Capítulo 7

Ross había permanecido dos noches en Looe, en casa de su antiguo amigo Harry Blewett. Después de una comida tardía explicó a Demelza que el astillero de Blewett florecía, y que su amigo ahora estaba dispuesto a ofrecer a Ross una participación en el negocio. El dinero invertido por Ross se usaría para ampliar el astillero, que ahora trabajaba aprovechando al máximo la capacidad disponible.

Demelza preguntó:

—¿Qué ocurrirá si la guerra termina muy pronto?

—Un buen astillero, administrado eficazmente, mal puede dejar de prosperar. La necesidad de embarcaciones quizá no sea tan grande si termina la guerra, pero no desaparecerá del todo, a diferencia de lo que ocurre a veces con una veta de estaño o de cobre.

Ella le sirvió otra porción de cordero.

—¿Y… el otro asunto?

—Desde principios de junio hicieron una sola salida, pero dos de sus hombres realizaron las averiguaciones que yo pedí. Hasta ahora, nada. Según afirman, los pescadores bretones se trasladan de un puerto a otro, pero rara vez viajan tierra adentro, y nada saben de la existencia de prisiones o campamentos, o de que haya prisioneros de guerra. He ofrecido cincuenta guineas a quien aporte información concreta que pueda confirmarse acerca de la nave inglesa Travail y sus posibles sobrevivientes. Si el tiempo los ayuda, partirán la semana próxima.

—¿Y de Santa Ana?

—Will Nanfan nada descubrió acerca de Dwight, pero oyó decir que en Brest los prisioneros ingleses habían sido maltratados por la chusma, apedreados en las calles y encerrados en cárceles abominables. Cree que eran marinos mercantes capturados; por supuesto, los oficiales navales reciben mejor tratamiento.

—¿No dirás eso a Carolina?

—Claro que no.

Ella acercó la fuente.

—¿Budín? ¿O jalea? ¿O tarta de fresas?

—Tarta, si es obra tuya y no de Jane.

—Gracias. —La miró mientras ella se ponía de pie y cortaba la tarta. El embarazo aún no había modificado su figura. Todavía mostraba el mismo cuerpo alargado, la misma expresión juvenil—. Mientras estaba en Looe conocí a dos emigrados franceses, ambos aristócratas, un señor du Corbin y un conde de Maresi. Pregunté a du Corbin qué habría ocurrido probablemente si Dwight era uno de los sobrevivientes del naufragio. Pero creo que du Corbin continúa viviendo en tiempos de los caballeros. Afirma que todos los oficiales capturados se canjean automáticamente o salen en libertad bajo palabra, y que por lo tanto, como nada hemos sabido, Dwight está muerto. A mi juicio, él no comprende que incluso en el año y medio transcurrido desde que se marchó de allí las condiciones en Francia se han deteriorado en gran manera. Las comunicaciones están desorganizándose, y hasta que se restablezca cierto orden nadie puede controlar realmente los procedimientos que antes eran cosa sobreentendida.

Demelza se sentó y lo miró comer. Tenía un codo apoyado en la mesa, y con el otro se alisaba el vestido.

—Temo que si no tienes noticias prontas pretendas ir a averiguarlo personalmente.

—El riesgo sería escaso si lo hiciera. Ninguno de los dos gobiernos ha intentado detener el contrabando.

—No se trata sólo de los «gobiernos», como tú lo llamas. Es la gente. Estamos en guerra. Algunos pueden olvidarlo, si les conviene, pero otros lo recordarán. El odio crecerá semana tras semana. Mira lo que Will dice acerca de las turbas de Brest. Podrían atacarte en el mar, capturarte y llevarte prisionero o apuñalarte por la espalda. Ese es uno de los riesgos. El otro es que te detengan cuando regreses a Inglaterra. Ya una vez escapamos por poco. Sería demasiado pretender que de nuevo tengamos la misma suerte.

Ross sonrió.

—¡Cuántos riesgos imaginas! Creo que olvidaste lo que te dije cuando me anunciaste que tendríamos otro hijo. ¿Y recuerdas lo que contestaste? «Sólo por el hecho de vivir siempre estamos desafiando al destino».

—Ross, no es lo mismo. El destino de las mujeres, altas o bajas, lindas o feas, su destino natural es engendrar niños. He tenido dos. ¿Por qué el tercero ha de ser distinto? Pero los hombres no… no es su destino natural viajar al extranjero y arriesgar la vida en un país enemigo.

—¿Ni siquiera por un amigo?

—Ah, lo sé. Lo sé… —Enarcó el ceño—. Consigues que parezca mezquina. Ross, ¿por qué me haces aparecer mezquina? En todo caso, otros pueden hacer lo mismo que tú haces. Contrata a alguien. Disponemos de dinero suficiente… es el modo de usarlo.

En la iglesia de Sawle los servicios se celebraban a las once de la mañana el primer y el tercer domingo del mes, y a las dos de la tarde los restantes domingos. En tales ocasiones, el señor Clarence Odgers elevaba preces y predicaba, y el coro y los músicos maltrataban algunos salmos e himnos, con la ayuda de la reducida congregación. El viejo Charles Poldark prefería que el servicio vespertino comenzara cerca de las cinco o las seis, y por supuesto se había arreglado el horario para complacerlo; pero un par de años después de su muerte, como los Poldark se interesaban tan poco por la iglesia, se había retornado a una hora más cómoda. Después de la muerte de Francis sólo habían quedado Elizabeth y su hijito, y ella se había mostrado tan escasa de tiempo y energía que había sido necesario abandonar las viejas costumbres; sobre todo, la casa principal ya no cumplía la obligación semanal de alimentar al párroco. Los intentos del señor Odgers de convencer a Ross Poldark de que asumiese este y otros deberes habían fracasado por completo.

Pero ahora que la casa pertenecía a los Warleggan había comenzado un nuevo régimen, y el señor Odgers veía complacido que el nuevo señor acudía a la iglesia todos los domingos, cuando visitaba la región, y que venía acompañado por los miembros de la familia a quienes consideraba oportuno llevar. Aún no había indicios de a la antigua costumbre de alimentar al clérigo necesitado; pero a veces el señor Odgers recibía una ayuda más valiosa en forma de dinero; y el hecho constituía una novedad tan absoluta que el hombrecito se mostraba más que ansioso de modificar la forma, el horario o las condiciones del servicio de acuerdo con los posibles deseos del señor Warleggan.

En el fondo del corazón o en las rodillas, Odgers no tenía más remedio que confesar que las cosas no eran lo mismo con el señor Warleggan que con Charlie o Francis Poldark. Ninguno de los Poldark había sido un feligrés de asistencia tan regular como lo era el señor Warleggan. El viejo Charles se había mostrado difícil, con sus súbitas simpatías y antipatías y sus eructos constantes, y el joven Francis a veces se había mostrado acre y sardónico. Pero trataban a Odgers como a un hombre de su misma clase. O casi de la misma clase. Decían, por ejemplo: «Esta mañana perdió el hilo del sermón, ¿eh, Odgers? Creyó que yo dormía, pero esto le demuestra que no era así. ¡Ah! No es que lo culpe, con todos esos condenados nombres hebreos». O Francis decía: «Que me cuelguen, Odgers, ese tipo, Permewan, con el contrabajo; ni siquiera una cerda que está pariendo produce un ruido peor. ¿No podríamos pedirle que agregue un poco de agua a su ginebra?». El señor Warleggan era distinto. El señor Warleggan lo llamaba a la casa y le decía: «Odgers, si los campaneros no le alcanzan, enviaré a dos de mis hombres. Cuide que el domingo próximo repiquen bien». O: «Veo que algunos miembros de la congregación no se ponen de pie cuando entramos en la iglesia. Tenga la bondad de cuidar que en el futuro todos lo hagan». No era sólo lo que decía sino cómo lo decía; no había ni rastro de esa familiaridad de hombre a hombre que, si bien nunca acortaba las distancias de la posición social, ayudaba a disimularla. Más bien un frío exceso de cortesía que correspondía sobre todo a la relación entre amo y empleado.

Con respecto a la segunda petición, cuando la oyó el señor Odgers no formuló ningún comentario. Antaño, cuando hacía poco que Odgers se había hecho cargo de su puesto, la costumbre era que la mayoría de la congregación no sólo se ponía de pie cuando entraban los Poldark sino que esperaba afuera hasta que ellos llegaran, y después entraba detrás. Era una actitud libre y desembarazada, y era vista como parte natural de la vida aldeana. «Buenas tardes, señora Kimber», solía decir Charles al pasar, «espero que se sienta mejor», y «Buenas tardes, señor, me siento bien ahora, gracias», contestaba la señora Kimber, quizá con un movimiento de la cabeza o una reverencia si lo creía oportuno; y después todos entraban. Pero esta costumbre había desaparecido gradualmente durante el breve período de Francis, sobre todo después de la partida de Verity. Por ejemplo, no tenía mucho sentido esperar afuera si ningún Poldark aparecía jamás. Cuando Francis murió, todo había ido de mal en peor; la congregación se había reducido, y los que quedaron comenzaron a mostrarse indisciplinados; a nadie le preocupaba la iglesia.

Ahora, a alguien le interesaba, pero de distinto modo. Había que imponer una nueva disciplina en la congregación, no algo que había dejado totalmente de ser disciplina para convertirse en una costumbre serena, santificada por el tiempo. Los criados de Trenwith y los que dependían de Trenwith porque comerciaban con la casa o gozaban de su protección, no representaban ningún problema. Pero había una serie de almas independientes, y sobre ellas tendría que actuar el señor Odgers.

Comenzó apostándose él mismo, acompañado por su hijo mayor, que representaba el papel de alguacil, en la puerta de la iglesia pocos minutos antes del comienzo del servicio. Después, apenas se aproximaban los Warleggan, el hijo entraba de prisa en la iglesia para suspender las conversaciones de la congregación y obligarla a ponerse de pie mientras Odgers se acercaba al portón de acceso con el fin de saludar al grupo que llegaba.

Pero George agravaba considerablemente las dificultades, porque a menudo llegaba tarde. A decir verdad, los Poldark nunca se retrasaban más de tres o cuatro minutos. Si se demoraban o no podían asistir, Charles enviaba a Tabb o a Bartle para informar a Odgers que debía comenzar sin ellos. De modo que había sido costumbre no empezar hasta que llegaban, y también eso se había convertido en parte del orden natural del día. Pero George y su gente a veces se retrasaban diez minutos, y la congregación se inquietaba mucho.

En general, asistían al servicio entre veinte y treinta aldeanos, y unos pocos más cantaban en el coro. (El doctor Choake, que asistía al vicario, concurría regularmente con su esposa el primer domingo del mes. El capitán Henshawe lo hacía con menos frecuencia, y los Poldark de Nampara venían una vez por año). Pero en los últimos tiempos este grupo más o menos estable se había visto ampliado por la asistencia de un sólido núcleo de hombres y mujeres —doce a dieciocho personas— que desfilaban conducidas por un individuo llamado Samuel Carne, y se instalaba en las últimas cinco filas, cerca de la pila. Odgers sabía que eran metodistas, una secta a la cual odiaba, pero que él no podía controlar. Aunque asistían a la iglesia, en realidad respetaban poco su autoridad, y menos aún su sagrado ministerio. Pero su comportamiento en la iglesia era ejemplar, y Odgers nada podía hacer para expulsarlos.

Demasiado ejemplar. Contrastaba con la conducta de los restantes feligreses, que solían charlar y murmurar entre ellos, y se habían acostumbrado a hacerlo incluso durante el servicio, hasta que el señor Warleggan puso fin a esa práctica.

El segundo domingo de agosto el servicio debía comenzar a las dos, y Sam Carne llegó a la iglesia con su rebaño unos cinco minutos antes de la hora; y, como de costumbre, después de una breve plegaria, todos se acomodaron discretamente en los asientos, esperando el comienzo del servicio. El resto de la congregación hacía bastante ruido, dirigía miradas hostiles a los metodistas y emitía breves risitas porque consideraba pretenciosa la actitud reverente de las personas de las últimas filas. Sin que el señor Odgers lo supiera, George estaba atendiendo a varios amigos; y aunque no pensaban sentarse a comer sino después del servicio, habían estado bebiendo té y practicando arquería y en general gozando del día estival; de modo que eran las dos y cuarto cuando ocho miembros del grupo aparecieron en el portón. Eran George y Elizabeth, Geoffrey Charles y Morwenna, Saint John Peter y Joan Pascoe, Unwin Trevaunance y cierta señorita Barbary, hija de Alfred Barbary. El señor Odgers salió al encuentro del grupo, y recibió, a medida que pasaban, gestos de saludo de algunos y sonrisas de otros.

Medio deteniéndose, George dijo:

—¿Ya comenzó el servicio?

—No, señor Warleggan, pero ya estamos todos preparados…

—Ese canto…

El señor Odgers se acomodó la peluca de pelo de caballo.

—Yo no les pedí que cantaran, pero ciertos miembros de la congregación mientras esperan cantan un himno que ellos mismos compusieron. Envié a John para pedirles que terminaran. Cesará en un momento.

Esperaron y escucharon.

—Por Dios —dijo Saint John Peter—, parece un himno metodista.

—En seguida concluirán —dijo el señor Odgers—. Nada más que un momento…

—Pero ¿por qué tenemos que esperar? —preguntó Elizabeth con buen humor—. ¿Las iglesias no están destinadas precisamente a eso? Quizá si nos damos prisa podamos acompañarlos. —Apretó el brazo de George—. Vamos, querido.

George había parecido molesto cuando el canto no cesó; pero las palabras de Elizabeth lo calmaron, dirigió un leve gesto de indiferencia a sus invitados y continuó la marcha hacia la iglesia.

Cuando entraron en la iglesia los metodistas habían llegado a la última estrofa, y la presencia de George, más la imposibilidad de recordar todas las palabras casi los acalló. Pero algunos, dirigidos por Pally Rogers, Will Nanfan y Beth Daniell, todos los cuales estaban un tanto irritados por algunas empalizadas levantadas durante los últimos meses, y que nada tenían que temer de George Warleggan o de su familia, cantaron con voz más fuerte que nunca para compensar la mudez del resto; y la última estrofa acompañó enfáticamente a George y a su grupo mientras caminaban por el pasillo, en dirección al escaño.

… la paz, que llega al alma cuando su deseo

atiende únicamente al más allá;

cuando el pecado, el miedo y el pesar expiran

a instancias del amor perfecto.

Después, las voces se acallaron. El resto de la congregación se había puesto de pie a la llegada del grupo proveniente de Trenwith. Los partidarios de Wesley no los habían imitado.

El señor Odgers ocupó la tribuna, tosió y se aclaró la voz.

—Oremos —comenzó.

Esa semana Sam Carne trabajaba en el turno de la noche; cuando abandonó sus tareas estaba lloviendo, de modo que encorvó el cuerpo para defenderse del mal tiempo y comenzó a ascender la colina, en dirección al cottage Reath. Cuando ya estaba cerca, vio una figura pequeña y mojada, de pie al lado de un caballo, a poca distancia del lecho seco que corría cerca del cottage. Era el reverendo Clarence Odgers.

—Ah, señor, buenos días. ¿Ha venido a vernos? Creo que mi hermano está trabajando. Pero adentro está más seco. Pase, pase.

Sam no alimentaba dudas acerca del tema de la visita de Odgers. Entró en el cottage pequeño y oscuro, y después de un momento de vacilación hostil Odgers lo siguió. Inspeccionó la habitación oblonga con sus toscas sillas, muchas armadas con maderas arrojadas a la playa por el mar, o con pedazos extraídos de la mina. Sobre una mesa, al fondo, estaba abierta una Biblia. Y Odgers vio con desagrado que las sillas estaban dispuestas en tres hileras, frente a la mesa. Sobre una tabla de madera colgada de la pared se había escrito: «Ganad la salvación en Cristo».

Sam se inclinó sobre el pequeño párroco.

—Tome asiento, señor. Es grato dar la bienvenida a nuestra casa a otro hombre de Dios.

La frase no podía ser un buen comienzo para la conversación. Odgers dijo:

—Carne… creo que ese es su nombre, ¿verdad? Esta no es una visita parroquial. Entiendo que usted vino hace poco a este distrito.

—Hace seis meses el Señor dirigió hacia esta parroquia mis pasos y los de mi hermano. Y hemos venerado regularmente a Cristo en la Iglesia que usted dirige. —En el rostro juvenil y melancólico de Sam se dibujó una sonrisa.

—Sí —dijo Odgers—. Bien, sí, eso hacen. —Por naturaleza no era un hombre belicoso, pues no tenía ni el dinero ni la crianza necesaria para mostrarse arrogante; pero había recibido su instrucción—. He visto que usted y sus amigos asisten a la iglesia, y de eso deseaba hablarle. Ayer, antes del servicio, ustedes cantaron… cantaron diez minutos enteros de un modo que era impropio para la dignidad de la iglesia y para mi cargo de religioso. Usted —usted y su gente— vienen todas las semanas, se sientan formando un grupo ¡y se comportan como si celebraran un servicio privado dentro del servicio general!

—¿Cómo? Señor, esa no es nuestra intención. Vamos juntos —como usted dice— y nos sentamos y cantamos en grupo para atestiguar nuestra conversión al evangelio de Cristo, para demostrar que hemos alcanzado la salvación por la sangre del Cordero. Todos…

—Usted habla de la conversión el evangelio de Cristo, pero lo que usted y todos los miembros de su secta tratan de lograr es la destrucción de la iglesia de Cristo, la subversión de las doctrinas santas y la instalación de prácticas rivales y revolucionarias. ¡No hay duda de que usted y su gente intentan destruir la ley, el orden y las enseñanzas verdaderas de Dios en sus casas ordenadas y consagradas!

El señor Odgers había comenzado sin mucha convicción, pero había cobrado fuerza a medida que hablaba. Los prejuicios de George habían movilizado los del propio Odgers. Deslizó los dedos entre los botones del chaleco, y tomó aliento para continuar, pero Sam lo interrumpió.

—Vamos, señor, dice cosas muy duras de nuestra gente, pero lo que usted dice no es cierto… no es la verdad de Jesús. Ni en pensamientos, ni en palabras, ni en hechos nosotros ni los que son como nosotros intentamos destruir las doctrinas santas… ¡procuramos abrazarlas ahora que casi habían sido olvidadas! Mediante el arrepentimiento sincero y el reconocimiento de nuestros pecados descubrimos la piedad de Dios según se manifiesta en Cristo Jesús. ¡Y eso está a disposición de todos, de todos los individuos que se acerquen, se arrodillen y confiesen sus pecados! Para que puedan beneficiarse con Su bendición. ¡Usted puede lograrlo, exactamente como cualquiera de nosotros!

—¡Y usted se atreve a hablarme así! A mí, que por la imposición de las manos he recibido la autoridad y la gracia de la sucesión apostólica…

—Quizá. No sé nada de eso. Pero nosotros no intentamos destruir las doctrinas sagradas. Sólo pedimos que todos los pecadores piensen en sus propios pecados y se salven de la ira de Dios. Asistimos regularmente a la iglesia, buscando el perdón y la salvación en Cristo. Dígame, señor, qué hay de malo en ello. Obedecemos los preceptos establecidos por nuestro venerado padre, el señor Wesley, y por…

—¡Ah! —dijo irritado el señor Odgers—. ¡Ah! Ahí tiene. ¡Ustedes elevan a este hombre, a este predicador renegado, y le atribuyen una autoridad superior a la autoridad de la Iglesia Anglicana! Exactamente lo que yo decía: ¡pretenden ser independientes del gobierno consagrado! Cuando ustedes vienen a la iglesia…

—Vea —dijo Sam, que comenzaba a irritarse—. Señor —agregó, como si lo recordara en ese momento—, ¿y qué encontramos apenas llegamos a la iglesia? ¿Eh? Es más un mercado que una casa de Dios. Gente que charla acerca del precio del estaño. Gente que afirma que los huevos escasearán el próximo invierno. Niñitos que juegan como si estuviesen en el jardín de su casa. Mujeres que murmuran, hombres que gritan de un escaño al otro. No es un modo decente de comportarse. ¡Es como si Satán hubiese entrado en la casa de Dios, y se hubiese adueñado de ella!

—¡En efecto, Satán ha entrado! —declaró el señor Odgers—. Pero no en los que humildemente aceptan las enseñanzas de la iglesia de Inglaterra. Ha entrado en las personas como usted, que tratan de destruir la autoridad tanto en la iglesia como en la nación. ¡Hay poco que elegir entre sectas rebeldes como las que ustedes forman, con sus reuniones independientes y sus festines de amor y su presunción de… de esclarecimiento religioso y esos clubes jacobinos que enseñan a la chusma ignorante primero la igualdad, la impertinencia y la irrespetuosidad hacia los superiores, y después la perversa revolución, que en definitiva niega a Cristo y reduce a toda la humanidad al nivel de la charca y la cloaca!

La discusión continuó un rato, y ambos se mostraban cada vez más irritados pero menos coherentes, hasta que Odgers salió de la casa cerrando la puerta con un fuerte golpe. Tal vez Sam no mejoró las cosas cuando volvió a abrir la puerta y ofreció al señor Odgers ayudarle a montar el caballo prestado, ayuda que primero fue rechazada con enojo y después aceptada con idéntico enojo. Cuando el caballo volvió grupas para regresar, mal dirigido por el señor Odgers, Sam dijo:

—¡Señor, rezaré por usted todos los días de mi vida! —Después, permaneció de pie bajo la lluvia, las manos en jarras, hasta que el hombrecito desapareció detrás de la colina. Un momento antes tenía el rostro rojo y colérico, pero al calmarse las arrugas se suavizaron y Sam sonrió, mirando las manos tensas, y aflojándolas también. No era el modo de comportarse por tratarse de un hombre que había hallado la salvación.

Odgers había terminado prohibiéndoles la entrada en la iglesia. Sam no conocía la ley, pero dudaba de que nadie tuviese derecho a dar ese paso. Cierta vez se había suscitado el mismo problema en Illuggan. Pero sería difícil continuar practicando el culto en una iglesia si el párroco demostraba tanta hostilidad. Por supuesto, era posible hacerlo. Era privilegio del servidor de Cristo afrontar la persecución. Pero el nombre y la autoridad del párroco aún tenían cierto valor a los ojos de muchos miembros de la congregación, y algunos no estarían dispuestos a desafiarlos. Lo cual implicaba ir a San Herminio, en Marasanvose. No era posible dejar de concurrir a la iglesia.

Sam sabía que Drake se impresionaría mucho. Por una razón o por otra, Drake siempre deseaba ir a la iglesia de Sawle, y mostraba antipatía a la de San Herminio. Sam se encogió de hombros. Bien, al día siguiente por la noche habría asamblea. No dudaba de que los miembros más veteranos del grupo tendrían algo que decir.