14 de julio, miércoles
Siempre pensé que algún día la vería entrar por la puerta de Los Zarzales, incluso que la vería entrar así, como lo hizo, vestida como para bajar a Sanlúcar a hacer alguna gestión rápida, sin ninguna pretensión de resultar especialmente atractiva, con un pantalón de color cereza y una camisa beige de cuello Mao y mangas cortas con presillas, sin más adornos que unos pequeños pendientes de oro y quizás coral, con las gafas de sol de Prada colgadas del escote, sin maquillar, con la melena corta brillante, quizás recién lavada y secada al aire, y con un plato con un bizcocho cubierto de film transparente en las manos. Eran las seis y media de la tarde.
—Perdona, a lo mejor soy inoportuna —dijo, y daba la impresión de haber dudado mucho antes de decidirse a cruzar la calle y llamar a la puerta—. No he podido avisarte porque no tengo tu teléfono, y el de Jerónimo no aparece en la guía. En realidad, no aparece ningún teléfono de la urbanización. Querría hablar contigo, pero puedo volver en otro momento.
—Por favor, pasa. No te puedo asegurar que se trate de una sorpresa agradable —bromeé— porque aún no sé de qué quieres hablar conmigo, pero, sea lo que sea, te prometo comportarme como un caballero.
Se rio, y parecía aliviada.
—Ya ves que no vengo acompañada de mis abogados, lo siento —seguía nerviosa, aquella frase tenía algo de incongruente, y los dos nos quedamos, después de cerrar la puerta, inmóviles durante unos segundos en el vestíbulo, como si de pronto ambos fuéramos conscientes de estar sorprendidos de verdad al vernos así, tan cerca el uno del otro, en mi casa.
—Estaremos mejor aquí —dije por fin, y señalé la puerta del cuarto de estar chico—. A estas horas es más agradable.
Nada más entrar en la habitación, dirigió una mirada rápida y superficial a su alrededor, una mirada incluso desinteresada, como si lo reconociera todo, y eligió la butaca enfrentada a la que yo suelo ocupar durante horas. Tal vez también supiera de sobra qué butaca debía respetar. Dejó el bizcocho sobre la mesa camilla.
—Qué cerca se ve mi casa desde aquí —dijo.
—¿Se ve esta casa más lejos desde tu salón?
—Oh, no sé —se ruborizó un poco y entreabrió los labios. Sí llevaba una leve capa de pintura transparente y húmeda—. Soy una cotilla pésima.
—Yo soy un cotilla del montón.
Volvió a ruborizarse. El rostro se le aniñaba notablemente con aquel color rosado en las mejillas y aquella sonrisa de enredadora inexperta.
—Los hago yo —dijo, y señaló el bizcocho—. Qué horror. Ahora me doy cuenta de que, encima, estoy invitándome a merendar.
Resolvimos enseguida el asunto de la merienda. Yo estaba haciendo café cuando ella llegó, y no permití que me ayudase a traerlo todo de la cocina. Le pedí excusas por la torpeza del mozo de comedor, por la vajilla y por el servició de café, no había otra cosa en casa de Jerónimo. Servicio de batalla, dijo ella, lo entiendo. Me había llamado la atención que utilizase el verbo «invitar», y no «convidar», como parece obligado entre la gente bien, no sólo de aquí. Ambos nos servimos un trozo casi testimonial del bizcocho casero, relleno con mermelada de frambuesa. Supongo que ella estaba decidida a controlar el peso, y yo debía vigilar mi leve intolerancia a la glucosa.
—Se ve muy bien tu casa desde aquí, desde luego —dije, y Mae West me alabó el estilazo, «ni David Niven lo habría dicho mejor»—, pero desde hace algún tiempo estoy perdiendo vista, no sé por qué, me preocupa, visitaré al oculista en cuanto vuelva a Madrid. De momento, soy un cotilla algo discapacitado.
—Vi al hombre que te visitó el otro día —dijo ella, sin rodeos.
—¿De verdad me visitó un hombre el otro día? Caramba, debería ser un poco más cuidadoso con mi reputación —ella daba la impresión de tener dificultades para encontrar divertidas aquellas frivolidades de salón, aunque fue capaz de componer una sonrisa que le quedó desconfiada e impaciente—. Ah, ya —añadí enseguida—. La visita de Investigaciones Hernando.
—¿De quién? —pero al instante comprendió la broma y se rio—. Sí, a mí también me ha dado su tarjeta.
—Me dio a entender que trabajaba para ti.
—¿Para mí? Nunca ha querido decirme para quién trabaja.
—A mí tampoco. Confidencialidad profesional, dice. ¿Te ha visitado muchas veces?
—Tres, creo. Sí, tres. Siempre acompañado por otro que no habla.
—Sí, los vi a los dos a poco de llegar, te despedías de ellos en la puerta —puse cara de colegial pillado en falta—. Te prometo que estoy perdiendo vista, pero desde aquí se ve muy bien tu casa, la verdad. Incluso aunque no mire.
Ella no quería seguir el juego. Pensaría, con razón, que no merecía la pena.
—Pretende que le diga todo lo que sé de la desaparición de Javier. Y yo no sé nada, te lo juro.
«Margaret Sullavan en Una chica angelical», se burló Mae West.
—No parece policía. Lo de Investigaciones Hernando debe de ser cierto. ¿Hay alguien, aparte de ti y de Borja, a quien la desaparición de tu marido le haya causado… algún trastorno? Y perdona la falta de consideración al llamar trastorno a lo que estás pasando. Debe de ser angustioso.
—No te preocupes. No se me ocurre quién puede estar detrás de esta locura, o a quién le puede interesar tanto. Ni siquiera a la exmujer de Javier. ¿O puede ella estar dándole vueltas a la herencia? Suponiendo que a Javier le haya pasado algo, quiero decir algo… Dios mío, es horrible.
Dicen que, una vez te has habituado a hablar del espanto, cualquiera que sea, puedes referirte a ello con toda sinceridad y, sin embargo, dar la impresión de que estás haciendo una pantomima. «De Jane Wyman en Sólo el cielo lo sabe no queda nada creíble», me dijo Mae West, «seguramente porque no se ha casado con un jardinero, sino con un ricachón. Empiezo a verla más como Lana Turner en Cautivos del mal, una actriz enfangada hasta las amígdalas».
El café se estaba quedando frío.
—¿Qué quería que le dijeras? Investigaciones Hernando, digo.
—En realidad, poca cosa —procuré darle la impresión de que hablaba con la mayor seriedad, que las bromas se habían acabado—. Me preguntó si alguien extraño te ha visitado durante los últimos días. Él también sabe que desde aquí se ve tu casa muy bien. No le dejé seguir, le dije que no contara conmigo para chismorreos. Estuvo aquí, mejor dicho, en el otro salón, el tiempo justo de beberse un vaso de agua muy fría, pero sin hielo.
«Me encanta cuando mientes», me dijo Mae, «hablasteis de otras cosas, por ejemplo de los negocietes que se trae el marmolillo con su cuerpo serrano. Claro que ni mintiendo así se te pondrá la cara de Robert Mitchum en La noche del cazador, qué malvado más sexy». Y yo pensé: «Mientras no se me ponga la cara, y no digamos el cuerpo, de Charles Laughton…».
—A mí también me ha pedido siempre agua muy fría, pero sin hielo. El otro, el que viene con él, ni eso.
—¿Has visto L.A. Confidential, la película? —le pregunté, y ella abrió mucho los ojos, desconcertada—. Perdona, es una estupidez. Es una de las primeras películas que hizo Russell Crowe en Hollywood. Él es australiano. El tal Ángel Hernando, o Antonio Hernando, o como se llame Investigaciones Hernando, se da un aire al Russell Crowe joven. Se peina igual. Casi se viste igual. Pero no es policía. Yo creo que no lo es.
—Ya —seguía desconcertada por esa alusión tan fuera de lugar a Russell Crowe—. Antonio, se llama Antonio Hernando. Y yo no acabo de estar segura de que no sea policía. La policía, digamos normal, también vino a verme, claro. Se llevaron el coche de Javier, que estaba en el garaje. También los ordenadores de casa, el de Javier y el de Borja. El coche y el ordenador de Borja nos los han devuelto, pero Borja apenas lo usa, dice que está convencido de que le han hecho algo. Como a los teléfonos. Yo también creo que los teléfonos los tenemos intervenidos. Borja y yo fuimos una vez, al principio de todo, a una comisaría de Cádiz a declarar. Luego, me han llamado dos veces, creo, para decirme que no descartan ninguna hipótesis. Eso dicen siempre. Me parece que piensan que Javier se ha escapado con una querida.
—No creo. Eso siempre se sabe muy pronto —y al instante me di cuenta de que había metido la pata.
—Casi prefiero que sea eso —dijo ella, y ahora parecía de verdad angustiada—. Porque luego están los espantosos artículos que publica ese imbécil en La Voz del Sur. ¿Leíste el del otro día? Sólo pensar que pueden estar haciéndole lo que le hicieron a ese pobre muchacho… Por Dios, por Dios… Pero a mí nadie me ha pedido un rescate, nadie. Y a Borja, tampoco. Bueno, él dice que a él tampoco, la verdad es que no lo sé, al fin y al cabo él es su hijo. A veces tengo la impresión de que sabe algo, que me oculta algo. Hay días en que está muy nervioso, y otras en que parece muy tranquilo, como si todo, lo que sea, fuera bien, o mejor. Borja tendría que irse a finales de mes con su madre, pero no quiere. Dice que antes tiene que ahorrar, no sé cómo, no será repartiendo periódicos. Ha hecho algo raro con el móvil, le ha pedido a un amigo que le compre uno, pero no a nombre de Borja, que el amigo lo compre a su nombre, ahora es necesario registrar quién compra también un móvil de esos de tarjeta que se recargan, dice que así, habiéndolo comprado su amigo Marcos, no estará intervenido. Yo ni sé el número de ese móvil.
«Yo lo sé», pensé.
—Creo que los artículos los publica ese imbécil de acuerdo con la policía, de verdad. Cuando hablan de la desaparición de Javier siempre parecen el mismo artículo, pero siempre traen algo nuevo. En el último decía, de un modo un poco raro, pero lo decía, que la hipótesis que está casi descartada es la de que se haya ido con una jovencita, y que un accidente también parece descartado, que las investigaciones parecen centrarse ahora en un secuestro o en una desaparición voluntaria por razones que aún son un misterio. Borja leyó el artículo y me dijo que no, que no decía eso, que en realidad seguía dejando todas las puertas abiertas, pero yo creo que sí, que lo decía.
—Lo leí —reconocí—, pero como no he leído los anteriores, no puedo compararlos.
No insistió. Como si de pronto no estuviera nada segura de lo que acababa de decir.
—Y luego está ese reportaje espeluznante sobre el secuestro del hijo de Aranda, el constructor. Yo creo que la policía le pidió que lo publicase y que eso quiere decir algo, y mira que daría mi vida por que no quisiera decir nada, lo juro por Dios.
«Pobrecita», dijo Mae West, «ahora sí que me recuerda a miss Turner en Obsesión. Ahí Lana sí que estaba divina».
Pilar se cubrió la cara con las manos. Me habría gustado acariciarlas, cubrirlas con las mías, darles calor.
—Es horrible, Pilar, ya lo sé. Pero estoy seguro de que el tal Antonio Hernando tampoco sabe nada de lo que le haya pasado a tu marido.
—Trabaja para alguien, ¿no? —un brote de indignación le ayudó a recuperar el dominio de sí misma.
—Sí, eso está claro. Pero ese alguien, sea quien sea, tampoco sabe nada, así que de momento es preferible que dejes de pensar en ellos. No van a hacer nada que puedas denunciar, seguro que no les conviene, y ya darán de verdad la cara cuando tengan que darla.
Respiró hondo, como si se diera por vencida. Rodeó la taza con las manos.
—Está helado. El café, digo.
—Hago otro. No tardo nada —hice ademán de levantarme.
—No, por favor, me voy enseguida —dijo, pero no se movió—. Perdona el atraco, creo que necesitaba desahogarme con alguien.
—Ha sido un atraco a bizcocho armado —lo probé—. Está buenísimo. Pero hay que hacer otro café.
—Te acompaño.
Fuimos a la cocina. Enjuagué y volví a preparar la cafetera y la puse al fuego, mientras ella me observaba con los brazos cruzados, apoyada en la encimera, un poco encogida, como si tuviera frío.
—Se me olvidaba —me dio la impresión de que acababa de acordarse de algo que le abrigaba un poco—, la semana pasada Blanca Ríos me habló de ti.
—¿Quién?
—Blanca Ríos. Sabes quién es, ¿no?
—No. Es decir, no caigo.
Jerónimo tiene una de esas clásicas cafeteras italianas que yo también utilizo. No me gustan las otras. Tardaría poco en empezar a subir el café.
—Me contó que se cruzó contigo en Madrid, en el Parque del Retiro, hace nada y que, plantada delante de ti, interrumpiendo tu paseo, le dijo a la amiga que iba con ella que tenía que saludarte, que había estado enamoradísima de ti cuando estaba en la Compañía de María.
—Ah, ella —comiqueé un momento, como Charlot cuando se enamoraba—. No me acordaba de ella, la verdad. Luego, en casa, pensé si sería una niña morenita, pálida, con una cara bonita pero tristona, con la que me cruzaba todas las mañanas, cuando yo iba al colegio de La Salle. Aquella niña me gustaba mucho, hacía todo lo posible para hacerme el encontradizo con ella, y ella bajaba la vista, como si le diera vergüenza enseñar aquella cara de pena. Siempre me han gustado las chicas que tienen la cara triste.
—¿También ahora? —parecía más divertida e incrédula que sorprendida.
«Esta excandorosa Pier Angelí baqueteada lo sabe todo», me advirtió Mae West. Yo levanté la tapa de la cafetera, el café empezaba a brotar ligero y aromático. Miré a Pilar.
—También ahora, claro que sí.
—¿Y es imprescindible que sean morenitas? —no era posible que estuviera coqueteando, pensé que más bien, en efecto, lo sabía todo y le divertía hacerme saber que lo sabía.
—No, no es imprescindible —«Perfecto», me elogió Mae, «George Sanders en Eva al desnudo no era tan cínico». Yo añadí—: Blanca Ríos es rubia, ¿verdad?
—Me parece que no. Va muy bien teñida, eso sí. Y desde luego, no tiene cara de pena.
No era posible que estuviera desacreditando a la competencia. «Pon las cartas boca arriba», me aconsejó miss West, «dile que el decapeptyl te está poniendo tetas y a lo mejor esta mosquita muerta nos sorprende y nos sale bombera como Mercedes de Acosta, la que se merendó a la Garbo, a la Dietrich y a toda la que se le ponía por delante».
—Todas las señoras de cierta edad son rubias —dije. El café ya estaba hirviendo y amenazaba con rebosar. Apagué el fuego y dejé que se aplacase poco a poco.
—Espera un momento —dijo Pilar—. Voy a la otra habitación por las tazas y por el bizcocho y nos lo tomamos aquí. En esta cocina se está muy bien.
—Trae sólo el bizcocho y los platos —le dije—. Tenemos más tazas y más cubiertos. Creo. Yo lo voy poniendo todo.
Jerónimo tiene en la cocina una mesa cortijera que, aunque barnizada, sigue mostrando los cortes de cuchillo de los almuerzos de los hombres del campo. Puse bandejas individuales, las tazas, los platos, servilletas de papel, cubiertos de postre. En la cocina estábamos a resguardo. No era esa la habitación desde la que se veía muy bien la casa de Pilar, la habitación de Los Zarzales que sin duda se veía muy bien desde su casa.
—Qué mesa más bonita —dijo Pilar—. Es como una cara con carácter.
Los dos habíamos comido un trozo de las porciones de bizcocho que nos habíamos servido, pero ahora no sabíamos cuál era el plato de cada uno.
—Por mí no importa —dijo ella.
—Por mí, tampoco. ¿De qué conoces a Blanca Ríos?
—Del gimnasio. Ella no tiene casa en Villa Horacia, está separada, no tiene hijos y pasa el verano en el chalé de sus padres, una casa de campo antigua, Villa Marcela, en La Jara chic de toda la vida, como dice ella, La Jara profunda, como dicen aquí. El gimnasio es exclusivo para los residentes en la urbanización, no sé cómo se las habrá apañado. Yo he dejado de ir, hay demasiada confianza entre todas las clientas y no me apetece nada tener que dar explicaciones y aguantar tantas preguntas y tantas carantoñas, pero antes iba tres veces por semana. La última vez que nos vimos allí fue cuando Blanca me contó que de niña soñaba contigo dormida y despierta y que llenaba cuadernos enteros sólo con tu nombre: Felipe Bonasera, Felipe Bonasera, Felipe Bonasera…
—Entonces has dejado de ir al gimnasio hace poco. Mal hecho —Pilar le había puesto al café un poco de leche fría y dos cucharadas de azúcar, pero yo el café lo tomo ahora solo y amargo y me quemé los labios—. Supongo que hablabais de mí porque ya sabíais que estoy aquí.
—Creo que le dije que tenía un nuevo vecino en la casa de enfrente. Marita Castells ya me había llamado para decirme quién eras.
—¿Marita sólo te dijo eso? —se lo pregunté sonriendo como los policías amables que en las películas invitan pacientemente a los sospechosos a confesar la verdad.
—Sólo. Bueno, me animó a ir a la lectura de Gonzalo Aresu, ya sabes, porque allí coincidiría contigo —hizo una pausa que a mí se me antojó maliciosa—. Blanca ya me había dicho que seguías igual de guapo, pero que no había nada que hacer.
«Oscar para la Million Dollar Baby», dijo Mae. «Bonito golpe».
—Caramba, debo de haberme convertido en el tema de conversación del verano, se ve que todo el mundo conoce mis secretos más entretenidos —el café ya se estaba templando.
—No creo que sea para tanto —dijo ella, y no supe discernir muy bien si se refería a mi supuesta conversión en el cotilleo del verano, o a mis secretos más entretenidos—. Aquí se acaba sabiendo todo de todo el mundo. Te aseguro que yo ni lo pensé hasta que me lo dijo Borja.
Sé muy bien cómo encajaba Cary Grant en sus películas las revelaciones más comprometidas: sin mover un músculo, sin desfigurar la sonrisa, todo lo más frotando suavemente las yemas de los dedos pulgar e índice de la mano izquierda, si la derecha la tenía ocupada en cortar con el tenedor de postre un pequeño trozo de bizcocho.
—¿Borja? ¿Qué te dijo Borja?
—Bueno —dijo ella, tratando de aparentar la mayor naturalidad—, ya sabes cómo son los chicos de ahora. Llegó y me soltó, por las buenas: «El vecino de enfrente es gay».
Aquel bizcocho era realmente mediocre. «Díselo. Lo del niñato de las narices, no lo del bizcocho», me animó Mae.
—Ya sé cómo son los chicos de ahora —yo seguía muy Cary Grant—. Borja te diría: «El vecino de enfrente es maricón».
Pilar apretó los labios y se ruborizó. Parecía avergonzada por haberse relajado hasta el punto de decir inconveniencias fuera de lugar.
—Por Dios, Felipe, lo siento mucho, te prometo que para mí no tiene la menor importancia. Yo siempre he tenido montones de amigos gays, son encantadores.
Me eché a reír como un auténtico gentleman. Al menos, como cree Mae West que es un verdadero gentleman. Con todo, miss West insistió: «Díselo. Fíjate, a lo mejor no la sorprendes. A lo mejor ella ya ha tenido un tete a tete con ese marmolillo que, en el fondo, no le toca nada, como tenían un tete a tete en Té y simpatía, y tampoco se tocaban nada a pesar del apellido, la encantadora Deborah Kerr, tan señora, y John Kerr, tan tierno, a propósito de las supuestas inclinaciones del muchachito».
—¡Por Dios, Pilar! —dije yo, y de verdad que no quería por nada del mundo que ella pensara que me había ofendido—. Claro que no tiene la menor importancia. Es muy entretenido, pero no es ningún secreto. Y por supuesto que tendrás montones de amigos gays, todos encantadores. ¡Todo el mundo tiene montones de amigos gays y todos son encantadores, los gays y los no gays! Anda, dame un beso.
Rodeé la mesa y le di un beso en la mejilla, un beso que, de haber terminado ya el decapeptyl de hacer su trabajo, y de haberme puesto yo en manos de Elizabeth Arden, no le habría dejado una marca de carmín, se la habría incrustado en el encantador moflete. En ese momento, sonó el timbre de la puerta.
—Alguien encantador —dije—. Supongo.
Pero era Borja. Estaba en la puerta, nervioso, con cara de haberse enfadado con el universo entero, preguntándome a bocajarro si seguía allí su madre, ordenándome que la avisara, mirando por detrás de mi hombro, exigiéndole a Pilar cuando la vio aparecer por el pasillo:
—Vámonos. Menudo marrón, joder.
Pilar me miró avergonzada, ruborizada, con esa cara de pena que a mí siempre me ha gustado tanto en las chicas. Fue inútil que ella le preguntara al muchacho qué ocurría, Borja sólo sabía repetir vámonos, joder. Debía de haberle pasado algo —«menudo marrón, joder»— que no tendría nada que ver con el hecho de que Pilar estuviera en mi casa. Marelisa, la asistenta ecuatoriana, le habría dicho dónde encontrarla. Antes de darse la vuelta, Borja me miró desafiante y me enseñó su móvil, pensé que me amenazaba con algo. Quizás me reprochase no haber contestado a sus llamadas. Quizás estuviera pensando en chantajearme. Pobre muchacho. ¿No iba a comunicarse conmigo mediante sms? Pilar ni siquiera se despidió de mí. Siempre me han gustado las chicas que parecen desvalidas. Como aquella muchacha finlandesa a la que yo intentaba consolar de los desdenes de un morenazo tarambana, de Alicante, muy guapo, que compartía conmigo la habitación del primer hostal en el que me hospedé cuando llegué a Madrid.