Yo: «El tiempo los vuelve complacientes».

10 de julio, sábado

El hijo del marido de Pilar, por decirlo en los términos utilizados por ella, estaba en el work center de la pequeña galería comercial próxima a la casa grande —las antiguas caballerizas—, muy concentrado ante la pantalla del último de los ordenadores, en el extremo de la mesa que se extendía a todo lo largo de la pared de la derecha.

La tienda era en realidad un pasillo de poco más de dos metros de ancho y al menos diez de largo. A la izquierda de la entrada, detrás de un pequeño mostrador, el dueño, o el encargado —un tipo joven y desenvuelto, con cierto aire, según Mae West, al George Chakiris de West Side Story—, atendía a los clientes, y enfrente había una máquina de bebidas y snacks. Toda la pared de la izquierda estaba cubierta por estanterías con material informático y de telefonía móvil a la venta, sin duda alguna la base del negocio, porque las tarifas de utilización de los ordenadores, con ser superiores a la habitual en los centros de ese tipo, no permitirían mantenerlo. A aquella hora, poco más del mediodía, sólo estaban ocupados los puestos primero y último, el pegado a la máquina de bebidas y el pegado a la pared del fondo.

Había también una chica recargando su móvil de tarjeta prepago y un adolescente que curioseaba en la estantería de los modelos más sofisticados y caros de terminales telefónicas. Yo llevaba las bolsas con lo que había comprado en el delicatessen para improvisar menús durante el fin de semana, pero pensé que era un buen momento para consultar mi muy desatendido correo electrónico. Tengo un móvil con todas las prestaciones habidas y por haber, pero sólo lo uso para enviar y recibir llamadas y mensajes de texto; en cambio, me aprendí bien en su momento cómo entrar en mi cuenta de correo desde cualquier terminal y llevo las claves apuntadas en un papel, dentro de la billetera. La chica terminó la operación de recarga y se unió al muchacho en la inspección de aquellas —para ellos inalcanzables— maravillas electrónicas. Chakiris me dio mi clave de acceso, y sólo entonces, cuando me dirigía a uno de los ordenadores del centro de la mesa, me di cuenta de que al fondo, junto a la pared, sin duda el lugar más a salvo de miradas curiosas, estaba Borja.

No encontré gran cosa en la bandeja de entrada de mi correo, ni siquiera demasiadas ofertas de venta de viagra, proposiciones de matrimonio por parte de arregladísimas señoritas de países del Este, o promesas de milagros quirúrgicos en los genitales: era como si se hubiera corrido por la red la voz de que, dadas las penosas y algo delirantes consecuencias de mi tratamiento médico, no merecía la pena enviar tentaciones a mi dirección electrónica, al menos mientras no acabara de definirme, según Mae West, como Rock o como Doris. Borja no parecía haber notado mi presencia, y eso que elegí sentarme más cerca de él que del tipo que navegaba por tiendas on line de material deportivo —eso sí había alcanzado a verlo— junto a la máquina de bebidas. Reenvié un desnortado correo de la oficina comercial de la embajada de Mauritania a la dirección general del gabinete del ministro, a la atención de nadie; alguien habría de guardia y quizás tuviera humor para atenderlo. De vez en cuando, miraba de reojo al hijo del marido de Pilar. No podía ver la pantalla de su ordenador. Le mandé un correo casquivano a Álvaro, con una descripción, lo más a lo Carole Lombard de lo que fui capaz, de la fauna que había ido descubriendo en Villa Horacia Village & Resort, y terminaba revelándole que «el joven dios de dorados bucles» estaba en aquel preciso momento a tres metros de mí, vestido de pies a cabeza y completa y desdeñosamente absorto frente a la pantalla de un ordenador clonado de mesa, visitando quizás páginas guarras. Volví a mirar de reojo a Borja. Y, en ese momento, el chico se volvió hacia mí y me miró a los ojos con una extraña falta de expresividad, con los labios levemente entreabiertos, como si se hubiera convertido de repente en un muñecote articulado y estuviese a mi entera disposición, o al menos dispuesto a admitir sin rechistar que yo pusiera las palabras que quisiese en su boca. Como no reaccioné, ni siquiera para hacerle un gesto de saludo, apagó el ordenador con una especie de lenta hostilidad, se levantó sin mirarme y se dirigió a la salida de la tienda. No me atreví a seguirle con la vista. Una oleada de calor se me agarró al pecho como una cría de chimpancé sedienta.

«Ya lo dijo Leslie Howard de Mary Pickford, después de rodar con ella Secrets: nunca saldría elegida Miss Simpatía», ronroneó Mae West, paladeando cada palabra.

«Es raro», pensé, «que un chico así no tenga en casa un ordenador y un cuarto propio donde encerrarse y enguarrarse en Internet, a sus anchas, todo lo que le dé la gana».

Álvaro no debía de estar conectado porque no contestó mi correo. Estuve tentado de detallarle todas mis cuitas con el chico y su madre, pero seguramente no volvería a consultar mi correo en los días que me quedaban en Villa Horacia, y detesto los mensajes que han sobrepasado una razonable fecha de caducidad. Daría un paseo por las antiguas caballerizas, ya irreconocibles, intentando recordar cómo eran, cómo era yo entonces, cuando tía Enriqueta tenía aquel divertido coche de caballos descubierto que sólo utilizaba en verano, por la casi impracticable carretera de La Jara, arrastrado por una collera de yeguas jóvenes y conducido por Juanele, un mozo que se parecía a Stephen Boyd en Ben-Hur y que me dejaba ir junto a él en el pescante y rozarle el muslo con la rodilla. Carmeli me había dicho en su casa, el día del partido, cuando a mí se me ocurrió decir que uno de los futbolistas españoles, Llorente, me recordaba al cochero de tía Enriqueta, que Juanele, con toda su buena planta —ese muchacho era el Troidonaue de la barriada de Bonanza, dijo—, había terminado de gastador de honores en el cuartel de la Marina de San Fernando y que, a los tres días de casarse, con una de Cádiz que no valía un pimiento apulgarao, dijo Carmeli, se mató en un accidente de moto. Sentí algo muy parecido a una punzada de lujuria: a pesar de las inyecciones, aún me resulta excitante recordar a quienes he deseado con toda mi alma a lo largo de mi vida. El tiempo los vuelve complacientes. La muerte, sagrados.

Terminé mi conexión, le pagué al bueno de Chakiris una cantidad ridícula, y salí al pasillo en forma de cruz que sirve de distribuidor a las entradas de las tiendas. En una de las esquinas del pasillo estaba Borja, con las manos en los bolsillos de la sudadera, aparentando un minucioso interés por uno de los escaparates. En cuanto me vio, se permitió el tiempo justo para darme a entender que quizás me estaba esperando, y se desplazó un poco hacia el interior de ese tramo del pasillo, para no quedar ya a la vista de nadie.

«Janet Gaynor me contó que Thelma Ritter callejeaba de vez en cuando por Sunset Boulevard en busca de muchachitos que llevarse al hemisferio sur», dijo Mae West, con esa voz gangosa que le sale cuando quiere ser la peor. «Como para poner la mano en el fuego por la virtud de las discretas damas escurridas».

Es verdad que yo lo había leído en uno de esos libros maledicentes sobre las viejas estrellas de Hollywood —pobre Thelma Ritter, tan poquita cosa, tan entrañable—, cuyos chismorreos ya es imposible comprobar. Y sin duda estaba a punto de convertirme, gracias al decapeptyl, en una discreta dama escurrida, pero no permitiría que nadie pusiera la mano en el fuego por mi virtud: siempre queda una descabellada brizna de esperanza. De lo que no cabía duda era de que Borja quería hablar conmigo. De pronto, me hacía gracia pensar que podría hacerme encantadoras proposiciones deshonestas, y coquetear como en los viejos tiempos, en plena calle, o en aquellos desabridos sótanos comerciales, frente a los escaparates, espiando al otro a través de los reflejos en las vidrieras, dejando claras las intenciones poco a poco, con miradas inequívocas y audaces gestos obscenos, para terminar preguntando con voz débil y temblorosa, sin mayores preámbulos: «¿Tienes sitio?». La última vez que hice algo parecido, al cabo de tantos años de solucionar ya los primeros contactos en bares pensados para ese propósito, fue no hace mucho, en unos grandes almacenes, en la sección de librería, entre los anaqueles de obras sobre deporte, observando y dejándome observar con evidente interés, siguiendo y dejándome seguir, durante más de media hora, por un chicarrón con pintas de futbolista —muy alto, estrecho y ceñido de torso, pero con un tren inferior, culo incluido, de primera división y Champions League— que parecía extranjero y recién llegado, hasta que pensé que todo aquel cortejo primitivo y silencioso, a mi edad y con mi aspecto —maduro señor canoso, enchaquetado y encorbatado—, resultaba patético, y me fui. Al cabo de algunas semanas, vi la fotografía del muchacho en la sección de deportes de los periódicos: era el jovencísimo y último fichaje, procedente de un país suramericano, de uno de los grandes equipos del fútbol español. Lo más suave que me llamé a mí mismo, en voz alta, fue «grandísimo gilipollas».

Casi tropiezo con Borja cuando doblé la esquina del pasillo. Él, que quizás estuviera ya decidido a largarse, se detuvo en seco, sonrió con sorna y se volvió para escudriñar de nuevo el sorprendente escaparate de aquella insospechada tienda de manuales y cachivaches esotéricos.

—Con esto, y una buena sesión de vudú, puede uno librarse de enemigos —dije.

—Hola —dijo él, en un tono neutro, casi mecánico, y me ofreció la mano para que se la estrechara.

Juanele tenía una mano ancha y cálida, que se limpiaba siempre en las culeras del pantalón antes de revolverme el pelo. La mano de Borja era fina y un poco rígida, pero retuvo la mía unos segundos y jugó un poco con la mirada —me miró a los ojos, se fijó en la mancha de sudor que tenía en la camisa, a la altura del pecho, y bajó la vista hasta mi mano; supongo que le darían un poco de grima las primeras marcas de la edad—, antes de volver a concentrarse en el exotismo colorista y con pretensiones sobrenaturales del escaparate. Unos cortinajes medio macabros impedían que los dependientes nos viesen.

Cuando Juanele me revolvía el pelo, yo encogía el cuello y ponía cara de gusto.

—Me jode que me vigilen —dijo Borja, pero su tono de voz no era ni quejoso ni amenazador.

—No estaba vigilándote. Al principio dudé de que fueras tú —mentí—, por eso te miré un par de veces.

—No me refiero a lo de hace un rato, aunque también estabas vigilándome. Llevas días espiándonos a Pilar y a mí. ¿Eres de la pasma o qué?

—Qué tontería. Quiero decir que no soy de la pasma, como tú dices, pero tu casa y la de mi primo Jerónimo están casi exactamente enfrente la una de la otra. Eso es todo.

Muchas tardes, yo espiaba la llegada de Juanele desde lo alto de la vieja morera, y en cuanto le veía aparecer y entrar en las caballerizas bajaba corriendo para que él me revolviese el pelo y después me tirase contra los serones del pienso, para hacerme cosquillas, entre tiritonas y carcajadas. Borja y yo hablábamos sin mirarnos y como si estuviéramos a uno y otro lado del cristal de la sala de vistas de un penal y temiésemos que el guardia nos leyese los labios. Borja sonrió —lo vi en el cristal del escaparate—, pero no supe interpretar si porque le había hecho gracia lo que acababa de decirle, o porque empezaba a encontrar chistosos los artilugios que se vendían en aquel comercio tan estrambótico.

—¿Yo te gusto?

La pregunta había sido seca y directa, pero extrañamente abúlica para tratarse de semejante disparo a quemarropa.

—¿Cómo dices?

—Que si te gusto, no te hagas el sordo. Se ve a la legua que eres marica. Vale, perdona, gay. No tiene nada de malo.

Juanele, mientras me estrujaba contra el pienso y me hacía cosquillas, me preguntaba si me gustaba, y yo le decía que no, que no y que no, pero me gustaba más que cualquier otra cosa que nadie pudiera hacerme.

—¿Y tú eres marica? —le pregunté al chico—. Vale, perdona, gay.

Borja cabeceó un poco, como pensando «Te gusta jugar, ¿eh?», y luego se metió las manos en los bolsillos de los chinos, abrochados una cuarta por debajo de la cintura. Empezó a toquetearse por dentro del pantalón. Por un momento pensé que quizás tuviera los bolsillos descosidos a propósito.

—Creo que no —dijo—, pero no tengo ningún problema en montármelo como si lo fuera. No soy caro.

Por el cristal del escaparate pude ver lo que disfrutaba el chico con la cara de Deborah Kerr estupefacta que se me quedó.

Juanele, un día, de pronto, me dijo que a ver si alguna vez yo le hacía cosquillas a él, y yo le dije que sí, que cuando quisiera, que se dejara, que ya vería las cosquillas que yo iba a hacerle, pero entonces se echó para atrás, un poco acharado, y dijo que tenía que preparar el coche de caballos, porque tía Enriqueta quería bajar a Sanlúcar. Yo creí que le daba repelús que le hiciera cosquillas y casi me muero de pena.

—Como no estoy sordo —le dije a Borja—, te he entendido perfectamente. ¿Cobras mucho?

—Ciento veinte euros la hora.

—¿Qué haces?

—De todo. Ningún problema.

—¿Dónde quedas?

—Me esperan en su coche. Vamos por ahí. O a un hotel. A veces, al cine.

—¿En el cine también cobras ciento veinte euros?

—Más. Doscientos cincuenta. Una película dura dos horas. Lo que vale es mi tiempo.

—¿Tienes muchos clientes?

—Bastantes.

—¿Todos de la urbanización?

—¿Qué dices? Todos son de fuera. De Jerez, del Puerto. Ninguno de la urbanización. Bueno, estuve a punto de tener uno. Se quedó cortadísimo.

Juanele, desde aquel día en que no quiso que yo le hiciera cosquillas, me agarraba por los brazos para que ni lo intentara, y siempre acababa tirándome en los serones del pienso, pero yo entonces, para castigarle, no exageraba las risas y las tiritonas cuando él me tocaba los puntos flacos. Él se ponía medio serio y enseguida encontraba alguna excusa para dejarlo.

—¿Cómo que se quedó cortadísimo? ¿Qué pasó?

—No se esperaba que fuera yo. Nos conocíamos de vista, de por aquí. Cuando me vio, casi se muere. Su hija es de la pandilla.

—¿Nunca habías hablado antes con él?

—Nunca.

—¿Y cómo habíais quedado?

—Por Internet. Es lo que hago ahí, en el work. Es más seguro que en mi casa.

Yo estaba tan triste que una tarde, desde lo alto de la morera, vi aparecer a Juanele y entrar en la caballeriza, y él me vio a mí, porque me veía siempre, pero yo no bajé corriendo para ir a que me hiciera cosquillas. Desde ese momento, cada vez que le veía, y aunque él intentara disimularlo, me daba cuenta de que estaba más triste que yo.

—No tengo ordenador en casa —le dije.

—Podemos quedar por sms —Borja sacó su móvil—. Si quieres. Dime tu número.

Se lo di.

—Te hago una llamada perdida y grabas mi número —dijo.

Sonó el ring en mi móvil, pero no lo saqué del bolsillo.

—Luego lo grabo.

Aquella tarde, Juanele se paró en la puerta de las caballerizas, de cara a la morera, se abrió de brazos y estuvo así un buen rato, mirándome. Luego bajó los brazos, hizo una señal con la cabeza, y yo entendí lo que quería decirme. Que él iba a tumbarse en los serones del pienso y que dejaría que le hiciese cosquillas.

—¿Por qué lo haces?

—Por distraerme —dijo Borja, y por un segundo pensé que era cierto—. ¿Por qué va a ser? Ahora no está mi padre para darme dinero, y a Pilar le ha entrado un ataque de tacañería. Dice que a saber lo que va a pasar.

—¿Tú qué crees que le ha pasado a tu padre?

—No sé. No preguntes. Nunca vuelvas a preguntármelo, ¿vale?

Dejó de mirar el escaparate de la tienda y me hizo frente como si estuviera dispuesto a defenderse sin miramientos.

—Muy bien —dije—. No te preocupes. No volveré a hablarte de eso.

—Cómo sudas.

—Ya. Hace calor.

Sin cambiar de expresión, sacó las manos del bolsillo del pantalón y adelantó un poco la pelvis. Tenía un bulto notable en el bolsillo izquierdo.

—Tarjeta de visita —dijo—. Toca si quieres. Sin pasarte.

Juanele estaba tumbado en los serones, con los brazos en cruz, sonriendo. Sudaba. Olía bien. Yo me eché encima de él y estuve haciéndole cosquillas por todas partes, al principio con muchas prisas, como si sus puntos flacos se me escaparan como lagartijas, hasta que él me pidió que fuera más despacio, que le dejase guiarme, que bajase un poco la mano, que me quedase allí, más despacio, que si a mí me gustaba tanto como le gustaba a él, que siguiera, que un poco más deprisa, más, un poco más, y empezó a respirar como si estuviera echando una carrera, Felipe, así, qué bien, qué bien, ya, tranquilo, ya, ya… Respiró hondo. Me dijo que me acostara a su lado, así, con la cabeza apoyada en el brazo que había pasado por detrás de mi cuello, tranquilo, porque aquel día tenía tiempo para echarse la siesta.

—No hace falta —le dije a Borja—. Ya te llamaré.

—Por cierto —dijo él—, me ha dicho Marcos que le has pedido que te deje los periódicos en la cancela. No seas mamón, ¿vale?

Entonces no entendí lo que quiso decirme. Volvió a estrecharme la mano sin el menor asomo de cordialidad y se fue arrastrando esa cadencia perezosa que ahora cultivan los jóvenes. Yo sudaba a chorros este sudor enfermo y sin olor, pero, a pesar de las inyecciones de decapeptyl, también tenía algo que vibraba milagrosamente, cerca del bolsillo izquierdo del pantalón, y no sabía si era por Borja o por Juanele.

—A lo mejor se te ha salido la cadera —me dijo Mae West—. A la pobre Liz Taylor es lo que le pasa.