A mediados de febrero de 1794 Elizabeth Warleggan dio a luz el primer hijo de su segundo matrimonio. El episodio fue la causa cierto sentimiento de tensión y ansiedad.
Había sido cosa convenida y aclarada entre Elizabeth y su segundo esposo que ella debía pasar el período de confinamiento en la casa de la ciudad, donde podría obtener la mejor atención médica; pero hacía meses que Truro era un foco de peste, primero a causa del cólera estival que se había prolongado incluso hasta Navidad, y después por obra de la gripe y el sarampión. Aparentemente, no había prisa. El doctor Behenna, que montado en su caballo venía una vez por semana para ver a la paciente, aseguró a todos que no había prisa.
Y posiblemente había tenido razón, pero al atardecer del 13 de febrero, un jueves, Elizabeth resbaló y cayó cuando se dirigía a su habitación. La hermosa escalera de piedra que subía desde el gran vestíbulo desembocaba en un corredor Tudor, oscuro como suelen ser todos los de ese estilo; desde allí, salvando cinco peldaños, se llegaba a los dos dormitorios principales de la casa. Elizabeth tropezó en el áspero reborde del último peldaño, y cayó por la escalera. Nadie la vio, pero dos de los criados oyeron su grito y el ruido de la caída; y uno de ellos, que venía de prisa por el corredor con un calefactor, encontró a su ama caída, como una flor quebrada, al comienzo de la escalera.
El pánico dominó inmediatamente la casa. George estaba en el salón de invierno, y acudió con el corazón en la boca, alzó a su esposa desmayada y la llevó a la cama. Como el doctor Dwight Enys aún estaba en el mar, el único médico a quien podía acudir era el viejo Thomas Choake; y a falta de cosa mejor se lo convocó, mientras otro criado volaba montado en su caballo para buscar al doctor Behenna.
Excepto por un codo magullado y un tobillo torcido, al principio pareció que Elizabeth no había sufrido daño alguno, y después de una abundante sangría se le suministró un cordial caliente y se la puso a dormir. A George le desagradaban casi todas las características de Choake: su pomposa vanagloria, las proezas cinegéticas de las cuales se enorgullecía, su cirugía heroica, su quejicosa mujer y sus opiniones whigs; pero puso a buen tiempo buena cara, dio de cenar al anciano y propuso que pasara la noche en la casa. Choake, que no había estado allí desde la muerte de Francis Poldark, aceptó con aire altivo.
La comida se desarrolló en un ambiente poco agradable. A pesar de su ojo ciego, de su cojera y su lengua tartajosa, la señora Chynoweth, madre de Elizabeth, había rehusado la comida e insistido en permanecer en el cuarto de su hija, para asistirla si despertaba; de modo que sólo el anciano Jonathan Chynoweth se reunió con los dos hombres a la mesa. Se habló de la guerra con Francia, a la que Choake, siguiendo en esto a su héroe Fox, se oponía firmemente; de las hazañas de Edward Pellew en el mar; de la ineptitud demostrada por el duque de York en Flandes; del reinado del terror en Lyon; de la escasez de trigo y los precios cada vez más elevados del estaño y el cobre. George despreciaba a los dos hombres con quienes estaba cenando, y la mayor parte del tiempo guardó silencio y se limitó a escuchar sus forcejeos verbales, el rezongo áspero de Choake; la voz de tenor de Chynoweth. Durante un momento se sintió un poco menos ansioso. Elizabeth se había dado un golpe, y eso era todo. Pero no debía mostrarse tan irresponsablemente descuidada. Últimamente, a menudo había ejecutado actos que a juicio de George eran temerarios, actitudes atrevidas en momentos en que llevaba su preciosa carga, el primer fruto del matrimonio. Era comprensible que se mostrase deprimida, temperamental, que tuviese el llanto fácil. Pero no era natural que arriesgase la vida tratando de montar un caballo que había permanecido demasiado tiempo en el establo y en el mejor de los casos no merecía la más mínima confianza. No era natural que pretendiese acomodar libros pesados en un estante alto. No era natural que…
Era una faceta distinta de su personalidad. George siempre estaba descubriendo nuevas facetas en el carácter de su esposa; algunas lo fascinaban, y otras, como esta, lo inquietaban. Desde el momento en que la había conocido, muchos años antes, siempre la había deseado; pero quizá la había deseado más bien como un coleccionista, como un conocedor desea la obra de arte más bella que ha visto jamás. Después del matrimonio, poseerla había determinado que se familiarizase con su imagen, pero no había disminuido la atracción. Por el contrario, podía decirse que por primera vez la conocía. Si en el carácter de George existía la posibilidad de amar realmente, cabía decir que amaba a su esposa.
Como una piedra arrojada a un estanque, un criado vino a interrumpir estas serenas reflexiones, y con su presencia suspendió la inútil charla de los dos viejos estúpidos. El ama había despertado y sufría mucho.
El doctor Behenna llegó a medianoche, después de dejar a los pacientes de Truro en las manos poco expertas de su ayudante. Choake no ofreció retirarse, y George no opuso objeciones. Sus honorarios carecían de importancia.
Daniel Behenna era un hombre joven, pues aún no había cumplido los cuarenta; un individuo robusto, de escasa estatura y carácter autoritario. Había llegado a Truro apenas unos años antes. George Warleggan era bastante buen juez de las personas, y percibió que la amplia demanda de los servicios del doctor Behenna en Truro y sus alrededores, podía ser, por lo menos en parte, cuestión de personalidad y trato. En definitiva, había alcanzado algunos éxitos sorprendentes con sus nuevos métodos, y sobre todo había estudiado partos bajo la dirección de uno de los más distinguidos médicos londinenses. Parecía más aceptable que cualquiera de los médicos residentes en toda la región.
Después de un breve examen de la paciente, salió y explicó a George que los dolores de la señora Warleggan ciertamente correspondían al comienzo del parto. Afirmó que los dolores eran «erráticos», pero por lo demás podían considerarse normales. Sin duda, el niño sería prematuro, pero aún vivía. La señora Warleggan soportaba bien los dolores, y aunque era evidente que ahora se corría más riesgo, él tenía buenas razones para confiar en un buen resultado.
Al final de la mañana del día siguiente, cuando la ansiedad de George era más intensa, aparecieron sus padres, que casi habían destrozado el carruaje en la travesía por los caminos invernales. Estaban en la ciudad cuando supieron la noticia. Nicholas Warleggan dijo que habían creído su obligación acompañarlo en momentos así. Al margen de unas pocas habitaciones espléndidas, destinadas a recibir, Trenwith no era una casa espaciosa, juzgada según las normas isabelinas, y los dormitorios anexos eran pequeños y oscuros. George se mostró apenas cortés con sus padres, y los despachó con un criado, para que se instalaran como pudieran en una habitación fría.
Elizabeth continuó soportando intensos dolores espasmódicos, aunque con prolongados intervalos; y la presentación, dijo el doctor Behenna, si bien normal, era excesivamente lenta. A las cinco tomó el té con la familia, y citó a Galeno, a Sócrates y a Simón de Atenas. Según afirmó, ya había comenzado la tercera etapa del embarazo, pero si en poco tiempo más no había tal desenlace, él había decidido utilizar fórceps, pues afirmó que la irritación misma provocada por los instrumentos colocados al niño probablemente estimularía los dolores del parto y provocaría un nacimiento natural.
Pero la providencia estaba del lado de la madre, y a las seis los dolores comenzaron a ser más frecuentes sin necesidad de estímulo. A las ocho y cuarto dio a luz un varón, vivo y sano. En ese momento había eclipse total de luna.
Poco después se permitió a George ver a su esposa y al hijo. Elizabeth yacía en el lecho como un ángel con las alas cortadas, los cabellos rubios reposando sobre la almohada, el rostro inerte y muy pálido, pero los ojos —por primera vez en varias semanas— ahora sonreían. Sólo entonces George comprendió cuánto se había prolongado esa situación. Se inclinó y besó la frente húmeda de Elizabeth y después fue a espiar el hálito de humanidad que yacía en su cuna con el rostro rojizo y el cuerpo envuelto como una momia. Su hijo. La fortuna cuyos cimientos había levantado Nicholas Warleggan treinta y cinco años antes, cuando comenzó a fundir estaño en el valle de Idless, se había desarrollado y multiplicado, y ahora incluía intereses comerciales, mineros y bancarios que se extendían hasta Plymouth y Barnstaple. Durante los últimos diez años George había sido responsable de gran parte de la expansión ulterior, y si sobrevivía a los azares de la infancia, el niño nacido hoy heredaría todo.
George sabía bien que su matrimonio con Elizabeth Poldark había sido una gran decepción para sus padres. Nicholas había desposado a Mary Lashbrook, hija de un industrial, una joven provista de dote pero carente de educación, un hecho que aun ahora se manifestaba claramente; pero ambos habían alimentado ambiciones muy distintas para su hijo. Él había tenido educación y dinero, él podía alternar en círculos en los cuales Nicholas el joven nunca había podido entrar, y que tampoco se le abrían incluso ahora. Solían invitar a jóvenes ricas y elegibles a su propiedad rural de Cardew; se habían expuesto a desaires ofreciendo fiestas a los nobles y a las personas bien vinculadas en su casa de Truro. Habían formulado preguntas y esperado con ansiedad que George mencionara el nombre apropiado, y estaban seguros de que en definitiva daría el paso que ellos deseaban. George prestaba mucha atención a su propio progreso en sociedad. Un título habría cambiado muchas cosas. Incluso si era un título poco importante. «El señor George y la honorable señora Mary Warleggan». Qué bien habría sonado eso. En cambio, después de permanecer soltero hasta los treinta años, sin duda la edad de la discreción para un hombre que se había mostrado discreto incluso de joven y que ahora era un individuo astuto, calculador e inteligente, con todo su pensamiento concentrado en la conquista del poder y el progreso social, había decidido desposar a la frágil y empobrecida viuda de Francis Poldark.
Naturalmente, no podía ignorarse que el linaje de Elizabeth era impecablemente antiguo, y gozaba de considerable prestigio en el condado. En el siglo IX un miembro de la familia, John Trevelizek, había cedido un tercio de su tierra al hijo menor, quien adoptó el nombre de Chynoweth, es decir, Nueva Casa. El hijo mayor había muerto sin dejar descendencia; y todo había pasado a manos del menor. El primer Chynoweth conocido había muerto en el año 889. Y era dudoso que ni siquiera el Rey de Inglaterra pudiese remontar sus antecedentes a una época tan lejana. Pero George conocía la opinión de su padre. Ese linaje estaba agotado: bastaba mirar a los padres de Elizabeth para comprenderlo. Y a pesar de tan antigua estirpe, los Chynoweth nunca habían hecho mucho más que sobrevivir. Jamás se habían distinguido, y ni siquiera habían elegido la única alternativa meritoria de la mediocridad, es decir, el matrimonio adinerado. Quien más se había aproximado a la eminencia era un antepasado que había sido escudero de Piers Gaveston, y en general, no podía decirse que esa función implicase una recomendación notable. Aunque siempre habían mantenido relaciones con las grandes familias de Cornwall, nunca habían tenido nexos personales o familiares con ellas. Pero Elizabeth era bella, y nunca había parecido tan hermosa como ahora. Visitada a intervalos discretos por sus diferentes parientes y amigos, se la veía tan atractiva, tan frágil y tan inmune al desgaste de la vida, como si hubiera tenido no treinta sino veinte años, y como si ese hubiera sido su primer matrimonio y su primer embarazo, no el segundo.
Entre los primeros visitantes de Elizabeth se contó por supuesto su suegro, y después de besar a la nuera, preguntar por su condición y admirar a su nieto, Nicholas Warleggan cerró tras de sí la pesada puerta de roble del dormitorio, descendió con cuidado los cinco peldaños casi fatales, y caminó con paso pesado por el corredor de crujientes tablas, en dirección a la escalera principal y al gran vestíbulo con sus ventanas. Quizá, pensó, no debía sentirse demasiado satisfecho. Por lo menos, ahora tenía la sucesión que tanto había deseado. Su nuera había hecho todo lo que podía pedírsele. Y tal vez ahora los Warleggan ya no necesitaran, y en el futuro necesitarían aún menos, contar con importantes vínculos familiares. No necesitaban cortejar a las familias nobles de Cornwall: estas muy pronto se alegrarían de aceptarlos. Estaban bien afirmados en su propio derecho. El matrimonio de George con Elizabeth ya comenzaba a demostrar sus ventajas —pues no cabía duda de que Elizabeth era uno de ellos— y era posible que en definitiva obtuviesen un título apelando a otros medios: una banca en el Parlamento, importantes donaciones de dinero a algunos electores de los burgos… La guerra sin duda facilitaría las cosas. Los intermediarios que acumulaban y comercializaban artículos no podían dejar de prosperar. Habría una demanda cada vez más intensa de facilidades bancarias. La última semana el precio del estaño había aumentado cinco libras esterlinas la tonelada.
Cuando llegó al último peldaño, Nicholas Warleggan estaba pensando que, como una suerte de agregado a su linaje patricio, Elizabeth había incorporado esa casa al dominio de la familia, la casa de los Poldark, iniciada en 1509, inconclusa hasta 1531, y después apenas modificada hasta que George había ordenado se realizaran las reparaciones y renovaciones del verano último.
Los vueltas de la vida determinaban extraños resultados. Nicholas había visitado la casa por primera vez once años antes, con motivo de la recepción y el banquete ofrecidos después del matrimonio de Elizabeth Chynoweth con el hijo de la casa. Entonces, aunque bastante empobrecidos, los Poldark parecían tan seguros en su dominio del lugar como lo habían estado durante los cien años anteriores, tal como había sido el caso de los Trenwith durante el siglo y medio precedente. Vivía el viejo Charles William, eructante y estertoroso, y pese a todo un hombre bastante activo, jefe de la familia, del distrito, del clan; cuando llegase el momento debía sucederle Francis, un joven y viril hombre de veintidós años… ¿quién habría de adivinar entonces que le esperaba una muerte prematura? Y estaba Verity, la hermana de Francis, una cosita fea que después había hecho un matrimonio desventajoso y que vivía ahora en Falmouth; y además, los primos: William Alfred, el clérigo delgado y santurrón, y sus hijos, que ahora vivían en Devon. Y Ross Poldark, que lamentablemente aún estaba en la región, y según se sabía prosperaba, aún no había caído al pozo de la mina, no lo habían encarcelado por deudas ni desterrado por provocar desórdenes, pese a que bien lo merecía. A veces, contra la razón y el derecho, los perversos y los arrogantes prosperaban.
Cuando Nicholas Warleggan se acercó a la espléndida ventana uno de los nuevos lacayos de George se acercó para despabilar las velas encendidas poco antes. Aún era día, y el cielo formaba un fondo rígido a las manchas amarillas de las velas. Todo el mes el tiempo había sido benigno, y lo mismo podía decirse en general del invierno —un hecho afortunado para la gente pobre, aunque no para la salud general. Según afirmaban, las densas nubes eran vehículos de la gripe, que se difundían aun más a causa de la humedad; se necesitaba un golpe de frío para limpiar la atmósfera.
El fuego chisporroteó, comenzando a consumir la madera nueva distribuida alrededor del macizo tronco de olmo que habían traído la víspera. El lacayo concluyó su tarea y salió en silencio, dejando solo a Nicholas Warleggan. Aquella vez, la primera vez, once años atrás, en ese magnífico vestíbulo no reinaba el silencio, ni mucho menos. Recordó cuánta envidia había sentido entonces de esa casa. Poco después había comprado una residencia doblemente espaciosa, Cardew, en dirección a la otra costa, con su propio parque habitado por ciervos, todo a la moda paladiense y terminado en el estilo más moderno. Comparada con esa casa, Trenwith tenía un carácter provinciano y anticuado. En su interior, la mampostería estaba a la vista por doquier, en los dormitorios había exceso de paneles de roble oscuro, muchas tablas del piso crujían y algunas estaban agusanadas, los retretes hedían y eran anticuados comparados con las chaises-percées de Cardew, las ventanas de los dormitorios encajaban mal y dejaban entrar corrientes de aire. Pero tenía estilo. Sin hablar de la satisfacción derivada del hecho de que la casa siempre había pertenecido a los Poldark.
Nicholas recordó también que en esa boda le habían llamado la atención el rostro ceniciento y espectral del joven Ross Poldark. George ya conocía a Ross, pero era la primera vez que Nicholas veía a ese individuo; y se había preguntado cuál era la causa de su mirada hostil, los ojos entornados y la expresión tensa del rostro, con esa cicatriz que lo desfiguraba, hasta que George le explicó la situación. A lo que parecía, todos habían deseado a Elizabeth: Ross, Francis y George. Ross había creído que tenía más derecho, pero Francis lo había desplazado mientras su primo estaba en América. Tres jóvenes tontos enfrentados, y todo por un rostro bonito. ¿Qué tenía esa joven que la hacía tan deseable? Nicholas se encogió de hombros y tomó un atizador para remover el fuego. Imaginaba que esa delicadeza, la fragilidad, ese aire etéreo; todos los hombres deseaban mimar, proteger, representar el papel del fuerte guerrero que defiende a la mujer bella e impotente, posibles Lancelot en busca de una Guinevere. ¡Era extraño que su propio hijo, tan equilibrado y lógico, y en muchos sentidos excesivamente calculador, hubiera sido uno de ellos!
Mientras removía el fuego, uno de los leños más pequeños cayó ruidosamente, ardiendo luminoso y humeando por un extremo, y Nicholas se agachó para tomar las tenazas. En el mismo instante algo se movió en el sillón, jal lado del fuego. Nicholas se enderezó bruscamente y soltó el atizador. El sillón estaba en la penumbra, pero ahora pudo ver que alguien lo ocupaba.
—¿Quién es? —dijo una voz aguda, asexuada a causa de la edad—. ¿Eres tú, Charles? Esos condenados sirvientes…
Agatha Poldark. Además del pequeño Geoffrey Charles, hijo del primer matrimonio de Elizabeth y a quien apenas podía tenerse en cuenta, Agatha era la única Poldark que quedaba en la casa. Para todos los Warleggan era una afrenta. Un espectral manojo de cartílago y hueso que debía haber muerto mucho antes. Y ahora incluso olía a tumba, pero a pesar de todo un espíritu vital la impulsaba. Mary, esposa de Nicholas, y una mujer que con gran fastidio de toda la familia alimentaba las más variadas supersticiones, miraba a la anciana dama con auténtico temor, como si la hubiese creído animada por los fantasmas hostiles de generaciones de Poldark muertos hacía mucho tiempo, que miraban con malos ojos a los intrusos. En esta casa, Agatha era la mancha en la seda, la mosca en el aceite, la piedra con la cual más tarde o más temprano todos tropezaban y a causa de la cual caían. Decíase que en agosto cumpliría noventa y nueve años. Aproximadamente un año antes había parecido que ya no podría abandonar el lecho, de modo que en el peor de los casos podía ser ignorada discretamente por todos, excepto la criada que debía encargarse de cuidarla; pero después del matrimonio de Elizabeth, y sobre todo cuando supo que estaba en camino un nuevo hijo, había recuperado una chispa de vitalidad combativa, y ahora se la solía encontrar en distintos lugares de la casa en los momentos menos oportunos.
—Oh, es el padre de George… —Una lágrima brotó de sus ojos, cayó en la arruga más próxima y comenzó a descender lentamente hasta el mentón peludo. No era un signo de emoción—. Ya ha ido a ver al niño, ¿verdad? Una cosita bastante pequeña. Un Chynoweth de la cabeza a los pies.
Un gatito negro se movió en su regazo. Era Smollett, a quien la anciana había encontrado pocos meses antes y había convertido en su mascota predilecta. Ahora eran inseparables. Agatha nunca hacía nada sin el gato, y Smollett, con su lengua roja y sus ojos amarillos, casi nunca abandonaba a su ama.
Nicholas sabía que Agatha había dicho eso sólo para fastidiarle, y pese a todo se sintió irritado. Lo molestó aún más el hecho de que no podía contestarle apropiadamente, pues la anciana estaba muy sorda, y a menos que uno le gritase al oído —y esa proximidad era ofensiva— era imposible comunicarse. De manera que ella podía formular una observación insultante tras otra sin temor a la contradicción. George le había dicho que el único modo de molestarle era darle la espalda y alejarse mientras ella estaba hablando; pero Nicholas no estaba dispuesto a permitir que esa vieja repulsiva lo alejara del fuego.
Devolvió el leño al hogar, pero lo hizo torpemente, de modo que por un extremo se levantó al aire una delgada espiral de humo. Habría llamado a un sirviente para que remediase la situación, pero permitió que el leño humease con la esperanza de que el humo irritara el pecho de Agatha.
—Ese cirujano —dijo Agatha—, es un gran estúpido… atar de ese modo a la pobrecita para combatir las convulsiones. Hay mejores modos de proteger de las convulsiones. Si hubiese podido hacer mi voluntad, yo la habría soltado.
—Usted no puede hacer su voluntad —afirmó el señor Warleggan.
—¿Eh, cómo? ¿Qué está diciendo? ¡Hable más alto!
Nicholas Warleggan habría podido gritar algo como respuesta, pero se abrió una puerta y entró George. A veces, quizá sobre todo cuando no había otras personas y por lo tanto ambos se mostraban más tranquilos, la semejanza entre el padre y el hijo era muy visible. Aunque un poco más bajo que su alto padre, George tenía el mismo cuerpo robusto, el mismo cuello grueso, el mismo andar medido. En su estilo formidable, ambos eran hombres apuestos. El rostro de George era más ancho, y el labio inferior le sobresalía un poco en el medio, tenía pequeñas prominencias en la frente, entre las cejas; de haberse cortado los cabellos formando rizos cortos, se habría parecido al emperador Vespasiano.
—Hermoso espectáculo —dijo, mientras se acercaba al fuego—. Mi propio padre conversando con la auténtica Bruja de Endor. ¿Qué te parece? «Vi a los Dioses brotando de la tierra. Se acercó un viejo, cubierto con un manto».
El señor Warleggan se decidió a soltar el atizador.
—Que tu madre no te oiga hablar así. No le agrada lo sobrenatural, ni siquiera en broma.
—No estoy muy seguro de que sea en broma —afirmó George—. En otros tiempos se habría asegurado mediante el agua o el fuego el fin de este viejo y putrefacto esqueleto. No tendríamos que soportarlo en un hogar civilizado.
Con gran placer de Agatha, el gatito había enarcado el lomo y bufado a George.
—Bien, George —dijo Agatha—, supongo que te sientes más hombre ahora que eres padre de un mocoso de ocho meses. ¿Cómo lo llamarás, eh? Con todos esos reyes, hay muchos George por ahí. Recuerdo el tiempo… —Tosió—. El fuego humea. Él señor Warleggan desordenó los leños.
—En tu lugar, ordenaría que encerrasen en su habitación a esta criatura —dijo Nicholas—. Debería prohibírsele salir.
—En mi lugar —dijo George—, mañana mismo la arrojaría al pozo ciego… y quizás a otros con ella.
—Y bien, ¿quién te lo impide? —preguntó Nicholas, a pesar de que conocía muy bien la respuesta.
George lo miró reflexivamente.
—Me lo impide el hecho de que ya me apoderé de la ciudad que deseaba ocupar. Una vez conquistada la ciudadela, las mazmorras pueden esperar.
—Deberías llamarle Robert —dijo la voz aguda que venía del sillón—. Como se llamaba el jorobado. El primero de ese nombre en la historia. O Ross, ¿qué te parece Ross? —El estornudo que siguió pudo ser consecuencia del humo, pero más probablemente era el resultado del viejo esqueleto tratando de emitir una risa maliciosa.
George le volvió la espalda, caminó hacia la ventana y miró el campo. Aunque el aire estaba tibio cerca del fuego, había corrientes frías apenas uno se alejaba del hogar.
—Confío —dijo George— en que esta vieja criatura se convierta muy pronto en un enorme tumor y estalle.
—Amén… Pero, George, a propósito de los nombres. Imagino que tú y Elizabeth habréis pensado en ello. En la familia tenemos algunos nombres muy apropiados…
—Ya lo decidí. Lo decidí antes de que naciera el niño.
—¿Antes de que naciera? ¿Cómo es posible? ¿Y si hubiera sido una niña?
—El accidente de Elizabeth —dijo George—. Pudo haber sido fatal para la madre y el niño, pero ahora que ambos están bien pienso que es una clara señal del destino… como si la Providencia estuviera señalando un momento, un lugar y una fecha. Con respecto a la fecha, apenas supe que el niño nacería hoy, elegí el nombre. Si hubiera sido una niña, habría servido igual.
El señor Warleggan esperó.
—En fin, ¿cuál es?
—Valentine.
—O Joshua —dijo la tía Agatha—. Por lo que sé, en la familia tuvimos tres, aunque el último fue un muchacho realmente perverso.
Nicholas miró esperanzado cómo el delgado hilo de humo del fuego se enroscaba alrededor del sillón de la anciana.
—Valentine. Valentine Warleggan. Suena bien, y es fácil pronunciarlo. Pero el nombre no aparece en ninguna de las dos familias.
—Mi hijo será diferente de todo lo que hubo en cualquiera de las dos familias. No es necesario que la historia se repita.
—Sí, sí. Preguntaré la opinión de tu madre. ¿Elizabeth lo acepta?
—Elizabeth aún no lo sabe.
Nicholas enarcó el ceño.
—Pero ¿estás seguro de que le agradará?
—Así es. Concordamos en muchas cosas, muchas más que las que yo esperaba. Ella aceptará que esta unión, nuestro matrimonio, es un hecho especial —la nobleza más antigua y la más reciente— y que el fruto de la unión no debe mirar al pasado sino al futuro. Lo que necesitamos es un nombre completamente nuevo.
Nicholas tosió y se apartó del humo.
—George, no conseguirás desprenderte del apellido Warleggan.
—Padre, jamás he sentido el más mínimo deseo de abandonarlo. Es respetado… y temido.
—Como tú dices… Debemos fomentar el respeto, y disipar el temor.
—El tío Cary no aceptaría eso.
—Prestas excesiva atención a Cary. ¿Qué hablaste con él la semana pasada?
—Asuntos rutinarios. Pero, padre, creo que trazas una línea divisoria muy delgada entre el respeto y el miedo. Las dos cosas se parecen mucho. Es imposible separar los sentimientos que tienen matices tan semejantes.
—La probidad en los negocios fomenta el primero.
—¿Y la falta de probidad el segundo? No, vamos…
—Quizá no la falta de probidad, pero sí el abuso del poder. Ahora me dirás que estoy sermoneándote. Pero Cary y yo nunca hemos coincidido en esto. En fin, ¿qué nombre deseas que tenga tu hijo?
—El tuyo y el mío —dijo George con voz serena—. Ese será su nombre. Y así como yo caminé apoyándome en ti, él progresará apoyándose en mí.
Nicholas retornó al hogar y movió el leño humeante, de manera que el humo pudiese salir por la chimenea.
—Así está mejor, hijo mío —dijo Agatha, despertando del semisueño—. No querrás que el fuego dañe la madera del piso.
—¡Dios mío, creo que el hedor de esta vieja ha invadido toda la habitación! —Irritado, George se adelantó y tiró del cordón de la campanilla. El señor Warleggan continuó tosiendo. Pese a que estaba dispersándose, el humo le había invadido el pecho y no podía expulsarlo. Sin hablar, esperaban la llegada del criado.
—Llame a los hermanos Harry —dijo George.
—Sí, señor.
—Bebe un vaso de vino de Canarias —dijo George a su padre.
—Gracias. No tiene importancia…
Escupió sobre el hogar.
—Consuelda y regaliz —dijo la tía Agatha—. Tuve una hermana que murió de una enfermedad de los pulmones, y la consuelda y el regaliz eran las únicas sustancias que la calmaban.
Poco después Harry Harry apareció en la puerta, seguido por su hermano menor Tom.
—¿Señor?
—Lleve a su habitación a la señorita Poldark. —Ordenó George—. Desde allí llame a la señorita Pipe y dígale que la señorita Poldark no debe volver a bajar en todo el día.
Los dos hombres corpulentos trajeron una silla más pequeña y acomodaron en ella a la tía Agatha, que protestaba irritada. Sosteniendo contra su pecho al gatito asustado, la anciana graznaba:
—George, tu hijito está en un aprieto. Un niño nacido con luna negra rara vez es feliz. Por mi parte, sólo conocí a dos, y ambos tuvieron un mal fin.
El rostro de Nicholas Warleggan cobró un color púrpura. Su hijo se acercó a la mesa, se sirvió vino en un vaso y con un gesto impaciente volvió donde estaba su padre.
—No… es el humo. Oh, bien, quizás un trago me ayude.
—¡Elizabeth se enterará de lo que me hacen! —amenazó la tía Agatha—. Arrastrada fuera de mi propio vestíbulo como si fuese un montón de resaca… hace noventa años que vivo aquí. Noventa años… —Sus débiles quejas se perdieron tras la anchas espaldas de Tom Harry, mientras la subía por la escalera.
—Elizabeth hubiera debido dar a luz en Cardew —dijo el señor Warleggan entre toses y tragos—, de ese modo nos habríamos evitado estas molestias.
—No me parece impropio que nuestro primer hijo haya nacido aquí.
—Pero ¿es necesario que sigáis en esta casa? Quiero decir, ¿tiene que ser este el hogar de la familia?
Una expresión de fatiga se dibujó en el rostro de George.
—No sé qué decirte. Aún no lo hemos decidido. Como sabes, esta casa ha sido el hogar de Elizabeth. No me agrada la idea de venderla. Y tampoco me satisface mantenerla exclusivamente para comodidad de los Chynoweth y el recuerdo de los Poldark. Y como puedes ver, ya gasté bastante dinero en las reparaciones.
—En efecto. —Nicholas se secó los ojos y guardó el pañuelo. Miró a su hijo—. George, tienes que recordar que hay otro Poldark.
—¿Geoffrey Charles? Sí. No tengo nada contra él. Prometí a Elizabeth que su educación podría ser todo lo costosa que ella desease.
—No se trata sólo de eso. Es un niño muy pegado a las faldas de su madre. Espero que tu hijo —el recién nacido— distraiga a Elizabeth de su preocupación por Geoffrey Charles; pero parecería necesario…
—Padre, sé exactamente lo que parecería necesario. Otórgame la libertad de dirigir mi propio hogar.
—Disculpa. Sólo había pensado sugerir…
George miró hostil una mancha en el puño de la camisa. El asunto del futuro de Geoffrey Charles había sido uno de los pocos motivos de discusión con Elizabeth esos últimos meses.
—Geoffrey Charles tendrá una gobernanta.
—Ah… Bien… pero a la edad de diez años…
—Estará mejor con un tutor, o lejos de aquí. Concuerdo en ello. Una buena escuela de Londres. O en Bath. Pero todavía… no hemos podido arreglar eso.
—Ah.
Después de una pausa, mientras Nicholas procuraba interpretar el sentido de lo que acababa de oír, George agregó:
—Continuará aquí más o menos un año, por lo menos hasta que cumpla los once. Hemos hallado a una persona apropiada que se ocupará de él.
—¿Una persona de la región?
—De Bodmin. Sin duda, recuerdas al reverendo Hubert Chynoweth, el deán de Bodmin. Era primo de Jonathan.
—¿Falleció?
—El año pasado. Como todos los Chynoweth, carecía de fortuna y su familia no quedó en situación acomodada. La hija mayor tiene diecisiete años. Una muchacha muy gentil —como todos los Chynoweth— y ha recibido cierta educación. Elizabeth la verá con buenos ojos.
El señor Warleggan gruñó.
—Yo hubiera dicho que ya es suficiente el número de Chynoweth que tenemos en la casa. Pero si te parece bien… ¿Ya la conoces?
—Elizabeth la conoció cuando era niña. Pero tener como gobernanta a la hija de un deán no perjudicará nuestro prestigio social.
—Sí, comprendo. Y sabrá cómo comportarse. El problema es saber si podrá conseguir que el señorito Geoffrey Charles se comporte. Está muy malcriado y necesita una mano firme.
—A su debido tiempo la tendrá —dijo George—. Será un arreglo transitorio. Un experimento. Tendremos que ver cómo funciona.
El señor Warleggan se enjugó la frente con el pañuelo.
—Ahora que esa vieja se fue, desapareció mi tos. Mira, creo que ella quería que yo tosiera.
—Oh, tonterías.
—¿Qué fue eso… lo que dijo acerca del niño que había nacido con luna negra?
—El viernes hubo un eclipse, un eclipse total… a la hora en que nació. ¿No lo advertiste?
—No. Estaba demasiado preocupado en otras cosas.
—También yo. Pero el periódico de Sherborne lo mencionó. Además, me llamó la atención la conducta de los animales, y algunos criados estuvieron muy nerviosos.
—¿Bajará tu madre a cenar?
—Supongo que sí. Dentro de diez minutos nos sentaremos a la mesa.
—En ese caso… —Nicholas Warleggan se encogió de hombros, inquieto—. En tu lugar, no le mencionaría las tonterías que dijo esa vieja.
—No tengo intención de hacerlo.
—Bien, ya sabes cómo es… un tanto supersticiosa. Siempre prestó excesiva atención a los signos y los presagios. Es mejor no inquietarla con esas cosas.