Yo: «Los muertos no sudan».

12 de julio, lunes

El tipo rubio y de ojos oscuros, de pelo corto, espeso y liso peinado hacia delante, que apareció en la puerta y me miró como si estuviera seguro de que yo esperaba su visita, no tenía pintas de ser un ángel, pero sí de besar diabólicamente. Yo había visto antes a ese hombre.

«Se da un aire», me dijo Mae West, «a Russell Crowe en L.A. Confidential. También a este le sentaría mejor el blanco y negro».

En su momento lo había discutido con Álvaro: a aquella película de Curtís Hanson le perjudicaba el tecnicolor, le quitaba verosimilitud cinematográfica, pero él opinaba que habría sido un crimen sacrificar el colorido radiante y dolorido de Kim Basinger.

«Ni se te ocurra hacerte la Basinger», me aconsejó Mae, «aún te faltan unas cuantas inyecciones de decapeptyl. Como mucho, Jack Lemmon en Con faldas y a lo loco. Inténtalo».

El tipo sonrió con esa socarrona malicia de quien acaba de escuchar sin querer alguna divertida inconveniencia.

«Cariño, eso se llama astucia para interpretar el lenguaje corporal», me dijo Mae, y me la imaginé columpiándose sin despegar los pies del suelo, a cámara lenta.

—¿El señor Bonasera? —tenía una voz apagada, tranquila, cálida—. Antonio Hernando. Me gustaría hablar con usted unos minutos.

Me pareció prudente tantear el terreno.

—No estoy interesado en enciclopedias, en seguros, en tarjetas de crédito o en nuevos sistemas de aire acondicionado o de riego por aspersión —le advertí, procurando no resultar antipático—. Además, en estos momentos tengo visita. Dígame qué quiere.

—Llevo desde las cuatro esperando a que fuera una hora razonable. Sé que, sobre todo en verano, la siesta es sagrada. En todo ese tiempo no he visto entrar a nadie y pensé que podría atenderme. Por cierto, ha dejado abierta la cancela de la calle. Debería cerrarla.

Miré el reloj.

—¿Lleva dos horas espiándome? —no me preocupé lo más mínimo por ser un dechado de diplomacia y de simpatía.

—Claro que no. Estaba por aquí, tenía cosas que hacer. Me gustaría hablar con usted de la señora Pilar Ordóñez.

—¿De quién? —a mi pesar, aquello empezaba a interesarme.

—Sabe de quién le hablo —no parecía molesto por mi ridículo intento de hacerme de nuevas—. La mujer de don Javier Meneses, ese hombre que ha desaparecido.

—¿Es usted policía?

—No.

Sacó una tarjeta de visita del bolsillo de la camisa, de manga corta, blanca y perfectamente planchada, y me la entregó. Tenía unos antebrazos fuertes y bronceados, con una ligerísima capa de vello muy rubio, casi transparente. Menos de treinta y cinco años, calculé. Dado que durante los últimos meses he perdido algo de visión de lejos, aunque no sé si como consecuencia del tratamiento, pude leer la tarjeta sin gafas y conservando la compostura, sin contorsiones lamentables. «Antonio Hernando. Investigaciones».

—Vaya, detective privado, qué cinematográfico —sonreí con la mayor cordialidad—. No me divierte nada cotillear sobre mis vecinos. Lo siento.

—A ella tampoco —dijo Hernando cuando le di a entender que había llegado el momento de terminar aquella conversación—, pero no está segura de quién es usted.

Levanté la vista y la fijé en el gran ventanal rectangular de la casa de Los Zagalejos. Los estores estaban medio bajados y no podía distinguir nada detrás de los cristales. Pilar quizás estuviera espiándonos desde allí.

—¿Trabaja para ella? —pregunté, sin apartar la vista de la casa.

—No puedo decírselo. No le quitaré mucho tiempo. Desde luego, no le quitaré ni un minuto más de los que usted quiera concederme.

La frase era un poco redicha, pero astuta. El tipo, además de parecerse al joven Russell Crowe y ser una eminencia en la lectura del lenguaje corporal, sabía engatusar.

«Ahora, nada mejor que una oportuna y seductora caída de ojos, a lo Lauren Bacall», me recomendó Mae West, pero yo me limité a decir:

—Pase, por favor.

Había hecho un día limpio y con viento de poniente, y a las seis de la tarde la casa se mantenía fresca sin necesidad de tener todas las ventanas cerradas. Desde la playa llegaba, entre el leve balanceo de los visillos, un suave olor a arena húmeda. Antes, ese olor, y el de las adelfas que crecían salvajes en cualquier lugar de la finca, perfumaban el aire todo el verano, salvo en los días más hoscos de levante en calma, cuando el aire inmóvil desprendía el olor áspero del polvo recalentado y teníamos que buscar alivio en el interior de la casa grande, con puertas y ventanas estrictamente cerradas, los niños a veces tumbados en el suelo, medio desnudos, absorbiendo por todo el cuerpo, por todos los poros, la tibieza calmante de las losas grises del pavimento de todas las habitaciones. Jerónimo tiene en los suelos de su casa, salvo en la cocina y los cuartos de baño —en los que ha puesto losetas de color barro claro—, grandes placas de mármol blanco que conservan, en los días más asfixiantes, una temperatura maravillosa para andar descalzo, aunque Carmeli se queja de no estar nunca completamente segura de dejar los suelos perfectamente limpios. Por la mañana, Carmeli, según había anunciado, no se presentó ni llamó luego para contar cómo le había ido con su médico de pago, y yo había preferido salir a comer, muy temprano para ahorrarme la siempre un poco vergonzosa incomodidad de hacerlo solo en medio de mesas ocupadas por parejas y familias, en un bistró que hay cerca de la entrada de la urbanización. En aquel momento, mientras conducía al cuarto de estar grande a Investigaciones Hernando, como sin duda le habría llamado Álvaro con su implacable ingenio para mortificar a quienes se quedaban fuera de sus sardónicas fantasías de alta diplomacia con caviar y champán, me di cuenta de que en el mármol había huellas y rozaduras impropias de una elegante residencia de verano.

—Perdone si no está todo suficientemente limpio —le dije a Investigaciones Hernando—. La asistenta no ha podido venir hoy.

Si Carmeli me hubiese oído llamarla «asistenta», habría aullado de ardentía.

«Habrase visto», ronroneó en mi oído Mae West: «una chica como yo, en una habitación con un tipo como este, en lo último que habría pensado es en esa clase de polvo».

—No se preocupe, por favor —Investigaciones Hernando no logró disimular lo pintorescas y cursilonas que le parecieron mis disculpas—. Tendría que ver cómo está mi habitación del hostal.

—Siéntese donde prefiera —eligió la butaca más cercana a la puerta del salón, de cara a la ventana, y no pude evitar mirarle a Investigaciones Hernando los pliegues de la bragueta, una feísima costumbre de lo más embarazosa, sobre todo en situaciones obligadas por el habitual ejercicio de la diplomacia, y no necesariamente de caviar y champán; durante mucho tiempo fui incapaz de corregir esa espantosa impertinencia, aunque creía tenerla ya medio controlada. Él se dio cuenta y cruzó las piernas con mucha tranquilidad, sin el menor asomo de disgusto, como dándome a entender que mi grosera curiosidad no le molestaba lo más mínimo, más bien todo lo contrario, pero que prefería que no me distrajese—. ¿Quiere tomar algo?

—Sólo un poco de agua, bien fría si es posible. Pero sin hielo.

«Alerta, encanto», me susurró Mae West, muy loba, «si es tan retorcido para pedir agua, habrá que abrocharse el cinturón cuando se ponga a pedir todo lo demás».

—Vuelvo enseguida —le dije a Investigaciones Hernando, y de pronto pensé que me resultaba irritante dejarle allí solo, aunque no fuera más que durante un par de minutos. Yo no tenía nada que esconder y él no tenía nada que descubrir, pero la sola idea de que aprovechara para husmear me ponía nervioso. Supe que enseguida empezaría a sudar. ¿Hasta cuándo tendría que soportar esos sofocos y esos sudores tan desagradables, tan delatores? ¿Tendría ya que soportarlos siempre? ¿Cuánto tiempo era, ahora, «siempre»? Los muertos no sudan, pensé. La presencia inquisidora de Investigaciones Hernando empezaba a resultarme agobiante, y conforme creciera el agobio, aumentaría el sudor. Después de poner en una bandeja la jarra de agua helada y dos vasos, abrí el grifo del fregadero y dejé correr el chorro hasta que el agua salió muy fría. Era un truco que parecía dar resultado: me quité el reloj de pulsera, me arremangué un poco las mangas de la camisa, junté las muñecas y las puse bajo el chorro hasta sentir que el agua me apaciguaba el pulso. Quizás fuera pura sugestión, pero empezó a remitir y a enfriarse el sudor. Cuando volví al cuarto de estar grande, Investigaciones Hernando había tenido tiempo de husmear en todas partes, pero permanecía sentado en la butaca, cruzado de piernas, observando con un interés desconcertante el transparente que se veía por la ventana, muy relajado.

—Perdone la tardanza —le dije—. He tenido que hacer una llamada.

Lo de la llamada se me ocurrió sobre la marcha, y se me antojó una buena idea para intrigarle o incluso alarmarle un poco, pero él no mostró la menor inquietud o curiosidad.

—No se preocupe —dijo, sin apartar la vista de la ventana—. Parece artificial.

—Vaya. En la vida me han dicho de todo, pero creo que es la primera vez que alguien me dice que parezco de plástico, o algo así.

Su risa era casi candorosa. «Un peligro añadido», me susurró Mae West, relamiéndose, «cuando llegue el momento de que te pida de todo».

—Por Dios, disculpe. Me refería al transparente. Es tan verde y tan brillante que parece artificial.

—Ya me he dado cuenta. Supongo que está bien orientado, le preguntaré el secreto al dueño de la casa. Porque usted sabe que esta casa no es mía, ¿verdad?

—Lo sabemos —dijo Investigaciones Hernando, y no dejaba de ser pertinente que hablara en plural. Yo me puse, muy en plan rubia ingenua del cine de Hollywood de los cincuenta (tipo Judy Holliday en Nacida ayer), a recorrer con la vista todo el salón.

—¿Lo sabemos? Pensaba que había venido solo.

La broma no le hizo especial gracia a Investigaciones Hernando.

—Tengo mi equipo —dijo, serio, como si yo hubiera puesto en duda su solvencia profesional—. Sabemos que esta casa es de don Jerónimo Hidalgo y parece que usted es primo suyo.

—Juraría que lo soy —dije, aparentando asombro—. De todas maneras, se lo preguntaré a él, cuando le pregunte cuál es el secreto de que el transparente esté tan lustroso.

—Es cómico, sí.

En ese momento sonó mi móvil. Miré la pantalla. «Llamada sin número». Corté la comunicación.

—Perdone, no quería molestarle —me disculpé, aunque Mae West me había susurrado: «Enfadado promete todavía más, como Glenn Ford en Gilda»—. ¿Y dice que trabaja para Pilar Ordóñez?

Sonrió. Había recobrado en un instante el temple tranquilo e irónico.

—Yo no he dicho eso. En este trabajo la confidencialidad es sagrada. Lo que sí le he dicho es que ella no está segura de quién es usted.

—Bueno, a mí empieza a pasarme algo por el estilo. No acabo de estar seguro de seguir siendo quien yo creía que era. Debe de ser cosa de la jubilación. Y de la edad, por supuesto. Y de los achaques de salud. Un efecto secundario de algún medicamento, ya sabe.

—Nosotros sí sabemos quién es usted. Una persona honorable.

—Gracias —le dije, aunque Mae West me había dicho: «Esto se tuerce, encanto. O le convences de que eres una perdida, o nunca terminará llamándote darling».

—Además —por cómo inclinaba un poco el cuerpo hacia delante, me di cuenta de que iba a entrar en materia: también uno tiene sus conocimientos en lenguaje corporal—, nos gustaría preguntarle si usted sabe algo. Pasa mucho tiempo observándolo todo, suponemos que incluido Los Zagalejos, desde ese mirador que da a la calle. ¿Ha visto a alguien, que le llamara la atención, entrando en la casa?

—Por supuesto que no —le contesté, muy digno, pero amable, y Mae West me lo elogió: «Así me gusta, cariño. Ava Gardner hacía lo mismo en Forajidos para echarle el guante a Burt Lancaster»—. Y de haberlo visto, puede estar seguro de que no se lo diría. Usted mismo lo acaba de decir: soy un caballero.

—Una pena —dijo Investigaciones Hernando—. Nos había parecido que ella le caía bien. Y su hijo. Y que le gustaría ayudarles.

—¿Su hijo? —me di cuenta de que la pregunta me había quedado llena de desconfianza—. ¿Qué tiene que ver su hijo en todo esto? Además, ya que saben tanto, sabrán también que el chico no es hijo suyo.

Sonrió. Ahora era Investigaciones Hernando el que parecía empezar a divertirse.

—Lo sabemos. Y sabemos a qué se dedica el muchacho. No se alarme. Eso no nos importa lo más mínimo.

—A repartir periódicos a primera hora de la mañana, a eso se dedica —dije, y Mae West me advirtió: «Como sigas así vas a terminar igual que Joan Crawford en Johnny Guitar, y después no te servirá de nada suplicarle a este Sterling Hayden de mentirijillas que te mienta».

Entonces recordé las palabras del muchacho —«No seas mamón»— cuando me advirtió que dejara de meterme en sus cosas y de pedirle a Marcos que no me tirase los periódicos al césped, que me los dejase en la verja, como hacía Borja en algún caso, a cambio, si era necesario, de algún incremento de «la voluntad». Marcos me había dicho que no sabía que Borja hiciera eso, pero que a él le rompería el ritmo y que, además, lo que molaba era hacerlo como en las películas.

—Le vimos hablando con el chico en esa galería comercial, pero ya le digo que no tiene que preocuparse por eso.

Alguien volvió a llamarme desde un número privado. Tampoco contesté. De pronto, pensé que podía ser Borja.

—Sí, hablábamos de asuntos profesionales —dije, seco—. Y lamento no poder seguir dedicándole ni un minuto más.

Antonio Hernando, fuera quien fuese, apoyó la espalda en el respaldo de la butaca, descruzó las piernas, empinó un poco la pelvis, tal vez para compensarme por las molestias ocasionadas, sonrió como si tuviera un buen perder, y se levantó.

—Se lo prometí. Ni un minuto más. Pero piénselo y ayúdenos. Es por el bien de esa señora, se lo aseguro.

Se dio la vuelta y echó a andar delante de mí. Sabía el camino de salida.

«Se te escapó vivo, cariño», me regañó Mae West. «En Hollywood Boulevard, por los alrededores del Teatro Chino, hubo siempre una academia de caza y pesca, no sé si tendrán plazas libres».

—Cállate —farfullé.

—¿Perdone? —el tipo se volvió bruscamente, parecía de pronto ofendido.

—Disculpe, no me refería a usted —dije, y después improvisé—: Alguien no para de llamarme al móvil, pero con número privado. Nunca contesto llamadas sin identificar.

Le acompañé a la puerta y nos despedimos con un educado apretón de manos.

—Tiene mi tarjeta —dijo—. No dude en llamarme si le parece que puedo serle útil.

Desde el cierro del cuarto de estar pequeño le vi salir por el camino del jardín y encajar la cancela de la calle. Miró hacia donde yo estaba, creía que protegido por los visillos, y se despidió agitando el brazo. Un presuntuoso detective privado de tercera que paraba en un hostal.

Los estores del ventanal de la casa de Los Zagalejos seguían medio bajados.