Un hombre alto de alrededor de cuarenta años, con el rostro alargado, de rasgos distinguidos, cabalgó hasta la puerta de Killewarren, desmontó y tiró de la cuerda de la campanilla. Vestía un traje de montar de pana marrón que había sido cortado por un sastre muy caro, altas botas bien lustradas, de un marrón tan oscuro que eran casi negras, y corbata de seda negra. Cuando un criado abrió la puerta, el visitante preguntó por el señor Ray Penvenen.
—Bien, señor, el amo está enfermo —dijo el criado—. Si quiere pasar por aquí… ¿A quién debo anunciar?
—Al señor Unwin Trevaunance.
Fue introducido en la espaciosa sala de estar de la planta baja, con sus cortinas de descolorido terciopelo, muebles de buena aunque deteriorada madera, y las raídas alfombras turcas. Desde su última visita, unos cuatro años antes, la casa había decaído visiblemente. El espejo colgado sobre el hogar tenía moho en una esquina. Un pedazo del grueso empapelado estaba desprendiéndose de una pared. Arrugó la nariz con desagrado, pasó un dedo sobre el borde de la chimenea y después se lo miró, buscando polvo. Decidió no sentarse.
Unos cinco minutos después entró Carolina Penvenen. Con gran fastidio del visitante, apareció acompañada por su perrito, que emitió un breve gruñido que concluyó en un bostezo cuando identificó al visitante.
—¡Unwin! —exclamó Carolina—. ¡Qué sorpresa! ¡Mira, Horace también te recuerda! No te preocupes, querido, no permitiré que este hombre tan grande te devore. Te vi en el bautizo de los Warleggan, pero aparentemente no tuvimos oportunidad de hablarnos.
—Como tú dices. —Unwin inclinó la cabeza sobre la mano de la joven, que apenas podía extenderse a causa del perro—. Advertí que tu tío no estaba, y me dijeron que había caído enfermo. Pensé que se me permitiría verlo. Confío en que se encuentre mejor.
—No, no está mejor. Gracias por tu amable interés. Le diré que viniste.
—¿No es posible verlo?
La joven negó con la cabeza.
—El doctor no lo permite. Y por mi parte, yo diría que la fatiga provocada por una visita podría cansarle demasiado.
—¿Quién es el médico?
—El doctor Sylvane, de Blackwater.
—No lo conozco. Pero, por otra parte, rara vez estoy en Cornwall. ¿Es… eficaz?
—Qué expresión tan pretenciosa, Unwin, no sé qué contestarte. El tío Ray empeora constantemente; pero quizá se trata del curso natural de la enfermedad, y ningún médico puede evitarlo, por eficaz que sea.
Unwin volvió los ojos hacia la ventana. La lluvia golpeaba los vidrios.
—Un auténtico aguacero. Un aguacero de abril. Tendré que pedir refugio en tu casa hasta que cese.
—Con mucho gusto. ¿Quieres beber algo? Tenemos un buen brandy francés, contrabandeado hace poco. ¿O cerveza? ¿O vino de Canarias?
—Gracias, brandy, si no es mucha molestia.
Carolina tiró de la cuerda del llamador e impartió la orden cuando llegó el criado. Unwin la miraba con franco interés. Llegó a la conclusión de que estaba igual que la primera vez que la había visto, una belleza alta y pelirroja de dieciocho años, que entonces vivía en la casa de su tío William, en Oxfordshire. Una belleza que también era heredera de dos ancianos solterones, adinerados y tacaños. ¿Podía encontrarse acaso mejor candidata? La había seguido a Cornwall, y después de dieciocho meses de galanteo esporádico, cuando ya creía que era suya, Carolina había interrumpido la relación, negándose a tener nada más que ver con él. Después, había corrido el rumor de su compromiso con lord Coniston, pero también eso había quedado en nada. Unwin creía conocer la razón de tales peripecias. Era en parte la causa de la visita que ahora estaba haciendo. Pero ella no parecía tan atractiva como antes. Su figura alta y delgada había cobrado un perfil angular, la piel mostraba menos frescura. A los veintidós años aún era una belleza; y dondequiera que fuese su estatura y el color de su cutis lograrían que se destacase; pero a Unwin le complacía advertir cierto decaimiento. Quizás en definitiva ella acabaría mostrándose menos caprichosa y obstinada.
Cuando llegó el brandy, Unwin sorbió el licor y mordisqueó un bizcocho.
—Hum. Excelente. De modo que la guerra no impide el tráfico a través del Canal.
—No, en realidad parece que lo ha aumentado.
—Menos hombres para vigilar la costa, ¿eh? Pero es grave comerciar con el enemigo. Hay muchas posibilidades de espiar, de vender información, de contribuir a debilitar el bloqueo. Pitt debería enterarse de esto.
Carolina dejó que Horace se deslizase de sus rodillas, y el perro rodó por el piso. Yació allí, resoplando y jadeando, con un ojo suspicaz, sanguinolento y torcido fijo en Unwin.
—Tu carrera se desarrolla bien, ¿no es así?
—En efecto. Este año al fin confirmaron mi derecho al escaño, y mi rival fue desalojado. Ahora, me han prometido que en poco tiempo más me darán una subsecretaría. Me agradaría —y es probable que lo consiga— en finanzas. Encontrar el dinero necesario para proseguir la guerra es en la actualidad uno de los problemas más importantes.
—Yo diría que combatir también lo es —dijo Carolina.
—Es posible que también intervenga en eso. Estamos muy escasos de hombres. Me extraña que Ross Poldark no haya pensado en retornar al 62º de Infantería.
—¿Por qué no se lo preguntas?
Unwin volvió a desviar los ojos hacia la ventana.
—Dime, Carolina. Supongo que tu tío no… en fin, ¿el médico no pronostica un desenlace fatal?
—El doctor Sylvane no pronostica eso mientras un paciente aún respira, o mueve el dedo del pie cuando uno se lo toca; pero confieso que por mi parte no abrigo muchas esperanzas.
—Si tal cosa ocurriese, ¿qué harías? ¿Regresar a Londres? No pensarás quedarte sola en esta casa.
—¿Por qué no? No lo sé. Prefiero vivir de día en día.
—En realidad… a menudo me pregunto qué habría ocurrido si no te hubieses enfadado conmigo esa noche de mayo, hace dos años.
Carolina sonrió.
—Bien, ahora sería tu esposa. No es difícil contestar esa pregunta. Pero no habría sido una buena esposa para ti.
—Permíteme tener mi propia opinión al respecto. Incluso me aventuro a suponer que serías más feliz que lo que es el caso ahora. No soy un ogro. La mayoría de la gente me cree bastante aceptable. Y he llegado a adquirir cierta importancia en el mundo. Podrías haber tenido una vida activa, y muy interesante. Aunque no me amaras, creo que habría sido una excelente unión. Mucho mejor que la vida que estás llevando aquí, sola y separada de tus amigos de Londres y Oxfordshire…
—¿Y atendiendo a un viejo enfermo? —preguntó Carolina—. Oh, sí, habría sido una vida distinta. Y otro tanto podría decirse de la tuya. Pero lo mismo se aplica a todas las decisiones. Si mañana salgo a montar, no puedo quedarme al lado del fuego. Si esta mañana no hubieses venido a visitar al tío Ray, no correrías el riesgo de empaparte en el camino de regreso a tu casa. En general, elegimos. ¿No se refieren a eso los párrocos cuando hablan del libre albedrío?
Unwin apretó los labios. No le agradaba ese género de frivolidad.
—Es cierto, querida. Pero no todas las decisiones son irrevocables. Si estás dispuesta a aprovecharla, aún tienes ante ti la oportunidad.
Horace, acicateado por el pie de su ama, rodó de nuevo y emitió un bostezo. Después, se hizo el silencio, quebrado sólo por el repiqueteo de la lluvia y el ruido de una gotera en el lugar en que el agua atravesaba el techo.
—¿Casarme contigo, Unwin? ¿Por qué crees que puedo haber cambiado?
—No supongo tal cosa. Pero ambos hemos madurado. Lo que dijimos en el calor del momento hace dos años no tiene por qué ser definitivo. Entretanto, tú no te has casado. Yo tampoco lo he hecho. Aún estamos a tiempo.
Carolina alisó el encaje que adornaba sus muñecas. Durante un momento los bellos ojos de la joven parecieron empañados, y él creyó que estaba dispuesta a ceder. Después, movió enérgicamente la cabeza.
—Gracias, pero no, Unwin, no podría ser. Yo no lo deseo. Esa noche de mayo, cuando nos separamos, después de la recepción ofrecida por tu hermano, quizá me expresé con cierta exageración, y fui un poco… desagradable. Si deseas disculpar esa actitud, puedes atribuirla a mi temperamento y mi juventud. Pero… la decisión no ha cambiado. No podría casarme contigo. Lo siento. Pero te agradezco el cumplido de pedírmelo otra vez.
Unwin bebió un sorbo de su brandy. Estiró las largas piernas y miró fijamente la mancha de lodo en las botas relucientes. Tragó otro pedazo de bizcocho.
—Bien… de modo que tal es tu decisión. No incurriré en la osadía de discutirla. Pero quizá convengamos en que hasta que uno de los dos se case la puerta no está cerrada del todo. Si más adelante cambias de idea y no estoy en Cornwall, John sabrá mi dirección.
—Gracias, Unwin. —Pensó decirle que nada la induciría a escribir, pero un juicio más maduro acerca de los sentimientos ajenos le obligó a guardar silencio—. Y diré a mi tío que viniste.
Había cesado la lluvia y un desgarrón en el manto de nubes mostraba el cielo azul. Pero las gotas de agua continuaban salpicando el marco de una ventana.
Unwin dijo:
—Creía que ese médico joven atendía a tu tío. ¿Cómo se llamaba? Enys, Dwight Enys.
Carolina pensó en la posibilidad de que la pregunta fuese intencionada. No podía saber cuan lejos habían llegado los rumores; es decir, si fuera de un pequeño círculo cerrado la gente relacionaba su nombre con el de Dwight.
—El doctor Enys es uno de los que fueron a luchar en la guerra. En Navidad se incorporó a la marina, por supuesto como cirujano, y ahora está en una nave del Escuadrón Occidental que realiza servicios de patrulla. Mi tío extraña mucho sus cuidados médicos.
—Comprendo. Espero que no haya participado en los combates de la semana pasada.
—¿Qué combates? No sabía nada.
—Ayer estuve en Falmouth, y todos hablaban de eso. Del escuadrón de Ned Pellew. Dicen que la batalla duró once horas y se libró bajo una furiosa tormenta. Sir Edward es un gran hombre. Necesitamos muchos como él.
Horace resoplaba y roncaba como si de pronto se hubiese dormido. Después de un momento, Carolina dijo:
—Se retrasan tanto las noticias en esta región… Cuéntame todos los detalles que conozcas.
—¿Detalles? Oh, los de este episodio naval. Bien, no son muchos. Creo que Pellew mandaba el Arethusa y dos barcos más, y avistaron y atacaron a un navío francés de línea y a una fragata. No sé cuáles son las diferencias de tamaño de las naves, pero imagino que el navío francés de línea era el más importante de los buques comprometidos. El resultado fue una batalla desesperada en la cual ambos barcos franceses encallaron en la costa y en definitiva quedaron destruidos. Perdimos uno de nuestros barcos.
—¿Perdido? ¿Quieres decir que lo hundieron?
—Fue empujado por la tormenta hacia la costa, como los franceses. El Arethusa y la fragata consiguieron salvarse. Ayer no se hablaba de otra cosa en la ciudad. Todas las tabernas estaban atestadas de gente del pueblo que bebía a la salud de Ned Pellew.
—Tengo varios amigos —dijo Carolina— en el Escuadrón Occidental, y me parece que uno o dos estaban a bordo del Arethusa o de los barcos que lo acompañaban. ¿Conoces los nombres de las restantes naves?
Unwin terminó su brandy.
—Los oí mencionar varias veces. Pero es difícil recordarlos. El nombre de un barco se parece mucho al de otro.
Había salido el sol, y sus rayos se reflejaban en la pizarra húmeda, en las ramas y las lajas. Del establo, directamente bajo la habitación, llegó el relincho y el resoplido de un caballo.
—Espera —dijo Unwin—. Sí, lo tengo. Uno era el Travail, al mando del capitán Harrington; el otro era el Mermaid, pero no recuerdo el nombre del capitán. ¿Quizá Banks? No estoy seguro.
—¿Y cuál naufragó?
—Creo que el Travail. Sí, seguramente fue ese, porque Harrington murió en el combate, y el Mermaid se arriesgó tratando de recoger sobrevivientes… Mi querida Carolina, ¿tenías conocidos a bordo? Espero no haberte inquietado.
—No, no —dijo Carolina con expresión reflexiva, después de un momento—. Sencillamente, estaba tratando de recordar…
En su casita, al fondo de la calle principal de Falmouth, frente a la ancha bahía, Verity Blamey, de soltera Poldark, estaba acostando a su hijo cuando oyó que llamaban en la puerta principal. El sol acababa de ponerse y teñía de rojo el horizonte, y un banco de nubes oscuras se había formado sobre Saint Mawes. El agua se había decolorado, y centelleaba como un plato de latón manchado. La luz comenzaba a parpadear en las ventanas y en los mástiles de los buques.
La señora Stevens había salido a ver a una vecina, de modo que Verity estaba sola en la casa. Antes de descender a la planta baja espió por la ventana de la sala y vio que el visitante era una mujer alta y joven que tenía de la brida al caballo. Le pareció reconocer el color de los cabellos. Bajó y abrió la puerta.
—¿La señora de Blamey?
—La señorita Penvenen, ¿verdad? ¿Qué pasa? ¿Ocurre algo?
—¿Puedo entrar? ¿Mi caballo estará seguro aquí?
—Sí, sí. Pase, por favor.
La alta joven siguió a Verity, y ambas subieron la escalera y entraron en la sala. Las mejillas de Carolina tenían manchas rosadas, y Verity pensó al principio que padecía una fiebre inflamatoria.
—No nos hemos visto —dijo Carolina sin andarse con rodeos— todos estos años. A pesar de que tengo muchos amigos, ahora necesito ayuda. De modo que pensé venir a verla. ¿Le parece extraño?
—Claro que no. Usted ha sido muy buena amiga de Ross.
Dígame qué necesita. Ante todo, siéntese; le traeré algo de beber.
—No. —Carolina permaneció de pie frente a la ventana, sosteniendo en una mano el látigo de montar—. Deseo saber… en fin, ignoro si puede ayudarme. Acabo de llegar de Killewarren.
—¿De Killewarren? ¿Sola?
—Oh, eso. —Desechó el tema—. ¿Fuimos presentadas? Quiero decir, oficialmente. Usted sabía quién era yo.
—La vi dos veces. La primera en Bodmin, hace cuatro años.
—Pero usted sabía de mí, como yo sabía de usted. Ross le habrá hablado de mí y de mi amistad con Dwight Enys.
—Sí. Oh, sí.
—¿Le dijo que en Navidad me comprometí con Dwight?
Verity se abotonó el cuello de su sencillo vestido de hilo. No sabía qué inquietaba a Carolina, pero la súbita llegada de esa joven elegante, ataviada con prendas de vivos colores, hacía que ella se sintiera sórdida, como si hubiese entrado una mariposa y estuviese batiendo las alas al lado de una polilla parda. Conocía la reputación de Carolina, su tendencia a la conducta poco convencional y a los gestos dramáticos; se preguntaba en qué medida esa visita podía afectarla.
—Desde Navidad no he visto a Ross ni a ningún otro miembro de la familia. Demelza escribió dos veces, pero no me habló de eso.
—Bien, había que evitar que lo supiera mi tío, quien no lo aprueba… y está mortalmente enfermo. Debía ser un secreto hasta que Dwight volviese y pudiéramos verlo juntos. Por mí, a causa de las… dificultades que se presentaron, Dwight se incorporó a la marina. —Pareció que Carolina se quedaba sin aliento.
Verity se acercó a una mesita y tomó un botellón. Vertió líquido en un vaso y Carolina lo aceptó con un gesto, pero sin beber el contenido.
Verity dijo:
—Sabía que servía en la marina. Aunque no conocía la causa de su servicio allí.
—Partió poco después de Navidad, y hasta ahora he recibido dos cartas suyas. Está en la patrulla del Canal, que es parte del Escuadrón Occidental, al mando de sir Edward Pellew. Sirve en una fragata, bajo las órdenes de sir Edward Pellew.
Verity la miró fijamente.
—¿Sí? Oh… ¿quiere decir que estuvo en el último combate?
—No lo sé con seguridad. Pero esta mañana alguien vino a visitarme y me enteré del episodio. Dicen que hundieron un barco inglés. ¿Sabe cuál?
—Creo… espere un momento… Aquí tengo un periódico. —Verity atravesó la habitación y revisó algunos papeles—. Aquí está. Sí, el Travail. —Alzó los ojos—. Se perdió en la costa francesa. Señorita Penvenen, no me diga que…
Carolina se desplomó en la silla más próxima, y volcó un poco de brandy sobre la alfombra. Verity corrió hacia ella, y le rodeó los hombros con un brazo.
—Bien, querida —dijo Carolina—, la situación es muy desagradable para mí, se lo aseguro, porque hace apenas cinco minutos que la conozco… pero debo reconocer que me siento mal.
—En realidad, no creo tener condiciones para ser la esposa de un marino. Verity, usted debe saber de esto más que yo… seguramente sabe cómo comportarse.
—Beba esto. Un poco. La reconfortará.
—Sin embargo, nunca fui de las que se desmayan como una virginal doncella. Mi vieja niñera no aprobaría esas cosas. «Las jóvenes», solía decir, «tienen que ser fuertes, y no parecerse a lirios del campo». Por eso rara vez o nunca me he desmayado.
—Eche hacia atrás la cabeza. Pronto se sentirá mejor.
—Oh, ya estoy mejor. ¿Quién soy yo para quejarme? Esos hombres del barco están mucho peor.
—El navío naufragó, no fue hundido por los franceses. Todo ocurrió a causa de la tormenta. Habrá muchos supervivientes.
Carolina permaneció inmóvil un momento, respirando con cuidado.
—Cuando venía hacia aquí me decía que ese estúpido de Unwin Trevaunance se había equivocado. Cuando llegue a Falmouth descubriré que me engañó la irritante costumbre del Almirantazgo de designar tantos buques con nombres parecidos. No será el que a mí me importa. No será el Travail. Comprobaré que es el Turmoil o el Terror o el Trident. Mientras venía para aquí me decía…
—Querida, no debe inquietarse así. Pueden haber ocurrido muchas cosas. Es posible que esté sano y salvo.
—Pensé: Visitaré a la prima de Ross. Será una visita social. En realidad, fuera de ella no tengo a quien acudir. Por supuesto, podría haber hablado con la propia Susan Pellew; nos vimos una vez, o con Mary Tresfusis, o con cualquiera de las personas a quienes conozco, aunque sea relativamente; pero me pareció… entendí que era más natural visitar a la prima de Ross, a quien nunca había visto
—Y acertó. Ojalá Andrew estuviese aquí… Y James, el hijo de Andrew, también está navegando. Pero tenemos que pensar…
—¿No hay más detalles en el periódico?
—Nada. Se limitan a repetir un despacho del capitán Pellew, que aún está en el mar. Dice sólo que el Travail encalló… en la bahía de Audierne, y que el Mermaid, que intentó rescatar a los sobrevivientes, por poco encalla también.
—¿Dónde podemos preguntar? ¿Alguien puede saber más?
—En eso estuve pensando. Creo que las noticias llegaron traídas por una chalupa naval. Gracias a Andrew me conocen bien en la oficina del puerto. Ben Pender generalmente está allí hasta las ocho. Es quien tiene más probabilidades de saber algo. Por supuesto, iré con usted. Creo que la señora Stevens ya regresó, de modo que puedo dejar con ella al pequeño Andrew. ¿Cree que podrá caminar?
—Oh, sí. Por supuesto. Siento las rodillas cada vez más fuertes.
—Son unos cuatrocientos metros calle abajo. Iré a buscar mi capa. Naturalmente, esta noche se quedará aquí.
—No lo creo posible. Mi tío está enfermo. Cuando supe la noticia fui a verlo y le dije lo que haría. Me temo que lo inquieté, pues si bien no sabe más que lo que yo le dije, mi deseo un tanto evidente de conocer la verdad acerca de Dwight sin duda ha traicionado mis sentimientos. Tan pronto oiga lo que ese hombre pueda decirnos iniciaré el camino de regreso.
—¿Tres horas en la oscuridad? Hay mucha gente hambrienta por todas partes. Necesita quedarse. Ordenaré a la señora Stevens que le prepare un cuarto.
Diez minutos después salieron y caminaron sobre el adoquinado cubierto de lodo, y se abrieron paso entre la gente que colmaba la estrecha calle. Las tiendas aún estaban abiertas, las tabernas tenían abundante clientela, los borrachos yacían en las esquinas, los niños jugaban y gritaban, los ciegos y los tullidos mendigaban, los viejos soldados conversaban en pequeños grupos, tres marineros entonaban canciones obscenas, los habitantes de las casas estaban de pie en las puertas de sus viviendas, los perros ladraban y peleaban y las gaviotas chillaban en el cielo. Era un hermoso atardecer, bastante tibio por tratarse de abril. Pero a los ojos de Carolina era un escenario ingrato, sin calor ni luz. No eran seres humanos que se apiñaban alrededor, sino sombras grises y blancas que impedían que ella llegase al fin inevitable.
En la oficina del puerto, Ben Pender, un hombrecito fatigado que llevaba una peluca anticuada y un traje marrón, hablaba con un capitán de uniforme azul, quien inmediatamente se puso de pie y se inclinó sobre la mano de Verity. Verity lo presentó a Carolina, y explicó el motivo de la visita.
El capitán dijo:
—Lamentablemente, señora, sólo tenemos el mensaje traído por la chalupa, que entró al puerto con las noticias y partió con la marea siguiente. Pellew y sus buques todavía están en alta mar. Pero aquí tiene el texto del mensaje… por lo que le pueda servir. Sir Edward Pellew dice haber avistado por primera vez a los dos buques franceses, el Héros y el Palmier —el Héros, un buque de dos cubiertas y setenta y cuatro cañones— a las tres de la tarde del jueves, con tiempo borrascoso, a unas cincuenta leguas al suroeste de Ushant. Soplaba fuerte viento del oeste, y se desplegaron velas para perseguir al enemigo. A las cinco menos cuarto el Nymphey el Travail se acercaron a los barcos franceses. —Miró el papel que Pender le había pasado y se puso un par de anteojos—. De acuerdo con esta versión, comenzó un intenso combate que duró alrededor de diez horas, con una tormenta cada vez más intensa, primero nubes bajas y lluvia, después chaparrones furiosos a la luz de una media luna. El Mermaid se incorporó a la lucha, y las cinco naves derivaron hacia la costa francesa. Cuando llegaron a la vista de la península de Brest, en la semioscuridad, el Héros estaba fuera de combate, y el Palmier, el Nymphe y el Travail habían sufrido daños considerables. Los dos buques franceses trataron de llegar al estuario de Brest, pero dados los daños sufridos no lo lograron. El Palmier tocó una roca de la isla de Saint Sein y se hundió, y el Héros derivó hacia la bahía de Audierne y encalló con mar tormentoso. El Travail tampoco pudo resistir la fuerza de la tormenta, y quedó destrozado cerca del Héros. El Nymphe aunque también estaba en aguas poco profundas, consiguió pasar la punta de Penmarche y salir a mar abierto. El Mermaid, de la cinco naves la menos dañada, intentó acercarse para ayudar a los barcos encallados, pero tuvo que retirarse para no quedar atascado allí mismo. En el Nymphe hubo dieciséis muertos y cincuenta y siete heridos. En el Mermaid cinco muertos y treinta y cinco heridos. El capitán Harrington, del Travail, murió al comienzo de la batalla. —El capitán se quitó los anteojos—. Aquí termina el despacho, señora.
Entró un empleado con una linterna encendida para agregarla a la que ya estaba sobre el escritorio. La luz permitió ver mejor los mapas, los cuadros que representaban naves, los amarillos documentos de desembarco, las balanzas, el tintero y la pluma, los muebles de caoba, las barandas de bronce y el piso de azulejos.
Carolina preguntó:
—¿Vio a algún tripulante de la chalupa? Quiero decir, personalmente…
—Hablé unas palabras con el capitán. Pero debe comprender que él no participó en la acción. Se limitó a traer el mensaje.
—¿Hablaron… del Travail?
El capitán vaciló.
—Señora, muy poco. Pero basándome en mi propia experiencia puedo decirle que en un naufragio de esa clase la supervivencia es cosa de buena o mala suerte. Si la fragata fue a parar a una playa, es muy probable que muchos se hayan salvado. Pero me temo que eso no podremos saberlo inmediatamente, pues si hay sobrevivientes por fuerza, ahora son prisioneros de los franceses.