Yo: «Un desastre cuando se quedaba sola».

18 de julio, domingo

No pareció demasiado sorprendida por verme allí, en la puerta de su casa, a las seis de la tarde de un domingo típico de la segunda quincena de julio: más bullicio del habitual hasta entonces en la urbanización, más automóviles a horas desacostumbradas —media mañana, media tarde, medianoche pasada—, caras nuevas. Mucha gente empezaba entonces de verdad sus vacaciones.

—Hola —dijo, y sonrió. Una sonrisa amable, pero apagada, tristona—. Sabía que me la tenías guardada. Por haberme invitado por mi cuenta a merendar en tu casa la otra tarde.

La visita del rencor —dije, como si fuera Mae West.

—Ingrid Bergman y Anthony Quinn —resultaban sorprendentes esos conocimientos cinematográficos en una mujer joven y, en apariencia, no demasiado preocupada por los asuntos culturales—. ¿Nos parecemos?

No se movía de la puerta y yo empezaba a dudar de que me permitiese entrar. Volvía a darme la impresión, como la primera vez que la vi, de ser una mujer desconfiada, más asustada que días atrás, cuando vino a sonsacarme sobre las visitas del que se hacía pasar por investigador privado, o tal vez lo fuese.

—No tienes nada que envidiarle a Ingrid —sabía que era un halago previsible, convencional, pero me permitía bromear, también con la entonación de la voz, a costa de las viejas galanterías masculinas—, Quinn era mucho más feo que yo, desde luego.

Se rio, pero era una risa enredada, vacilante.

—Ya es casualidad —dijo—. La vi la otra noche. Hace tiempo le encargué a Marita películas antiguas, las que fueran, me relajan mucho.

—Entonces, habrás adivinado que mi visita no tiene nada que ver con el argumento de la película, no vengo con la intención de vengarme por haberme abandonado con un niño de corta edad —bromeé—. Puede que quiera cobrarme la visita del otro día, pero, en cualquier caso, es una visita del rencor con dulces.

Le ofrecí la bandeja de pasteles que acababa de comprar en el delicatessen.

Hundió un poco los hombros. Comprendí que había dejado de resistirse.

—Está bien. Entra.

El sábado, después del funeral por Gonzalo Aresu, había ido con los Castells y Leoncio y André —Lola Algorri se excusó porque tenía convidados a almorzar— al Jamaica, un chiringuito instalado en la playa de Las Piletas y al que, gracias a un sendero de listones de madera colocado por los propietarios, se podía llegar sin necesidad de descalzarse o llenarse de arena los zapatos. Hablamos mucho de Borja. Leoncio y André no sabían nada sobre la marcha del muchacho y enseguida entraron en el juego de imaginar razones muy peliculeras para explicar aquella huida tan repentina e inexplicable, según ellos. Ante la mirada socarrona de Marita, dije que el chico podía tener planeado de antemano un fin de semana largo en cualquier parte con amigos, o podía estar con su madre aunque no quisiera reconocerlo, a saber por qué, o quizás tenía asignaturas pendientes de lo que fuera que estudiase y había ido a encerrarse en Madrid con los libros de texto durante algunos días. Nadie habló del Caribe ni de las Seychelles ni, por supuesto, de las actividades secretas del chico para ganarse algún dinero. Todos compadecieron a Pilar, y André dijo, sin darle excesiva importancia, que no nos extrañásemos si pronto había novedades sobre la desaparición de Javier Meneses, que Paco Luna se lo había insinuado a alguien días atrás, aunque quizás sólo fueran ganas de quedar como un conspicuo sabueso; André, de vez en cuando, sorprendía con frases de ese tipo. En ese momento tomé la decisión de devolverle la visita a Pilar Ordóñez, así que cuando Leoncio y André me convidaron a pasar con ellos de nuevo la tarde del domingo, con champán y bridge, improvisé la excusa de que mis hermanas y mis sobrinos venían a casa a despedirse de mí, porque no tenía previsto quedarme muchos más días en Villa Horacia.

—No estaba haciendo café —dijo, y su sonrisa parecía ya relajada. Yo le había dicho lo contrario cuando apareció en Los Zarzales sin anunciarse, y ella lo había recordado y ahora me insinuaba, con una cordialidad levemente traviesa, que estaba siendo inoportuno o que le daba pereza tener que improvisar una merienda en absoluto prevista. Pero enseguida añadió—: No tardo nada en hacerlo.

—Podemos merendar en la cocina. Seguro que desde allí tampoco se ve demasiado bien mi pequeño cuarto de estar.

—Vaya por Dios —hizo un amable gesto de reproche—, esto es una visita del rencor en toda regla. Pase al salón, por favor, señor rencoroso. La cocina está impresentable, Marelisa no viene los fines de semana. Cuando me quedo sola, soy un desastre.

Entró en la cocina y, por alguna extraña razón, entornó la puerta. Curioso, pensé. De pronto, me acordaba de nuevo de Pirko Nieminen. La guapa y grandota —y quizás demasiado rubia— guía turística finlandesa, encaprichada sin precaución alguna del golferas con el que yo compartía la habitación de aquel primer hostal en el que me alojé en Madrid, me dijo lo mismo, con su español correctísimo y su acento granuloso y sorprendentemente enérgico, dadas las circunstancias. Yo había entrado en el cuarto y allí estaba Pirko, sola, vestida —lo que no era lo habitual cuando coincidíamos y Antonio me pedía que les dejara la habitación libre durante un par de horas—, sentada en la cama deshecha de Antonio, con los ojos y la nariz rojos y aquellos extraordinarios labios húmedos y remordidos, después de haber estado llorando a saber desde hacía cuánto tiempo. Me dio un vuelco el corazón, no podía ver a aquella muchacha así. No hacía falta que me explicase nada, Antonio y ella habrían echado un polvo de coros y danzas con trompetas, como Antonio decía siempre, y luego él la habría dejado plantada con muchas prisas, quizás después de informarle sin contemplaciones de que había otra esperándole con las bragas quitadas, y a Pirko le daría la llantera y allí estaba, sola, humillada, indefensa contra su propia rendición a aquel golfo guapo y desaprensivo, conmovedora. Me senté en mi cama, frente a ella, le cogí las manos heladas, le pedí por favor que se olvidase de aquel imbécil, que él no se la merecía, que ella se merecía algo mucho mejor, que no volviese a derramar una sola lágrima más por él. Ella me apretó las manos, en aquel momento casi tan frías como las suyas, y me dijo: «Cuando me quedo sola, soy un desastre». Y rompió de nuevo a llorar a mares.

—Dame los pasteles, voy a ponerlos en una bandeja como Dios manda —me dijo Pilar. Había vuelto un momento al salón y daba la impresión de estar tranquila y agradecida, en el fondo, por la compañía que íbamos a improvisar, los dos tan solos y tan preocupados, aquella tarde de domingo—. Volvemos en tres minutos, como dicen en televisión. El café, los pasteles y yo, quiero decir.

—¿Te ayudo?

—Ni lo intentes. Ya me di cuenta el otro día de que no eres precisamente el mayor experto del mundo en meriendas.

—Las chicas me ponéis nervioso —dije.

Se detuvo un momento, antes de salir del salón, y se dio la vuelta.

—Yo creo que eso, cogido a tiempo, habría tenido remedio —me miraba como mi madre miraba las plantas que empezaban a estropeársele. No era posible que Pilar estuviese volviendo a coquetear. «A saber qué remedios se busca ella contra el desastre, cuando se queda sola», me dijo Mae West.

Pirko me miraba como nadie me había mirado hasta entonces. Estaba encogida, inclinada hacia delante, salvando con holgura la escasa separación que ponía entre las dos camas una mesilla de noche raquítica, aunque con ciertas pretensiones de mueble de estilo, sujetando mis manos sobre sus rodillas, rozándomelas con sus pechos pequeños y firmes. Tenía los ojos muy claros, muy azules, ahora empañados por las lágrimas, y aquellos labios magníficos, levemente agrietados, temblorosos, el inferior un poco descolgado, como vencido por el peso de miles de besos bien dados, bien disfrutados, mal correspondidos, aquella boca que siempre parecía un poco inflamada y un poco cansada. «Besa como Dios», me decía Antonio.

Pilar volvió con un elegante juego de café de porcelana blanca y los pasteles en un plato ovalado de color azul añil, en una gran bandeja transparente.

—¿Has visto lo bien que se ve desde aquí tu cuarto de estar? —o quería aturdirse un poco a mi costa, o trataba de ahuyentar una conversación a la que le tenía miedo.

—Si sirve para entretenerte cuando te quedas sola —le dije—, soy capaz de bailar, donde mejor se me vea, la danza del vientre.

—Estás estupendo. Muy delgado, quiero decir, sin nada de estómago.

—Caramba, no tenías por qué estropearlo. De todas maneras, te aseguro que tengo un ombligo muy sexy.

Se rio. Demasiado, para una broma tan boba.

—No me cabe la menor duda —dijo, y se inclinó un poco sobre la mesita baja de cristal con ligerísimas patas metálicas para coger la jarra del café. Pilar Ordóñez tenía unos pechos pequeños y firmes, como los pechos de Pirko.

Aproveché que estaba concentrada en servirme para hacerle la pregunta sin rodeos.

—¿Se ha ido Borja con su padre?

Vi que le temblaba la mano y, al levantar la vista para mirarme con expresión de estupor, derramó un poco de café fuera de mi taza.

—¿Por qué dices eso? —había alzado y endurecido un poco el tono de voz, pero en realidad parecía más sorprendida que molesta—. ¿Es lo que se dice por ahí?

—No sé muy bien lo que se dice por ahí, Pilar. Sé que Borja se ha ido. Ya no reparte los periódicos, yo no le veo entrar o salir de tu casa, y Marcos, su amigo, el hijo de Marita, no sabe nada de él. Eso sí me lo dijo Marita ayer, en el funeral de Gonzalo Aresu.

—No sabía que la vida de Borja le interesase tanto a todo el mundo.

—Anda, deja que sirva yo el café.

—Dame tu taza. He derramado un poco en el plato.

Nerviosa, intentó cambiar las tazas y yo le sujeté la mano con cuidado para que lo dejase todo como estaba. Tenía las manos heladas.

—No importa, tendré cuidado para no manchar nada, deja que te sirva yo —le pedí—. Ya sé que no me importa dónde está Borja, no es cosa mía. Olvida la pregunta, por favor. Te enteraste de lo de Aresu, ¿verdad? El día de la lectura de su novela yo le vi bien, un poco menos bien de lo que dice Marita, pero bien, ni de lejos cabía pensar que pudiera pasarle eso. En el funeral estaba todo el mundo.

Pilar se había echado hacia atrás, había apoyado la espalda en el respaldo de la butaca y tenía los brazos cruzados, con las dos manos por fuera, acariciándose, abrigándose, abrazándose.

—No sé dónde está Borja —dijo, con la voz achicada, con los ojos brillantes, con la expresión de quien suplica que se le crea, conmovedora—. No sé dónde está Javier. No sé nada. Te lo juro.

Pirko no sabía dónde estaba Antonio. No hemos tenido amor, me dijo, no se habían acostado, ella había llegado un poco más tarde de lo habitual, porque el grupo de turistas finlandeses que le había tocado esos días se había puesto muy pesado con el reparto de las habitaciones del hotel, y Antonio ya se iba, que lo sentía mucho, que no hubiese llegado tan tarde, que le esperaba una amiga con las bragas en la mano, que ella se podía quedar allí, en el cuarto, si quería, que él no tenía ni idea de cuándo iba a volver, si es que volvía a dormir aquella noche. Había dejado de llorar y los ojos los tenía aplacados, limpios, casi risueños. No quería volver sola al hotel, sus turistas tenían la noche libre y a ella no le gustaba quedarse sola. No tenía hambre. Yo ya había cenado. No quería salir a cenar. Frotó despacio, con mucha suavidad, sus pezones contra el dorso de mis manos. Primero uno, como si no se diera cuenta. Después el otro. Yo traté de retirar las manos. Ella me las sujetó, como si temiera hundirse. Yo respiraba como si alguien estuviera apretándome los pulmones. Sabía que se me estaban poniendo los ojos brillantes, se me estaba secando la boca, se me estaba acelerando el ritmo del corazón. Sólo del corazón. Siempre me habían gustado las chicas desamparadas, las chicas cuando se ponían tristes. Pero estaba asustado. Y conmovido. Ella lo sabía. Ella era un desastre cuando se quedaba sola. Vi en sus ojos que estaba a punto de empezar de nuevo a llorar. Yo no podía ver así a aquella muchacha. Rubia, grande, dolida, necesitada. ¿Te gusta?, me preguntaba Antonio. Fóllatela, es una fiera. Antonio era guapo, muy moreno, fibroso, con una polla tremenda, pero a mí no me gustaba. Ellos follaban toda la noche, a medio metro de mi cama. Él resoplaba como un poderoso corredor de fondo, ella gemía como una leona feliz. Yo metía la cabeza bajo la almohada, intentaba dormirme. Por la mañana, ella se levantaba muy temprano, muy enérgica, desnuda, se asomaba en cueros vivos, hiciera frío o calor, al balcón que daba a la calle Desengaño a comprobar cómo había amanecido, salía desnuda y ágil al pasillo y se encerraba en el cuarto de baño común, y entonces Antonio se levantaba de un salto, desnudo, empalmado, apoteósicamente empalmado, daba unos saltitos apoteósicos por mi cuarto, mientras yo no me esforzaba ya lo más mínimo por hacerme el dormido, y él salía en busca de ella, se encerraba con ella en el cuarto de baño y, si Pirko no tenía trabajo, y a veces aunque lo tuviera, eran capaces de estarse allí hasta las tantas, para desesperación del resto de los huéspedes de aquel piso del hostal, que teníamos que arreglarnos con el otro baño que había al fondo del pasillo. Y ahora ella estaba allí, vestida, abandonada, muy triste, sola, conmigo. Me soltó las manos y yo las dejé dóciles, inmóviles sobre su regazo. Ella subió sus manos y las mantuvo cruzadas a la altura del pecho, como si rezase. Separó un poco las piernas. Yo no sabía qué hacer con las manos. Como si no tuviera manos.

—Perdona, por favor, perdona —le rogué a Pilar—, no quería angustiarte, es lo último que quiero. Por favor, vamos a hablar de otra cosa. O me voy, si lo prefieres.

—Por favor, no te vayas —dijo ella, y respiró hondo, tratando de reponerse. Sonrió—. Ya sabes que soy un desastre cuando me quedo sola.

Alargué las dos manos hacia ella.

—A ver, dame las manos. ¿Estás mejor?

Ella se separó del respaldo de la butaca, cogió mis manos y las juntó. Los dos teníamos las manos muy frías. Parecía de pronto una niña pequeña a la que hay que alentar para que haga algo que le da miedo hacer. Siempre me han gustado las mujeres que me conmueven. Ella estaba aguantando las lágrimas. Siempre me han gustado las mujeres cuando me conmueven. «Encanto», me susurró Mae West, «para ser Barbara Stanwyck en Walk on the Wild Side, donde ella interpretó a la primera lesbiana declarada de la historia del cine, te falta nariz». Las mujeres que me conmueven, las mujeres cuando me conmueven, siempre han hecho que se me acelere el corazón. Sólo el corazón.

—Vamos a tomarnos el café —dijo Pilar—, se nos va a quedar frío.

Yo no quería soltarle las manos.

—Hacemos otro. O mejor, nos vamos a alguna parte a tomarlo.

—¿A otra parte? ¿Por qué? ¿Me tienes miedo? —ella volvía a jugar un poco con un coqueteo que parecía más bien una medicina, pero eso estaba bien.

—Claro que no. Nos vamos a tomar café a cualquier sitio, sin soltarnos de la mano.

—Por Dios, ¿qué diría Marita?

—Diría que tu marido buscará venganza —dije imprudentemente.

Pilar quiso liberar sus manos y esta vez no me resistí. Se sirvió café. Mi frase no le había alterado. O había decidido hablar de lo que yo me empeñaba en hablar, aunque le irritase o le doliese.

—Borja sólo me dijo que tenía que irse, que necesitaba dinero, que me lo devolvería. Estaba muy nervioso, ¿te acuerdas? Le di lo que había en casa, casi mil euros, y me pidió también la tarjeta de crédito. Traté de hacerle entender que yo podía necesitarla en un momento dado tanto como él. Se fue enfadado, sin mucho equipaje, y me prometió de mala gana llamarme para que estuviese tranquila. No lo ha hecho. Casi mejor así, mis teléfonos seguro que están intervenidos. ¿Tú sabes algo?

—Claro que no, Pilar, ¿por qué iba yo a saber algo? Me temo que no acabas de creer que yo sea quien digo que soy. ¿Ha vuelto a hablar contigo Investigaciones Hernando? Creo que la otra noche estaba dentro de su coche aparcado, con todas las luces apagadas, delante de tu casa. Yo había estado un rato antes en el mirador sobre la playa que hay frente a la rotonda de la calle Lubricán, y me parece que me vio allí, dio la vuelta a la rotonda y me iluminó con los faros del coche. Estoy seguro de que era él.

—No he vuelto a verle —lo dijo con tanta dureza que pensé que me mentía, y ella lo adivinó—. Te juro que no he vuelto a verle. Está claro que tú sí que no acabas de creerte que yo sólo sé lo que te digo que sé.

Tenía que decírselo.

—Alguien también dijo, después del funeral de Gonzalo Aresu, que pronto habrá novedades sobre la desaparición de tu marido.

Se irguió un poco, se quedó rígida, me miró como si allí estuviera la prueba de que no soy quien digo que soy.

—Parece que Paco Luna va dejándolo caer por ahí —le expliqué.

Volvió a perder de pronto tensión corporal, hundió de nuevo un poco los hombros. Cruzó las manos, las apoyó sobre el regazo y dejó la vista perdida en algún lugar indefinido, por encima de la mesa de café.

—Dame otra vez las manos —le pedí. Seguía teniéndolas heladas.

Los dedos de Pirko también estaban muy fríos, pero sabían desabrocharme los botones de la camisa. No habíamos encendido la lámpara de la mesita de noche y la habitación se estaba desdibujando entera, salvo Pirko, ella seguía allí, muy cerca, exacta, con los dedos fríos, pero desprendiendo un olor cálido y envolvente por las mejillas, por los labios, por el cuello, por el escote, por los pechos pequeños y los pezones erizados, por la cintura pegada a mi cintura —tenía el torso un poco inclinado hacia atrás, para desabrochar los botones y poder rozarme el pecho con aquellos dedos fríos y tranquilos—, con la pelvis y los muslos pegados a mi pelvis y mis muslos. Nos habíamos puesto de pie y sabía que mis manos también tenían que hacer algo, pero ella llevaba una especie de jersey de cuello en pico, sin nada debajo, y no se me ocurría la manera de quitárselo sin romper la cercanía, sin alejarla un poco de mí, sin alejarme un poco de ella. Pirko se dio cuenta inmediatamente, porque yo no acertaba a seguir, después de subirle el jersey hasta las costillas, como si aquello se hubiera atrancado, no acertaba a meter las manos por debajo de aquel jersey intratable y acariciarle los pechos, pellizcarle con mucha suavidad los pezones, derretirla, así que ella tomó cartas en el asunto con decisión típicamente finlandesa, se apartó apenas de mí con precisión nórdica, se sacó el jersey por la cabeza con energía y coordinación de lanzadora de jabalina escandinava, y me dio a entender que lo más práctico era que los dos nos desnudásemos cada uno por su cuenta.

—Estoy asustada, Felipe —dijo Pilar—. No hay nada peor que no saber.

—Pronto se resolverá todo, estoy seguro —antes de que ella se pusiera de nuevo en guardia, añadí—: Y no porque yo sepa más de lo que te digo, ni porque Paco Luna sea vidente, sino porque ya es tiempo de que se resuelva. Ya han pasado tres meses, ¿no?, yo siempre he estado convencido de que estos casos que parecen muy misteriosos, pero que en el fondo son necesariamente sencillos, porque no hay datos que lleven a pensar que haya enormes intereses o grandes pasiones mezclados en el asunto, llevan su tiempo, sí, pero acaban resolviéndose casi por pura inercia. Ya lo verás.

—Me dolerá —quizás fuera eso, estaba más asustada por lo que adivinaba que iba a sufrir, que porque se sintiera realmente en peligro—. Sea lo que sea lo que se descubra, me hará mucho daño, lo pasaré muy mal.

No podía soportar ver a aquella mujer así. Me levanté, fui hasta su butaca, me arrodillé a su lado —mi rodilla izquierda crujió un poco, aquel soldado con navaja me la había jugado para toda la vida—, le cogí de nuevo las manos.

—Cabe incluso pensar que al final no sea nada que te hiera, Pilar, o que te humille —había conseguido que ella empezara a tener las manos templadas—. Puede que él te necesite más que nunca, y tienes que estar bien, animosa, tranquila para poder acompañarle, darle ánimos, sacarlo adelante, si es necesario. Tendrás que ser fuerte, y si consigues ayudarle todo lo que le haga falta, te sentirás orgullosa de ti.

Sonrió.

—Gracias —dijo—. Me has estado ayudando mucho. Más de lo que te crees.

Liberó una de sus manos y me acarició la mejilla. Fue una caricia sosegada, contenida, muy dulce. Tal vez así acaricien —pensé— las amantes jóvenes a sus amantes mayores. Yo levanté el hombro y presioné un poco más su mano contra mi cara.

—Desde aquí se ve perfectamente tu cuarto de estar —prosiguió—. Te he estado espiando, lo sabes, ¿verdad? Desde el primer momento he sabido que lo sabías. Los dos hemos sabido que nos espiábamos el uno al otro. A mí me ha hecho mucho bien, aunque sólo sea por lo mucho que me ha distraído.

The Woman in the Window —dije.

—¿Cómo?

La mujer del cuadro es el título en español —le aclaré—. Tendrías que verla, es una de esas películas antiguas que tanto te relajan. De todas maneras, no estoy diciendo que seas tan mujer fatal como Joan Bennett.

—No soy en absoluto una mujer fatal.

—Ni yo estoy todavía como Edward G. Robinson, espero. Además, no creas, no te veía tan bien desde mi casa. Ni veía demasiado bien esta habitación.

Miré a mi alrededor. Era una estancia amplia, sobria, con muebles claros y de diseño actual, apenas decorada, tal como la había vislumbrado la primera vez, cuando vine a solucionar el entuerto del supermercado, tal como la había imaginado con mi vista emborronada por aquella miopía que había aumentado en los últimos meses, que tenía que revisar en cuanto llegase a Madrid. Pilar había retirado la mano de mi cara y se acariciaba los labios, como si extrañase algo en aquella boca no muy grande, no muy carnosa, bien dibujada.

—Hacemos una pareja perfecta —dije. Ella se rio. «Felipe, cielo», dijo Mae West, «Audrey Hepburn y Shirley MacLaine en La calumnia quedaban, como lesbianas, mucho más verosímiles».

Pirko era un palmo más alta que yo, sus hombros eran un palmo más anchos que los míos, su espalda era más ancha que la mía, su estómago era más liso y más firme, sus muslos, más musculosos. Era grande y fuerte, quizás demasiado rubia, pero sólo de pelo y de cara, de cuello para abajo su piel conservaba un bronceado suave, su pubis raspaba un poco, como si se lo hubiera afeitado tres o cuatro días atrás, sus nalgas eran altas y casi redondas, más altas y más redondas que las mías, sólo sus pechos eran pequeños, infantiles. Yo había visto mil veces aquel cuerpo hermoso y grande desnudo, pero nunca lo había visto así, tan cerca, tan expeditivo. Yo no sabía por dónde empezar. Ella hizo que me desplomara sobre mi cama y quedó encima de mí, y besaba como Dios, acariciaba como Dios, lamía como Dios, y mi corazón me golpeaba el pecho como el galope de un caballo salvaje, pero sólo mi corazón. Ella se puso de lado, me puso de lado, me dijo que le dejase a ella, en aquel momento a ella no le importaba nada mi corazón, le importaba lo fundamental, pero lo fundamental no se ponía de mi parte, estaba desganado, y ella trataba de animarlo, trataba de guiarme, déjame a mí, ahora tú, y yo no acertaba ni a la de tres, apuntaba fatal, demasiado bajo, demasiado alto, por ahí se va al ombligo, susurró ella, ritmo, me decía yo, es cuestión de ritmo, pero no daba con el ritmo, demasiado deprisa, demasiado despacio, no te distraigas, tranquilo, es la primera vez, dije con un hilo de voz, mi amor, no empujes, como sigas empujando nos vamos a caer de la cama, pero a mí me parecía imprescindible empujar, qué menos, qué calor, qué sudores, qué bien besaba Pirko, qué bien acariciaba Pirko, qué bien lamía Pirko, y entonces sonó el picaporte de la puerta, nos metimos a toda prisa debajo de la sábana, y Antonio entró en la habitación.

—Habrá que hacer otro café —dijo Pilar—. No tenemos suerte con el café.

Le impedí, con suavidad, que se levantase. Quería seguir allí, arrodillado a su lado, con las manos sobre sus rodillas, emocionado, torpe. Ella sonrió con cariñosa condescendencia, como las mujeres adultas sonríen a los muchachos que les dan a entender su amor.

—Estoy muy bien así.

—Estás sudando —me dijo, y me pasó la mano por la frente empapada en sudor.

—Es un fastidio. Lo siento.

—Pero es lo único desagradable, ¿no?

Fue como si me hubiera descubierto en falta. Me ruboricé.

—No te preocupes, Felipe —ahora, de pronto, me hablaba como se habla a los enfermos—. Lo sé. No tienes que avergonzarte, por Dios, todo lo contrario. Se te ve muy bien.

Bajé la cabeza y me quedé mirando mis manos, quietas allí, sobre las rodillas de Pilar.

—¿Quién te lo ha dicho?

—No sé, creo que Marita. Sí, Marita. Me llamó un día y me lo dijo. Había llamado a tu primo Jerónimo y él se lo contó a ella. Pero también le dijo que estás perfectamente bien. Mi suegro tiene lo mismo y está como una rosa.

—Ya. ¿Qué edad tiene tu suegro?

—Más de ochenta, seguro.

—Yo tengo sesenta y dos.

—¿Y eso es malo?

—En estas cosas, ser relativamente joven puede ser un inconveniente. Lo sabes, ¿no?

Pilar no respondió enseguida. Levanté la cabeza, la miré, y tenía los ojos brillantes.

—Estás peleando bien —quedaba claro que lo sentía de veras—. Y vas a seguir peleando.

Me levanté, y no conseguí hacerlo todo lo airosamente que me habría gustado. La rodilla izquierda dolía y volvió a crujir.

—Pilar, yo no sé cómo se pelea contra esto. De verdad, nunca lo he entendido. El tratamiento, las inyecciones, eso es lo que pelea por mí. Y cuando las inyecciones dejen de funcionar, pelearán por mí otras cosas más duras, con efectos peores que este sudor. Con efectos peores que estar dejando de sentir nada cuando veo a una chica guapa, como me anunció uno de los médicos.

—Qué ojo clínico —dijo, y nos reímos.

Volví a sentarme en mi butaca. El sol daba ya de lleno en el ventanal estrecho y alargado que recorría toda la pared exterior del salón, pero Pilar no se levantó a bajar los estores. Me asaltó una punzada de melancolía ante aquel polvo dorado que flotaba en la luz radiante que entraba por el ventanal; mis hermanas y yo, cuando éramos niños, jugábamos a bañarnos en aquel chorro de pelusas brillantes que se colaba terso y caliente, a media tarde, en verano, en las habitaciones que daban a la fachada principal de Villa Horacia. Un día, en las cocheras, también jugamos a ducharnos en el chorro de luz Juanele —el mozo de cuadra de tía Enriqueta— y yo.

—Dicen que es fundamental mantener el buen ánimo, las ganas de vivir.

—Supongo. Y hay trucos, claro. Yo hablo solo, me invento películas, espío a las vecinas tristes del otro lado de la calle.

—No me importa —dijo Pilar, y se esforzó por aparentar buen tono vital—. No me importa nada parecer triste si con eso te ayudo.

Seguid, seguid, chicos, vosotros a lo vuestro, dijo Antonio nada más entrar, yo voy a tumbarme porque vengo rendido, pero vosotros seguid, y se desnudó por completo, ya con lo fundamental en perfecto y vibrante estado de revista, y se echó sobre la colcha, y Pirko se puso a besarme bajo la sábana como las abuelas cuando se quieren comer a sus nietos a besos, y yo la abrazaba como abrazan las madres, al pie del avión, a sus hijos soldados enviados a Afganistán, y luego ella fue besándome cada vez más suavemente, cada vez más lentamente, mientras oíamos la respiración acompasada de Antonio en la cama de al lado, y yo seguía abrazándola como si no fuera a volver a verla, y su respiración y la mía también se iban acompasando, y de pronto Antonio, desde la cama de al lado, dijo salud, chicos, y ni Pirko ni yo contestamos, pero Antonio empezó a chasquear la lengua, nena, dijo, si te quedan ganas aquí me tienes, a mí me quedan fuerzas para parar un tren, y entonces Pirko me preguntó con toda su dulzura finlandesa que si me importaba, y yo le contesté que no, porque de verdad que no me importaba, me parecía lo mejor para ella, se le iba a quitar la tristeza, y volvió a besarme en la boca como Dios, y luego saltó de la cama con su cuerpazo desnudo, pero ágil y elástica como una gimnasta nórdica, y Antonio la recibió con los brazos abiertos, con muchas risas, con muchos gruñidos, con lo fundamental tocando a rebato, y yo metí la cabeza bajo la almohada para no oírlos, pero sabía que ella le estaba besando, acariciando, lamiendo como una diosa escandinava, y que él sabía estupendamente cómo apuntar, cómo atinar, qué ritmo llevar, cómo hacerla gemir como una leona amorosa y hacerle olvidar que él la había dejado plantada para atender a otra que le esperaba con las bragas en la mano.

—Habrías sido un marido estupendo —me dijo Pilar. Yo le había pedido un vaso de agua y, cuando volvió de la cocina y me lo dio, le besé la mano como John-John Kennedy besó la mano de su flamante esposa, Carolyn Bessette, a la salida del templo, recién casados.

—Lo sé —le dije. Y era verdad. Aún estoy a tiempo, ahora es más fácil para nosotros, pero siempre he pensado que habría sido un marido magnífico, un esposo atento y fiel de una mujer no demasiado guapa, pero lista y con momentos ocasionales de tristeza, padre cariñoso, respetuoso y generoso con mis hijos, que probablemente se avergonzarían un poco de mí.

Al cabo de más de una hora, Pirko y Antonio empezaron a calmarse, y yo sabía que ella no iba a besarle como besan las abuelas cuando quieren comerse a sus nietos, y oí cómo Pirko le susurraba algo a Antonio, y él, rendido de nuevo y relajado, levantó la voz y me preguntó oye, rey de la selva, ¿estás despierto?, buen trabajo, la niña quiere volver contigo, y yo contesté que sí, que estaba despierto, y Pirko se levantó de la cama de Antonio y se vino otra vez a la mía, y pegó a mi cuerpo su cuerpo grande y hermoso, sus pechos pequeños, su vientre liso, su pubis un poco áspero, sus muslos musculosos y templados, finlandeses, nórdicos, escandinavos, y no se interesó lo más mínimo por lo fundamental, me susurró gracias, de verdad, mi amor, muchas gracias, me besó como besan las muchachas y los muchachos felices, me acariciaba el pecho como lo acarician los muchachos y las muchachas agradecidos, apoyó la cabeza, quizás demasiado rubia, entre mi hombro y mi cuello, y noté unas gotas mojándome la clavícula, como si ella estuviera llorando. Le levanté un poco la cara, le limpié las lágrimas con mis dedos, la besé cuidadosamente en aquellos labios extraordinarios, la besé como hasta entonces, recién cumplidos los veintidós años, no había besado a nadie. Antonio roncaba.

—No hemos comido ni un dulce —dijo Pilar.

Elegí un pequeño cono de hojaldre relleno de crema de chocolate. Y luego un tocino de cielo.

—Qué buenos. Más vale que mañana no me haga un análisis.

Mae West me dijo: «Encanto, los pasteles engordan horrores, y engordar es el camino más directo para llegar a Calle Mayor y terminar solterona para siempre, como la pobre Betsy Blair».