19 de julio, lunes
Nuestro Humphrey Bogart en El cuarto poder, nuestro Marcello Mastroianni en La dolce vita, nuestro Gregory Peck en Vacaciones en Roma, nuestro Mel Gibson en El año que vivimos peligrosamente, nuestro Jack Lemmon en Primera plana, nuestro Michael Caine en El americano impasible, nuestro George Clooney en Buenas noches y buena suerte, nuestro adalid del periodismo de bandera, nuestro reportero apuesto, aguerrido, temerario, canalla, sexy, independiente, cínico, encantador, vividor, carroñero, pícaro, voraz, todo a la vez, nuestro gran Paco Luna, publicó esta mañana, en La Voz del Sur, un reportaje larguísimo, laborioso, enmarañado y destartalado, titulado LA POLICÍA RESUELVE EL CASO MENESES.
—El cabrón, de verdad sabía algo —dijo Felipe.
—Cariño —le dije—, no te fies de los que parecen tontos ni, mucho menos, de los que tienen la portañuela hinchada. Se meten algodón.
Un fraudulento y, según el humilde pero muy profesional cronista, enrevesado asunto de ingeniería financiera está, de acuerdo con fuentes policiales rigurosamente contrastadas por quien esto firma, detrás de la desaparición, hace casi tres meses, del conocido hombre de finanzas Javier Meneses, con residencia de verano habitual en la reputada y exclusiva urbanización sanluqueña Villa Horacia Village & Resort, entre cuyos distinguidos vecinos, pertenecientes la mayoría de ellos a la más alta sociedad gaditana, andaluza, nacional —incluyendo el País Vasco y Cataluña— e incluso internacional, causó honda consternación la, ahora totalmente descubierta, escapada del fugitivo. Porque, a pesar de los más negros presagios que han circulado por la acongojada y, repito, muy distinguida comunidad villahoraciana durante estos meses, presagios o teorías que incluían el adulterio y la escapada amorosa, el secuestro, la amnesia clínica, el accidente, con amnesia o sin ella, e incluso, y resulta estremecedor sólo escribirlo, el asesinato, finalmente se ha confirmado que Javier Meneses desapareció a causa de un complicado montaje —que este cronista confiesa humildemente no acertar a explicar en toda su aviesa y ramificada complejidad— de recepción de inversiones y desmesuradas y finalmente insostenibles rentabilidades, una especie de Pirámide de Madoff, a pequeña escala pero con consecuencias tanto o más escandalosas, y cuya principal víctima es, en este caso y al final del día, como dicen los ingleses, uno de los principales bancos del país, por razones que a este cronista se le escapan, dado que es extremadamente raro que un banco resulte víctima de algo.
—El reportaje de su vida —estaba claro que Felipe no encontraba mínimamente cómico aquel potaje de habichuelas con mermelada, como diría Carmeli—, Pilar tenía que saber algo. No se puede estar casada con un señor y no tener ni idea de algo así.
—Encanto, deja que disfrute. Nuestro reportero audaz, quiero decir.
—Si disfruta con esto, es que no disfruta con lo que tendría que disfrutar. Habrá que oír lo que dice su señora.
—Querida, las verdaderas señoras sabéis disfrutar de lo bueno de la vida, las que no lo somos sabemos disfrutar sólo de lo malo.
Como le dijo Felipe a Marita, expresándose divinamente, cuando ella le llamó muy excitada, el resto de la prensa daba información de la solución del caso Meneses en notas breves y, por lo general, de agencia. Para los periódicos de difusión nacional era un caso menor —Marita, siempre tan Judy Garland en El mago de Oz, no terminaba de estar de acuerdo—, apenas una anécdota, con la que ha caído y sigue cayendo en la economía mundial y española, de consecuencias fastidiosas para un puñado de incautos o de adinerados, ajenos a su círculo y que, por lo que cabía deducir, le habían confiado a Meneses cantidades no excesivamente abultadas que él había manejado con el rigor de un prestamista de tercera. Un banco de primera fila había servido, al parecer, de soporte más o menos voluntario al chanchullo, y había sido el más interesado en que la policía llevara la investigación con la mayor discreción posible. La prensa debía de haber adivinado la verdad desde el primer momento —insistía Felipe, y Marita dijo, muy suya, que la prensa es muy cantamañanas, aunque no lo repetiría muy alto porque, después de todo, le daba para entretenerse y para caprichos—, de ahí tanta desgana de los periodistas al dar cuenta del desenlace, y que Paco Luna, aunque escribiese como una monja descarriada, insinuaba problemas de más calado. ¿Paco Luna?, preguntó Marita, ¿qué tiene que ver ahora Paco Luna en todo esto?, y Felipe le preguntó si no había leído su reportaje en La Voz del Sur, y ella le contestó que no, que dónde estaba, que se le habría pasado, que volvería a mirar el periódico de pe a pa, y Felipe le aclaró que ocupaba una doble página entera y le advirtió que estaba escrito como el manto de una Virgen de Jueves Santo, como decía Carmeli cuando se refería a algo muy retorcido y con mucha filigrana y mucho desatino, que a ella, por cierto, también le daban ardores de estómago las saetas y las bandas de las procesiones de Semana Santa, así que lo suyo tenía que ser nervios del oído, que lo de los ardores por haber votado una vez al PP sería la excepción que confirma la regla, pero que, dijo Felipe, si se leía entre líneas y separando el grano de la paja, el reportaje de Paco Luna tenía dinamita enterrada, porque Paco Luna escribía que las completamente fiables fuentes policiales antedichas, administrando con cuentagotas la información suministrada a este modesto pero honrado cronista local, daban a entender que las ramificaciones de la fraudulenta operación podrían alcanzar a las más altas esferas financieras, empresariales y sociales, incluidas las más altas esferas aristocráticas, del Estado español, Cataluña y el País Vasco también incluidos, y que, en otro orden de cosas, la actual mujer del presunto imputado, Pilar Ordóñez, y el hijo de su primera esposa, Borja Meneses Rodenas, de los y las Rodenas propietarios de una importante y prestigiada firma de embutidos selectos, habían sido objeto de un cuidadoso y discretísimo seguimiento que había arrojado decisiva luz sobre el caso.
—Creo que Pilar no está en Los Zagalejos —dijo Felipe—. Creo que se ha ido.
—¿De veras? ¿Cómo te has dado cuenta? ¿Cuándo? —Marita parecía dispuesta a salir corriendo y comprobarlo con sus propios ojos.
—Esta mañana no ha recogido el pan. El panadero la ha esperado un rato, y luego se lo ha dejado en una bolsa enganchada en la cancela. Me ha dicho que a veces lo hace, cuando ella no está.
—¿Cuándo la viste por última vez?
—Ayer por la tarde. Merendamos juntos.
—¿Dónde? ¿En tu casa? ¿En la suya? Porque ella no vendría contigo, ni con nadie, a la cafetería del club social ni loca. No puedo creer que ahora vengan la policía y Paco Luna a estropear el comienzo de ese idilio.
—No desbarres, Marita, pareces Mae West.
—No desbarres tú, cariño, y ten cuidado con las comparaciones, mi amor, sé perfectamente quién era Mae West, una gorda deslenguada y ordinariota de los tiempos del cine mudo, o medio mudo.
«Muda te vas a quedar tú como me ponga deslenguada y ordinariota a tu costa, cariño, delante de todo el mundo», dije yo, «y a ver si afinas, darling: lo de este y esa era sólo el principio de una hermosa amistad, por razones obvias, que yo tengo para todos».
—De acuerdo, perdona, Marita —claudicó Felipe—, dejemos a Mae West en paz, por la cuenta que nos trae.
Marita dijo que se ponía enseguida con el reportaje de Paco Luna y que luego le llamaría otra vez, para comentar la situación, pero no lo ha hecho. La que sí trajo noticias fue Carmeli. No dio ni los buenos días.
—Algo ha pasado ahí enfrente —y señaló Los Zagalejos. Desde la puerta, ella y Felipe vieron cómo Marelisa abría con sus llaves la cancela, recogía la bolsa del pan y el periódico tirado en el césped, avanzaba mirando a izquierda y derecha, inquieta, por el camino de piedra hasta el porche de la casa, pegaba la cara al cristal del ventanal del salón, como temiéndose encontrar en el interior alguna sorpresa desagradable, y por fin se decidía a abrir la puerta, aunque luego no la cerró, la dejó medio abierta, quizás por si tenía que salir corriendo.
—¿Has venido con ella en el autobús? —mi hombre es listo.
—Sí, hijo. Me ha dicho que anoche la llamó su señora, muy nerviosa, y le dijo que viniese esta mañana, que dejara todo limpio y ordenado, que le había dejado el dinero del mes completo en la encimera de la cocina, y que se quedase con las llaves, que ya mandaría un mensajero de esos que hay ahora a recogerlas a su casa, que hay que ver lo desconfiada que es la señora, dice la pobre, dolida, y que no tenía que volver hasta que ella la llamase.
Marelisa salió y cerró la puerta.
—Se ha asegurado de que en la casa no hay nadie —dijo mi hombre, un poco encogido de ánimo, pero tan espabilado como siempre.
«Lo mismo pensaba Joan Fontaine cuando llegaba a Manderley, porque el servicio no cuenta, y había que ver la que organizaba el ama de llaves con el fantasma de la difunta Rebeca, por en medio todo el rato», dije yo.
Luego, Felipe dejó a Carmeli leer por encima el artículo de Paco Luna, pero ella, que tropezaba un poco con las frases que iba leyendo, de una manera que a mí me recordó a Marilyn caminando con aquel vestido rojo y ceñido en Niágara, se cansó pronto y le pidió que le hiciera un resumen. Felipe se lo extractó todo la mar de bien, y terminó con lo que Paco Luna aventuraba como gran traca final de su exhaustiva aunque plagada de dificultades investigación, y el cronista alejado de los grandes centros donde se cuecen las grandes exclusivas, pero íntegro y trabajador, poniendo como garantía su rocosa y experimentada profesionalidad, podía asegurar a sus lectores que el desaparecido Javier Meneses se encontraba en realidad, en estos momentos, en algún país caribeño o, quizás, en las islas Seychelles, un paraíso, en ambos casos, de gran lujo y seguridad, incluso aunque Interpol tomase cartas en el asunto, a petición expresa de la policía española, y donde presuntamente irán en breve a reunirse con él, siempre que la policía nacional o Interpol no lo impidan, su actual esposa y el hijo que tuvo con María Dolores Rodenas, de quien se divorció en 2005, fecha que podría ser clave a la hora de derivar otras responsabilidades añadidas, eventualidad que este simple cronista se atreve a sugerir, siempre desde la humildad de un profano en leyes, una humildad de garabato, como dijo Carmeli.
Felipe estaba decidido a moverse sólo lo imprescindible de la butaca desde la que podía vigilar en todo momento lo que ocurría en Los Zagalejos, pero no con la pierna escayolada, como Jimmy Stewart en La ventana indiscreta, sino conmigo pachucha, aunque animosa, y con los sofocos provocados por el decapeptyl. En realidad, no ha pasado nada en todo el día, sudores aparte. Hubo un momento en que estuvo a punto de caer en la tentación de salir, ir al club social, verse con Marita, llamar a Gertrude Stein y Alice B. Toklas y quedar con ellos a tomar el vermú, el lunch, el té, porque Leoncio y André daban la impresión de saber todo lo que ocurría en Villa Horacia, o convocar a sus loros de bridge y champán, seguro que entre todos tenían ocurrencias aprovechables entre montones de ocurrencias disparatadas, como no me mueva un poco, cariño, mis muchachos pensarán que estoy disecada, como Nefertiti, le decía yo, o congelada como Walt Disney, en espera de que inventen la pastilla para la resurrección, pero acabó levantándose, a toda prisa, sólo para ir al baño cuando ya pensaba que no podía aguantar más, y enseguida terminó como la Fontaine, otra vez la Fontaine, en Sospecha, teniendo dudas de todo. Se te acabará poniendo cara de remilgada en apuros, le dije, esa carita que tan bien se le daba a la brujita bocasucia de Joan. Él, como siempre que se queda demasiado tiempo sentado, entraba de buenas a primeras en semitránsito, como dice Carmeli, y entonces, como en un mal sueño, empezaba a darle vueltas a lo que le parecía que no encajaba, ¿desde qué teléfono había llamado Pilar a Marelisa, si tan convencida estaba de tenerlos todos intervenidos?, menuda manera de dar el cante, ¿por qué hablaba Paco Luna, en su memorable pieza, del Caribe y las Seychelles, por muy bien que Paco Luna estuviese informado gracias a su rocosa profesionalidad, si del Caribe y las Seychelles sólo le había hablado yo, Mae West, a Felipe, en secreto?, porque los chicos malos van a todas partes, le dije, y es verdad que se lo había dicho en el Jamaica, el chiringuito de la playa de Las Piletas, durante el tapeo con los Castells y Gertrude Stein y Alice B. Toklas, después del funeral por Gonzalo Aresu, pero sin que me oyese nadie más que él, Felipe, y sobre todo, ¿en qué había estado pensando Investigaciones Hernando, trabajase para quien trabajase, para que los dos, Pilar y Borja, se le escapasen vivos?, ¿o es que era una estrategia para seguirles y que acabaran conduciéndole a Javier Meneses? Esto último sí que podía intentar aclararlo, seguramente sin resultado alguno.
Buscó la tarjeta que le había dejado el tipo que se parecía al joven Russell Crowe y llamó.
—Dígame —contestó una voz apagada, cansina, sexy. Era su voz.
—¿Investigaciones Hernando?
—Sí, dígame.
—Soy Felipe Bonasera.
Tras casi un minuto de silencio —y yo me imaginé que se había incorporado en su sillón de ruedas tapizado en cuero ya muy gastado, se había aflojado un poco más la corbata, se había arremangado las mangas de la camisa por encima de los codos, los había apoyado en el escritorio abarrotado de carpetas descoloridas, había encendido un cigarrillo—, Investigaciones Hernando dijo:
—Mucho gusto —se notaba, en la manera de decirlo, que estaba sonriendo con sorna—. ¿Puedo ayudarle en algo?
—Sí. ¿Qué sabe del caso Meneses? —mi hombre es capaz de preguntar con tacto una cosa así, es una facultad que se adquiere en el palacio de Santa Cruz, entre las paredes de los despachos alfombrados y ensombrecidos, en las conversaciones amortiguadas y distendidas de los funcionarios de ida y vuelta de la carrera diplomática.
—Lo que he leído esta mañana en los periódicos.
—¿Y sigue sin poder decirme para quién ha estado trabajando?
—Sabe que es estrictamente confidencial.
—¿Para el banco afectado, para la policía, para algún damnificado particular?
—Lo siento.
—¿Sabe dónde pueden estar Pilar Ordóñez y el chico?
—Creo que no. Y si lo supiera no se lo diría.
—Tiene razón. Yo tampoco se lo diría a usted.
—Ni a la policía, ¿verdad? Sería usted un encubridor en toda regla.
Felipe pensó que en esa frase de Investigaciones Hernando había información que debería procesar.
—¿Tampoco puede decirme si ella estaba al tanto de todo eso?
Ahora era Investigaciones Hernando el que daba la impresión de pensárselo un instante.
—Creo que ella no sabía nada, o no lo sabía todo, pero si estuviera seguro de eso, o de lo contrario, tampoco podría decírselo.
—¿Y el chico?
Investigaciones Hernando se rio como se ríen los tipos duros cuando se permiten, pese a todos los esfuerzos de las chicas como yo, ablandarse un poco.
—Me cae usted bien, Felipe —dijo, sin dejar de sonreír—, así que le daré una pista. Me consta que usted mismo adivinó algo. Los periódicos que alguien dejaba, enrollados, en la verja de El Samaritano, ese chalé que hay cerca del mirador de la calle Lubricán. Piénselo.
Felipe trató de procesar esa información a toda prisa.
—¿Un sistema para comunicarse con Borja? No le creo. Demasiado artesanal, en estos tiempos de tecnologías tan sofisticadas. Algo así sólo podría ocurrírsele a alguien como yo.
—Piénselo.
—Lo haré.
—Usted tiene el teléfono del muchacho, vi cómo se lo daba. No le llame. Está todo el tiempo desconectado o fuera de cobertura. A mí, llámeme cuando quiera.
Carmeli se había permitido seguir la conversación, adivinando las respuestas del chico que se parecía a Russell Crowe, e hizo un gesto de fastidio que no se sabía a quién iba dirigido, si a Investigaciones Hernando o a Felipe. «Como interrogador era un desastre», le dije a Felipe, cuando colgó, después de una despedida más tristona que fría por su parte, «cualquiera diría que también a ti te pasa como a Pilar y a Pirko, cuando te quedas solo».
—Debería hacer un cursillo en la policía judicial —le dijo a Carmeli, y por el tono en que lo dijo se diría que se había equivocado de carrera y había fracasado en la vida.
—¿Y eso qué es?
—Los policías que investigan a los sospechosos e interrogan a los detenidos.
—Eres demasiado buenagente para dedicarte a eso —dijo ella, y, para sobresalto de Felipe, se inclinó sobre él y le besó en la frente—. No me gusta verte tristón.
«Te faltan recursos, Gloria Mundi», le dije yo a Felipe. «Una vez vino a interrogarme un sicario del desgraciado de Edgar Hoover, el que inventó el FBI y perseguía a los comunistas. Era un jovenzuelo de Colorado, una auténtica montaña rocosa lo cogieras por donde lo cogieses, y yo lo cogí por lo más rocoso que encontré, y el angelito acabó confesando, como un corderito, que era el mejor interrogatorio que le habían hecho en su vida».
Conseguí que se riera un poco para sus adentros. Conseguí que se levantase, que se preparase una cena temprana y fría bastante refinada, en gran parte enlatado de calidad —melva de almadraba, espárragos navarros, un huevo cocido, un poco de piriñaca que había sobrado del almuerzo y que Carmeli había guardado en un tupperware, dos cogollitos de lechuga bien picaditos, y aceite de oliva virgen y vinagre de módena al gusto del comensal—, y en cuanto terminó y se sirvió un poleo menta, se mordió el labio inferior, que es un gesto que yo conozco bien y que él hace cuando ha decidido algo que está seguro de que le conviene, y dijo:
—Mañana mismo nos vamos a Madrid, bonita. Quiero nuevas experiencias.
Yo le dije:
—Te faltan unos cuantos litros de decapeptyl, en inyecciones trimestrales, para que de verdad te salgan tetas, caderas, voz de mujer fatal, la sonrisa vertical, y acabes hecha una Myra Breckinridge.
—No me importaría nada. En esa película estabas ya hecha un cuadro, miss West, pero Raquel Welch era una transexual que quitaba el hipo.
—Por mucho cuadro que esté hecha y por pachucha que llegue a estar, siempre seré Mae West.
Él lo sabe. Él me dijo: «Te llamarás Mae West». Sabe perfectamente quién soy yo. Soy su próstata y tengo cáncer, pero todo lo que dicen de mí es verdad: deslenguada, sarcástica, ordinariota, muy sexy, y tengo unas ganas de vivir con las que no habrían podido ni John Wayne, Henry Ford, Robert Mitchum, Robert Ryan, Jeffrey Hunter, Tom Tryon y Sean Connery, todos juntos, en el desembarco de Normandía.