mástiles y el cordaje que habían sufrido tantos daños soportaron la furia de la tormenta, y después de trabajar y reparar a lo largo de cinco horas pasamos a un kilómetro y medio al oeste de Penmarche, y llegamos a mar abierto.
»Vimos al Héros acostado sobre la playa, y el Travail medio kilómetro más lejos, en las mismas condiciones, pero no pudimos hacer nada para ayudarlos. Ignoro cuáles fueron las pérdidas del Travail, o cuántos de sus valerosos tripulantes llegaron a la costa. Pero los tripulantes de un pesquero de Cornwall con quienes nos comunicamos dijeron que tres días después había hombres a bordo del Héros, y que nadie había podido rescatarlos, a causa del mar agitado.
»Querida, te he escrito extensamente acerca de esto, pero debes saber que ansío tener noticias del hogar, y espero que me escribas muy pronto. Tu última carta…».
Mientras se alejaban montados en sus cabalgaduras, Demelza dijo:
—Esa casa. Ese terrible anciano. Qué triste, Ross. Incluso ella parece envejecida.
—Si que es muy desagradable.
Después de pasar los bosques que se extendían alrededor de Killewarren volvieron a subir al páramo; el camino aparecía desnudo y pedregoso, con abundancia de matorrales y brezos, a veces tan crecidos que era difícil pasar. Era una región desolada, peor que la costa septentrional, barrida por el viento y sin árboles. Aquí y allá se levantaba un cottage chato, o una mula trabajaba en una noria, y balaba una cabra atada. El paso de los dos jinetes asustó a una liebre, a un zorro y a dos niños semidesnudos, y todos huyeron con velocidad y temor idénticos. Después, volvieron a entrar en un bosquecillo. Aquí y allá el camino se angostaba tanto entre los matorrales que casi parecía que uno cabalgaba atravesando un túnel.
Demelza dijo:
—Para variar, déjame montar a Judith. Estoy segura de que podré dominarla. En realidad, es muy dócil.
—Conténtate con lo que tienes.
—Oh, estoy bastante satisfecha. Y bastante cómoda. Pero no te ves bien con ese animal. Tienes las piernas demasiado largas.
—Si te preocupas por el lugar a donde vas, no necesitarás hacerlo por mis piernas.
Llegaron a la encrucijada y se detuvieron unos minutos, mientras Ross verificaba la dirección. Demelza dijo:
—Esa carta. En el lugar de Carolina, no me reconfortaría. En una batalla muy prolongada seguramente muere mucha gente. Y después, el naufragio en esa tormenta.
—Por lo que se refiere a la batalla, el cirujano corre menos riesgo, pues su lugar está bajo cubierta, atendiendo a los heridos. Pero en vista de su carácter, es posible que Dwight no se haya quedado en su lugar. De todos modos, yo diría que lo peor fue el naufragio… Por aquí. El segundo sendero nos desviará mucho hacia el sur.
Continuaron la marcha. Ross había elegido bien. Después de otros tres kilómetros comenzaron a descender por el estrecho valle desde el cual podían entrever el río azul: después, se acercaron a un hermoso portón nuevo, y descubrieron una amplia mansión cuadrada de ladrillo y piedra, con altas ventanas que daban a prados soleados que descendían hacia el Fal.
Demelza dijo:
—Ross, ¿sabes que es la primera vez que no me siento nerviosa? Quiero decir, camino a una fiesta.
—Estás creciendo.
—No, creo que la diferencia viene de que llevo a tu hijo en mi vientre. Creo que con su ayuda me siento un poco más confiada.
—En ese caso, podemos suponer que se trata de una niña —añadió Ross.
Ralph-Allen Daniell dijo:
—Por supuesto, no viviré para verlo pero los árboles que hemos plantado en los prados animarán el paisaje e infundirán más elegancia. Por ahora, todo es un poco nuevo y crudo. Pensamos trazar jardines delante de la casa, y un vergel en el bosque, a la derecha.
—Aunque todo esto le parezca imperfecto —dijo Ross—, la vista es excelente. ¿Qué es ese sendero?
—Lleva el cobertizo de los botes. La ventaja de vivir a orillas de un río es que se dispone de un ancho camino. Cuando hace buen tiempo no voy a Truro o a Falmouth a caballo; varias residencias importantes están a pocos minutos de remo.
—Comparado con esto, mis planes de reconstrucción parecen miserables.
—¿Se refiere a Nampara? Nunca visité la casa. ¿Está cerca de Casa Werry?
—A pocos kilómetros. La construyó mi padre cuando mi madre aún vivía. Después, cuando ella murió, mi padre ya no tuvo interés en ella y jamás terminó la obra. Desde entonces, no hubo dinero para mantenerla, y mucho menos mejorarla.
—Entiendo que esa situación ya ha cambiado.
—En términos modestos. Pero, por supuesto, se trata de una casa pequeña. Para conferirle siquiera una parte de la elegancia de esta casa tendríamos que demolerla y empezar de nuevo.
—Es usted demasiado amable. Pero, quién sabe, quizá dentro de pocos años pueda hacerlo. Los Basset construyeron Tehidy con las ganancias de sus minas. Lo mismo que los Pendarve y muchos otros.
Estaban de pie en la terraza, mirando en dirección al río, y en ese momento los llamaron a almorzar. Una comida bastante imponente, más imponente de lo que Ross hubiese imaginado en la casa de Ralph-Allen Daniell, y con mucho la reunión más elegante en que Demelza hubiese estado jamás. Le alegraba mucho haberse decidido a usar el mejor vestido. Los principales invitados eran aparentemente un vizconde y una vizcondesa Valletort, quienes a pesar del apellido eran ingleses. Los acompañaban cuatro emigrados franceses, un vizconde de Sombreuil, el conde de Maresi (a quien Ross había tratado brevemente en Looe), una señorita de la Blache y una señora Guise. Estaban también Saint John Peter, primo de Ross; un teniente Carruthers, la señorita Robartes, antigua amiga de Verity, y sir John Trevaunance. Unwin había regresado a Londres. Tanto Saint John Peter como el teniente Carruthers habían bailado con Demelza en una reunión anterior, y por eso mismo ella se sentía más cómoda en tan distinguida compañía.
Era un grupo de gente joven, pues fuera de los dueños de casa y sir John Trevaunance, todos tenían menos de cuarenta años. Lord Valletort tenía la edad aproximada de Ross, y su esposa era un año o dos más joven. Era muy bonita, pero se trataba de la joven más delgada que Demelza hubiese visto jamás. Sin embargo, lograba no parecer frágil. Era como si se la hubiese formado especialmente alta y huesuda para engendrar aristócratas. Los cuatro franceses vestían con cierto exceso por tratarse de una reunión en una casa rural, si bien a juicio de Demelza decir que estaba poco vestida hubiera correspondido más a la condición de la señora Guise. Tenía los cabellos notablemente negros, y usaba una pechera de encaje blanco sobre un sorprendente escote. A los hombres se les hacía muy difícil no mirar a través del encaje. La señorita de la Blache tenía unos veinte años, y en general su atuendo era más digno.
Con respecto a los dos franceses, Demelza pensó que eran probablemente los hombres más apuestos que ella había visto jamás. De Sombreuil tenía alrededor de veinticinco años, era alto y delgado, el cuerpo ágil, con una presencia y una actitud que impresionaban sin esfuerzos. De Maresi, que por desgracia para Demelza estuvo a su lado toda la cena, tenía unos diez años más, y era delgado y bajo, y en todo caso aún más apuesto; pero también tenía mayor conciencia de su aspecto. El problema de Demelza consistió en el hecho de que a veces hablaba fluidamente inglés, pero con un acento francés tan evidente que a menudo era como si hablase en su propio idioma. Olía tan intensamente a perfume que arruinó el aroma de la comida, y exhibía una arrogancia que, a juicio de Demelza, contribuía bastante a explicar la Revolución Francesa.
Durante la comida, el segundo acompañante de Demelza fue sir John Trevaunance, un viejo amigo desde que ella había curado a su vaca, y un hombre de rostro rojizo y ánimo jovial, por lo menos mientras no se hablase de dinero.
Comieron y bebieron, y volvieron a comer. Bacalao hervido con lenguado frito y salsa de ostras; carne de vaca asada y budín de naranjas; pato silvestre con espárragos y hongos; fricandeau de ternera con relleno y salsa picante. Después, aparecieron los postres: jaleas, tartas de damasco, budines de limón y pasteles dulces. Y madeira, clarete, vino del Rin, oporto y brandy. El conde francés habló al principio sobre todo con la señora Daniell, de modo que Demelza quedó en libertad de conversar con sir John acerca del ganado. Una amable y sencilla conversación en la que ella se sintió cómoda. Pero poco después De Maresi volvió hacia Demelza los ojos brillantes y pronunció un discurso que ella entendió con dificultad.
—¿Cómo? —preguntó Demelza. Él empezó de nuevo y concluyó:
—… y usted es muy hermosa.
—Sí —dijo Demelza, insegura, pasándose sobre los labios la punta de la lengua.
Ese signo de aprobación complació al francés, que continuó hablando. En las frases siguientes, Demelza alcanzó a entender aquí y allá palabras sueltas.
Esta vez no contestó, y como supuso que se trataba de un cumplido, le dirigió una leve sonrisa.
El conde De Maresi dijo:
—En cuanto a la creencia de que las mujeres inglesas son frías, eso no me paguece. Debo informarrrle señoga —no entendí su nombre— que a lo largo de doze mezez mis egperiencias me persuadieron au contraire. Para el francés, la mujer inglesa es dificile de congomar después. No me mienta, señoga, se lo ruego, Pues de nada serviría.
—Lo que usamos —dijo Demelza—, como le estuve diciendo a sir John, es agua de alquitrán, porque es buena para la anemia y la consunción, tanto en animales como en seres humanos. Donde yo vivía cuando era pequeña había un hombre que, cuando sentía que la consunción lo amenazaba, saltaba a un estanque frío con agua hasta el cuello. Luego, bebía media pinta de gin, dormía tres horas y se sentía completamente recuperado.
—Señoga —la interrumpió De Maresi— pog favor, no diga nada más. Una mujer que discurre con tal encanto, revela con absoluta claridad adonde se orientan sus intereses, de modo que no diga nada más, pog favor. Pardiez, me iré con los Valletort después de la comida. De modo que será dificile arreglar hoy el rendez vous. Pero plus tarde, en la semana, tengo doz días libres, y podríamos averíguag más sobre nosotros mismos de la manera más délicieuse.
—Hablando de las cosas —dijo Demelza— de las cuales según creo usted habla, ¿es cierto o es sólo un rumor que el Príncipe de Gales está cansándose de la señora Fitzherbert, y que lo apremian para que contraiga matrimonio con una princesa de Brunswick? Señor, ¿sabe algo acerca de esos asuntos?
—Mirre estas manos —dijo el conde, extendiéndolas bajo los puños de encaje—. Nunca tuvierron que trabajar. Pero sí conocieron muchas mujeres. Son suaves porque su suavidad acaricia. Para su propia suavidad, madame. Creo que usted es muy suave. Veo que la piel de sus senos se asemeja al satén. Usted tiene las piernas largas, lo observé cuando subía las escaleras. Será mi momento más feliz cuando me encuentre en libertad de descubrir sus secretos.
—Creo, señor —dijo Demelza— que piensan agregar crema y ron a su tarta de albaricoques, y conviene que usted averigüe si le conviene atacar ese manjar. Por mi parte, estoy satisfecha y no puedo comer un solo bocado más. Y tampoco puedo hablar como usted habla, porque estoy segura de que sus palabras no significan absolutamente nada.
—¡Jo, jo! Se lo demostraré. Por favor, diga que nos veremos el viernes, para que yo pueda ofrecerle la demostración prometida.
Así continuó la conversación, interminablemente, y la comida se prolongó hasta aproximadamente las cuatro y media. Cuando al fin concluyó, las damas se separaron de los hombres, quienes continuaron bebiendo brandy y oporto.
Ahora, la conversación general estaba languideciendo, pues todos habían comido y bebido demasiado. Pero después de un rato se reanimó, e inevitablemente el tema fue la guerra. Charles, vizconde de Sombreuil, dos meses antes había perdido a su padre y a su hermano mayor en la guillotina, y ahora era el jefe de la familia. Charles había faltado dos años de Francia, y había estado combatiendo a los revolucionarios en Alemania y en Holanda; pero ahora residía en Inglaterra, y había venido para pedir que los británicos colaborasen en un desembarco francés en Bretaña, destinado a promover la causa realista. También había llegado a Inglaterra un bretón, el conde de Puisaye, y con sus relatos acerca de los padecimientos de los bretones y los apasionados sentimientos realistas que prevalecían en la región, había atraído la atención del gobierno británico. Millares de bretones (o chuanes, como se los llamaba cuando se rebelaron) sólo esperaban un desembarco. Ciertamente, todo el país estaba harto de los crímenes y los excesos, y se alzarían en armas al día siguiente si se les ofrecía la misma posibilidad de derrocar a los jacobinos.
Por mucho que lo fascinara la piel de una mujer, De Maresi mostraba idéntico fervor cuando hablaba de las posibilidades de una contrarrevolución. Según decía, ellos deseaban, no soldados británicos, sino los armamentos, el dinero y la fuerza naval que ayudase a desembarcar a un ejército francés; y de ese modo se devolvería el trono de Francia al Borbón legítimo. Afirmó que no estaba pidiendo ningún género de caridad. Si ahora, cuando las fuerzas de los jacobinos estaban tan desorganizadas, se promovía el éxito de la contrarrevolución, a la larga podían salvarse muchas vidas británicas y ahorrarse centenares de millones de libras esterlinas. De ese modo, la guerra terminaría, no con la conquista, que podía tardar una década y cuyo resultado era dudoso, sino con un alzamiento nacional que permitiría restablecer la paz en el lapso de un año.
Lord Valletort coincidía firmemente con esa posición, y lo mismo podía decirse de casi todos los restantes; y la conversación se centró no tanto en la conveniencia de restablecer el poder de los realistas, como en las posibilidades prácticas, y en el número de armas y las sumas de dinero que permitirían promover la causa con relativas posibilidades de éxito. En cierto momento Ross se preguntó si los que estaban allí de hecho se mostrarían dispuestos a pasar de las palabras a los actos concretos; pero en definitiva pensó que esa reflexión carecía de fundamento. Personalmente, concordaba con la mayor parte de lo que se había dicho, y sólo se preguntaba si no estaban subestimándose las dificultades propias de un movimiento de este género.
Poco después, cuando todos se pusieron de pie para ir a reunirse con las damas, Ross tuvo la primera oportunidad de conversar con su apuesto primo, que se había mostrado sobremanera silencioso durante la discusión reciente; y Ross estaba seguro de que su discreción no era fruto de la prudencia, sino más bien del exceso de libaciones que le quitaban lucidez.
—Hace un año o más que no nos vemos. ¿Cómo están tus padres, Saint John?
—¡Ah, Ross! ¡Bien, Ross! Mi madre finge audacia, pero en el fondo tiene un carácter muy tímido. Creo que siempre está temiendo que la afecte una horrible enfermedad, ya sabes cómo es eso. Como una vieja gallina que pone el cuello y espera que caiga el hacha. Y mi padre, Ross, mi venerado padre… en fin. Mi padre padece una úlcera gotosa en el tobillo, y no se cura, y eso le irrita muchísimo… —Saint John bostezó—. ¿Y tú, primo Ross? Oí decir que al fin tu mina prospera. Que me ahorquen.
—Sí, todos lo dicen. Felizmente, es cierto.
—Este mes estuve en la vieja casa… Pasé la noche. Hicieron grandes cosas. Grandes cosas. A decir verdad, Ross, hay que reconocer los méritos del Fundidor George… no es tacaño con su dinero, y sabe usarlo. Elizabeth tiene buen aspecto, a pesar del accidente de febrero.
—¿Accidente?
—Bien, cayó por la escalera cuando estaba esperando familia. No es el mejor modo de… —Saint John volvió a bostezar.
—¿Qué dijiste?
—No dije nada.
—Que me cuelguen, pensé que habías hablado. Cuando uno bosteza no puede oír nada. No es la conducta más apropiada con ocho meses de embarazo. En fin, el niño no sufrió… no tiene los ojos torcidos ni las piernas deformes. Lo vimos, y creo que su llegada poco ceremoniosa no lo perjudicó. No, no lo perjudicó. A propósito, primo, creo que ese condenado franchute está muy interesado en Demelza, así que será mejor que te cuides. A la primera oportunidad, se lanzará al abordaje. Vigila un poco.
—¿Qué? —dijo Ross—. Creo que Demelza sabe qué hacer con los garfios de abordaje… En fin, debemos felicitarte por tu compromiso. ¿Joan no ha venido?
Saint John hipó.
—Que me cuelguen, no. No la invitaron. —Se encogió de hombros—. La invitarán después que se case conmigo. Sí, la invitarán. —Se alejó de Ross.
Ross miró la figura del apuesto joven, el mechón de cabellos rubios, el cuerpo un poco encorvado. Un hombre simpático, pero por una razón o por otra nunca conseguía aceptarlo del todo. Ahora, la dureza de las últimas frases lo irritó. Si uno desposaba a la hija de un banquero, quizá tuviese conciencia de la jerarquía inferior de la joven; pero podía suponerse que la amaba, o que el dinero equilibraba otros aspectos. En cualquiera de ambos casos, no se aceptaban invitaciones sin ella; ni se formulaba ese género de comentarios. Tal vez era un error tomar demasiado en serio lo que Saint John había dicho bajo la influencia del alcohol. Pero in vino veritas.
Después del té escucharon música. Aparentemente, lord Valletort era aficionado a la ópera, y para complacerlo Ralph-Allen Daniell había traído tres músicos que entonaron arias de Mozart y Monteverdi. Después de haber comido con exceso, de sentirse desnudada por los ojos experimentados de De Maresi y de mantener una conversación más o menos inteligente con las restantes mujeres, Demelza se sentó, un tanto incómoda, agradada por la música pero deseosa de pasear por el jardín, y rogando a Dios de que a nadie se le ocurriese pedirle que cantara.
No lo hicieron. Era un concierto profesional, aunque no demasiado bueno, y terminó a las siete, cuando los Valletort y los cuatro aristócratas franceses se pusieron de pie para salir. Demelza pensó que también ella y Ross debían marcharse, pero la mayoría de los restantes invitados permaneció en la sala, y la señora Daniell invitó a Demelza y a la señorita de la Blache a acompañarla en un paseo hasta la orilla del río. Ross había desaparecido nuevamente en una habitación interior, el teniente Carruthers y Saint John Peter practicaban tiro al arco y sir John Trevaunance aún no había despertado del sueño provocado por la música. De modo que Demelza tomó un pañuelo, se lo puso sobre la cabeza y acompañó a la señora Daniell.
En realidad, Ross estaba en el estudio de Ralph-Allen Daniell. El dueño de casa lo había invitado a examinar los planos de la mansión, y ciertos costos de construcción y decoración, que a juicio de Daniell podían ser útiles en las tareas de reparación de Nampara.
Durante unos diez minutos examinaron las cifras, y después Daniell dijo:
—Capitán Poldark, ahora que estamos solos me agradaría hablarle de otro asunto. Es algo que algunos de mis amigos y yo hemos estado considerando los últimos meses. Se trata de la posibilidad de que usted sea designado juez de paz.
Ross había intuido que la invitación a ver los planos era un tanto forzada, pero no había imaginado cuál podía ser el propósito real.
—Oh. ¿De veras?
Los dos hombres se miraron. Ralph-Allen Daniell era un individuo alto y corpulento, que aún vestía casi con la sencillez de un cuáquero, y que mostraba siempre actitudes sobrias. Cuando sonreía, como ahora era el caso, mostraba cordialidad pero no ligereza.
—Desde la muerte de su primo Francis quedó vacante el cargo de magistrado del distrito. Cuando su tío falleció, el señor Francis Poldark quiso rehusar el cargo con el argumento de que él era demasiado joven; pero lo convencimos de que su deber era aceptar. Hace más de un siglo que los Poldark desempeñan esta función. Yo diría que sería una lástima faltar a la tradición.
Ross se sentó y cruzó las piernas. El vino y la comida siempre determinaban que su rostro palideciera y no que cobrase más color.
Daniell continuó diciendo:
—En realidad, en ese distrito hay escasez de hombres de primera calidad. El viejo Horace Treneglos está demasiado achacoso y muy sordo para servir, y por otra parte sabemos que no desea que su hijo sea designado juez mientras su propio padre aún vive. Hugh Bodrugan es un hombre inestable, tanto en su conducta como en sus juicios. Sabemos que Ray Penvenen está muriéndose. Por supuesto, Trevaunance es un hombre apropiado.
—Concuerdo en que se trata de un grupo poco prometedor —dijo Ross.
—Ahora que usted ha sido designado capitán de los voluntarios de su sector, y que ya no necesita consagrar tanto tiempo a la rutina cotidiana de la mina, y sobre todo ahora que la guerra contra Francia está entrando en una fase más dura, necesitamos con urgencia una persona de su apellido, su jerarquía y su carácter, que afronte las tareas y las responsabilidades de juez de paz.
Ross guardó silencio. Conocía las sugerencias que habían circulado poco después de la muerte de Francis. Pero de hecho no les había atribuido importancia; no había formulado ningún género de respuesta y nadie había vuelto a hablar de ello. Algo parecido a las esperanzas del señor Odgers en el sentido de que lo invitaran a comer los domingos.
—Por supuesto, ahora afrontamos además el problema de la inquietud en nuestro propio país. La difusión de las ideas revolucionarias…
—Bien, sí. Sí, en efecto. En momentos como este necesitamos jefes enérgicos.
—Señor Daniell, me pregunto si usted no ha olvidado que… veamos, ¿cuándo fue? Hace apenas cuatro años comparecí en Bodmin ante el juez Lister y un jurado de doce personas, acusado de incitar al desorden a los pacíficos ciudadanos; y además, en efecto promoví desórdenes contrarios a las leyes del país. Según creo, ese fue el comienzo de la acusación, pero hubo además otros cargos.
Daniell se había ruborizado levemente.
—Usted fue absuelto de todas las acusaciones.
—Es cierto. Aunque si la memoria no me engaña cuando el juez me absolvió dijo que el veredicto del jurado debía poco a la lógica y mucho a la compasión.
—Capitán Poldark, nada sé de eso, pero aun así lo cierto es que usted salió del tribunal sin mengua de su buen nombre y honor.
—Sí. Supongo que podría decirse eso.
—En efecto, podría decirse eso. Por lo tanto, dichas acusaciones mal podrían esgrimirse contra usted.
—No. Pero también deseo recordarle que dos años antes de ese episodio entré por la fuerza en la cárcel de Launceston y liberé a uno de mis servidores, que cumplía allí una sentencia.
—Oí hablar del asunto. ¿Es cierto que el hombre estaba muriéndose?
—Sí, es cierto. De todos modos, el episodio no me recomienda, a la atención de mi propia clase, como una persona apropiada para aplicar la ley.
Daniell extrajo una cajita de rapé de carey y la ofreció a Ross. Este sonrió y negó con la cabeza. Daniell dijo:
—Capitán Poldark, si mira alrededor difícilmente encontrará personas que no hayan pasado por situaciones semejantes cuando eran jóvenes. No es una característica exclusivamente suya. Examine la conducta de la mayoría de sus vecinos y verá que son pocos los que no cometieron travesuras juveniles.
—Oh, por supuesto. Y no sólo juveniles. Pero ¿me exhortaría a ocupar ese cargo basándose en la idea de que un pecador reformado es el mejor párroco?
—Yo no lo diría de ese modo.
Ross se frotó la rodilla y volvió los ojos hacia la ventana.
—¿Cómo se llaman estas ventanas? Venecianas, ¿verdad?
—Sí.
—La casa es muy luminosa. Una de las residencias más luminosas que he visto.
—Usted lleva un apellido antiguo, muy respetado en la región. Mientras su sobrino y su propio hijo no alcancen la edad adulta, sólo usted puede representarlo.
—Mi padre jamás fue juez.
—No. Pero entonces su hermano mayor Charles vivía.
No se trataba sólo de eso, pensó Ross.
—La educación y la experiencia también son valiosas cuando se trata de administrar el país —dijo Daniell—. Por eso el viejo Horace Treneglos era valioso… un auténtico erudito en la cultura griega; y John Trevaunance es particularmente útil, porque estudió derecho en Cambridge cuando era joven. Su amplia experiencia contribuirá a la eficiencia de la tarea judicial.
—Señor Daniell, ¿la idea nació personalmente de usted?
—No, no, varias personas hemos concordado en esto. No hay obstáculos, se lo aseguro. La gente piensa que ya es tiempo de adoptar esta medida.
Ross descruzó las piernas y se puso de pie.
—Le envidio la posesión de todos estos libros. Veo que tiene Los Derechos del hombre de Tom Paine. ¿Es un libro prohibido?
—No cuando yo lo compré. Sería delito si hoy lo vendiese. ¿Lo ha leído?
—Sí. No lo considero tan revolucionario como algunos afirman.
—Bien… depende del punto de vista. ¿Pensiones para los ancianos a los cincuenta años? ¿Educación de los pobres? ¿Un impuesto a la renta que equivale a la confiscación de todo lo que exceda las 23 000 libras esterlinas? Algunos dirían que son ideas bastante revolucionarias.
—Como usted dice, depende del punto de vista. Por supuesto, son posiciones absurdamente radicales. Creo que Paine es un visionario que apunta demasiado alto, no un revolucionario en el sentido más agresivo de la palabra, ni un sincero admirador —aunque finge serlo— de lo que ha hecho la Revolución Francesa. No ataca la posesión de propiedad privada, sino su uso irrestricto con propósitos egoístas. Oí decir que en secreto Pitt simpatiza con mucho de lo que Paine ha escrito.
—De lo cual se deduce que en este momento más vale simpatizar en secreto —observó secamente Daniell—. ¿Sabe si aún vive?
—¿Quién, Paine? Dios lo sabe. Nadie sabe quién está vivo o muerto en la Francia actual.
Se hizo el silencio.
—Me temo que debo rehusar —dijo al fin Ross.
Daniell cerró la cajita de rapé y se limpió la nariz con un pañuelo de tela fina, pero sin adornos. Afuera, algunas palomas se arrullaban. Era un sonido grato en esa tibia tarde de agosto.
—Aprecio su idea y la consideración demostrada por sus amigos al invitarme; y confío en que con mi rechazo no correré el riesgo de que se me considere grosero o demasiado quisquilloso. Pero lo cierto es que no puedo decidirme a juzgar a mis compatriotas.
—Uno debe limitarse a interpretar las leyes del país.
—Sí, pero eso implica abrir juicio. Y aunque ahora trato de atenerme a la ley, y espero continuar en esa actitud, hubo ocasiones en que rechacé su validez… y es posible que en el futuro lo haga nuevamente. Quizá no en mi propio beneficio. Personalmente no creo que llegue a carecer de techo, ni a trabajar en condiciones inhumanas, ni verme afectado de tisis a los treinta años, ni a soportar el espectáculo de mi esposa hambrienta o de mis hijos arrastrándose desnudos sobre el piso de una choza. No creo que me asalte la tentación de robar leña para hacer fuego o de cazar una liebre para llenar el vientre de mi familia. Pero es frecuente que en esos casos la ley no contemple las circunstancias en que se cometió el delito. No las tuvo en cuenta en el caso de mi criado, y por eso lo condenaron a dos años de cárcel y murió en la prisión. No soy revolucionario en el sentido jacobino. Creo en las leyes de la propiedad. No me agradan los ladrones. Pero las sentencias son excesivamente severas. Si un hombre compareciese ante mí acusado de violar la propiedad privada y de cazar conejos, no podría dejar de preguntarme si en las circunstancias en que él vive yo no habría hecho lo mismo. Y si llego a la conclusión de que yo hubiera hecho lo mismo, ¿cómo puedo condenarlo?
—No siempre la justicia es ciega y brutal.
—En efecto.
—Cabe suponer que usted no reaccionará del mismo modo si un hombre mata a otro, o viola a una niña, o incendia una bala de heno…
—En efecto, pero es más frecuente que esos casos pasen a los tribunales superiores.
—Por eso mismo, cuando deba considerar delitos de menor cuantía quizá pueda atemperar la justicia con la tolerancia.
—¿Y disputar con mis conjueces? ¿Podría coincidir con Hugh Bodrugan cuando deba sentenciar a un cazador furtivo? ¡Sería el comienzo de otra guerra civil!
Daniell se mordió el labio y miró al hombre alto y delgado que estaba de pie frente a la estantería de libros.
—Como usted sabe, la función del magistrado no se limita a la tarea judicial. En este país, un magistrado ejerce poder para bien y para mal. Tiene mucho que ver con los impuestos y las gabelas y el aprovechamiento del dinero recaudado. Con la construcción de caminos, la reparación de puentes y el dragado de canales. Es decir, con la administración del país. Un hombre enérgico como usted tiene muchas oportunidades de servir. Sería una lástima rechazar la oportunidad de hacer mucho bien por el temor de infligir un pequeño daño.
Ross movió la cabeza y sonrió.
—Señor Daniell, sus argumentos son persuasivos. Ojalá mi rechazo pudiese ser tan convincente. Si yo creyera que los hombres que me acompañaran en el tribunal tuvieran actitudes semejantes, o por lo menos estuvieran dispuestos a oír mis argumentos, mi respuesta sería distinta. Si las leyes de este país tendieran a ser más liberales y benignas de buena gana intentaría interpretarlas. Pero en este momento, bajo la amenaza de los acontecimientos de Francia, estamos retrocediendo. Es suficiente hablar de tolerancia, de ideas liberales, de reformas, de la posibilidad de mejorar las cosas para los pobres, para que en todo eso se vea traición. A quien adopte esas actitudes se le tacha de jacobino y se le acusa de traidor. La semana pasada ahorcaron en Londres a un hombre por haber robado una libra y quince chelines. Ahora, se encarcela sin proceso. Si uno habla en público con excesiva franqueza, ciertamente corre el riesgo de ir a la cárcel. Oh, ya sé —continuó cuando Daniell se disponía a interrumpirlo—, conozco perfectamente la excusa, y en cierto modo la comprendo y la acepto. Pero ya se ha ido demasiado lejos, más lejos de lo que se justifica en vista del bien público, o considerando la seguridad pública. Para derrotar a la tiranía extranjera adoptamos medidas que a mi juicio implican el peligro de crear una tiranía local. ¿No advierte que en vista de mis opiniones sería un grave error aceptar su ofrecimiento?
Daniell suspiró y se puso de pie.
—Comprendo sus razones. Aun así pienso que no son válidas. Los hombres de ideas liberales deben interpretar la ley y ayudar al país, en lugar de retirarse y dejar el campo libre a los reaccionarios. Estas situaciones especiales pasarán. El buen gobierno del país debe continuar. De todos modos, será como usted diga. ¿Volvemos a reunimos con las damas? Veo que ya regresan del río.
Atravesaron el vestíbulo y salieron a la terraza. Allí sólo había un criado preparando otra mesa para el té. En ese valle cercano al río estaban protegidos del viento, y una profunda paz dominaba la escena. Las mujeres formaban una colorida mancha de heliotropo, ocre y rosa sobre el fondo verde. Demelza se había quitado la chaqueta, y la blusa de seda resplandecía al sol.
—Por supuesto, usted sabe… —dijo Ralph-Allen Daniell—. O tal vez no. Quizás es algo que debería informarle ahora… explicarle que en su distrito es bastante urgente la necesidad de hallar un hombre. Habrá que encontrarlo. Más tarde o más temprano alguien lo propondrá. Es decir, si como supongo, su decisión es completamente firme… —Esperó, pero Ross no habló—. Nos veremos obligados a formular a otra persona el mismo ofrecimiento, y el candidato más obvio, e incluso el único es George Warleggan.
Demelza saludó agitando su pañuelo. Ross no respondió a la señal.
—Una decisión admirable —dijo, y su voz apenas expresó parte de sus sentimientos—. Warleggan tiene todas las cualidades que a mí me faltan.
—Y carece de muchas de las que usted tiene. Creo que es una lástima, capitán Poldark… Bien, queridas, ¿les agradó el paseo?
Estuvieron allí hasta las nueve, bebiendo té y comiendo bizcochos y torta y charlando cordialmente de diferentes asuntos. Daniell les ofreció pasar la noche en la casa disculpándose por no haber incluido la propuesta en su invitación; pero rehusaron cortésmente y después de una agradable cabalgata hasta la salida del valle, retomaron el camino que conducía a Truro. Hacia las once habían llegado a la posada del «León Rojo», donde les esperaba Gimlett, que había traído sábanas limpias y se había ocupado de prepararles el cuarto, y de organizar el servicio y el descanso de los caballos. Salvo las ocasiones en que venía a vender el estaño, era la primera vez que Ross se alojaba en la posada después de su gresca con George, tres años antes, cuando en un arrebato de cólera incluso había derribado al posadero; pero era evidente que el hombrecillo se sentía complacido de recibir la visita de tan importante cliente y de olvidar antiguos rencores. Mientras cenaban, Ross trató de mostrarse amable, pero su estado de ánimo era tal que sus esfuerzos no parecieron convincentes. Demelza, que había pasado un día muy agradable, no conseguía entender a su marido, y sólo después que quedaron solos en el dormitorio él le habló de la oferta de Ralph-Allen Daniell y de la respuesta al mismo.
—Oh, Ross —dijo ella.
—¿Qué significa eso? «¡Oh, Ross!».
—Bien, sé lo que sientes, y me alegro que pienses así; pero al mismo tiempo diría que es una lástima.
—¿Una lástima que sienta de este modo?
—No. Una lástima rechazar a causa de tus sentimientos. Creo… que está mal que no frecuentes más a la gente de tu propia clase y… seas una persona importante entre ellos. Esta era una oportunidad de ser… quiero que te demuestren el respeto al que tienes derecho.
—Y crees que ahora no me lo demuestran. Gracias.
—Ross, no te burles de mí. Si lo que digo no te agrada, lo siento. Por supuesto, aceptaré lo que tú consideres justo. Pero una persona tiene su lugar en el mundo. Y el tuyo está… en un cargo como el que te ofrecieron. Por nacimiento eres caballero y… los caballeros se ocupan de aplicar la ley. Me duele que hayas tenido que rehusar.
—Tendrías mejor opinión de mí si fuese un viejo gordo, sensual y maloliente como tu compañero de cama Hugh Bodrugan, que se emborracha seis veces por semana y tiene la mano muy larga siempre que la falda o la blusa de una mujer está cerca. ¿En ese caso admirarías mi posición social? ¿Creerías que todo eso revela mi importancia?
—No, Ross, nada de eso; y bien sabes que no era esa mi intención. Y también sabes que Hugh Bodrugan jamás fue mi compañero de cama. Y que mi falda o mi blusa nunca estuvieron cerca de su mano.
—¿Quisieras que yo fuese un hipócrita, y que adulase a la gente poderosa, de modo que caiga en mis manos un poco de influencia? ¿De modo que pueda cacarear y pavonearme en mi propio estercolero? ¿Quisieras que fuese un hombre pomposo, arrogante, seguro de mí mismo, un dios menor usando a criaturas inferiores? ¿Te agradaría que…?
—Por favor, Ross, desabrocha este botón. La blusa me apretó todo el día. Creo que hasta noviembre no podré volver a usarla.
Ross miró la nuca de su esposa, y los mechones de cabello sobre la piel pálida. Desabrochó los tres botones y se apartó, irritado. No volvieron a hablar hasta después de desvestirse y acostarse. Ross apagó dos velas y dejó encendida una. Humeaba y el humo se elevaba, enroscado como un mechón de los cabellos de Demelza. Trató de dominar su irracional resentimiento.
—Entonces, ¿crees que cometo un error? —preguntó.
—¿Cómo puedo saberlo? ¿Cómo puede estar mal lo que tú crees acertado?
Ross no le había hablado del hombre a quien probablemente designarían si él rehusaba el cargo.
—Fue una reunión magnífica —dijo ella—. Pero ese francés…
—El año próximo designarán a Ralph-Allen Daniell alguacil supremo de Cornwall. ¿Oíste comentar el asunto mientras almorzábamos?
—No. ¿De qué se trata? Parece una dignidad muy alta.
—Quizá nos pusieron a prueba… quisieron ver cómo te comportabas, y si yo no usaba una tricolor como corbata. Valletort es hijo del teniente Lord. ¿Te agradó?
—Apenas hablé con él. Simpaticé con su esposa. Si esta gente es la alta sociedad, yo diría que me agradó. Más que otros a quienes conocí antes.
—Sí, están un escalón por encima de los que se reunieron en la fiesta de la Alcaldía. En cierto nivel, la riqueza se justifica a sí misma posibilitando que su poseedor se muestre cortés, culto, refinado y elegante. En tales casos, probablemente pueda afirmarse que uno está ante la mejor sociedad del mundo.
—Ojalá…
—¿Qué?
—Volvamos a verlos.
—No creo que mi rechazo del cargo aumente la simpatía que me dispensan. Las personas a quienes conocimos hoy son las de carácter progresista, y las que en tiempos mejores apoyarían la reforma, las personas que se enorgullecen de su espíritu amplio. Pero sospecho que en este momento incluso ellas tenderán a suponer que quien no está con ellos está contra ellos. Es la tendencia que se manifiesta en tiempos de tensión y guerra. En la actualidad, los caballeros rurales de Inglaterra ven la revolución detrás de cada ventana y cada puerta.
—Oh, bien… —Demelza se encogió de hombros, resignada—… tenemos muchas cosas satisfactorias y agradables. Esto no es importante. ¿Trajiste la lista de lo que compraremos mañana?
—Sí. Y es muy larga.
—Bien. Entonces, ocupémonos de eso. Buenas noches, Ross.
—Buenas noches.
Ross apagó la última vela. Ahora la única luz era la que venía de la linterna del corredor, cuyos rayos se filtraban bajo la puerta mal encuadrada. Del piso bajo llegaban voces estridentes, y a veces gritos originados en la taberna.
Los dos esposos permanecieron silenciosos y pensativos. Ambos sabían que por muchas cosas que compraran a la mañana siguiente, por extravagantes que fuesen esas compras, los hechos del día habían destruido el placer de la excursión.