Ella: «Todos los chicos tienen una parte sensible».

13 de julio, martes

La parte sensible de un gánster ha sido siempre mi gran especialidad.

Eso le dije a Felipe cuando vimos las fotos de los tres mafiosos georgianos en un reportaje glorioso de nuestro Woodward favorito —Bob, el del Watergate, no confundir con Joan, divina en El largo y cálido verano—, nuestro sin par Paco Luna, en La Voz del Sur. Vaya caretos, dijo Felipe, que a veces habla como los brasileños que están haciéndose con el español y lo primero que aprenden, como es natural, es la palabrería juvenil y callejera: flipo, mola, de puta madre, que te cagas. Cosas así. Ya se sabe lo que le pasa al que con niños o con mozalbetes se acuesta: se levanta mojado, o rompe de pronto a hablar como los muchachos treinta años más jóvenes, una cosa tan ridícula como, a los setenta, conducir un descapotable malva, vestir de Tommy Hilfiger o presumir de ser un hacha con las ultimísimas cacharrerías electrónicas. Cada cosa tiene su edad. Pues tú deberías ser la primera en aplicarte el cuento, me dijo mi hombre, que lo que te corresponde es jugar al bridge y ponerte ciega de té con pastas los domingos por la tarde, en casa de Gertrude Stein y Alice B. Toklas, con sus cacareantes invitadas, y no andar calculándole el tamaño del faro de Alejandría al primer mañoso que se te ponga delante, aunque sea en foto, mientras te haces la ilusión de que se te sigue mojando el puente de los suspiros. Porque también para vosotras cada cosa tiene su edad, añadió. Y yo le admití que sí, que de acuerdo, que por supuesto, que también para nosotras rige ese principio, salvo que una se haya preocupado lo suficiente de no ser jamás una señora, y de eso precisamente es de lo que más me he preocupado yo durante toda mi vida. Así que vi la foto de los tres mafiosos y la mirada se me quedó encasquillada, como dice Carmeli, en el de en medio, un mocetón moreno, de ojos muy claros, con unos labios como los de Paul Newman y una cicatriz en el cuello que daba temblores. Todos los chicos tienen una parte sensible, también los gánsters, le dije a Felipe, saboreando con la mirada la foto del facineroso georgiano. Aquellos tres, según la pieza truculenta y exaltada de Paco Luna, habían tenido secuestrado y torturado durante casi seis meses, en un caserío de Almonte, al otro lado del Guadalquivir, al hijo buenagente, como Carmeli dice, y gafitas de un constructor sanluqueño, podrido de dinero por los cuatro costados, al menos hasta antes de esta onerosa crisis, y aunque era cierto que la Benemérita había solucionado satisfactoriamente el caso a principios de febrero, acababa de hacerse pública la sentencia que condenaba a los secuestradores y torturadores a una cantidad espeluznante de años de prisión, lo que volvía a poner el caso en primera plana y obligaba al ciudadano a preguntarse, con lógica y comprensible preocupación, ¿será un caso similar el de la desaparición de Javier Meneses, el financiero que se esfumó sin dejar rastro a mediados de abril del año en curso, y sobre cuyo paradero los efectivos de la policía desplazados a la Baja Andalucía a tal fin no tienen aún, al parecer, noticias fiables que ofrecer a la muy alarmada opinión pública de la zona? El gran Paco Luna continuaba su reportaje con una detallada y escalofriante descripción de todas las atrocidades que la implacable mafia georgiana había infligido a su pobre víctima, un honrado padre de dos hijos pequeños, casado con una apreciadísima muchacha de familia muy conocida en la localidad, y de las sevicias a las que sometieron al desventurado muchacho, mientras exigían al angustiado padre una auténtica fortuna, si quería volver a verle con vida.

—Espero que Pilar no lea esta barbaridad —dijo Felipe.

—En el autobús todo el mundo hablaba de eso —dijo Carmeli cuando llegó, a las ocho y media, para compensar los novillos del día anterior, y así a lo mejor a Felipe le daba lástima y no le descontaba el dinero del lunes, que estaba ella muy necesitada.

—¿Y qué te ha dicho el médico, Carmeli?

—Me ha dicho que son nervios. Ya ves tú, al final ir al médico por el dinero es lo mismo que ir al ambulatorio. El del ambulatorio también dice que son nervios.

—Serán nervios, mujer. ¿Pero nervios del oído, o nervios en general?

—Yo qué sé. Serán nervios del oído, porque si el ardor de estómago me entra en cuanto oigo rezar el rosario, o cantar sevillanas, o sonar el himno, entonces será el oído, tampoco hay que ser una eminencia médica para darse cuenta de eso.

—Oye, Carmeli —Felipe acababa de acordarse de lo que había dicho Cyd Charisse, la facha del grupo de invitadas de Gertrude Stein y Alice B. Toklas, mientras veíamos la final del Mundial—, tú, cuando hay elecciones, ¿votas?

—¿Qué elecciones?

—Elecciones para elegir al presidente del Gobierno, o al alcalde, ¿tú votas?

—Votaba. Yo votaba siempre a los comunistas, pero ahora no hay comunistas, ni en Sanlúcar ni en ninguna parte, ahora ya no sé ni lo que hay.

Cyd Charisse, además de facha, por lo visto era adivina.

—Tienes que volver a votar, Carmeli. Es importante.

—Si yo volví a votar, darlin, como dicen las artistas —cualquiera diría que Carmeli también podía oírme a mí—. Volví a votar. A los socialistas. ¿Pero tú sabes lo que pasó aquí una vez con los socialistas? Pues que un año estaban a punto de perder las elecciones, o lo que fuera, que a lo mejor no eran las elecciones, pero algo era, algo importantísimo del Ayuntamiento, vamos, que los echaban si perdían, y entonces el socialista que llevaba en el Ayuntamiento lo del urbanismo y toda la pesca, un chupatintas de tres al cuarto que desde que empezó a encargarse de eso se convirtió en un potentado, que había que ver a la mujer cómo iba de sobrada y de alicatá en alhajas, pues ese decidió sobornar a uno del PP para que no votara en contra de ellos, y quedaron en que le darían a cambio del favor cinco millones, ¿cuánto son cinco millones de las antiguas pesetas, en euros, Felipe?, treinta mil euros, ¿no?, pues eso quedó en darle, cinco millones, y como por lo visto no los tenían los socialistas contantes y sonantes, que lo tendrían todo bien invertido en las Islas Caimán, pues el carajote del socialista le dijo al del PP que le firmaba unas letras, como lo oyes, y le firmó cinco letras por un millón cada letra, hay que ver, además de cochambroso corrupto, tonto, tonto de la pandorga, pordiós, ¿cómo no lo iban a pillar, ¡si había firmado cinco letras!, a millón cada una, con su firma y rúbrica, cómo no lo iban a pillar?, ¿dónde se ha visto una cosa igual, Felipe, pordiós?, ¿dónde se ha visto que sobornen a una criatura a plazos? Dejé de votar a los socialistas, tú me dirás.

—Lo comprendo, Carmeli, lo comprendo. Y no has vuelto a votar en tu vida, claro.

A esas alturas, Carmeli había dejado ya de pasar el aspirador.

—Pues no, ya ves tú. Volví a votar. Es que, a mí, escarmentar me lleva tiempo.

—¿No me digas que has votado también a los del PP? Carmeli, no me lo digas.

—Pues tápate los oídos, si quieres, porque te lo voy a decir. He votado a los del PP. Una vez. A Aznar, ya ves tú. Bueno, al representante de Aznar en Andalucía, que al fin y al cabo era lo mismo, si ganaban el que iba a ganar en España era Aznar. Yo me dije, mira, Carmeli, ese hombre, aunque tenga hechuras de cristobita, a lo mejor arregla algo, total, más perdió La Perola cuando tuvieron que coserle del todo el boniato, en el hospital de Jerez, porque era una exageración lo que le había dado de sí. Y le voté. ¿Y tú sabes lo que me pasó, Felipe? Que fue meter uno del barrio alto que yo conozco, y que estaba presidiendo la mesa, fue meter él mi papeleta en la urna, Felipe, fue meter aquella papeleta que yo había cogido del PP, y que había metido en su sobre, fue meterla, y a mí me entró un ardor de estómago que me quería morir, Felipe, ¡que me quería morir! Una vez y no más, ahora sí que te lo digo yo.

—Entonces —le dijo Felipe, muerto de risa—, si también te dio ardentía cuando votaste al PP, no son los nervios del oído, Carmeli, entonces son los nervios en general.

Carmeli dijo que a saber lo que sería, que de lo único que ella estaba segura era de que se había gastado su dinero en balde, con lo necesitada que estaba, que no le descontase Felipe el día, por misericordia, que ella se quedaba escamondándolo todo una horita más si hacía falta, y Felipe le dijo que no le amenazase con quedarse una hora más y que no le iba a descontar ni un céntimo. Él es así de generoso. No tanto como Kyril, las cosas como son. Claro que Felipe no es ni ha sido nunca un gánster y Kyril, sí, y de campeonato, como Paul Muni y Al Pacino en Scarface o Marlon Brando en El Padrino, pero en búlgaro y muchísimo más guapo que los tres juntos, para mi gusto. Ahora ya no sé si lo es, gánster, digo, guapo sigue siendo de morirse, a mí me ha dicho que no, que esa etapa de su vida ya está superada, que se acabaron los bisnes fuera de la ley, que se acabó la vida mafiosa, el andar a cara de perro con la policía, los malos rollos, o sea, los ajustes de cuentas, que ahora él es un empresario decente, que ahora lo que tiene es una tienda de antigüedades chinas, ya ves tú, ¡una tienda de antigüedades chinas!, y en plena Milla de Oro de Madrid, yo no sé lo que habrá detrás de eso, mejor ni se lo pregunto, porque si se lo pregunto y me contesta que no hay nada raro, y me lo jura con el corazón, me jura que no hay más que lo que se ve, cacharros y trapajeos chinos más o menos antiguos, si me dice eso y resulta que es verdad, entonces a mí se me puede bajar el potasio, la tensión, el morbo, es que una es así, la parte sensible de un gánster ha sido siempre mi gran debilidad, pero tiene que seguir siendo un gánster, claro, no sé por qué será, no sé por qué los mafiosos, incluso si son georgianos, me pueden, a lo mejor son nervios, como lo de Carmeli. Con razón me dice Felipe que cada vez hablo más como Carmeli y menos como Mae West, a mí me parece que Carmeli y yo somos almas gemelas, lenguas gemelas. Ella en escurrida y yo en hipertrofiada, eso sí.

A Kyril fue a quien yo llamé, para que me acompañara, cuando tuvieron que hacerme la biopsia. Felipe iba con más nervios que un bistec de tercera, pitracoso de la cabeza a los pies iba el pobre, y nada más verse ingresado y solo, qué penita, en esa cama de ese hospital, con aquel calor, la tensión se le fue por el Himalaya, 20 de máxima tenía cuando le tomó la tensión la enfermera. Menos mal que yo estaba excitada pero glamurosa, perfectamente maquillada para la ocasión, muy ceñida por un vestido de lamé que me quedaba estrecho por culpa de la hipertrofia, pero que resaltaba aún más mis mullidos encantos, y además no me cabía la menor duda de que Kyril acabaría por aparecer, seguramente con un ramo de flores del tamaño del Hollywood Bowl y su certificado de buena conducta expedido por él mismo, pero sin su perro, porque en los hospitales no dejan entrar con perros, él tiene un bulldog que se llama Vito, por Vito Corleone, claro, un homenaje a los buenos tiempos, dice, con esa sonrisa a lo Cary Grant en Sospecha que gasta el muchacho y que a mí me deja hecha una Joan Fontaine encharcada.

A Álvaro Bartolomé Martínez de Castro y Ruiz de Somavía, con todo lo amigo que es de Felipe, ni pensé en avisarle. Ese sólo piensa en Álvaro Bartolomé Martínez de Castro y Ruiz de Somavía y en la fantasiosa embajada en Kuala Lumpur, sólo de imaginarse que tendría que hacer de samaritana por unas horas, en un hospital de la Seguridad Social, se le saldrían, de golpe, todos los anillos. Paloma y Santos, un joven matrimonio de diplomáticos que le quiere mucho, estaban de vacaciones, y a los amigos de toda la vida, que no tienen nada que ver con la carrera, pero con los que suele comer todos los sábados desde la Marcha Verde contra el moro, por lo menos, bastante tenía cada cual con sus achaques. A sus hermanas Marisol y Verónica, que viven en Sanlúcar y Sevilla, respectivamente, mejor no quemarlas demasiado pronto, tal vez tuvieran que acompañarle después en trances quirúrgicos de más envergadura. Thiago estaba en Brasil, y otros viejos amores que le seguían llamando por teléfono casi todas las semanas andaban siempre ocupadísimos y, por lo general, lejos de Madrid. Así que sólo me tenía a mí, su Mae West, el cuerpo del delito, su gran dama indigna pero animosa y con un piquito de oro. Yo puedo hacer que dejes de sentirte solo, encanto, pero después no me eches la culpa si tu señora te pide el divorcio, le dije, como le decía siempre a algún mocetón coloradote que asistía a mi show en compañía de su modosa mujercita. Le había dicho también, el día anterior, que yo me encargaba de llamar a Kyril, que él nunca me fallaría, y Kyril no me falló, bueno, sólo me falló a primera hora, me dijo que sí, que sí, que contara con él, que él me acompañaba, que él se quedaba conmigo todo el tiempo que hiciera falta, que su tienda de antigüedades chinas podía estar cerrada un día, o dos, o tres, sin que pasara nada y que a Vito le daba una pastilla y lo dejaba tranquilito en casa, que ni se me ocurriera llamar a otro, que él estaría puntual a los ocho y media de la mañana en la puerta de la casa de Felipe con su mercedes, pero a las ocho y media no apareció, ni a las nueve, y cuando le llamé, ya casi tan nerviosa como mi hombre, me dijo, con voz de ultratumba, que perdón, que le perdonase de corazón, que se había quedado dormido, que se había acostado a las cuatro y no le había funcionado el despertador, que salía enseguida, así que Felipe y yo nos fuimos en taxi al hospital y sólo media hora después de que la enfermera comprobara, sin alterarse lo más mínimo, que Felipe tenía 20 de tensión máxima, se presentó Kyril, compungido, con su sonrisa carygrant, con un ramo de flores del tamaño, efectivamente, del Hollywood Bowl, y con la solemne promesa de quedarse allí, conmigo, hasta que me diesen el alta o hasta que me incinerasen.

No me incineraron, pero me hicieron un daño horroroso. Con una anestesia tan endeble que ni funcionó, me dieron ocho picotazos en forma de círculo para sacarme ocho muestras, y pensé que me desmayaba del dolor, pero sabía que Kyril estaba fuera, vigilante, dando zancadas y mordiéndose las uñas, nerviosísimo, como si fuéramos a tener gemelos por cesárea, y allí me lo encontré, rebosante de afecto y de mimos muy masculinos, cuando me sacaron del quirófano en camilla, después de que el médico le dijera a Felipe que no se descuidara, que le avisarían enseguida de los resultados, que seguramente tendría que empezar a tomar hormonas antes de irse de vacaciones, que ahora las vacaciones no eran lo prioritario. Luego supe que también se lo dijo a Kyril, sin que yo me enterase, a él le dijo más, que lo que había visto era muy preocupante, y a él casi se le atasca el corazón, me confesó mi exgánster favorito mucho tiempo después, pero lo supo disimular como un machote, como un mafioso fetén, sólo se separó de mi lado para traerme agua y bombones, y me entretuvo, me entretuvo mucho, hasta que me dieron el alta a las cuatro de la tarde.

La verdad es que, mientras Kyril me entretenía, hubo más de un momento en que pensé que, después de darme el alta, me llevarían directamente a un penal, como a la pobre Eleanor Parker en Sin remisión, donde una guardiana sádica y con mal disimulados apetitos lésbicos le hacía a la pobre Eleanor la vida imposible, incluso cuando ella encontraba la comprensión y el consuelo de una nueva superintendente de la cárcel, amable y humana y que luchaba por implementar, como se dice ahora, métodos carcelarios más respetuosos con la dignidad de las reclusas, aunque la superintendente, a quien Agnes Moorehead interpretaba de Oscar, y de hecho llegaron a nominarla como best supporting actress, tampoco disimulaba demasiado bien sus apetitos lésbicos, dicho sea de paso. Hubo un momento, ya digo, en que pensé que la familia del paciente que ocupaba la otra cama terminaría avisando a la policía, porque Kyril, para entretenerme, no tuvo mejor ocurrencia que contarme, con todo lujo de detalles, el último incidente de película de mafiosos en la que se vio envuelto y que casi le cuesta la vida, porque un día, a media tarde, se bajaba él tan tranquilo de su mercedazos último modelo, delante de su chalé de Puerta de Hierro, cuando le dispararon cinco veces a quemarropa desde un coche que se detuvo un momento a su lado, y una de las balas le cortó la aorta, le entró por el cuello, por debajo de la mandíbula, y le salió por debajo de la otra oreja, y él, aunque cayó al suelo desangrándose como un cochino, tuvo la suficiente sangre fría para taponarse con la mano, apretando fuerte, el caño de sangre, hasta que vino la ambulancia y después, en el hospital, consiguieron sacarle adelante, que ya los cirujanos le dijeron que había salvado la vida de milagro. Yo noté que se había hecho un silencio sepulcral al otro lado de la cortina, donde estaban el paciente que compartía la habitación con Felipe y su familia, una señora muy de su casa y dos hijas modernas, pero muy dispuestas, que a lo mejor se pusieron a agonizar del susto. El paciente yo creo que ni se enteró, porque estaba tan malito como Felipe, y de lo mismo. Yo llegué a notar que me moría, me dijo Kyril, y siempre que me preguntan qué sentí en ese momento siempre digo que felicidad, mucha felicidad, mucha paz. Eso me dijo. Pero no podía quedarme en el hospital mucho tiempo porque podían presentarse allí los georgianos a rematarme, prosiguió, con los familiares del paciente de la cama de al lado ya al borde del coma profundo, cada día que pasaba era una oportunidad que les daban a los georgianos, porque eran georgianos y yo conocía bien sus nombres y sus caretos, una oportunidad, digo, para colarse en mi habitación, burlando a los policías que hacían guardia las veinticuatro horas y, en un suspiro, mandarme definitivamente al otro barrio, metiéndome dos cargadores completos entre pecho y espalda, así que llamé a mis hombres, les ordené que vigilaran las puertas, los ascensores y los pasillos del hospital, que se turnaran de día y de noche hasta que yo tuviera las mínimas fuerzas necesarias para escaparme, porque los médicos no pensaban darme el alta así como así, y, en efecto, al tercer día me escapé, me sacaron casi en volandas mis lugartenientes disfrazados de enfermeros, burlando a los pánfilos de los policías, y escondido estuve, con una fiebre que flipaba y a punto de palmarla por lo menos dos o tres veces, en un piso de máxima seguridad. Así me entretuvo Kyril. Si los familiares del paciente de la cama de al lado no llamaron a la Guardia Civil, yo creo que fue porque les estaban atendiendo de sendos ataques al corazón, o de sendas hemorragias cerebrales.

—A lo mejor el georgiano de en medio fue uno de los que casi mandan a Kyril a criar malvas —le dije, ilusionada, a Felipe, que volvía a releer por tercera vez el faulkneriano reportaje de Paco Luna sobre el hijo secuestrado y torturado del constructor. A Faulkner lo conocí en la Metro, cuando él escribía allí guiones. Parecía un pajarito mojado por un vertido tóxico.

—Siempre te gustó el papel de Susan Sarandon, cuando iba a visitar a la cárcel a Sean Penn, en Pena de muerte —me dijo él.

Yo me estremecí —de gusto, lo reconozco— y Felipe empezó a sudar.

—¿Tú crees que Pilar y el chico lo habrán leído? —me preguntó.

—Ella, seguro. Alguna buena amiga, envidiosa de su felicidad por haberse librado con tanto estilo del marido, le habrá dicho que lo lea —y enseguida añadí—: Mira quién está ahí.

En aquel momento, el mequetrefe que completaba sus ingresos semanales repartiendo periódicos en bicicleta, como en las películas, a primera hora de la mañana, llegaba a su casa y se quedaba un momento mirando con mucho descaro al cierro del cuarto de estar de Los Zarzales.

Inquieto, Felipe miró la pantalla de su móvil. No había ninguna llamada perdida.