Ross fue a ver a Carolina Penvenen el martes 10 de junio. Debía hacer compras y gestiones en Truro y sugirió que Demelza fuese con él hasta Killewarren, pasara unas horas con Carolina y después retornase sin prisa a la casa de Nampara. Demelza se negó.
—Por una parte, tengo náuseas, no durará mucho si es lo mismo que las veces anteriores; pero ahora tengo náuseas, y cabalgar detrás de ti no me mejorará. Además, tendría que pedir prestado un pony de la mina.
Cuando Ross llegó a Killewarren y fue introducido en la sala, Carolina ya estaba esperándole, y él explicó la ausencia de Demelza, aunque no el motivo de su malestar. (Ross opinaba que uno de los pocos caprichos mórbidos de Demelza, era el deseo permanente de ocultar a todo el mundo sus embarazos hasta el último momento).
—En fin, creo que no era necesario… —dijo Carolina.
—Sí, es necesario. ¿Supongo que no tiene más noticias?
—Dos veces escribí al Almirantazgo. Pero dicen que aún no tienen información.
—¿No hay noticias acerca de Dwight o del Travail?
—Acerca del Travail. Aquí está la última carta. Una de las pequeñas humillaciones de este asunto es que mi relación no es oficial. No soy su esposa, ni su hermana, ni su prima, ni su buey ni su asno… en definitiva, nada. Todavía evito revelar a la gente nuestro compromiso, ese rumor podría llegar fácilmente al tío Ray.
Ross pensó que se la veía muy tensa y delgada en su vestido largo y oscuro: el alto y luminoso girasol se había amustiado de pronto.
—Carolina, ¿se alimenta bien? Ella lo miró.
—¿No puedo tener secretos?
—Y ahora que ha concluido la temporada de caza, ¿recibe o hace visitas? ¿Acostumbra a pasear?
—La mejor compañía del mundo es mi caballo.
—Jamás viene a nuestra casa.
—No me agrada abandonar la mía más de dos o tres horas.
—Querida, sé que es fácil aconsejar, pero incluso si ocurriese lo peor, usted debe respetar su propia vida.
—¿Por qué?
Ross abandonó la silla que acababa de ocupar y depositó la carta sobre el escritorio.
—Oh, mal podría censurarla, porque yo mismo poseo un temperamento un tanto melancólico. Demelza tiene más derecho que yo a aconsejar: sean cuales fueren sus circunstancias siempre halla diez buenos motivos para vivir y gozar de la vida. Aun así, debo exhortarla… —Se interrumpió.
—Sí, Ross —dijo Carolina sonriéndole con dulzura—. Aun así, debe exhortarme… ¿a hacer qué?
—A no desesperar.
La joven se encogió de hombros.
—Por supuesto, dramatizo la situación. Es uno de mis viejos defectos. Pero usted debe comprender que en una persona de mi temperamento la espera y la inacción son… un tanto difíciles. Ese médico es un tonto, pero a juzgar por lo que veo, el tío Ray no vivirá muchas semanas. Por lo tanto, los lazos de la sangre me obligan a evitar que muera sin tener con él por lo menos una cara amiga. Por lo tanto, no puedo ir a Plymouth, a Londres, a dondequiera que se tenga que ir para reclamar noticias de Dwight…
—¿De qué serviría? Si el Almirantazgo nada sabe, ¿quién puede saber? Sólo los franceses. Es costumbre, ha sido costumbre, canjear rápidamente a los oficiales. En todo caso, muy pronto conoceremos los nombres. Pero la revolución es ahora tan imprevisible…
—El Mercury dice que Danton ha muerto.
—Oh, sí, hace más o menos un mes. Por lo menos él era un gran hombre. Ahora sólo quedan las ratas.
—El periódico dice que Saint-Just y Robespierre ejercen el mando supremo.
—Nadie ejerce el mando supremo más de un día. A mi juicio, el problema en una revolución es la tendencia al desenfreno. La victoria favorece siempre a los extremistas. Siempre hay alguien dispuesto a afirmar que el partido en el poder no demuestra ardor suficiente.
—Esa situación tendrá que resolverse.
—Se resolverá mediante la formación de una oligarquía; pero esta gente aún no tiene fuerza suficiente. Quien controle el ejército en definitiva controlará a Francia.
Permaneció de pie, mirando por la ventana el día luminoso, los ojos concentrados en cosas invisibles. Tal como ahora llevaba los cabellos, apenas podía verse la vieja cicatriz. Carolina lo miró en silencio. A veces pensaba que comprendía mejor a este hombre que al propio Dwight, a quien amaba sin reserva. Ross era obstinado como ella misma, un auténtico inconformista, casi un rebelde, un hombre que creía en su propio criterio incluso cuando este contradecía los hechos conocidos, un hombre que siempre reaccionaba y luchaba contra las perversas jugarretas del destino.
—¿Y entretanto?
—Entretanto, la guillotina trabaja sin descanso. La semana pasada un duque y dos mariscales de Francia, todos mayores de ochenta años; el abogado Malesherbes, así como su esposa, su hermano, sus hijos y sus nietos; una comunidad de monjas maniatadas transportadas en carros; Isabel, la hermana del rey; muchachas que cantaban una canción descarada; jóvenes, por ser hijos de sus padres. Ahora están matando más mujeres y niños porque no queda suficiente número de hombres.
Carolina se puso de pie, se acercó al armario y se sirvió un vaso de brandy.
—Y usted me dice que abrigue esperanzas por Dwight. ¿Qué posibilidades tendrá con esa chusma, aunque haya llegado a la costa?
—Oh, es muy distinto. Un enemigo —aunque sea inglés—, nunca provocará tanto odio como un miembro de su propia nación si tiene sangre aristocrática o un criterio político distinto. Además, estos… estos excesos revolucionarios se manifiestan sobre todo en París y en las ciudades más importantes de Francia. No creo que el trato dispensado a un oficial inglés que naufragó en la costa de Bretaña sea muy distinto del que se otorga a un oficial francés naufragado en Cornwall.
Ella sorbió su bebida y lo miró por encima de su copa.
—Oh, no crea que estoy dándome al alcohol. Si decidiese buscar un tranquilizante para mi ansiedad actual, de ningún modo sería el alcohol.
—No estaba pensando eso.
—¿Aún cree que la guerra será muy larga?
—Bien… uno tiende a subestimar qué efecto tiene en un general francés la conciencia de que en su caso la retirada significa la guillotina.
—Ross, usted sabe más de lo que puede leerse en los periódicos.
Ross la miró con los ojos entrecerrados. Finalmente, sonrió.
—Como usted sabe, a su costa, mantengo relaciones con caballeros que se ocupan del contrabando. Ahora que gozo de cierta prosperidad ya no intervengo personalmente —es sorprendente qué respetable se llega a ser cuando se tiene dinero— pero mis antiguos colegas aún viven en la región. A veces hablo con ellos. Me traen noticias…
—¿Es posible que sepan algo de este naufragio antes que los demás?
La pregunta lo sorprendió; había sido estúpido de su parte no comprender hacia dónde se encaminaban los pensamientos de Carolina.
—Roscoff y los restantes puertos de Bretaña están un poco alejados del lugar en que el Travail encalló. No tengo idea de las distancias, pero preguntaré. Dos o tres de los hombres a quienes conozco hablan un francés bastante bueno. Si hay esperanza de saber algo útil iré personalmente.
Ella dejó la copa sobre la mesa y se humedeció los labios. El alcohol estaba devolviendo el color a su rostro.
—No es necesario que usted se arriesgue, pero pensé que…
—El riesgo es escaso. Pero primero averiguaré cuándo se hará la próxima salida, y pediré a alguien que realice una investigación. No es necesario esperar una embarcación de Santa Ana si descubrimos que ninguna de ellas saldrá en los próximos días. También tengo amigos en Looe.
—Intente en ambos lugares —rogó Carolina.
Ross había proyectado pasar la noche en casa de Pascoe, y almorzar con Harris Pascoe a las tres. Encontró muy animado a su viejo amigo. Abandonaron el salón del banco, donde dos empleados atendían a los clientes, pasaron al comedor que estaba detrás, y allí comieron solos.
Harris dijo:
—Ross, seguramente le complacen las noticias de la guerra. Tal vez ha oído algo en la ciudad…
—No, hablé únicamente con Barbary, quien estaba muy inquieto por la seguridad de una de sus naves… viene cargada de madera, y está retrasada. Tal vez a causa de su propia inquietud no presta atención a las cosas.
—Pues debería hacerlo, porque el asunto le concierne directamente. Howe ha logrado una gran victoria frente a Ushant. Sorprendió a la flota francesa mandada por el almirante… bien, ahora no recuerdo el nombre; y después de una batalla que duró un día entero lo destrozó por completo. ¡Siete naves francesas de línea destruidas o capturadas, y del resto muchas gravemente dañadas y puestas en fuga! ¡Es una de las mayores victorias de la historia, y logrará que ese régimen detestable caiga de rodillas! ¡Ahora el bloqueo será total!
Bebieron en homenaje a la victoria, y comieron cordero y un ganso asado, seguido por frutillas y acompañado todo por un buen vino francés y finalmente una copa de oporto. Ross preguntó si la hija de Harris había salido.
—No, pero está pasando un día o dos con la tía. ¿También se enteró de las felices nuevas que se refieren a mi hija?
—¿De qué se trata?
—Se ha comprometido… con el joven Saint John Peter. Me extraña que usted no se enterara, aunque en realidad el compromiso tomó estado público sólo al comienzo de este mes. De acuerdo con el plan, la boda se celebrará en octubre. John se siente muy feliz… y yo también, pese a que la extrañaré mucho. Pero ya es hora de que tenga nietos, y aunque mis restantes hijos apenas están alcanzando la edad adulta, Joan ya tiene veintinueve años. —Harris masticó con aire reflexivo y retiró de la boca un fragmento de hueso—. Había pensado, había temido… usted recordará que ella se sentía atraída por el joven doctor Enys. La cosa quedó en nada —creo que ahora él está sirviendo en la marina— en fin, temí que habiéndose comprometido, por así decirlo, con ese hombre, rehusara contemplar otras posibilidades. Sus sentimientos no suelen cambiar con facilidad. Por supuesto, es igual que yo, hace muchos años que conoce a Saint John; pero nunca se me ocurrió, y quizá tampoco ella lo pensó, que podría crearse un vínculo entre ambos. Me complace que gracias a este matrimonio los Pascoe y los Poldark establezcan vínculos un poco más estrechos. Es un desenlace muy favorable.
Ross murmuró sus felicitaciones. Quizás Harris Pascoe percibió cierta reserva en las palabras de su huésped, pues dijo:
—Oh, sé que Saint John Peter no ha sido un joven muy emprendedor ni ordenado. Pero su actitud es bastante usual en los hombres que en la primera juventud heredan una pequeña propiedad… —El banquero se interrumpió, pues advirtió que el tema era delicado.
—En efecto, es una actitud bastante usual —dijo Ross—. Uno hereda las tradiciones de un caballero, el orgullo de un señor, la antipatía al trabajo, y el desprecio al comercio; todo eso sería tolerable si no se tratara de una propiedad excesivamente pequeña y ya muy hipotecada por el padre del interesado.
—Ross, no intentaba establecer una analogía. Sea como fuere, usted no tuvo inconveniente en abandonar esa tradición, y ya nadie puede dudar de que ha obtenido felices resultados. Abrigo esperanzas, fundadas en la influencia moderadora de Joan y en la ambición originada en la creación de una familia estable, en el sentido de que Saint John hallará un nuevo incentivo en la vida. Tiene sólo veintisiete años.
Es decir, por lo menos dos años menor que la novia, incluso si uno no sospechaba que ella había olvidado por allí un año o dos.
—Oh, creo que Saint John tiene muchas cualidades. Es un hombre alegre, animoso y agradable. Nunca fuimos íntimos, aunque por supuesto somos primos bastante lejanos. En general no cultivo a mis parientes. Creo que, si bien la propiedad es bastante pequeña, el joven tiene un par de rentas que le ayudarán a mantenerse solvente y a vivir la vida del caballero. —Ross encontró la mirada de Harris Pascoe y se echó a reír—. Harris, discúlpeme. No quiero representar el papel del aguafiestas. Me siento muy feliz por usted y por Joan. Y en la medida en que este matrimonio puede acercarnos aún más, eso también me hace feliz.
Hablaron de otras cosas. Los negocios bancarios gozaban de gran prosperidad, pues la guerra había promovido impulsos de expansión que a veces parecían afiebrados. Aunque la minería y las industrias de Cornwall aún estaban deprimidas, en general el dinero se había abaratado, facilitando la organización de nuevas empresas que confiaban beneficiarse con las condiciones creadas por la guerra.
—¿Cuál es el banco de Saint John Peter? —Preguntó Ross. En realidad, ya conocía la respuesta.
—Warleggan. Es muy amigo de la familia. George lo ayudó muchas veces, y por supuesto yo no me opongo a esa situación. No es posible pretender que la comunidad se divida en campos enemigos. Sería la peor alternativa.
—Concuerdo con usted. Pero, Harris, de todos modos sospecho que usted está en mi campo.
—Sí. No admiro a los Warleggan ni sus métodos comerciales. La honestidad no es una serie de reglas, es una norma ética. De acuerdo con el primer criterio son honestos, pero no lo son de acuerdo con el segundo. De todos modos… existen. Y sospecho y temo que a medida que hombres como ellos prosperen, aumentará el número de los individuos de esa clase que se elevan socialmente. Bien, no podemos cambiar el mundo, a lo sumo podemos adaptarnos. Con respecto a mi futuro yerno, poco importa que tenga otro banco, aunque abrigo la esperanza de que cuando se case traerá su cuenta al nuestro. Joan recibirá como dote una suma importante.
—Naturalmente.
—Por supuesto, eso queda entre usted y yo. Sería… poco útil que trascendiera.
—¿Sí?
—Bien, como usted sabe la estabilidad de un banco depende del buen nombre de los socios. Como no es una sociedad anónima, nadie sabe de cierto hasta dónde llega su respaldo. Cuando mi padre falleció, nuestra actividad aumentó de un modo sorprendente, porque la gente pensó que el hijo de un hombre que dejaba una fortuna tan importante debía tener riqueza suficiente, y merecía confianza.
—No sabía que estos asuntos se trataban así.
—Del mismo modo, si la gente supiera que he dado a Joan una parte importante de mi fortuna, se sentiría menos segura del monto que me resta para afrontar todas las contingencias del negocio.
Ross movió la cabeza.
—Harris, en realidad no me corresponde ofrecer sugerencias; pero ¿no convendría ofrecer a Saint John una modesta participación en su banco… alguna forma de sociedad? Sería un modo de salvaguardar el futuro de Joan y de su marido.
Harris volvió a llenar las copas.
—En efecto, pensé algo parecido. Y abordamos el tema la semana pasada, cuando Saint John vino a cenar. De lo que dijo deduje que estaba dispuesto a aceptar esa participación siempre que no se viese obligado a intervenir activamente. Por ejemplo, como Spry. Pero me pareció que no deseaba tener nada que ver con la actividad cotidiana del banco, o siquiera estaba dispuesto a aceptar que su nombre apareciese públicamente vinculado con la actividad bancaria y la usura.
Ross se movió inquieto en la silla. Se preguntó si esa dicotomía de actitudes podía ser la base de un matrimonio feliz.
—Siempre compruebo —dijo— que cuanto menor es el rango mayores son las pretensiones. Estoy seguro de que los años le darán más sabiduría.
—… estas son las primeras frutillas. Como la primavera fue muy fría, maduraron lentamente. ¿Y sus asuntos? ¿Siempre prosperan?
—Próximamente despacharemos una buena carga de estaño. Estuve preguntándome cómo podría usar mi nueva riqueza; un hombre que depende de una sola empresa es más vulnerable a los contratiempos que quien distribuye más ampliamente sus intereses.
—En todo caso, no le aconsejo invertir en otra mina. Esta vez usted triunfó pese a todos los inconvenientes… ¿Se enteró del rumor que corre acerca de la otra mina que usted inició?
—¿Cuál? ¿La Wheal Leisure? No.
—Dicen que la veta principal, la de cobre rojo, ya no produce bien. Está angostándose cada vez más, y amenaza desaparecer.
—No sabía nada. Está muy cerca de mi casa, y es extraño que no me haya llegado la noticia. —Ross miró fijamente a su amigo—. Harris, usted siempre me sorprende: concentra aquí todos los rumores del condado.
—Espero que no sean más que rumores, por el bien de la empresa. —Pascoe habló con cierta sequedad.
—Rumor fue una palabra equivocada. Pero la razón por la cual tiendo a restar importancia al asunto es que Will Henshawe es capataz y asociado de esa mina. Como usted sabe, también es capataz de la Grace, y uno de mis viejos amigos. Creo que me hubiera dicho algo si la veta estuviera desapareciendo.
—No lo dudo. —Pascoe se quitó los anteojos y comenzó a limpiarlos con la servilleta.
Afuera, algunos borrachos gritaban. Se oyeron ruidos y golpes, y alguien se alejó corriendo y gritando.
Ross dijo:
—No, no he pensado invertir en otras minas. Pero puedo interesarme en diferentes actividades. Fundiciones, astilleros, caminos…
—Ross, veré qué puedo hacer. Pero por el momento, cuando su prosperidad aún es tan reciente, quizá sea sensato guardar el dinero en un banco, como está haciendo ahora. Es fácil retirar el depósito, y puede usarlo tan pronto lo necesite. En un año más quizá disponga de un excedente mayor.
—En seis meses tendré un excedente más elevado —dijo Ross—. No olvide que, excepto la pequeña participación de Henshawe, soy dueño absoluto de la mina.
—Tal vez soy un poco pesimista —dijo Pascoe, volviendo a ponerse los anteojos—. Pero es posible que esa sea una de las características indispensables de un banquero. No me agrada esta guerra y sus efectos sobre nuestro país, pese a que quizás origine una prosperidad transitoria. Movidos por el deseo de destruir un sistema al que tanto detestamos, estamos creando aquí condiciones que contradicen nuestros principios más caros. Esa iniciativa de Pitt, la suspensión de la ley de Habeas Corpus, afecta nuestra principal libertad. El encarcelamiento sin proceso… ¡es retroceder doscientos años! Y este enorme ejército que estamos formando; no es una levée en masse como la de Francia, pero los métodos de reclutamiento son igualmente desagradables. Secuestros, seducción, soborno, todos los modos de reclutamiento concebibles. Y Pitt toma prestado, y lo hace pagando intereses exorbitantes, para financiar la guerra… sé que los impuestos son muy elevados, pero sería mejor aumentarlos aún más. Según están las cosas, significa que hipotecamos el futuro. No me agrada una política que, sean cuales fueren sus intenciones, agrava la situación de los pobres.
Ross observó:
—Usted habla a quien ya está convencido; pero quizá, si no fuese el caso, se abstendría de hablar. De todos modos, he modificado un tanto mis opiniones los últimos dos años. Al principio, la voz tonante de Burke no me impresionaba. Pero he visto realizarse una por una sus profecías. Afrontamos una verdadera calamidad. Cuando combatí en América, la mitad del tiempo mi propia causa no me convencía. Esta vez estaría mucho más dispuesto a luchar.
—Espero que no se proponga hacer eso.
Ross guardó silencio.
—Tengo treinta y cuatro años, y debo considerar la seguridad de mi esposa y mi hijo. —Había estado a punto de decir «mis hijos»—. Estamos organizando una sección local de voluntarios. Lo poco que recuerdo de la vida militar puede ser útil. Pero, por supuesto, todo depende de la evolución de los acontecimientos. Es posible que muy pronto Inglaterra luche sola.
—Ruego a Dios que no sea así.
—Bien, no sé. A veces, este país muestra sus mejores cualidades cuando está solo. La historia de las guerras que hemos perdido es la historia de nuestras coaliciones.
Se pusieron de pie y entró una criada para retirar el servicio. En el hogar ardía un pequeño fuego, y Harris se acercó para calentarse las manos. Una vez que la criada se retiró, Ross dijo:
—Sería una extraña jugada del destino que ahora la Wheal Leisure resultase menos rentable, después que George Warleggan se esforzó tanto por adueñarse de ella. Si no tuviese que contemplar la situación de los restantes asociados, el hecho me divertiría enormemente.
A la mañana siguiente, después de haber realizado sus compras, Ross caminó hasta el río que corría detrás del antiguo municipio, donde se celebraba la feria tradicional. Necesitaba muchas cosas para la granja, y sobre todo ganado, porque dos años y medio antes había vendido por unas pocas libras casi todos sus animales. Por supuesto, ya llegaría el momento de reponer todo; y sería muy pronto. Pero no era posible comprar de prisa animales realmente buenos. Era una labor que exigía paciencia y dedicación, y así había trabajado Ross hasta el invierno de 1790. No tenía intención de comprar ahora vacunos ni cerdos, porque ni siquiera contaba con la ayuda de Cobbledick para llevarlos a Nampara; pero era urgente comprar un caballo para Demelza, para sustituir a Caerhays; y si encontraba un animal realmente apropiado, estaba dispuesto a adquirirlo.
Casi al comienzo de su recorrido encontró una oferta interesante. Esa feria no era tan importante como la que se celebraba en Redruth los martes de Pascua, donde en cierta ocasión, Ross había encontrado algo que después había adquirido considerable importancia en su vida; de todos modos, esta ocupaba todo el terreno que se extendía entre el municipio y el río. Corrales y tiendas llenaban seis o siete hectáreas de pastizal lodoso. Ya había hombres borrachos cerca de las tiendas donde se vendía cerveza; y pilletes semidesnudos se revolcaban y peleaban por mendrugos cuando alguien los arrojaba; los campesinos regateaban el precio de las ovejas y la calidad del grano; las vacas flacas, los flancos manchados de barro, masticaban lentamente y esperaban su destino; estaba preparándose un cuadrilátero para el encuentro de lucha de la tarde; un toro resoplaba y coceaba protestando contra la fuerte cuerda que lo sostenía; mendigos sin piernas, mendigos sin narices, mendigos con las manos paralizadas: probablemente serían expulsados de la ciudad antes del anochecer; los espectáculos de costumbre: los tragafuegos, el cerdo con seis patas, las adivinadoras de la suerte y la mujer gorda. Felizmente, hacía buen tiempo, pero pese a todo cada paso que uno daba implicaba hundirse más profundamente en el lodo.
Ross estaba visitando los puestos donde se ofrecían ropas viejas y zapatos y pelucas de segunda mano, cuando oyó detrás una voz áspera:
—Caray, por el fantasma de mi abuelo, si no es el joven capitán. El mismo en cuerpo y alma. ¡No puede haber otro igual!
Ross se volvió.
—¿Tholly? —No podía creer el testimonio de sus ojos—. ¡Pero yo te creía muerto!
Un hombre corpulento, de anchas espaldas y respiración asmática, de unos cuarenta y seis años de edad, vestido con una larga chaqueta de pana, chaleco amarillo, pantalones verdes oscuros y un pañuelo de seda verde. La nariz chata, los cabellos oscuros canosos, los ojos de color gris claro, y el lado de uno de estos, arrugado como la costura de una modista torpe, una cicatriz comparada con la cual la de Ross parecía el arañazo de un gato. En lugar de la mano izquierda, un gancho de acero más apropiado para el mostrador de un carnicero.
—Muerto estuve… o casi muerto… bastante a menudo, pero salí bien parado. Ha pasado mucho tiempo. ¿Trece… catorce años?
—Fue en el ochenta y uno —dijo Ross—. Trece años. Parece un siglo. Yo sólo supe que te habías embarcado. ¿Estuviste en el mar todos estos años?
—Hasta el año pasado. Fue cuando perdí esto. —Alzó el gancho—. Por eso ya no me quieren. Por Dios, el viejo Tholly quedó acabado. Estuve un año en el campo, aunque no por estos lados. ¿Puedo venderte un cachorro de perro? Los crío para cazar. Hago eso, y muchas cosas más. Por Dios, el joven capitán. ¿Imagino que tu padre ya murió?
—Hace once años.
Conversaron unos minutos, y después Ross fue con el hombre a una tienda cercana, donde bebieron ginebra sentados en un banco. Los sentimientos de Ross eran contradictorios. Bartholomew Tregirls venía de un mundo que él había olvidado, o por lo menos de un mundo en el cual rara vez pensaba. Los tiempos de su juventud parecían pertenecer a otra persona. La línea divisoria era su período en América. Habían sido los años de formación. En el viaje de ida era un joven díscolo; al regreso, un hombre maduro. Aunque al volver no se mostraba más conformista que antes, los incidentes de su juventud ahora le parecían ridículos, frívolos e infantiles, explicables únicamente como los extravíos de un jovencito malcriado. Durante esos años Bartholomew Tregirls, que por edad estaba a medio camino entre el propio Ross y su padre, había sido el sumo sacerdote de las travesuras; solía salir con el viejo Joshua en peligrosas aventuras de las que Ross no participaba; o representaba el papel de jefe del niño cuando estaba en casa. Después de la muerte de su esposa, Joshua vivió deprimido y agobiado durante dos años y más tarde retornó a sus peores costumbres, al extremo de que ninguna mujer podía sentirse segura cerca de él. Tregirls, que entonces era un joven corpulento y apuesto, ya asmático, pero con toda la vitalidad nerviosa de su tipo, había sido el compañero de correrías. Cierta vez, un padre ofendido de San Miguel, lo había atacado con un cuchillo de cortar carne, y casi le había vaciado el ojo. Pero la cicatriz no había disminuido la atracción que ejercía sobre las mujeres, y así había continuado hasta que, complicado en un robo que si lo hubiesen atrapado le habría valido la pena de muerte, cierta noche huyó, dejando en la miseria a su esposa y a sus dos pequeños hijos.
Entretanto, había pasado una época entera. Ross sentía afecto hacia ese hombre alto y corpulento sentado en el mismo banco; pero al mismo tiempo experimentaba un ambiguo sentimiento de desagrado al recordar su existencia. Y los años habían cambiado a Tholly, lo habían cambiado físicamente, y también a los ojos del observador. Se lo veía harapiento, decaído, menos poderoso y menos importante.
—Hijo mío, te casaste, ¿verdad? Sí, imagino que te casaste hace mucho, y tienes hijos. ¿Cómo está la vieja casa? ¿Aún vas a pescar? ¿Todavía luchas? ¿Todavía vas a Guernsey a buscar bebida? ¿Y cómo están los demás? ¿Jud está vivo? ¿Jud y esa vaca grande de Prudie?
—Sí, todavía viven, pero ya no están conmigo; ahora habitan en Grambler. Sí, estoy casado y tengo un hijo. No, ya no participo en encuentros de lucha, y hace diez años que no lo hago… excepto de tanto en tanto, movido por la cólera.
Tholly rio estrepitosamente, y después contuvo la respiración.
—Maldito sea mi pecho, esta mañana me tiene a mal traer. Oh, yo continué luchando hasta el año pasado, cuando perdí la mano… Llevo conmigo los huesos. —Agitó un bolso de lienzo que colgaba de la cintura, y miró sonriente a Ross—. Oí decir que Agnes murió. ¿Sabes algo de Lobb o Emma?
Eran sus hijos.
—Ambos viven cerca. Lobb trabaja el estaño en Sawle Combe. Emma trabaja en la cocina de los Choake. Después que te fuiste, Agnes vivió sólo tres años.
—Pobrecita. Siempre fue una pobre mujer, y muy paciente. Por Dios, mi joven capitán, tenía que ser paciente conmigo.
Incluso las frases provenían de una vida sepultada hacía mucho tiempo. Mucho antes de que Ross hubiese servido en el 62º de Infantería, unos pocos amigos lo llamaban el «joven capitán», para distinguirlo de su padre, el «viejo capitán». Joshua había conquistado su título no en el servicio militar, sino por la inauguración de la Wheal Grace; de ese modo se había convertido en capitán minero, para los habitantes de Cornwall algo más importante que un título militar.
—Un día de estos iré a verlos —dijo Tholly—. Capitán, ¿se parecen a mí o a ella?
—Lobb se parece a su madre. Yo diría que Emma se parece más a ti. Una muchacha alta y bien parecida. ¿Ahora tendrá veinte años? ¿O veintiuno?
—Diecinueve. Lobb tiene veinticinco. ¿Se han casado?
—Sí, Lobb. No conozco a la esposa, pero tienen cinco hijos.
Por lo que sé, Emma continúa soltera.
En el silencio que se hizo entre ellos comenzaron a repicar las dos campanas de la iglesia de Santa María. La cadencia flotó sobre la pequeña ciudad, sobre los campos rumorosos ocupados por la feria, y quizá los sones no eran muy armónicos, pero en todo caso venían de un mundo más sereno, más elegante y benévolo. Los agudos gritos de los pilletes, el mugido de una vaca, el grito distante de un saltimbanqui se sumergieron en el sonido ondulante de las campanas de la iglesia.
—Hijo, un día de estos iré a veros —dijo Tregirls. Sonrió con sus dientes podridos—. Si es que soy bienvenido. Después de desembarcar, no he tenido mucha suerte. Compro y vendo y me arreglo como puedo. ¿No quieres comprar algo? ¿Para llevar a casa, a tu pequeña esposa?
—¿Este es tu puesto? ¿Qué tienes?
—Todo lo que puedas imaginar. Vendo lo que el cliente desea, salvo esto. —Alzó el gancho—. Ahora lo uso con las mujeres. Les rodeo el cuello, y así no pueden escapar.
—El mismo viejo Tholly. Bien, no quiero cachorros de perro. Ese deporte no me agrada. Pensaba comprar un buen caballo, pero no tengo ninguna prisa…
Tholly Tregirls se abalanzó sobre la oportunidad.
—Muchacho, tengo exactamente lo que necesitas. —Movió el gancho para tocar el brazo de Ross, pero se abstuvo—. Detrás de la tienda hay dos yeguas espléndidas, y una podría ser tuya a buen precio. El mejor es un animal joven que no tiene más de tres años y que casi nunca fue usada. Se llama Judith. Te la mostraré. Ven, te la mostraré. Aunque me perdonarás si te pido que hablemos en voz baja, pues no tengo licencia para vender caballos.
Judith era un animal flaco y mal cuidado, si bien no se había intentado apelar a artificios para mejorar su aspecto. Llamarla «manchada» era una exageración, pues tenía el pelaje castaño y sólo tres insignificantes parches blancos. Tenía las rodillas lastimadas y un ojo torcido. De todos modos, aceptó sin protestar que Ross le examinase los dientes.
—No es un caballo, es un pony —dijo Ross.
—Ah, todavía puede crecer. Capitán, es de buena sangre, te lo aseguro.
Una de sus cualidades era la boca suave, y el ojo torcido podía ser resultado del nerviosismo más que del mal carácter.
Ross le soltó la boca.
—Tholly, puedes engañarme con las mujeres, pero no con los caballos. Tiene por lo menos seis o siete años. Mira los incisivos centrales. Deberías avergonzarte de engañar a un viejo amigo.
Tregirls encogió los hombros y tosió ruidosamente al aire.
—Muchacho, siempre tuviste buen ojo, con las mujeres o los caballos. De buena gana te acepto como socio… Puedes llevártelo por treinta y cinco guineas. No gano nada, en realidad, pierdo, pero estoy corto de fondos, y haré cualquier sacrificio en recuerdo de los viejos tiempos.
—Aumenta un poco el sacrificio y quizá me interese.
Mientras regateaban, Ross pensó que comprar a ese hombre era quizá muy mal negocio. Muchas cosas podían estar mal, y quizá debía esperar diferentes trampas. Pero debilitaba su buen sentido el grato sentimiento de que esa suma de dinero ya no le importaba. En el peor de los casos, estaba ayudando a un viejo amigo; en el peor de los casos no sería una pérdida total. Podía usar la yegua para trabajar en la mina.
De modo que el regateo no fue muy entusiasta por parte de Ross, y poco después veintiséis guineas cambiaron de mano. Bartholomew Tregirls parecía indiferente a los cambios que inevitablemente tenían que haber sobrevenido en el hombre más joven durante esos trece años: estaba dispuesto a reanudar exactamente la misma relación de antaño, y él en el papel de tío, como el personaje dominante. Ross no lo desengañó. Tregirls no era tonto, y cuando llegase la ocasión sabría a qué atenerse. Pero ese era un encuentro casual que quizá nunca se repitiera, un contacto entre dos personas, antiguos amigos, que hacía mucho tiempo habían seguido cada uno su propio camino. Ross no creía que Tregirls regresase a la región. No había sido un hombre apreciado en las aldeas, sobre todo entre los hombres casados.