Capítulo 6

Aunque nunca había vivido a más de veinte kilómetros del mar, Morwenna Chynoweth rara vez lo había ido a ver y en todo caso nunca había prestado atención a su presencia mientras vivía en Trenwith. Su padre, un hombre grave de inclinaciones puritanas, y que por lo mismo simpatizaba con las sectas inconformistas, no había tomado a la ligera su religión y no creía que los paseos a la orilla del mar fuesen apropiados ni siquiera para sus hijos menores. Por su parte, la hija mayor estaba muy atareada ayudando a su madre en la casa, atendiendo a los hermanos o realizando tareas sociales u obras de beneficencia, y no disponía de tiempo para cabalgar por placer o visitar amigos. Al principio de su adolescencia, cuatro veces había acompañado a su padre en las visitas que este realizaba por parroquias de la costa; pero en tales ocasiones había tenido escasas posibilidades de visitar o admirar la costa.

Aquí era distinto. Era una joven en ciertos sentidos tan seria como su padre, con ideales religiosos y un firme sentido del deber; y había venido a atender sus funciones tan pesarosa de la separación como su acongojada familia, pero decidida a cumplir eficazmente sus obligaciones de gobernanta. Sin embargo, a pesar de la pérdida de prestigio implícita en su nuevo cargo, comprobaba que esa vida le agradaba mucho más que la que había realizado antes. Geoffrey Charles era un niño caprichoso e inteligente, pero controlarlo o enseñarle no era más difícil que hacer lo mismo con sus propias hermanas; el señor la intimidaba un poco, pero se mostraba bastante amable a su modo impersonal; la prima Elizabeth había sido muy bondadosa, y hacía todo lo posible para aliviar los sentimientos de incomodidad o vergüenza que ella podía sentir en su nueva situación; y había abundancia de criados que se ocupaban de las tareas realmente bajas. Además, no por placer sino por cumplir las obligaciones de su cargo, podía salir con Geoffrey Charles y realizar muchos paseos fascinantes, al campo, a los riscos de la costa, por las playas. Y tenía un pony reservado permanentemente para ella.

En Trenwith el mar estaba a una distancia de poco más de kilómetro y medio; pero donde las tierras de Trenwith tocaban el mar sólo había altos promontorios, con una o dos caletas cubiertas de algas, a las que sólo podía llegarse siguiendo senderos estrechos y peligrosos. Un kilómetro y medio hacia la izquierda (si uno miraba hacia el mar) el terreno descendía hacia la caleta de Trevaunance, y más lejos estaba la aldea de Santa Ana. Casi dos kilómetros hacia la derecha estaba la aldea de Sawle, con su entrada pedregosa que se elevaba nuevamente en un risco corto y empinado antes de llegar a la propiedad del capitán Ross Poldark. Con la marea baja, en Trevaunance y en Sawle aparecían playas de arena fina; se veían seductoras fajas de virginal arena dorada en lugares casi siempre inaccesibles; pero la mejor arena y la playa más hermosa eran las de Hendrawna, poco después de la propiedad del capitán Ross Poldark, y casi entrando en la propiedad de los Treneglos; unos seis kilómetros en línea recta, siete u ocho dando un rodeo.

Morwenna aún no conocía las causas del distanciamiento entre las dos familias, pero sabía que era un hecho real. Es decir, rara vez se mencionaba a la familia de Ross Poldark; y la única vez que Geoffrey Charles había mencionado el nombre en presencia de terceros se le había acallado sin demora. Morwenna no sabía cuál era la causa de la enemistad, qué ofensa real o imaginaria los separaba, y quién la había infligido y cómo. Cuando se abordaba el tema, de pronto George se mostraba peligroso, irritable, propenso al sarcasmo; pero su actitud no estaba dirigida contra Elizabeth. Ella se mostraba igualmente quisquillosa y fría; en ese sentimiento de antipatía marido y mujer coincidían del todo. Para Morwenna era una situación extraña, porque al margen de los defectos de su propia vida hogareña, siempre había mantenido una amistad estrecha y afectuosa con todos sus primos. Era evidente que la familia de Ross Poldark había cometido un acto imperdonable. Era difícil imaginar de qué se trataba. Por supuesto, Morwenna sentía curiosidad; pero se abstenía de preguntar a la única persona que podía aclararle la situación. No experimentaba repugnancia por la tía Agatha; con mucha frecuencia había acompañado a personas muy ancianas y moribundas; pero no le agradaba la idea de gritar las preguntas en esa oreja peluda; era una confidencia que debía ofrecerse en un murmullo, no gritarse como una andanada naval.

Elizabeth no había prohibido explícitamente que los paseos se realizaran cerca de Nampara; pero Morwenna sentía que llevar en esa dirección a Geoffrey Charles implicaba faltar al sentido de las instrucciones recibidas; de modo que siempre que se dirigían a Hendrawna daban un rodeo, dejando los ponies atados a un poste de granito enclavado en las dunas, y acercándose a la playa en el lugar en que las dunas ondulantes dejaban sitio a un risco bajo, sobre el cual descansaba la Wheal Leisure. Cuando se retiraban, alcanzaban a ver las chimeneas de Nampara, a unos dos kilómetros de distancia.

A fines de junio hizo buen tiempo, y la brisa del este era tan suave que apenas alcanzaban a sentirla. Morwenna y Geoffrey Charles venían con frecuencia a esta playa, por supuesto, acompañados por un criado, pero solían dejarlo acompañando a los ponies. Geoffrey Charles había descubierto el placer de chapotear en el agua, y ambos caminaban por la playa, hundiendo los pies en el agua que avanzaba lentamente. A veces se cruzaban con otros visitantes, que los saludaban al pasar; buscadores de restos interesados en todo lo que la marea echaba a la costa: mujeres encorvadas y envejecidas prematuramente, exmineros harapientos que tosían ominosamente, niños mal alimentados, madres con una turba de niños, de tanto en tanto un minero que bajaba de la mina y se paseaba tranquilamente o echaba restos al mar. Pero no eran muchos, sobre todo en los días más serenos, cuando el mar estaba tranquilo y por lo mismo depositaba pocos restos en la playa. Al criado no le agradaba quedarse solo; pero como decía Geoffrey Charles, los caballos eran una propiedad mucho más valiosa que Morwenna y él mismo, y de todos modos desde el lugar donde descansaba Keigwin generalmente los tenía siempre a la vista. Al principio, solían galopar por la playa, pero bajar los ponies a la arena y volver a subirlos era una tarea fatigosa, que además los obligaba a salvar un pequeño desnivel.

Un miércoles de principio de junio vieron a un hombre que venía hacia ellos y Geoffrey Charles lo reconoció como uno de los jóvenes a quienes habían sorprendido atravesando la propiedad con el madero. Cuando estuvieron más cerca también él los reconoció, y se acercó trotando sobre la arena húmeda, y se llevó la mano a la cabeza.

—Hola, señorito Geoffrey y señorita Chynoweth. ¡Qué agradable sorpresa! Buenos días a ambos. Hermoso tiempo, ¿eh? —Cambiaron algunas palabras, y después él dijo—: ¿Están dando un paseo? ¿Puedo acompañarlos un momento?

Se puso al paso sin esperar el consentimiento de la joven y el niño. Iba descubierto y descalzo, los pantalones de dril enrollados encima de las rodillas y asegurados con cuerda de cáñamo. Morwenna sabía que no debía tolerar esa actitud desembarazada y fácil, pero en realidad pareció que la intención no era faltarle el respeto; y como Geoffrey Charles había recibido al joven con tanta simpatía, la situación era aún más difícil para ella.

—Cuando tenga una hora libre, venga a esta playa a dar un paseo. Es la playa más bonita que he visto nunca. Pero nunca los había encontrado aquí. Vienen a cabalgar o a caminar, ¿verdad? Tal vez la conozcan mucho mejor que yo.

Geoffrey Charles quiso saber acerca de la reconstrucción del cottage, si la viga había servido y cómo la habían afirmado. Todo lo que se relacionara con la construcción lo fascinaba. Drake trató de explicarle los problemas que habían debido resolver. Cuando pudiera, el señorito Geoffrey debía ir a ver la casita. Estaba pasando la colina, a poco más de un kilómetro de allí. Si la señorita Chynoweth no se oponía. Geoffrey Charles dijo que naturalmente él iría, y naturalmente la señorita Chynoweth no se opondría.

Después, Drake dijo:

—¿Ya conocen el Pozo Sagrado? Pero, por supuesto, deben conocerlo. Aquí el forastero soy yo…

Geoffrey Charles había oído hablar de un pozo sagrado, pero no lo había visto.

—Bien, desde aquí hay casi un kilómetro, en dirección a Peñas Negras. Diez minutos de marcha. ¿Ven este promontorio que sobresale allí? —Se acercó más a Morwenna y señaló el lugar.

—Sí, lo veo. Pero es demasiado lejos para ir hoy.

—Oh, no —exclamó Geoffrey Charles—. Wenna, ¡hace apenas diez minutos que estamos en la playa! Todavía ni siquiera hemos chapoteado. Podríamos ir. A Keigwin no le importará. Iré corriendo a avisarle dónde estamos.

—No creo que a tu madre le agrade que nos alejemos tanto de él…

—Señorita Chynoweth, yo me ocuparé de cuidarlo —dijo Drake, contemplándola con respetuosa admiración—. Nos llevará muy poco tiempo si el señorito Geoffrey desea ir; y es difícil encontrar el pozo si alguien no indica el lugar.

Geoffrey Charles se alejó corriendo para informar al criado, y los dos jóvenes adultos comenzaron a caminar lentamente hacia los riscos.

—Señorita Chynoweth, oí decir que usted vino aquí no mucho antes que mi hermano y yo.

—Hace unos cuatro meses.

—Sí, casi lo mismo que nosotros. Mi nombre es Drake Carne. Espero me disculpe si me he tomado la libertad de acompañarlos…

Morwenna inclinó la cabeza.

—Imagino que todavía no conoce a mi hermana, la señora de Ross Poldark.

—No…

—¿No cree que sea mi hermana?

—Oh, sí…

—Es una persona buenísima. Valiente e inteligente. Me gustaría que usted la conociera.

—No vengo con frecuencia por aquí, salvo cuando cabalgamos con Geoffrey Charles.

—Bien, en cierto modo él es sobrino de mi hermana. Por matrimonio. Y hace más de tres años que ella no lo ve.

Morwenna observó:

—No creo que las relaciones entre las dos casas sean muy armoniosas. En mi condición de forastera no me corresponde preguntar las razones. Pero mientras eso no se resuelva no puedo llevar a Geoffrey Charles a Nampara. Más aún, no sé si su madre aprobará que pasee por esta playa.

—Por favor, no se lo diga.

—¿Por qué no?

—Porque entonces yo nunca… nosotros… en realidad, es la mejor playa por estos lados.

Morwenna lo miró con sus ojos oscuros y graves. Lástima que en un hombre de su propia clase todo lo que él había dicho podía considerarse elegante y cortés, y en cambio viniendo de él sólo fuese una impertinencia. Lástima que él fuese el joven más apuesto que Morwenna había visto jamás.

—Señor Carne, si usted nos muestra ese pozo, demostrará que es realmente amable.

Geoffrey Charles los alcanzó, jadeante, y siempre corriendo los dejó atrás. Después, se detuvo y con las manos en jarras esperó que lo alcanzaran.

—Ojalá estuviese vestido como usted, Drake. Así se llama, ¿verdad? Siempre temo ensuciar estas ropas. No son apropiadas para salir ni para pasear por el campo.

—Señorito Geoffrey, son apropiadas para su condición social —dijo Drake—. Pero si se anda con cuidado no las estropeará. Hay que subir, pero es un corto trecho.

—¿Subir? —dijo Morwenna—. Usted no explicó eso.

—Bien, son poco más de diez metros, y es fácil.

La costa estaba formada por riscos y dunas distribuidos en intervalos, hasta el final de playa Hendrawna, y dejaron atrás dos salientes rocosas antes de que Drake se detuviese.

—Será mejor que yo vaya delante —dijo el joven—. Después, si la señorita Chynoweth me sigue podré darle una mano para ayudarla a subir; y el señorito Geoffrey puede ir detrás, para sostenerla si es necesario.

Comenzaron la ascensión. Como había dicho Drake, era bastante fácil, pero Morwenna tendría que haber sido un gato para no sentirse estorbada por la falda y por su propia decisión de no alzarla. De modo que tuvo que aceptar dos veces las manos de Drake, y pensándolo bien eso había sido quizá peor. La mano del joven era cálida y la de Morwenna fría. Entre ambas se estableció un temible mecanismo de transmisión.

En la cima, Drake atravesó con ellos una pequeña plataforma verde, en dirección a un risco de rocas salientes. A una altura de treinta centímetros sobre el suelo, había un estanque de agua, de paredes de piedra y un diámetro aproximado de poco más de un metro.

—Aquí es —dijo Drake—. Es agua dulce… pruébenla… aunque esté tan cerca del mar; y dicen que la consagró San Sawle hace más de mil años, y que la usaban los primeros peregrinos cristianos que iban a lo largo de la costa, de un monasterio al siguiente. Pruébenla, es agua pura.

—Hace poco que llegó… y ya sabe todo eso —observó Morwenna.

—Me lo contó el viejo Jope Ishbel… el mismo que trabaja en la Wheal Leisure. Conoce muchas cosas de la región. Pero tuve que venir aquí y encontrarlo personalmente.

—Es agua muy pura —dijo Geoffrey Charles—. Pruébala, Wenna.

La joven obedeció.

—Hum.

—También es un pozo de los deseos, o por lo menos eso dicen. Jope Ishbel afirma que uno debe meter en el agua el índice de la mano derecha y dibujar tres cruces, rezando «Padre, Hijo, Espíritu Santo», y después consigue que se realicen sus deseos.

—Es sacrílego —dijo Morwenna.

—Oh, no. Nada de eso, con su perdón, señorita Chynoweth. Es un lugar tan santo como la iglesia. ¿Acaso no pedimos cosas en la iglesia? Yo lo hago. Y usted también, señorito Geoffrey.

—Sí, sí, sin duda, formularé mis deseos. Muéstreme. ¿Hay que decirlos en voz alta?

—Sólo la plegaria, no el deseo. Mire, así. —Drake se enrolló la manga, hundió el dedo y la mano en el pozo, mientras dirigía una rápida mirada a Morwenna. Después, dibujó las tres cruces y dijo «Padre, Hijo, Espíritu Santo», y retiró prestamente la mano, pero sin sacudirse las gotas de agua—. Hay que dejarla secar —afirmó.

Geoffrey Charles, muy intrigado, lo imitó, y luego insistió en que Morwenna hiciese lo mismo. Al principio, ella se rehusó, pero al fin cedió. Mientras el niño y el joven la miraban, se quitó un pequeño anillo de sello y lo depositó sobre una piedra; después, recogió la manga de su chaqueta de montar, de modo que la muñeca y el antebrazo quedaron desnudos hasta el codo. Hundió la mano con el índice extendido, pensó un momento, y después dibujó las tres cruces y murmuró la plegaria. Cuando se inclinó hacia adelante los cabellos le cayeron sobre la cara, dejando entrever apenas parte de la mejilla y la curva de la oreja.

—¡No, todavía no! —exclamó Geoffrey Charles, mientras ella se enderezaba y comenzaba a tirar de la manga—. ¡Debes dejarla secar!

Los tres permanecieron en silencio. También el mar estaba sereno, y el único sonido era la brisa que agitaba los pastos que cubrían el borde del promontorio, y una alondra que gorjeaba en el alto cielo.

—Qué tontos debemos parecer todos —dijo Morwenna, mientras volvía a ponerse el anillo—. Estoy segura de que los viejos monjes no nos considerarían buenos peregrinos… después de oír nuestros frívolos deseos frente a este pozo.

—Los míos no fueron frívolos —dijo Drake.

—¡Tampoco los míos! —afirmó Geoffrey Charles—. No es frívolo pedir… —Se detuvo a tiempo, y todos se echaron a reír.

Mientras descendían, Drake dijo:

—Casi un kilómetro más lejos, cerca de las Peñas Negras, hay unas cuevas grandes y muy hermosas. Una se llama la Abadía. Por dentro es como una gran iglesia: arcos, columnas y naves. Me gustaría mostrárselas un día, si les interesa.

—¡Oh, sí! —exclamó Geoffrey Charles—. Queremos ir, ¿no es cierto Morwenna? ¿Cuándo podemos ir? ¿Cuándo?

—No podemos hacerlo sin permiso de tu madre.

—Es mucho más fácil que venir aquí —afirmó Drake—. No hay subidas. Sólo se necesita caminar sobre la arena. Pero si ustedes me dicen el día, yo traeré velas, pues así se puede ver mejor.

—¡Oh, Wenna! —exclamó Geoffrey Charles—. ¡Tenemos que ir!

—Quizá puedas convencer a tu madre —observó poco convencida Morwenna—. Tú sabes cuánto está dispuesta a concederte.

Comenzaron el descenso, que no era tan fácil para una mujer con calzado de montar.

—¿Saben por qué la llaman Peñas Negras? —preguntó Drake, deteniéndose a medio camino—. La respuesta es sencilla: porque siempre tienen el mismo color oscuro. Vean, incluso ahora, bien iluminadas por el sol, son negras como la noche. Señorito Geoffrey, ¿alguna vez llegó allí?

—No. Jamás me alejé tanto.

—En realidad, yo tampoco suelo alejarme de estos sitios. Venga, señorita Chynoweth, permítame que la ayude.

—No, gracias.

—Es necesario. De lo contrario, puede caerse.

—Me arreglaré.

—Por favor… —le tomó el brazo y la mano, como si hubiera sido un precioso tesoro recién adquirido.

La biblioteca siempre había sido un lugar particularmente apreciado por Demelza. Al principio, cuando era una niña y formaba parte de la servidumbre de la casa, pasaba allí muchas horas, explorando la ruinosa habitación y el arcón colmado de objetos mohosos. Después, gran parte de los residuos acumulados durante veinticinco años había sido regalado o eliminado, y los objetos más útiles habían sido reparados y distribuidos en las distintas habitaciones de la casa. Al fondo de la biblioteca había una puerta trampa que conducía a una cavidad más grande excavada con fines que Demelza prefería no recordar. Fuera de los muros, la habitación no tenía muchas cosas que fuesen útiles. Había que demoler el techo, reemplazar los marcos de las ventanas y renovar el piso, porque todo estaba carcomido.

La primera idea de Ross, concebida cuando la prosperidad apenas comenzaba a insinuarse, había sido incorporar la biblioteca al espacio habitable de la casa. (Como nunca se la había terminado, en el mejor de los casos había servido únicamente como depósito). Pero a medida que su situación económica mejoró, sus proyectos cobraron mayor vuelo. Los cuartos que había visto en la casa de Londres durante su visita a Carolina Penvenen, las mejoras introducidas en Trenwith, una habitación elegante entrevista en alguna de las casas de Truro, todo le había inspirado ideas en el sentido de construir y decorar por lo menos una habitación de Nampara —y mejor aún si era la más espaciosa— de un modo apropiado para una vida más elegante y acomodada. Así, había proyectado un piso de roble lustrado, un buen cielorraso de yeso, y quizá paredes con paneles de pino. Pero la perspectiva de tener otro hijo determinó que reconsiderara la situación. Ahora había seis dormitorios; es decir, muy poco espacio si la casa albergaba a cuatro criados. Jeremy muy pronto necesitaría su propio cuarto. Nunca había existido comunicación con la biblioteca, salvo saliendo de la casa o pasando por el antiguo dormitorio de Joshua, con su cama de baldaquín. ¿Por qué no podían convertir en comedor el dormitorio de Joshua, instalado en la planta baja, y levantar el piso de la biblioteca de modo que alcanzara el mismo nivel que el resto de la casa, para construir sobre ella dos dormitorios más amplios, y abrir una puerta de comunicación en la alacena que ahora estaba sobre el antiguo dormitorio de Joshua?

La falta de operarios especializados o por lo menos más o menos diestros sería uno de los obstáculos que se oponían a la idea. Cuando Joshua construyó la casa Nampara lo había hecho con criterio utilitario, y los hombres que habían intervenido en la obra eran tan toscos como la construcción que habían levantado. Si el perfil de la casa había madurado en un lapso de treinta y cinco años, la calidad de los operarios disponibles no había variado. Probablemente sería necesario traer yeseros de Bath o Exeter. Era fácil hallar carpinteros que pusiesen un techo nuevo, pero no a los artesanos que podían fabricar una hermosa puerta o una estantería. Los albañiles que trabajaban la piedra sabían construir una pared prácticamente eterna, pero eran pocos los que estaban en condiciones de trabajar el resistente granito o de adornar la pizarra.

Drake había trabajado en la mina las primeras semanas, pero pronto lo habían trasladado a la casa, para que iniciara las tareas preliminares en la biblioteca; y en poco tiempo demostró que era el mejor carpintero de la región, pese a que ese no era su oficio.

Cierto día en que Ross había salido y Demelza entró en la biblioteca en busca de una funda, Drake le dijo:

—Hermana, ¿no tenéis ninguna relación con la gente de Trenwith?

Ella contestó:

—No, Drake. —Y no dijo más.

—El señor Francis, ya fallecido, era primo del capitán Ross. ¿Es así?

—En efecto.

—¿No simpatizaban?

—Tuvieron desacuerdos. Pero en los últimos años de la vida de Francis fueron buenos amigos.

—Ya antes te pregunté acerca de Geoffrey Charles. ¿No tienes deseos de verlo?

—Me alegraría verlo, pero su madre y su padrastro no quieren que él nos frecuente.

Drake retiró de la boca dos clavos y los depositó sobre el banco.

—Hermana, ¿no te parece que hay demasiado rencor en el mundo? ¿No lo piensas así?

—En efecto. Pero puedes creerme, Drake, si te digo que este es un rencor que no se disipará con plegarias cristianas. No quiero darte más explicaciones, pero así están las cosas.

—¿Puedo preguntarte si el rencor viene de aquí o de allá?

—De ambas partes.

Demelza había encontrado la funda y ahora revisaba unos viejos libros de cuentas. Su mentón mostraba cierta rigidez.

Drake dijo:

—Sam desea que vuelvas a Cristo.

Demelza frunció el ceño y se recogió un mechón de cabellos.

—Sam desea muchas cosas.

—¿No sientes nunca el ardiente anhelo de encontrar a tu Salvador?

—No sé mucho de esas cosas.

—Bien, lo mismo que nosotros…

—Pero ¿vosotros creéis saber?

—No se trata de saber. Se trata de sentir que en el pecado y la iniquidad uno está muerto y ha de buscar el perdón de Dios.

Demelza lo miró directamente. Nunca lo había oído hablar así.

—¿Y tú sientes eso?

—Creo que sí. Sam lo siente más que yo.

—Sam —comentó Demelza— todo lo siente más. Me recuerda a nuestro padre.

—Oh, pero no es como nuestro padre. Él era… como un toro. Estaba dispuesto a luchar por Cristo del mismo modo que peleaba cuando estaba borracho. Sam es amable. Demelza, él es un verdadero cristiano.

No era frecuente que Drake la llamase por su nombre. Demelza sonrió.

—Quizás yo no nací cristiana. Es posible que ese sea el defecto. Voy a la iglesia una vez por año con el capitán Poldark. En Navidad vamos juntos y comulgamos. Pero el resto del tiempo trato de comportarme como lo haría un cristiano. Tal vez haya un prójimo a quien no amamos como a nosotros mismos, pero con la mayoría de los restantes tratamos de vivir en paz y armonía. Creo que mi dificultad… ¿o se trata de la dificultad que tenéis vosotros?

—¿Qué?

—Hermano, no estoy convencida de que haya tanto pecado. Oh, sé que podría ser mejor, en esto, en aquello y lo otro, y por supuesto, no amo bastante a Dios. Me interesan las cosas terrenales. No miro a la figura que está en la cruz, miro las cosas que están alrededor de mí. Esas son las que amo: mi marido, mi hijo, mi perro, mi jardín, mi espineta, mi dormitorio y mi hogar. Terrenal. ¿Comprendes? Pero siento profundo amor a todo eso. Para mí son cosas más importantes que un Hombre sentado en su trono celestial. Y espero que si un día se lo explico, Él llegará a comprender las cosas como yo las entiendo.

—Pero mira, Cristo está siempre entre nosotros. Comienza por amarlo, y todo el resto se te aparecerá bajo una luz diferente.

Demelza guardó silencio.

—No creo desear que todo me parezca distinto. Drake, creo que lo deseo tal como es.

Drake suspiró.

—Oh, está bien, prometí a Sam que lo intentaría.

—Prometiste —se echó a reír—. ¡Así se explica todo! No eres tú quien habla, sino Sam. ¡Debí adivinarlo!

Drake alzó su martillo, y lo miró con expresión contrariada.

—No. No, hermana, eso no es cierto. Estoy salvado y en gracia, exactamente como él. Pero demuestra más convicción cuando se trata de salvar a otros. Y él pensó… pensamos —recogió un clavo y de un golpe lo hundió en la madera.

—¿Y pensabais que esta hermana Demelza estaba hundida en la oscuridad y separada de Dios? ¿Así es como habláis?

—Bien, es natural, no te parece, pensar en la gente más próxima. Y Sam sabe que yo te veo con más frecuencia. Y cree que simpatizas conmigo más que con él.

—Si sigues clavando clavos en la madera después tendrás que arrancarlos y se partirá el tablón… —Demelza volvió una página del libro de cuentos—. Lo siento, hermano. Ante todo deberías tratar de convertir al capitán Poldark.

—No me atrevería a eso —dijo Drake.

—Tampoco yo —agregó Demelza—. Y sin embargo, no me negarás que es un buen hombre.

Drake percibió que ya no podía hacer más.

—Qué lástima, qué verdadera lástima. Esta biblioteca…

—¿Qué hay con ella?

—Sam estuvo pensando. Sólo pensando. Que a medida que la Sociedad creciera, este sería un lugar apropiado para nuestras reuniones.

Joe Nanfan había entrado en la biblioteca trayendo una tabla. Después de lesionarse en el derrumbe de la mina, el año precedente, se había dedicado a la carpintería, y aprendía de prisa.

Demelza dejó escapar un largo suspiro.

—Me parece que los dos sois iguales a nuestro padre.

Drake le dirigió una sonrisa insegura, mientras ella se ponía de pie y salía.

Esa misma tarde, cuando Ross aún no había regresado, Drake se acercó a Demelza en el jardín.

—Discúlpame, hermana, si esta tarde me tomé ciertas libertades. Espero que no pensarás mal de mí.

Demelza dijo:

—Es inevitable que piense mal de quien quiere usar mi nueva habitación como sala de reuniones.

Ambos se echaron a reír.

—Hablo en serio —dijo él.

—En serio —contestó Demelza—. Drake, tienes un estilo muy seductor. Tiemblo por las jóvenes de la región.

El rostro de Drake cambió.

—Bien, quizá sí y quizá no. Me temo que el asunto no es tan sencillo… Hermana, tengo que pedirte un favor, pero es personal, y tal vez no debería decirte nada.

—Estoy segura de que no deberías pedir nada —observó Demelza—. Y también segura de que lo pedirás.

—Bien… sé leer, pero tomándome tiempo y con mucho cuidado; tenemos una sola Biblia entre los dos, y Sam siempre la lleva consigo. Me lee pasajes, pero eso no mejora mi saber. Y no sé escribir. En realidad, puedo dibujar mi nombre. Pero nada más.

—¿Quieres otro libro? Puedo prestártelo con mucho gusto, aunque aquí no abundan los títulos. ¿Otra Biblia?

—Bien, hermana, si hubiese otro libro lo preferiría, puesto que ya tenemos una Biblia. Quizás un buen libro, que me ayude a mejorar en dos sentidos al mismo tiempo. Y también —agregó cuando Demelza se disponía a contestar—, me agradaría mucho que me ayudaras a practicar la escritura. Verías lo que escribo, y me dirías en qué me equivoco. Ya sabes, diez minutos diarios, nada más.

Demelza examinó un arbusto que necesitaba el apoyo de una estaca, porque de lo contrario apenas soplara viento la planta sufriría. Era una malvaloca, poco apropiada para esa costa; y ella habría renunciado mucho antes a cultivar la planta si no le hubiese agradado tanto. Se necesitaban especies más sólidas, que no creciesen tanto. De todos modos, de mala gana ella había acabado por admitir que ese era esencialmente un jardín que prosperaba sólo en primavera. Los narcisos, las primaveras y los tulipanes siempre se desarrollaban espléndidos; pero el suelo era tan liviano que el calor del verano los secaba con mucha rapidez, y las plantas carecían del alimento necesario.

—¿Sam no puede hacerte ese favor?

—Sam no sabe mucho más que yo. Bien, vi ese aviso que escribiste para los obreros diciéndoles que no te pisoteen el jardín; y está muy bien escrito. Hermana, seguramente escribes muchísimo. Imagino que has practicado con frecuencia.

—Drake, empecé a escribir cuando tenía tu edad. No, un año antes. Es decir, hace siete años. Se necesita tiempo.

—Tengo tiempo.

—Mis escritos —dijo ella—. Deberías ver algunos documentos legales, escritos por empleados y personas así. Eso es escribir. Mis letras parecen dibujadas por una araña con una pata rota.

—Sólo quiero ser capaz de expresar mis deseos.

—Me parece que eso ya lo haces muy bien —dijo Demelza, inclinándose para arrancar una maleza. Tironeó, pero el extremo superior se le quedó entre los dedos, dejando intacta la raíz.

Drake dijo:

—Mira —y se inclinó al lado de Demelza, hundió los largos dedos en el suelo arenoso y arrancó la raíz—. ¿Qué hago con esto?

—Arrójalo en ese montón. Gracias, hermano. —Se enderezó, y la brisa le apartó los cabellos de la frente—. Muy bien, Drake, te ayudaré, siempre que no te esfuerces demasiado por convertirme.

Él le palmeó la mano.

—Gracias, hermana. Eres muy buena. Una verdadera cristiana.