17 de julio, sábado
Qué bien huele, dijo Marita Castells, este olor resucitaría a un muerto, y luego se dio cuenta de lo que había dicho y de dónde estábamos, que sólo nos faltaba el velito negro sobre los ojos, tipo Sofía Loren en Orquídea negra, y uy, por Dios, qué susto, yo siempre tan oportuna. Estábamos en la explanada de Capuchinos, frente a la entrada principal de la iglesia en la que iba a celebrarse el funeral por el eterno descanso de Gonzalo Aresu, y desde algún obrador cercano llegaba un aroma que de veras alimentaba a aquella hora del aperitivo, un aroma cálido y sabroso a pan recién horneado, a bollería artesanal y jugosa, a tortas de polvorón y a tortas de masa real rellena con cabello de ángel, informó Leoncio, experto al parecer en pastelería local y más Gertrude Stein que nunca con su modelo aproximadamente masculino y de alivio de luto, y aquellas gafas de sol muy Peggy Guggenheim, las mejores tortas del mundo, certificó Marita, las mejores, pero es lo que tiene esta modernidad de la cremación, dijo el vizconde de Castells, que parecía vestido de millonario calavera, un poco a lo Maurice Chevalier, es lo que tiene esto de que te cremen, o como se diga, que no puedes resucitar ya ni gracias a un olor tan rico. Porque hay bochorno y no sopla el poniente, dijo Lola Algorri, esa viuda millonetis que se parece a Constance Bennett, que si soplara el poniente lo que tendríamos ahora es el pestazo de la depuradora, que hay que ver dónde fueron a ponerla, hala, justo donde empieza la carretera de La Jara, zona residencial, ¿no?, pues que se fastidie la zona residencial, que se fastidien los ricos y huelan a aguas fecales todo el santo día, que para eso son ricos, lo que tendrían que hacer ahora es llevársela a otra parte, por aquí ya han construido horrores y vive gente normalita, ahora fastidian también al pueblo llano, ¿verdad?, yo no me explico cómo el pueblo llano no ha hecho ya una revolución para que se lleven la depuradora a donde no apeste a nadie, sí, hija, le dijo Marita, ahora que no hay un duro en el Ayuntamiento, ahora que con la crisis de la construcción y con la crisis en general ya no pueden hacer negocio con el terreno edificable, ahora precisamente van a meterse en el gasto de quitarnos de encima toda esta porquería, lo que yo te diga, ni lo sueñes, cariño.
La viuda no viene, y el muerto, tampoco, anunció André, siempre perfecto como Alice B. Toklas, siempre tan pendiente de Leoncio, como si estuviera preparando su viudedad, que es lo que en realidad hizo Katharine Hepburn toda la vida, aunque ni siquiera llegara a casarse con el pobre Spencer Tracy, infalible André con su negro riguroso del cuello a los dedos de los pies, así se viene a un funeral, sí señor, le dijo Lola Algorri, yo es que no me he traído ropa adecuada para una situación tan luctuosa, a mí es que ni se me pasaba por la cabeza que en Villa Horacia Village & Resort pudiera morirse alguien, uno no se va de veraneo para morirse, ¿no?, esta faldita gris y esta camisa lila es lo más fúnebre que he encontrado, una monada, dijo Marita, debería haber hecho como tú, Marita, qué acierto, de blanco integral una siempre queda bien, de blanco riguroso una siempre va de perlas en un bautizo o en un entierro, en una boda no, en una boda sólo puede ir de blanco la novia, y tan fresquita, quiero decir que de blanco siempre vas más fresquita, con este calorazo. El cielo ha estado todo el día enmarañado y espeso como un plato de espaguetis pasados, como dice Carmeli cuando hay bochorno.
La viuda se ha ido a Madrid con las cenizas del difunto, dijo André, así que no tendremos funeral de cuerpo presente, ni de cenizas presentes, no sé a quién le vamos a dar el pésame, tendremos que dárnoslo unos a otros, como la paz, qué apuro, dijo el vizconde de Castells, en el funeral por mi hermano, que era militar y soltero, a mí, como el mayor de los hermanos, me pusieron en la misa castrense al lado del general Arévalo, una leyenda en la Legión, que era donde mi hermano hizo toda la carrera, y cuando el cura dijo eso de daros la paz, o algo así, el general me dio la mano, muy compungido, y yo, que estaba muy desentrenado, porque la misa nunca ha estado entre mis prioridades, la verdad, pues yo le estreché la mano y le pregunté ¿se va ya, mi general? Adela Ruano, pequeña y nerviosa, dulce y afligida como Helen Hayes en casi todos sus papeles, madre de ocho hijos, acompañada de dos de ellos, altísimos y rubísimos, saludó de lejos y entró en la iglesia sin detenerse a cotorrear un poco. Yo también voy a entrar, dijo Felipe, muy en plan cuerpo diplomático, quiero coger sitio en la última fila de bancos, y el vizconde de Castells, muy risueño, le dijo haces como yo, señor embajador, siempre en la última fila, es la única manera de no meter la pata con todo ese ajetreo de arrodillarse, levantarse, sentarse, y vuelta a arrodillarse de estas misas de ahora. El tiempo de fumarme un cigarrillo, porfa, pidió Lola Algorri, estoy casi desintoxicada, pero los funerales me dan mono de nicotina, no sé por qué.
La iglesia estaba casi llena, pero Felipe y el vizconde de Castells no tuvieron problemas para instalarse en la última fila, y Lola Algorri y Marita se pusieron en el banco de delante, pero antes Marita le susurró a Felipe al oído escucha la gran novedad, el niño de Pilar, bueno, de Javier Meneses, Borja, hace dos o tres días que se fue de casa, nadie sabe adónde, mi hijo Marcos me ha dicho que con su madre no está, a él sólo consintió en decirle eso, que tenía que irse, y que no pensaba reunirse con su madre.
Estará en el Caribe con un cliente, o en las Seychelles, le dije a Felipe, los chicos malos también van a todas partes.
La misa de réquiem, que parecía un cóctel de lo arreglado y perfumado que iba todo el mundo, acababa de empezar y yo le advertí a Felipe que ni se le ocurriera sentarse en aquellos bancos tan duros, que yo necesito asientos blandos y cojines mullidos, que ya sabía lo que le esperaba si me sentía aplastada contra aquella madera, un dolorcillo confuso y chorros de sudor, y que no se había traído el abanico y ni siquiera unos kleenex, y bastó con que se lo recordase para que empezara a sentir aquel sofoco subiéndole desde mi cuerpo serrano y, no me duelen prendas reconocerlo, hipertrofiado. Un poco hipertrofiada siempre estuve, la verdad, pero divina: cabellera platino, toneladas de rímel en las pestañas, rouge furioso en los labios, corsé estricto, simpático y gallardo como Gary Cooper en Beau Geste, pechera gloriosa, caderas de vértigo, y esta voz redondeada y algodonosa para soltar mis frases calientes. Tampoco debía arrodillarse, porque desde lo del susto que le dio el soldado de la navaja, cuando tuvo que tirarse por aquella barranca para librarse del militar facineroso, le ha quedado tan deteriorada la rodilla izquierda que, si la maltrata con genuflexiones, cualquiera que sea el motivo del arrodillamiento, santo o pecaminoso, terminará coja perdida como dame Judith Anderson en Rebeca, que no estaría coja estrictamente hablando, pero sí era coja de condición, la muy bruja. La silla de ruedas de don Eladio Abrisqueta, el incombustible militar de altísima graduación, como escribía Paco Luna, estaba aparcada, con el altísimo militar encima y dispuesto a disfrutar del funeral, junto al banco de la primera fila, en el pasillo de la izquierda, el altísimo militar de altísima graduación lo tenía muy sencillo. Lo más apropiado, le susurró el vizconde de Castells, es quedarse de pie todo el tiempo, pase lo que pase, hagan los demás lo que hagan y diga el cura lo que diga. Así que Felipe aguantó a pie firme, también cuando los dos hijos altísimos y rubísimos de Adela Ruano subieron, a saber en condición de qué, a leer dos epístolas, una detrás de otra, y entonces Marita se volvió y le dijo a su vizconde y a Felipe, en voz no demasiado baja, estos niños tienen que ser del Opus, o Legionarios de Cristo, o algo así, Adela y su marido también, dijo Lola Algorri, a ver, tantos hijos, claro que debe de ser verdad que san Josemaría hace milagros, porque si no a ver de qué iban a salir de esa menudencia de Adela tamaños mocetones. El más alto de los dos se parece a Tab Hunter antes de salir del armario, le dije a Felipe. Por lo visto, uno de ellos es toda una promesa del baloncesto, le dijo a Felipe el vizconde. A Álvaro Bartolomé Martínez de Castro y Ruiz de Somavía le encantarían, zorroneó Felipe, tan guapos, tan rubios, tan altos, deben de medir casi dos metros, seis pies y un montón de pulgadas, me tradujo, y yo le dije, porque así se lo ponían a Fernando VII, como dice Álvaro a cada rato, le dije que Álvaro y yo preferíamos dejar de lado los pies y concentrarnos en las pulgadas. Esta vez no me regañó por plagiar a la Mae West auténtica.
El cura anunció que podíamos sentarnos, para el sermón, y en ese momento sonó el móvil de Felipe.
Llamada sin número.
Felipe, aturdido, apurado porque hasta el vizconde de Castells se había sentado en esta ocasión y sólo él se había quedado de pie en toda la iglesia, salió con muchas prisas, y Marita y Lola Algorri volvieron la cabeza, extrañadas. La llamada se había cortado tras el primer ring, pero no se pueden devolver las llamadas que aparecen en la pantalla como número privado. Fuera de la iglesia, a la sombra de un sauce un poco despellejado, buscó en la guía el número que tenía grabado de Borja. Llamó. El número marcado estaba desconectado o fuera de cobertura. No lo entiendo, dijo Felipe. ¿Qué es lo que no entiendes?, y era Marita que había salido detrás de él, a ver si le pasaba algo y a fumar un cigarrillo. No entiendo, alguien me llama y corta enseguida, evidentemente para que yo le devuelva la llamada y corra con el gasto, pero el número de su teléfono no aparece en pantalla y el maldito chisme no me da opción a responder, sea quien sea debería saberlo, sobre todo si llama del extranjero, porque a lo mejor llama del extranjero, del Caribe, le dije yo, pero cuando llamo a los números de la gente que pienso que podría estar llamándome, nadie contesta, como si todo el mundo se hubiera puesto de acuerdo para tomarme el pelo. Marcos me ha dicho que a él le pasa lo mismo cuando llama a Borja, dijo Marita, con su risueño y retorcidillo retintín. Sólo falta que la aventurera esta, por decirlo con palabras de Carmeli, también te adivine el pensamiento, encanto, le advertí a Felipe, aunque bien pensado tampoco era como para montar sobre eso una producción de la Twentieth Century Fox en cinemascope y tecnicolor, que mi hombre será muy mundano, muy cosmopolita y muy diplomático, pero siempre ha sido un libro abierto para sus conflictos personales. Desde la iglesia llegaba la voz campanuda del celebrante, y sonaba como si estuviera repitiendo La guerra de los mundos, de Orson Welles.
Allí dentro estaba toda Villa Horacia Village & Resort rindiendo tributo mortuorio a uno de los suyos, nadie con suficiente cara de pena, claro que la culpa era de la viuda del finado, por llevarse las cenizas y quitarse de en medio, tampoco se entienden tantas prisas y luego pasa lo que pasa, un poco soso está quedando este funeral, dijo Marita, sin nadie que llore como es debido, y es que no hay color, lo suyo es que puedas ver al muerto o al menos el ataúd, que es una cosa que siempre acongoja mucho, y que se vea a la viuda destrozada, como si realmente marido y mujer se hubieran adorado toda la vida el uno al otro, con lo insufrible que es eso, y no digamos si hay huérfanos bañados en lágrimas o mostrando esa entereza tan impresionante que demuestran algunos chiquillos ante la mayor adversidad, muchísima más entereza que los mayores, a mí es una cosa que me emociona lo que más, pero un funeral así, a palo seco, y no digamos sin el plus de una querida del difunto que aparece de pronto en la iglesia y se queda en un rincón apartado y de veras transida de dolor, eso sí que sería fantástico, eso sí que sería de película de las de antes, pero un funeral como este es igual que aquellas bodas que te participaban pero a las que no te convidaban, que encima te costaba el regalo, menos mal que ya no se lleva esa horrorosa costumbre, tan ordinaria, pero un funeral como este es lo mismo, tengo el disgusto de participarle el fallecimiento de mi querido esposo, al que Dios tenga en su gloria aunque el pobre, por lo que sea, no descanse en paz, un detalle accesorio, porque la que va a descansar por fin en paz soy yo, y tengo también el gusto de comunicarle que se celebrará una misa por el eterno descanso de los dos tal día y a tal hora, en tal iglesia, eso sí, tendrán que servirse ustedes mismos, como en los bufets para el desayuno de los hoteles, que hay bufets para todos los bolsillos, de gran lujo, de cinco estrellas, turísticos y cutres a más no poder, el nuestro será de postín y nada barato, asustada me he quedado con los precios de los servicios religiosos, qué barbaridad, en fin, ustedes desayunen, o sea, aguanten el funeral, soporten el sermón del cura, vayan en paz después de besarse en las mejillas, las señoras, y darse la mano, los caballeros, pero no habrá féretro con cadáver ni urna con cenizas, ni viuda desconsolada, ni huérfanos conmovedores, todo será muy educado y muy higiénico, extraordinariamente soporífero, ¿verdad?, y Marita esperaba que Felipe le contestase que sí, que soporífero a más no poder, que qué divertida toda esta perorata, Marita, que no sabe el vizconde de Castells la suerte que tiene con una mujer tan ingeniosa y con tanta inventiva, y, en efecto, Felipe le dijo que era un funeral aburridísimo, sin nadie de quien compadecerse como es debido, sin poder entretenerse durante el insoportable sermón con dramas inventados sobre la marcha, dramas a base de mujer fuerte que tiene que enfrentarse sola, con lo que eso estropea el cutis, a las penalidades económicas y a las humillaciones de antiguos amigos que ahora la dejan en la estacada por haberse quedado desasistida y ser pobre, y por tener que sacar adelante a un montón de huérfanos con el encanto justo, es decir, sin ningún encanto, una vez descontada la primera impresión que siempre producen los huérfanos, en fin, algún recurso siempre hay para no morir de tedio en un funeral así, y yo, nada menos que Mae West, no daba crédito a lo que oía, muda estaba, Felipe hablando exactamente igual que Marita, si al menos la viuda del eminente escritor Gonzalo Aresu hubiera contratado a media docena de plañideras directamente importadas de Varanasi o de por ahí, que las plañideras siempre se me han antojado muy decorativas, cuanto más increíbles más decorativas, ¿verdad?, si al menos hubiera puesto en el funeral por su difunto esposo un poco de fantasía, si al menos ella hubiera tenido un detalle, el detalle que nosotros hemos tenido al asistir como deudos, nos habría compensado, ¿no? Desde luego, dijo Marita. Ella había ido poniendo sucesivamente cara de desconcierto, de no saber cómo tomárselo, de mosqueo, y Felipe le dijo que no se preocupase, por Dios, que a qué venía aquella cara, que él volvía a ser, después de cincuenta años, un vecino de Villa Horacia comme il faut, y que no pensaba tener un funeral así de insípido, de ninguna manera, ni loco, que iba a poner remedio a esa catástrofe desde ya, iba a buscarse un amor para el resto de su vida, y un hijo o dos o tres, aunque fueran prestados, iba a dejar una viuda o un viudo sumidos en el desconsuelo y bañados en lágrimas y al menos un huérfano adolescente que sorprendiese a todo el mundo comportándose en aquel aciago trance con una madurez y un sentido de la responsabilidad inimaginables en el marmolillo que había sido hasta entonces, y yo en ese momento le di las gracias en silencio por echar mano de mi vocabulario, no vas a tener queja de mi funeral, Marita, y Marita sonrió aliviada, sonrió dueña de nuevo de sí misma, sería capaz de ponerle nombre a esa viuda y a ese hijo en este mismo momento, fíjate, le dijo, y Felipe le hizo un amable y pícaro gesto de regañina, no eches la imaginación a volar más de la cuenta, lo único que puedo asegurarte es que pienso vivir como un señor poseído del más desordenado apetito vital a partir de ahora, para tener, espero que dentro de mucho, de muchísimo, un funeral entretenido, intenso y emocionante. Mira, añadió, ya salen.
Los asistentes al funeral, una vez acabado el oficio de difuntos, empezaban a salir de la iglesia, y cuando el vizconde de Castells y Lola Algorri, y Leoncio y André, llegaron con estudiada expresión de agotamiento a donde estábamos, Felipe y Marita reían como si estuviéramos en el elegante party de una cancillería del Lejano Oriente.