Capítulo 2

A media mañana de un ventoso día de marzo dos jóvenes caminaban por el sendero de mulas que pasaba frente al almacén de máquinas y los ruinosos edificios de la mina Grambler. Era un día de nubes bajas y ráfagas de lluvia, y el viento del oeste soplaba y gemía. A lo lejos, las aguas del mar se agitaban inquietas, blancas de espuma; donde había rocas, se elevaba una bruma de finas gotas.

Al lado de la mina se levantaba una docena de cottages. Aún estaban habitados, pero parecían muy deteriorados; las propias construcciones de la mina —las que no eran de piedra— ya estaban en ruinas, pero gran parte de los aparejos y los tres almacenes de máquinas permanecían allí. Grambler —de la cual dependía la prosperidad de los antiguos Poldark, sin hablar de trescientos mineros, acarreadores y clasificadoras— ya llevaba clausurada seis años y la perspectiva de que se reanudaran jamás los trabajos era remota. La mina era un espectáculo deprimente.

—Drake, es lo mismo todo el camino —dijo el mayor—. Entre ese lugar y Lugan trabaja ona sola mina. Una situación muy triste. Pero no debemos incurrir en pecado de ingratitud. Un Dios piadoso ha ordenado así las cosas con el fin de corregirnos.

—¿Vamos por buen camino? —preguntó Drake—. Nunca estuve por aquí. ¿O sí? En todo caso, no lo recuerdo.

—No, eras demasiado pequeño.

—¿Cuánto falta todavía?

—Cinco o seis kilómetros. No recuerdo muy bien.

Se volvieron y continuaron su camino; ambos eran altos y jóvenes, y a primera vista no se advertía que eran hermanos. Sam, cuatro años mayor que Drake, parecía tener más de veintidós. Tenía espaldas anchas, el andar desmañado y el rostro delgado y con muchas arrugas, parecía sombrío, como si sobre sus espaldas soportase todas las penas del mundo… hasta que sonreía, y en ese caso las líneas de pesar formaban arrugas benignas y afables. Drake era tan alto como su hermano, pero más corpulento y muy bien parecido, con un excelente cutis no afectado por la viruela; su rostro mostraba una expresión de picardía, y se hubiera dicho que le agradaba burlarse de todo. Era una inclinación que había debido contener en presencia de su padre. Ambos estaban vestidos pobremente, pero con pulcritud, pantalones azul oscuro con zapatos abotinados, chalecos y chaquetas sobre camisas de tela basta. Sam llevaba puesto un viejo sombrero. Drake llevaba al cuello un pañuelo de listas rosadas. Ambos transportaban pequeños bultos y tenían bastones.

Cruzaron el río Mellingey pasando un puente que casi cedió bajo el peso de los dos hombres; después, subieron hasta un bosquecillo de pinos, y poco después encontraron la siguiente mina arruinada, la Wheal Maiden, que había permanecido silenciosa durante medio siglo y lo mostraba en su apariencia. Las piedras yacían donde habían caído. Todo lo que podía ser útil había sido retirado mucho antes. Los cuervos levantaron el vuelo y armaron escándalo al sentirse molestados.

Pero ahora alcanzaron a ver humo en el valle poco profundo al que estaban entrando. En un día sereno lo habrían visto antes. Al aproximarse al fin de su viaje aminoraron un poco el paso, como si vacilaran ante la idea de llegar a la meta. Mientras descendían el camino que corría entre altos setos, podían espiar entre los helechos y las zarzas, los espinos y los castaños silvestres, y ver el galpón de máquinas —no era nuevo, al parecer lo habían reconstruido— pero los aparejos eran todos nuevos, y las chozas que se agrupaban alrededor estaban recién construidas, y sin duda se las usaba; el río Mellingey, que penetraba en ese valle, había sido endicado, y los dos hermanos alcanzaron a oír el retumbo y el estrépito de las trituradoras movidas por el agua, antes, el viento disimulaba todos los ruidos; una docena de mujeres trabajaba en un lavadero; más lejos, el agua impulsaba una barredora de paletas que rotaba incesantemente, ayudando a separar el mineral. Un tren de mulas con canastas venía arreado por la ladera opuesta del valle. Al pie del valle, separado de todo el resto sólo por un pequeño prado y algunos arbustos, se levantaba una casa baja de granito, el techo en parte de pizarra y en parte de paja. Era más alta y más espaciosa que la casa de una granja, sobre todo si se tenían en cuenta los anexos, las anchas chimeneas, el ala de construcción irregular y las ventanas empotradas. Sin embargo, no podía decirse que tenía la distinción que corresponde a la residencia de un caballero. Detrás de la casa, el suelo se elevaba de nuevo formando un campo arado que terminaba en un promontorio; a la derecha, después de los matorrales, se abría una playa con un retazo de mar pizarroso.

—No era mentira —dijo Drake.

—Supongo que tienes razón. Parece diferente de lo que era la primera vez que vine.

—¿Todas esas construcciones son nuevas?

—Pienso que sí. Nanfan dijo que empezaron hace apenas dos años.

Drake se pasó una mano por el mechón de cabellos negros.

—Una hermosa casa. Aunque no tan grande como Tehidy.

—Los Poldark son pequeños nobles rurales, no personajes importantes.

—Para nosotros son importantes —dijo Drake con una risa nerviosa.

—Todos los hombres son iguales a los ojos del Eterno Jehová —dijo Sam.

—Es posible, pero aquí no tratamos con Jehová.

—No, hermano. Pero todos los hombres se liberan gracias a la sangre de Cristo.

Continuaron caminando, volvieron a cruzar el río y se acercaron a la casa. Asustadas, algunas gaviotas remontaron vuelo como prendas blancas llevadas por el viento.

Los dos jóvenes no tuvieron necesidad de llamar, porque la puerta principal se abrió y una mujer pequeña y regordeta, de edad madura y cabellos castaños, apareció llevando un canasto. Al verlos se detuvo, y se limpió en el delantal la mano libre.

—¿Sí?

—Por favor, señora —dijo Sam—. Desearíamos ver al ama.

—Dígale que han llegado dos amigos.

—¿Amigos? —Jane Gimlett los miró y vaciló, pero aún no era una criada tan bien instruida que pudiese obligarlos a bajar los ojos—. Esperen aquí —dijo, y se volvió hacia la casa. Encontró a su ama en la cocina, lavando una de las rodillas de Jeremy donde el niño se había lastimado al trepar una pared. A los pies del ama, un perro grande y peludo de estirpe anónima—. Señora hay dos jóvenes en la puerta que quieren hablar con usted. Yo diría que son mineros, o algo parecido.

—¿Mineros? ¿De nuestra mina?

—No. Forasteros. Me parece que vienen de lejos.

Demelza se recogió un mechón de cabellos y se enderezó.

—Quédate aquí, precioso —dijo a Jeremy, y caminó por el corredor que llevaba a la puerta principal, entrecerrando los ojos para evitar la luz demasiado viva. Al principio no reconoció a ninguno de los dos.

—Hemos venido a verte, hermana —dijo Sam—. Han pasado seis años desde la última vez. ¿No te acuerdas? Soy Sam, el segundo. Siempre te quise bien. Este es Drake, el menor. Tenía siete años cuando te fuiste de casa.

—¡Judas! —dijo Demelza—. ¡Cómo habéis crecido!

Ross había estado en la Wheal Grace con el capataz Henshawe y los dos ingenieros que habían construido la máquina. Habían venido a examinar una falla en el vástago de la bomba, y esperando la llegada de los dos hombres la máquina había estado ociosa medio día; así, aprovecharon la oportunidad para realizar la limpieza mensual de la caldera.

Ross inició el camino de regreso a la casa en una actitud reflexiva pero animosa. Pensaba que la mina ya había llegado a los límites de sus posibilidades de expansión. Empleaba treinta tributarios, veinticinco destajistas, seis carpinteros y unos cuarenta trabajadores de diferentes categorías en la superficie. El motor trabajaba ahora sin demasiado esfuerzo, y el agua bombeada desde una profundidad de sesenta brazas derivada ingeniosamente sobre una artesa de madera que movía en la superficie una pequeña rueda, la cual a su vez impulsaba una bomba secundaria, mucho más pequeña. Después, el agua descendía por un canal de desagüe, con una caída de diez brazas, y movía una segunda rueda, instalada unos veinte metros bajo el nivel de la primera, y unos doce metros bajo el nivel del suelo en pendiente, para desembocar en el lavadero construido exactamente a cierta altura sobre el jardín de Demelza. Una parte considerable del mineral extraído aún se molía y lavaba en las estamperías de estaño de Sawle Combe, pues en el valle no era posible construir más instalaciones sin hacer insoportables las condiciones de vida.

Ampliar todavía más la mina parecía antieconómico. Instalar otra máquina o trabajar más intensamente con la actual hubiera sido contraproducente. El carbón costaba 18 chelines la tonelada, y ni siquiera la guerra había elevado aún el precio del estaño hasta un nivel que asegurase una retribución adecuada. Una de las razones que habían contribuido a esta situación era el cambio de las costumbres, que tendían a eliminar el uso del peltre en favor de la loza y la porcelana. Era un cambio de costumbres de una nación entera, y sobrevenía en el momento menos oportuno.

De todos modos, como las vetas eran tan ricas, y a pesar de su profundidad eran tan accesibles, la mina producía beneficios donde tantas otras habían fracasado o estaban fracasando. Grandes empresas como United Mines habían estado perdiendo 11000 libras esterlinas anuales antes de cerrar. La Wheal Grace era pequeña, pero producía en abundancia, y en seis meses había saldado sus muchas deudas, como si hubiera sido un benévolo Lúculo. La ganancia de dos meses había salvado las 1400 libras esterlinas que se debían a Carolina Penvenen; dos meses más habían permitido cancelar las deudas de Ross con el Banco de Pascoe, y eliminar las obligaciones de menor cuantía; hacia mayo Ross pudo reembolsar la hipoteca por veinte años que Harris Pascoe retenía personalmente. Pronto podría depositar dinero en el banco, invertirlo al cinco por ciento, guardarlo bajo el colchón, o gastarlo en lo que deseara.

En realidad, era emocionante. Ni él ni Demelza se habían acostumbrado del todo, y se comportaban como si esa misma tarde fueran a extraer la última tonelada de mineral. Una semana antes Ross había bajado a la mina con Demelza para mostrarle las dos vetas más ricas y las galerías cada vez más profundas; aparentemente, lo había hecho para convencerla, pero en realidad, pese a que visitaba diariamente la mina, lo había hecho para convencerse a él mismo. Ross necesitaba la seguridad que provenía de la convicción de la propia Demelza.

Como la mina estaba tan cerca de la casa, él solía volver a almorzar, generalmente alrededor de las 2 de la tarde. Ahora era apenas la 1, pero Ross tenía que revisar algunas cifras en la biblioteca. Desde la reconciliación de Navidad solía pasar en su casa todo el tiempo que podía; era otra forma de adquirir seguridad. El matrimonio había estado a un paso del naufragio, Demelza parecía incluso dispuesta a marcharse, e incluso había querido abandonar la casa. Ahora era increíble que ambos hubiesen estado tan cerca de la separación. La calidez de la reconciliación había desbordado pasión, y en cierto sentido los había acercado más que nunca, anulando todas las barreras; sin embargo, había sido —y todavía era— una calidez un poco febril, como si la relación entre ambos estuviera recuperándose de una herida casi mortal, y ellos trataran de reconfortarse. El nivel más sereno de la absoluta confianza que había existido anteriormente aún no había sido reconquistado.

El placer y el sentimiento de alivio ante el éxito de la mina estaba atemperado por la conciencia de la presencia de extraños en Trenwith, apenas a seis kilómetros de distancia. A menudo olvidaban el asunto; después, reaparecía como un dolor que va y viene, y entonces, durante un momento, se distanciaban de nuevo. El nacimiento y el bautizo de Valentine Warleggan fue la última espina en el conflicto. Ninguno de los dos dijo lo que en realidad pensaba; no era algo que pudiese expresarse con palabras, pero Caroline Penvenen había escrito a Demelza:

«Qué desilusión no verte allí, aunque a decir verdad no lo había esperado, conociendo el profundo y perdurable amor que se tienen Ross y George. No recuerdo haber visitado antes Trenwith; es una casa hermosa. El pequeño es moreno, pero creo que puede elogiarse a Elizabeth: es un niño bien formado y bastante bonito, comparado con lo que suelen ser los bebés. (En realidad, no me interesan mucho antes de los tres años. ¡Dwight tendrá que resolverme ese problema!). Acudió mucha gente al bautizo, (no sabía que hubiera tantos Warleggan), incluso los mayores, que son un tanto desagradables. Además de los vecinos de la región que se atrevieron a salir en un día tan frío».

Continuaba agregando algunos detalles de las personas presentes.

«El tío Ray no pudo acompañarme, por desgracia está muy débil. Extraña los cuidados de Dwight. Recibí la última carta de Dwight hace dos semanas, me escribió a bordo del Travail y la recibí quince días después, de modo que lo que sé de él corresponde a un mes atrás. Todo esto me inquieta, como si yo fuera una doncella encerrada en una torre, y me siento aún peor porque sé que de no haber sido por mí él no estaría ahora en la marina. Ojalá alguien terminase con esta guerra…».

Aunque la carta estaba escrita con el ánimo más cordial, Ross se habría alegrado de no recibirla. Evocaba escenas y reavivaba recuerdos de la casa y la gente que él conocía tan bien. La única persona a quien Carolina no mencionaba en la carta era la propia Elizabeth. No conocía ni la mitad del asunto, pero era evidente que sabía lo suficiente para demostrar tacto en una carta a Demelza. Él no podía ir ni habría asistido al bautizo aunque los hubiesen invitado; pero le molestaba más de lo que jamás había creído probable el hecho de verse excluido del hogar ancestral de la familia, de las visitas a la anciana Agatha, de la relación con su sobrino, del conocimiento de las renovaciones y reparaciones que estaban realizándose. En Navidad, durante su última visita sin invitación previa, había visto lo suficiente para comprender que el carácter de la casa ya estaba cambiando, y que esta adquiría una personalidad extraña.

Cuando pasó frente a una ventana de la sala, miró hacia el interior y vio que su esposa estaba sentada, conversando con dos jóvenes desconocidos.

Se volvió inmediatamente y se acercó al grupo.

Jeremy se desprendió de la rodilla de Demelza y corrió hacia Ross, gritando:

—¡Papá! ¡Papá! —Ross lo alzó y lo abrazó, y al fin lo depositó en el suelo, mientras los dos jóvenes permanecían de pie, inquietos, sin saber muy bien qué hacer con las manos. Demelza vestía la pechera de fino popelín blanco que se había confeccionado con dos de las camisas de Ross y adornado con encaje de un antiguo chal; además, una falda color crema y un delantal verde; de la cintura colgaba un manojo de llaves. El matrimonio aún no había tenido oportunidad de rehacer el ajuar de la dueña de la casa.

—Ross, ¿recuerdas a mis hermanos? —preguntó Demelza—. Este es Samuel, el segundo, y Drake, el menor. Vinieron caminando desde Illuggan para visitarnos.

Hubo una pausa.

—Bien —dijo Ross—. Ha pasado mucho tiempo. —Se estrecharon las manos, pero con reserva y sin calor.

—Seis años —dijo Sam—. O más o menos eso. Es decir, desde que estuve aquí. Drake nunca vino. Drake era demasiado joven para llegarse hasta aquí.

—Incluso ahora es un buen trecho para un niño —dijo Drake.

—Creo que tus piernas son más largas que las de Sam —observó Demelza.

—Hermana, todos tenemos piernas largas —dijo Sam con expresión sobria—. Es algo que nos dio nuestra madre. Y si hemos de decir la verdad, tú también las tienes largas.

—¿Les ofrecieron algo de beber? ¿Ginebra? ¿O un cordial?

—Gracias. Sí, nuestra hermana nos invitó. Pero quizá, después, un vaso de leche. No bebemos alcohol.

—Ah —dijo Ross—. Bien, tomen asiento. —Miró a Demelza y vaciló, pensando dejarlos solos; pero el ceño enarcado de su esposa le sugería que se quedase, de modo que también él se sentó.

—No es que nos importe que los demás lo hagan —explicó Drake, procurando suavizar el tono de su hermano—. Pero por nuestra parte preferimos no hacerlo.

—¿Cómo está el señor Carne? —preguntó Ross, como resultado de una natural asociación de ideas.

—Dios todopoderoso decidió llevárselo el mes pasado —dijo Sam—. Nuestro padre falleció bien preparado para el encuentro con su bendito Salvador. Hemos venido a decírselo a nuestra hermana. A decirle eso, y otras cosas.

—Oh —exclamó Ross—. Lo siento. —Volvió los ojos hacia Demelza para comprobar cómo le había afectado la noticia, y advirtió que de ningún modo—. ¿Cómo… qué ocurrió?

—Murió de viruela. Nunca la había tenido, y le atacó de pronto. Una semana después había muerto.

Ross pensó que la voz del hermano mayor, aunque fervorosa, no estaba saturada de sentimiento. En su caso, el amor filial había sido un deber, no una inclinación personal.

—Todos la tuvimos cuando éramos niños —dijo Drake—. Pero nos afectó poco. Hermana, ¿tú también tuviste viruela?

—No —respondió Demelza—, pero los cuidé a todos. Cierta vez, tres al mismo tiempo, y nuestro padre borracho por el vino todas las noches.

Otra pausa. Sam suspiró.

—Bien, reconozcámosle el mérito… después, y durante muchos años, jamás volvió a aquellos tiempos. Desde que se casó nuevamente jamás tocó el alcohol.

—¿Y la madrastra Nellie? —preguntó Demelza—. ¿Está bien?

—Muy bien. Luke se casó y tiene su propio hogar. William, John y Bobby siguieron los pasos de nuestro padre, y querían trabajar en las minas; pero las minas están cerradas. Hay mucha pobreza en Illuggan.

—No sólo en Illuggan —afirmó Ross.

—Muy cierto, hermano —confirmó Sam—. En los alrededores de Illuggan y Camborne, cuando yo era niño, trabajaban cuarenta y cinco máquinas. Noche y día. Ahora sólo quedan cuatro. Cerraron Dolcoath, y North Downs, y la Wheal Towan, y Poldice, y la Wheal Damsel, y la Wheal Unity. ¡Podría recitar una lista larga como el brazo!

—Y ustedes, ¿qué hacen? —preguntó Ross.

—Yo soy tributario, como el resto —contestó Sam—. Cuando puedo, arriendo un pedazo de la veta. Pero el Señor y su gran compasión han considerado oportuno castigarme también. Drake fue aprendiz de un fabricante de carretas durante siete años. A veces tiene trabajo, pero en los últimos tiempos casi nunca encuentra nada.

Ross comenzó a sospechar el propósito de la visita, pero se abstuvo de comentarios.

—¿Ambos Pertenecen… a la fe metodista? —preguntó.

Sam asintió.

—Ambos hemos aceptado el nuevo espíritu y caminamos por el sendero de Cristo, siguiendo sus leyes.

—Creí que tú eras el hombre que no había visto la luz —observó Demelza—. Hace mucho, cuando mi padre vino aquí para pedirme que volviese a casa, dijo que todos se habían convertido excepto tú, Samuel.

Sam parecía inquieto, se pasó la mano por el rostro.

—Así es, hermana. Tienes una memoria notable. Viví sin Dios, entre pecados y provocaciones innumerables, durante más de veinte años. Viví en la hiel de la amargura y en la esclavitud de la iniquidad. Pero finalmente Dios perdonó mis pecados y liberó mi alma.

—Y ahora —dijo Drake—, Sam se ha consagrado a la salvación con más fuerza que todos nosotros.

Ross miró al menor de los hermanos. Había un atisbo de ironía en el tono, pero no en el rostro pálido y sereno. Drake se parecía a Demelza; el color de la piel, los ojos, la expresión. Quizá también en el sentido del humor.

—¿No está tan seguro de sí mismo? —preguntó.

Drake sonrió.

—A veces pierdo la gracia.

—A todos nos ocurre —dijo Ross.

—Hermano, ¿también usted pertenece a la congregación? —preguntó Sam con expresión ansiosa.

—No, no —dijo Ross—. Lo dije como un comentario general acerca de la vida. Nada más.

Jeremy volvió corriendo y tironeó de la falda de su madre.

—Mamá, ¿puedo irme ya? —preguntó—. ¿Puedo volver a jugar con Garrick?

—Sí. Pero ten cuidado. No vuelvas a trepar paredes hasta que se te haya curado la rodilla.

Después que el niño se marchó, Sam preguntó:

—Hermana, ¿tienes otros hijos?

—No, es el único. Perdimos una niña. —Demelza se alisó la falda—. ¿Y nuestro padre y la viuda? Creo que tuvieron hijos, ¿verdad?

—Una niña llamada Flotina, que ahora tiene cinco años. Tres más fueron llamados a Dios.

—Dios tiene que responder por muchas cosas —dijo Ross.

Se produjo un silencio embarazoso. En definitiva, ninguno de los dos jóvenes respondió al desafío, como sin duda lo hubiera hecho el padre.

—¿A qué hora salisteis de casa esta mañana? —preguntó Demelza.

—¿A qué hora salimos? Poco después del amanecer. Pero equivocamos el camino, y los guardabosques nos obligaron a retroceder. Yo tuve la culpa, pero me pareció que era el camino por donde habíamos venido la última vez.

—Y tal vez lo fuera —dijo Ross—. Pero en Trenwith hay promontorios nuevos que cierran senderos en los que durante generaciones hubo derecho de paso.

—Es demasiado lejos para regresar hoy —dijo Demelza—. Tendréis que quedaros a dormir aquí.

—Bien, gracias, hermana. —Samuel se aclaró la voz—. En realidad, hermana, y también hermano, hemos venido a pediros un favor. En Illuggan hay mucha gente que en los últimos tres meses no ha probado el sabor de la carne. Hemos vivido de pan de cebada, té flojo y sardinas, cuando pudimos conseguirlas. Pero no nos quejamos. El piadoso Jesús nos salvó del hambre del alma. Nos reconforta el límpido manantial de Su amor eterno. Pero muchos mueren de hambre y enfermedad, y en pecado al abandonar esta tierra.

Calló un momento, y en su rostro se dibujó una mueca.

—Adelante —dijo Ross con voz serena.

—Bien, hermano, oímos decir que aquí hay trabajo. El mes pasado supimos que esta mina prosperaba. Decían que usted había empleado veinte hombres nuevos el mes pasado, y veinte más un mes antes. Bien… yo y Drake… Soy un tributario tan bueno como el mejor, aunque yo mismo lo diga. Drake es un hombre hábil, hábil en todas las tareas, y no sólo en la fabricación de carros. Vinimos a ver si aquí hay trabajo para nosotros.

Jeremy había salido al jardín con Garrick, y este brincaba y ladraba. Jeremy era ahora el único que podía lograr que Garrick se comportase como un cachorro. Ross se mordió el dedo y miró a Demelza. Ella tenía las manos entrelazadas sobre el regazo, y los ojos bajos. Esa actitud no engañaba a Ross: Estaba seguro de que Demelza tenía una serie de opiniones precisas y coherentes acerca de tal petición. Pero ella no dejaba adivinar cuál era su pensamiento. Lo que presumiblemente significaba que deseaba que el propio Ross decidiera.

Todo eso estaba muy bien, pero el asunto concernía directamente a Demelza. Para Ross no era fácil negarse: el parentesco, la necesidad de los jóvenes, la prosperidad del propio Ross. Por otra parte, Demelza había tenido que luchar para separarse de su familia, y principalmente del padre. No cabía duda de que todos aún la recordaban como la hija del minero; pero había sido aceptada en la mayoría de las familias de sociedad durante los últimos cuatro años como esposa de Ross. Ahora que tenían dinero, podrían progresar todavía más. Ropas buenas, algunas joyas, una casa en condiciones. Podrían recibir y ser recibidos. Demelza no habría sido humana si, después de años casi en la pobreza, no hubiese alimentado ciertas ambiciones. ¿Deseaba en ese momento cargar con dos hermanos obreros que vivirían cerca, que hablarían mal, y que reclamarían derechos y privilegios que bien podían ponerla en aprietos y molestar a todo el mundo? En este caso, no sólo se trataría de las mismas relaciones que mantenían con la gente que trabajaba para ellos: los mineros, los maquinistas, los jóvenes y las muchachas de los lavaderos, los peones de la granja, los habitantes de los cottages y los criados de la casa. Por el momento, aunque se sabía que ella pertenecía al pueblo bajo, se la aceptaba como la señora Poldark. La relación actual con todos era muy buena; había simpatía y amistad reales, pero también auténtico respeto. ¿Cómo cambiaría la situación la llegada de los dos Carne? Sin contar que quizá después llegarían tres o cuatro más. ¿Y si se casaban con jóvenes de la región? ¿Agradaría a Demelza tener una turba de parientes políticos reclutados en la clase de los mineros, inevitablemente pobres, inevitablemente necesitados, que por supuesto reclamarían un trato especial? Sobre todo las mujeres. Las mujeres no mostraban el mismo tacto ni el sentido de la jerarquía que caracterizaba a los hombres.

—Es una mina pequeña —dijo Ross—. Empleamos sólo unas cien personas, contando a los que trabajan arriba y bajo tierra. Nuestra prosperidad es muy reciente. Hace nueve meses yo estaba en Truro, tratando de vender el motor y los aparejos de la mina a los empresarios de la Wheal Radiant. Después, encontramos tal cantidad de estaño que, incluso a pesar del precio antieconómico, ganamos bastante. Todo indica que las dos vetas están ensanchándose y profundizándose a medida que avanzamos. Tenemos por delante al menos dos años de trabajo para todos. Más que eso no puedo decir. Pero en vista de que el precio del estaño es tan bajo, y los márgenes de utilidad tan reducidos, el sentido común impone no expandirse más. Primero, porque cuanto más estaño se envía al mercado más baja el precio. Segundo, porque cuanto más dure la guerra más probable es que aumente la necesidad de los metales, y por lo tanto se eleve el precio. Por eso tuvimos que rechazar a muchas personas que vinieron a buscar trabajo.

Hizo una pausa y miró a los dos jóvenes. No sabía muy bien qué parte de su discurso habían entendido, pero le pareció que seguían bastante bien el razonamiento.

—No deseamos quitar trabajo a otros hombres —dijo Sam.

—Creo —dijo Ross— que es un asunto acerca del cual tendré que consultar al capataz Henshawe. Será mejor que hable con él por la mañana. Por lo tanto, sugiero que pasen la noche aquí. Creo que podemos alojarlos en la casa o en el establo.

—Gracias, hermano.

—El capataz Henshawe se ocupa del personal, y yo sabré a qué atenerme cuando haya hablado con él. Entretanto, les daremos de comer.

—Gracias, hermano.

Demelza se movió inquieta y se arregló un mechón de cabellos.

—Creo —dijo—, Samuel y Drake, que es propio que vosotros me llaméis hermana. Pero sería de rigor que llamarais capitán Poldark a mi marido.

En el rostro de Sam se dibujó una sonrisa.

—Como tú quieras, hermana. Sin embargo, es costumbre de los metodistas llamar hermanos a todos los hombres. Es un modo de hablar.

Ross apretó los labios.

—Comprendo —dijo al fin—. Por la mañana hablaré con el capataz Henshawe. Pero ustedes deben entender que no es una promesa de trabajo, sino únicamente la promesa de consultarlo.

—Gracias —dijo Sam.

—Muchas gracias —añadió Drake.

Demelza se puso de pie.

—Avisaré a Jane de que os quedáis a comer.

—Gracias, hermana —dijo Sam—. Pero espero comprendas que no vinimos con ese fin.

—Entiendo.

Ross invitó a sentarse a los jóvenes y después siguió a Demelza. Cuando la alcanzó en el corredor, le dio un pellizco y ella emitió un pequeño chillido.

—Ninguna señal —dijo él—. No me diste a entender si deseabas o no que les ofreciese trabajo.

—Ross, es tu mina.

—Pero la decisión es tuya.

—En ese caso, la respuesta es afirmativa. Por supuesto, quiero que les des trabajo.

Esa noche, en la cama, Ross dijo:

—Estuve hablando con Henshawe, y podemos emplearlos. Es decir, si están dispuestos a aceptar lo que les ofrecemos. No deseo aumentar el número de tributarios, y no puedo despedir a ninguno de los que ahora están; pero hay trabajo en los aparejos, y Drake puede trabajar en el almacén de máquinas si no tiene inconveniente.

—Gracias, Ross.

—Pero sin duda sabes que estos jóvenes pueden llegar a molestarte.

—¿De qué modo?

Ross se lo explicó.

—Bien, sí, quizá tengas razón —dijo ella—. En ese caso, soportaré la situación, ¿no? Y tú también tendrás que ser paciente.

—No en la misma medida. Sea como fuere, es tu decisión. Debo decir que esta tarde me diste un indicio tan cabal de tus sentimientos como cuando jugamos whist y te olvidas cuáles son los triunfos.

—¿Cuándo hice eso? ¡Una sola vez! —Se recostó sobre la almohada, apoyada en un codo, y miró a su marido—. Hablo en serio, Ross. Aunque soy tu esposa y lo comparto todo, esta mina continúa siendo tu propiedad, tu mina, tu personal. De modo que si dices que no deseas a estos jóvenes, pues despáchalos sin pensar en el parentesco. Es tu derecho proceder así, y si lo haces no me quejaré.

—Pero si de ti dependiera, ¿se quedarían?

—Sí, si de mi depende se quedarán.

—Es suficiente. No necesitamos hablar más.

—Ross, es necesario decir otra cosa. ¡No puedes pretender que yo mantenga mi dignidad en la casa si me pellizcas como lo hiciste esta tarde cuando apenas habían dejado de mirarnos!

—Todas las damas de alcurnia deben aprender a soportar esa situación —dijo Ross—. Pero muestran su alcurnia sufriéndola en silencio.

Demelza estuvo a un paso de contestar con una respuesta descarada, pero se contuvo. En esa veloz esgrima de la broma a veces aún se manifestaba cierta distancia entre los dos esposos. Probablemente Ross lo percibía, pues sabía que en una situación de absoluta franqueza prácticamente era imposible que se manifestasen las mejores cualidades de Demelza. Aplicó la mano a la rodilla de su esposa. Y la dejó descansar así.

—¿Dónde los alojarás? —preguntó Demelza.

—Estaba pensando en Mellin. Ahora que el viejo Joe Triggs se ha ido, la tía Betsy tiene un cuarto. Y a ella también le convendría.

—Creo que habría reconocido a Sam, pero jamás había creído que era Drake —dijo Demelza reflexivamente.

—Se parece bastante a ti, ¿verdad? —dijo Ross.

—¿Qué? .

—Bien, el cutis. La forma de la cara. Y la expresión de los ojos.

—¿Qué expresión?

—Deberías saberlo… Difícil. Un tanto rebelde.

Demelza retiró la rodilla.

—Imaginé que dirías algo feo.

Ross apoyó la mano en la otra rodilla.

—Prefiero esta. Tiene la cicatriz… cuando te caíste del olmo, a los quince años.

—No. Esa vez apenas me lastimé. Esta cicatriz me quedó de la vez que se me cayó encima el armario.

—Ya lo ves. Exactamente lo que yo decía. Difícil. Rebelde.

—Y cada vez más vieja y gastada.

—No, que yo sepa. Los pequeños defectos en la belleza de una persona a quien se ama son como notas sueltas que aumentan el encanto de un pasaje musical.

—Judas —dijo Demelza—. Qué bonito discurso. Será mejor que te duermas, porque de lo contrario comenzaré a creer que hablas en serio.

—Los discursos bonitos —dijo Ross— siempre deben tomarse en serio.

—Eso haré, Ross. Y gracias. Y prometo no recordar tus palabras a la fea luz del día.

Yacieron inmóviles un rato. Ross se sentía soñoliento, y dejó que su mente errase sobre las cosas confortables y satisfactorias de su vida, no sobre la irritación provocada por los vecinos Warleggan, ni el recuerdo de Elizabeth y su hijo, ni los temores que abrigaba acerca del desarrollo de la guerra; sino el éxito de la mina, las deudas pagadas, el calor de su propio afecto a su esposa y su hijo. Hasta ahora, había hecho poco para aumentar el personal de la casa, y a causa del entusiasmo provocado por el éxito de la mina había descuidado la granja. Ross comenzó a pensar en las perspectivas de la cosecha de heno y en la conveniencia de arar el Campo Largo, en los paseos con los pies desnudos sobre las firmes arenas de playa Hendrawna; en la posible reconstrucción de la biblioteca, en ir a Truro a hacer compras, en salir de paseo con Demelza. En ese momento Demelza dijo:

—Acerca de los niños, Ross…

—¿Qué niños?

—Los nuestros. Creo probable que antes de que termine el año aumente el ganado.

—¿Qué? —Emergió de su grato sueño—. ¿Qué significa eso? ¿Estás segura?

—No, no estoy segura. Pero este mes me ha faltado y, como sabes, soy tan regular como la luna. La última vez me criticaste porque no te lo dije a tiempo, y por eso creí que esta vez era necesario avisarte inmediatamente.

—Santo Dios —dijo Ross—. ¡No esperaba nada por el estilo!

—Bien —observó Demelza—, en realidad, hubiera sido sorprendente que no ocurriese nada. Sobre todo después de Navidad…

—¿Hubieses deseado que fuera diferente?

—No, gracias. Pero me habría llamado la atención si no hubiese ocurrido algo como esto.

—Sí. Imagino que tienes razón.

Se hizo el silencio.

—¿Estas contrariado? —preguntó ella.

—Contrariado no. Pero tampoco complacido del todo. Oh, no por las mismas razones que la última vez. Me alegra tener más hijos. Pero pienso en los riesgos que corréis el niño y tú. El mundo encierra tantas amenazas, estamos expuestos a tantos riesgos, que ahora, cuando hemos podido evitar la carga de la pobreza y la amenaza de las deudas, me hubiera agradado un año o dos durante los cuales pudiésemos gozar de cierta seguridad.

—El hecho mismo de vivir nos obliga a correr riesgos y a afrontar amenazas.

—Por supuesto. La mía es la actitud de los cobardes. Pero no temo por mi propio destino, sino por la suerte de los seres a quienes amo.

Demelza se volvió, inquieta.

—Tal vez sea una falsa alarma. De todos modos, no te preocupes por mí. Las dos veces anteriores no tuve dificultades.

—¿Cuándo será?

—Creo que alrededor de noviembre.

—¿Recuerdas la tormenta que se desencadenó cuando nació Julia? Creo que fue el peor temporal que hayamos conocido. Cuando fui a buscar al doctor Choake era casi imposible soportar la fuerza del viento.

—Y su visita de nada sirvió. La señora Zacky se ocupó de todo. De lo cual me alegro, porque confío en ella mucho más que en el viejo Choake.

—Me dijeron que Elizabeth fue atendida por ese médico nuevo, Behenna, de Truro. Creo que llegó hace poco de Londres, y que trae ideas nuevas.

El breve silencio que siguió era el usual cada vez que se mencionaba el nombre de Elizabeth. No era una actitud intencional en ninguno de los dos esposos, pero de todos modos la conversación parecía decaer por sí misma.

—Si debe atenderme un hombre, prefiero que sea Dwight. Hacia noviembre seguramente ya habrá regresado.

—Yo no confiaría en ello. Aún no veo que se aproxime el fin de la guerra.

—Muy pronto iré a ver a Carolina. A decir verdad, no nos hemos ocupado mucho de ella.

—En eso precisamente pensaba hoy cuando regresaba de la mina. Pero no quiero que hoy salgas a corretear por allí. Es mucha distancia…

—¡Oh, Judas, todavía puedo corretear meses enteros sin ningún peligro! Si ella no quiere dejar solo a su tío, uno de nosotros o los dos debemos ir a verla. Para ella debe ser muy molesto no poder hablar ni siquiera con él de su preocupación por Dwight.

—Hace diez minutos —dijo Ross— yo estaba entregándome a sueños muy agradables. Ahora estoy completamente despierto, y un sencillo anuncio ha destrozado el cómodo capullo que yo estaba tejiendo alrededor de mí mismo. No digo que tus palabras no sean motivo de felicidad, pero sí que ahora me falta la serena complacencia que facilita el sueño.

—¿Necesitas dormir? —preguntó Demelza.

—… No. Todavía no.

Ross movió la cabeza y apoyó el rostro sobre el de Demelza, y así permanecieron, inmóviles y silenciosos unos pocos segundos.

—Ojalá sea una niña. Pero no como tú. Con una de tu estilo ya sobra —dijo Ross.