Ella: «Tirarse en el césped es de chicas de pueblo».

9 de julio, viernes

Cada vez que él pasa una noche perra, me acuerdo de lo perra que yo era de noche. De día era la Perra Durmiente.

Él también ha trasnochado lo suyo toda su vida, pero desde que le prometió y exigió a ese niñato brasileño sin corazón exclusividad absoluta —a cambio de un sueldo de subdirector general con tres trienios de antigüedad, eso sí— y, encima, cumplió sesenta años, empieza a quedarse dormido a las diez de la noche, tumbado en el sofá y viendo a trompicones la serie de turno de la Fox, y a las once ya está en la cama.

—Me tienes como a Audrey Hepburn en Historia de una monja —me quejo yo.

O:

—Se me acabará olvidando dónde llevan los hombres la linterna.

—¿Y para qué quieres linternas, si el cuarto oscuro está cerrado a cal y canto? —me pregunta él, sobreactuando como la Bertini.

Además, cenar tarde y estar sentado demasiado tiempo después de los postres, o aguantar sin ir al baño más de tres horas, hace que toda la grifería se le atore. Anoche, después de ese acto cultural tan engominado y perfumado, llegamos a casa pasadas las once de la noche, sin haber picado apenas más que cuatro canapés minúsculos —exquisitos, eso sí—, sin haber bebido el agua necesaria para reponer el líquido perdido en la sudada, y sin decidirse él a ir al baño de caballeros, como todavía le corresponde. Siempre ha aguantado más de la cuenta, como si le avergonzara dar curso a estas intimidades veniales en compañía de otros, y, ahora que necesita emplear más tiempo de lo razonable, ni la amenaza de otra dolorosísima retención de aguas menores le hace dejar de lado esos pudores de novicia. Se tragó seguidas las dos pastillas que sirven para lo mismo y que, en general, se toma con dos horas de diferencia —una, con la cena temprana; la otra, media hora antes de acostarse—, y se sentó en la butaca del cuarto de estar pequeño, con las luces apagadas. Las luces del piso bajo de Los Zagalejos estaban encendidas.

Se sentía despejado y nervioso, y me tenía despejada y nerviosa a mí. Pasaron algunos coches en dirección al centro de la urbanización, gente que volvería de los restaurantes de Bajo de Guía o de alguna cena en El Buzo o en Vistahermosa, sitios a los que hay que ir, pero a los que nunca me lleva. Yo me había puesto mi déshabillé de muselina y encaje, con plumas de marabú en el escote —obsequio del rey de los altramuces, o del rey de las alcayatas, ya no me acuerdo—, y cruzaba las piernas con cierta dificultad por culpa de la hipertrofia, no voy a negarlo. El cielo tenía ese color morado de las noches nubladas, y la brisa apenas hacía temblar los transparentes de los setos y las ramas de los magnolios y las moreras. A las doce y media, después de volver a oscuras del cuarto de baño, encendió la lámpara de pie que tiene junto a la butaca e intentó leer un poco, pero le costaba tanto como a la pobre Marilyn, y eso que yo no era Arthur Miller dándole la murga para que acabase el Ulises. A la una y diez, las ventanas de la primera planta de Los Zagalejos se oscurecieron, y no se iluminó ninguna otra en la casa. Felipe apagó la lámpara de pie. A mí me dio una tiritona, y mi hombre empezó a sentir el calor subiéndole desde el arco de medio punto y el sudor en la parte alta de la frente. Dejaron de pasar coches. La farola del alumbrado público que había frente a la casa contigua a Los Zagalejos tenía el foco fundido. Era demasiado temprano para que, a mediados de julio, toda la calle pareciera tan dormida como dame Margaret Rutherford en un entierro, como si allí no viviera nadie. Un coche oscuro avanzó lentamente en dirección a la salida de la urbanización y se detuvo, sin apagar el motor ni los faros, frente a la entrada de Los Zagalejos. Dije:

—El tipo que está al volante seguro que no es Bogart. Ya no quedan hombres así.

—Sea quien sea, creo que quiere que sepamos que está ahí —dijo Felipe.

—No te hagas ilusiones, cariño, te falta ensayar mucho la caída de ojos para que alguien te tome por Lauren Bacall.

Fueron apenas dos o tres minutos, pero a mí se me antojaron El acorazado Potemkin en versión íntegra y sin colorear. Luego, el coche arrancó y avanzó muy despacio, muy en plan zar de Rusia, hasta desaparecer por la curva de salida de la urbanización. Felipe estaba completamente desvelado, no era buena idea irse a la cama. Le conozco. Cerró los ojos e intentó pensar en algo plácido, abstruso, sin argumento y en blanco y negro. El sudor era ya pastoso y tibio, pronto acabaría de enfriarse y se secaría.

—Lo único bueno de todo esto es que no terminaré viejo, solo y en silla de ruedas —susurró.

Era obvio que acababa de acordarse del anciano caballero al que habíamos visto en la lectura de la historia de ese tipo que se quedaba dormido mientras le hacían la autopsia y que, al despertarse, iba descubriendo lo incómodo y enrevesado que es seguir haciendo tu vida normal cuando ya te has muerto. El buen señor de la silla de ruedas se había reído mucho durante la lectura, pero daba un poco de miedo verle reír, como si Boris Karloff fuera a pasarse el Más Allá contando chistes de médicos y enfermeras todo el rato.

—No enciendas la luz —le aconsejé a Felipe, burlona—. Cuando los hombres entráis en trance siempre es mejor no veros lo cara.

Lo que de verdad no me gusta verle es esa sonrisita triste que ahora se le escapa demasiadas veces. No volvió a encender la lámpara de pie y no se acostó en toda la noche. No se puso el pijama. Abrió de par en par las puertas de cristales del cierro y cambió de posición la butaca para recibir de lleno la brisa de la noche. A partir de ese momento, se levantó cinco veces para ir al baño, salpicar un poquito y con mucha dificultad la taza del váter, y beber un buche de agua helada, directamente de una botella de cristal que rellena con agua del grifo y que guarda en el frigorífico, puesto a la máxima potencia, aunque tiene la luz interior estropeada. Todo lo hizo a oscuras. Fuera, el mundo entero seguía inmóvil y en silencio, a mí él me recordaba a Mary Astor de luto riguroso. Él a veces se quedaba adormilado y tenía esa pesadilla que tantas noches no le deja dormir en paz: se va de viaje, y en el momento de llegar en taxi a la terminal del aeropuerto, con todos los bártulos, se da cuenta de que ha olvidado el billete en casa, y entonces viene la angustia de una carrera contrarreloj, con el taxista eligiendo siempre el recorrido más absurdo y dificultoso, con equivocaciones grotescas en la búsqueda del billete, en una casa ya medio vacía y diferente a esa en la que él ha vivido tantos años, y de pronto comprueba que el billete en realidad lo lleva encima, en el bolsillo interior de la americana, y vuelve al aeropuerto con los minutos comiéndole los nervios y la respiración, por otros trayectos incomprensibles, hasta que llega a la carrera al mostrador de facturación, sin equipaje, y ve que su avión está despegando. Entonces, pobrecito mío, sin conseguir despertarse del todo, trata de pensar en otra cosa, por lo general en alguna jugada larga y lenta de un partido de fútbol, o en el mar.

A las seis y veinte, cuando ya estaba amaneciendo, decidió que teníamos que salir de casa y pasear un poco.

—Ponte un chal, bonita, que refresca —se dijo, y fue al dormitorio, encendió la luz y se puso una cazadora de verano de color gabardina y de hombreras caídas que le sienta regular.

—Menos mal que yo me he traído mi bolerito de chinchilla auténtica —dije—. Mae West no se viste de cualquier manera para sacar a pasear a un hombre.

—Cuando encuentres al hombre, me avisas, y te dejo el campo libre —dijo él, dulce y desprendida como Olivia de Havilland durante casi toda su carrera.

No acaba de resultar agradable dar un paseo, por una calle vacía, a las seis y media de la mañana. Es como levantarse de la cama, desnuda y calentita, y ponerse un déshabillé destemplado. En el chalé contiguo a Los Zagalejos, conforme se gira a la derecha, había luz en una de las ventanas. Todo lo demás seguía oscuro, aunque se oían murmullos aún medio adormilados: algún bicho que se movía sin mucho entusiasmo entre los setos, las ráfagas de un riego por aspersión que arrancaba de pronto en una de las parcelas, un perro que ladraba con muy poco coraje en alguna parte. Felipe decidió cruzar la calle Velero —a partir del cruce, la calle Poniente pasa a llamarse calle Lubricán— y seguimos en paralelo a la línea de la playa. Todos los chalés, a un lado y a otro, eran aparatosos y estaban defendidos por tapias o setos que apenas dejaban ver las plantas altas y las techumbres. A unos quinientos metros del cruce de calles, una rotonda interrumpe el paso de los peatones por la acera que nosotros llevábamos y se abre a la derecha en una especie de mirador demasiado amueblado —bancos, parterres, farolas, pérgolas— que se asoma al mar. Había marea alta y revuelta y el oleaje llegaba hasta la balaustrada del mirador. Felipe optó por cruzar a la otra acera y continuar el paseo por la calle Lubricán. En la cancela de una de las casas, entre los barrotes, había un periódico enrollado y sujeto por una goma.

—Los dueños deben de estar fuera y no han recogido la prensa de ayer —dijo Felipe, y después se acercó a la cancela, con uno de esos movimientos tontos con los que trata de disimular su interés por algo—. El periódico local —me dijo—, qué raro que no esté tirado en el césped.

—Nada como una chaise longue, cariño. Tirarse en el césped, como Kim Novak en Picnic, es de chicas de pueblo.

Dos horas más tarde, de nuevo en el cuarto de estar, con todos los periódicos del día ya sobre la mesa camilla —Marcos, el hijo de Marita, había vuelto a dejarlos, como de costumbre, un poco antes de que Borja hiciera lo mismo en el jardín de su propia casa— y el desayuno servido en una bandeja de latón pintado que había visto en casa de Carmeli y que elogió tanto que ella acabó regalándole, Felipe leía con la aplicación de una colegiala voluntariosa un reportaje de La Voz del Sur sobre «el caso Meneses». Lo firmaba Paco Luna, naturalmente. También firmaba, unas páginas más adelante, una abarrotada crónica fotográfica titulada ELEGANTE VELADA LITERARIA EN VILLA HORACIA VILLAGE & RESORT. No era una crónica ilustrada de Vanity Fair, desde luego, pero tenía ese encanto casi candoroso de la elegancia provinciana, todo muy a lo Jean Arthur. Con la consabida costumbre de leer los periódicos de atrás adelante, se divirtió primero con los engolados pies de fotos de la crónica social: «Los refinados y reputados anfitriones de la alta sociedad Leoncio Portero y André Forrestier, con un conocido diplomático de Madrid», se leía bajo la fotografía en la que Felipe sonreía en exceso junto a las milimétricamente risueñas Gertrude Stein y Alice B. Toklas. Marita Castells no aparecía en ninguna foto. El anciano caballero en silla de ruedas ocupaba una de ellas él solito, con esa expresión desfondada de quien se ha reído demasiado momentos antes y ya no conserva fuerzas para seguir haciéndolo: «El incombustible militar de altísima graduación, ya retirado, don Eladio Abrisqueta, disfrutando de la velada», escribía Paco Luna, inspiradísimo.

—Nadie diría que se le ve encantado de estar achicharrándose gracias a su altísima graduación —dijo Felipe, y aprovechó ese momento de buen humor para beber un sorbo de café y comerse de dos bocados una tostada empapada en aceite de oliva, con una pizca de sal.

Luego, mientras pasaba las páginas del periódico sin mucho interés, se tropezó con el reportaje en el que, como había advertido Marita Castells, Paco Luna repasaba con su peculiar estilo lo que llamaba el estado de la cuestión del caso Meneses. El misterioso caso de la desaparición del conocido y acaudalado financiero Javier Meneses seguía sin resolverse y la investigación parecía no avanzar, si bien el pertinaz cronista había logrado saber, gracias a fuentes bien informadas y de toda solvencia, que la policía disponía de una nueva pista que podría dar espectaculares y sorprendentes resultados a corto o medio plazo. Ese era el único elemento novedoso en todo el texto. El resto —que Felipe fue leyendo en voz alta— consistía en un premioso y reiterativo resumen del suceso, salpicado de adjetivos muy pintorescos, que a Felipe, a pesar de todo, le permitió hacerse una idea de cómo estaban las cosas. Como recordaba el pertinaz cronista, la desaparición de Meneses la había denunciado a finales de abril su mujer, la muy distinguida doña Pilar Ordóñez de Meneses, ya instalada en la envidiable residencia de verano del matrimonio en la lujosa urbanización Villa Horacia, en la zona residencial de La Jara, dentro del término municipal de Sanlúcar de Barrameda. La policía se había ocupado muy diligentemente del caso y había tomado, según datos obtenidos por este pertinaz cronista en mentideros de primerísima calidad periodística, cartas en el asunto y algunas decisiones controvertidas, como retener el lujoso coche del financiero, que tenía, según las primeras aunque algo complejas informaciones, un montón de huellas que permitían prever una solución rápida del impresionante misterio. El tiempo, sin embargo, se había encargado de desmentir tan optimistas previsiones y habían ido propagándose las más variadas teorías: un accidente, una inconveniente e irresistible nueva relación sentimental del caballero en cuestión, un secuestro cometido por mafiosos de los antiguos países de detrás del Telón de Acero, una desaparición estratégica motivada por oscuros descalabros económicos, e incluso alguna inaudita conspiración sobre la cual las fuentes del pertinaz cronista le habían rogado pertinaz discreción en aras de una rápida y óptima resolución del caso. La más luctuosa posibilidad, que el pertinaz cronista prefería ni mentar, debería darse por descartada, no sólo por afectuosa consideración para con la esposa y el hijo del desaparecido, sino porque el cadáver, de existir, ya debería haberse encontrado en alguna parte. En cualquier caso, las pesquisas, según el pertinaz cronista, continuaban. Varias personas, según ellas mismas le habían testimoniado a este pertinaz cronista, aseguran haber visto en los últimos días a individuos desconocidos en la urbanización que visitan a veces Los Zagalejos, la elegante mansión de actualísimo diseño de los Meneses. Por lo demás, la esposa del desaparecido, señora de gran estilo y muy amiga de socializar, se comporta, según los círculos más selectos de la urbanización, con una discreción casi monacal desde la desaparición de su marido, y se ha aventurado que tal vez se encuentre en momentáneas dificultades económicas, pues basta observar la escasez de sus encargos periódicos al supermercado del centro comercial Los Pinares, por lo demás espléndidamente surtido y muy agradable para dedicar una fructífera tarde de compras, y el hecho de que el hijo del financiero, un vistoso y muy bien relacionado joven de intensa vida deportiva y social, esté desempeñando un típico trabajo juvenil de verano —repartir diariamente, muy de mañana, la prensa por las casas de la urbanización— para sacarse un dinero de bolsillo con el que poder cubrir sus apetencias de ocio y sus gastos más consuetudinarios.

Eso era todo. La pertinaz crónica, con su nada encubierta publicidad del centro comercial Los Pinares, no contenía información de veras relevante y de fiar, pero sí todos los chismorreos que estaba provocando el misterioso caso del financiero desaparecido.

—Esa Louella Parsons de pacotilla debería aprender de Rosalind Russell en Luna nueva —dije yo—. Al menos, para vestir con un poco de estilo.

—Mañana le pido a Marcos que me deje los periódicos en la puerta, que no los tire al césped, a ver qué me dice —dijo Felipe, sin venir mucho a cuento.

Se habría pasado horas hecho una Agatha Christie de no ser por la entrada atolondrada de Carmeli, a las nueve y media en punto y con un nuevo motivo de ardor de estómago.

—Escuchar a Aznar también me da ardentía —se quejó—. Lo escuché anoche, en un telediario, y no sé lo que dijo porque no eché cuenta y no me enteré, pero basta con que oiga, aunque sea de lejos, ese tonillo y esa vocecilla, y el estómago se me pone como un infiernillo. Menuda nochecita he pasado. Niño, el lunes sin falta me voy al médico, ya lo sabes. El lunes no vengo.

—¿Ya le has contado a tu médico lo que te pasa, Carmeli?

—A mi médico del ambulatorio se lo tengo dicho por cante grande y por cante chico, y ni caso. El lunes me voy a un médico por el dinero.

El ardor de estómago le daba a Carmeli unos bríos nerviosos que ni los de Kate Hepburn. Se empeñó en asear toda la casa a fondo para que la limpieza sirviera para los tres días. También quiso dejar la comida hecha al menos para el fin de semana, sólo a falta de calentar en el microondas, pero Felipe dijo, en broma, que a su estómago le vendría bien descansar un poco de la alta cocina de Carmeli, y ella se lo tomó a mal. Se fue enfurruñada, faltona, quejica, y decidida a comerse vivo al médico de pago si era la única manera de aliviarse.

—Esta se comería vivo al mismísimo Clark Gable —dije—. Yo lo intenté, pero olía a sudor.

Felipe estaba dispuesto a no moverse de casa en toda la tarde. Después de almorzar, dormitó durante cerca de dos horas en la butaca, aunque se medio espabilaba cada diez minutos, con el cuello tirante y gruñón, y hojeaba entre cabezadas los periódicos. En una de esas, descubrió que había un camión del supermercado del centro comercial Los Pinares aparcado frente a Los Zagalejos, y que un empleado cuarentón y ya poco apetecible cargaba cajas y packs en una carretilla de plataforma. Lo que sorprendió a Felipe fue que el repartidor, después de cerrar las puertas traseras del camión, enfilase con su cargamento la cancela de Los Zarzales, no la del chalé de los Meneses. Entonces recordó que, el miércoles por la mañana, él había hecho por teléfono el pedido al supermercado, y le habían indicado que lo entregarían el viernes, entre cuatro y seis de la tarde. Eran las cinco menos cuarto.

Abrió la puerta antes de que el repartidor tocase el timbre, pero luego tuvo que indicarle que lo hiciera de todos modos, porque de lo contrario no podría abrirle la cancela con el mando a distancia desde el porche de entrada.

—Como estaba aparcado en la acera de enfrente, pensé que el pedido no sería para mí, sino para la otra casa, ese chalé que se llama Los Zagalejos —le dijo al repartidor, mientras el hombre descargaba los encargos en la cocina.

—Ahí acabo de dejar otra carga casi igual a esta. Nos organizamos para entregar el mismo día todos los pedidos de una ruta.

Los mandados no eran excesivos y, además, Felipe es impaciente y no deja empantanado lo que va a tener que hacer de todos modos. Una primera ojeada le bastó para saber que allí había un pack de latas de refresco de cola que él no había pedido. Y no era lo único. Unos paquetes de café natural —él lo toma siempre descafeinado, y de otra marca—, dos botes grandes de mayonesa, una bolsa mediana para congelados que no necesitaba abrir para confirmar que fuera lo que fuese no lo había encargado él, algunas latas de espárragos blancos —tenía al menos tres en la despensa— y paquetes de chacina envasada al vacío no eran cosas que él necesitase comprar. Lo comprobó en el albarán de entrega. En la cabecera ponía: «Chalé Los Sagalejos. Calle Poniente. Urbanización Villa Oracia». Lo curioso era que todo lo demás, evidentemente, coincidía en los dos pedidos.

—Cosas básicas —dijo Pilar Ordóñez, con una sonrisa muy poco mundana. Cualquiera pensaría que se avergonzaba de la coincidencia.

Felipe había pensado primero en llamar para comunicar el error, por si podían ponerse en contacto con el repartidor antes de que regresase al supermercado. Pero enseguida decidió que nunca le pondrían en bandeja una oportunidad así para meter las narices en aquella casa. Le abrió una muchacha muy joven de inconfundible acento ecuatoriano —a mi hombre, el ajetreo diplomático le ha servido al menos para ilustrar el oído— a la que le preguntó por la señora. La chica, con esa facilidad para el lenguaje de las clases populares suramericanas —Dolores del Río, que por guapa que fuese y por bien que vistiera tenía hechuritas de chamaquita de campo, incluso en inglés hablaba como una catedrática—, se las arregló para no asegurar si la señora estaba o no estaba y preguntó de qué se trataba. Nada más empezar Felipe a explicarlo, Pilar Ordóñez de Meneses —aunque, la verdad, dadas las circunstancias el «de Meneses» habría que ponerlo entre question marks— apareció en el vestíbulo. Sin duda, había estado escuchando. Por las puertas correderas entreabiertas del fondo del vestíbulo se alcanzaba a ver un salón grande, poco amueblado y decorado —aunque con piezas buenas y de muy buen gusto— y con los elegantes estores bajados hasta el suelo para proteger la habitación contra el sol. Ella traía el albarán de la compra en la mano; en la cabecera ponía la dirección de Los Zarzales. Comprobaron que, salvo unos pocos productos, los pedidos eran idénticos.

—Ya me había dado cuenta de la equivocación, acabo de llamar al supermercado para que lo remedien cuanto antes —dijo ella.

Felipe pudo ver que, pese a los cuarenta y cinco o cuarenta y seis años que él le había calculado y que no parecían menos vista ella de cerca, el rostro de Pilar, enmarcado por aquella melena corta y oscura y levemente ahuecada y cortada en diagonal hasta acercarle las puntas a las comisuras de los labios, conservaba una candorosa agilidad juvenil para las emociones, acentuada ahora con aquel toque de rubor natural que no dejaba de ser enternecedor. Clara Bow conseguía el mismo efecto gracias, of course, a su maquillador de cabecera.

—Podemos remediarlo nosotros mismos, no es tanto —dijo Felipe, y sacó a relucir su coquetería de gran dama picarona—. A lo mejor te parezco venerable, pero aún puedo perfectamente llevarme lo que es mío y traerte lo que es tuyo.

En ese momento, Borja salió al vestíbulo desde la cocina, con unas bermudas deportivas y el torso desnudo, y se quedó mirando a Felipe como si lo hubieran entrenado para echarse sin contemplaciones encima de cualquier intruso.

«Cariño, olvídalo», le dije a mi hombre, «es un buen pastel de carne, pero no parece dispuesto a entrar en el reparto de comestibles de ella y comestibles tuyos».

—Está bien, llamaré para que no vuelva el repartidor —dijo Pilar, y miró al muchacho—. Es nuestro vecino. Está pasando este mes en casa de Jerónimo.

A Borja no pareció impresionarle la información lo más mínimo.

—No me ha llegado la invitación para ser recibido en este lujo de casa, lo siento —le dijo Felipe, muy a lo Adolphe Menjou—. Ha sido una emergencia, ni siquiera he tenido tiempo para vestirme comme ilfaut. Lamento las pintas.

Borja puso cara de asco, pero Pilar sonrió.

—Borja es mi hijo. El puede ayudarte.

—No soy su hijo —dijo el chico—. Y tengo que irme.

Finalmente, la chica ecuatoriana, que se llamaba Marelisa o algo por el estilo, ayudó a Felipe a arreglar el entuerto del supermercado. Felipe pasó el resto de la tarde espiando el gran ventanal apaisado del salón de Los Zagalejos. Espiar a esas horas se lo tomó como una merienda cena.

—Darling, bon appétit —le dije.

—Seguro que ella también está espiándome.

—Acabarás como la pobre Veronica Lake, encerrada en un manicomio, convencida de que la vigilaba el FBI.

A Pilar volvimos a verla cuando salimos a pasear por la playa. Ella se cruzó con nosotros, pero esta vez se detuvo un momento para disculpar el comportamiento del marmolillo.

—Es hijo de mi marido —dijo. Sonó como Yo acuso.