7 de julio, miércoles
Esta mañana, Carmeli había empezado a arreglar el cuarto de estar chico y dijo:
—Hoy hay fútbol. A mí me gusta, siempre que no tenga que escuchar el himno. El himno me da ardentía.
Y a mí me dio un temblor, como cuando un marinero me cogía en brazos para llevarme a su camarote, en alta mar. A Felipe, también. Felipe había entrado en la habitación para coger las gafas de leer que se había dejado encima de la mesita de café, junto a los periódicos. Yo llevo cegata desde los tiempos de Roosevelt, pero no me verán con gafas aunque confunda una garrafa con un sombrero.
—Pero Carmeli —dijo Felipe—, ¿no eran los rosarios los que te daban ardor de estómago?
—Los rosarios y el himno.
«Esta es como la Rosenberg», dije, «una comunista de cuidado. Ya me parecía a mí, esos ojos son demasiado azules».
—Envidia cochina —dijo Felipe.
—¿Perdona? —Carmeli, que estaba pasando el aspirador por debajo del sofá, se incorporó con cara de apache.
—No te lo decía a ti, mujer, son cosas mías. Estaba ensayando.
—¿Y por qué no ensayas con tu tía Enriqueta, que en gloria esté?
—Qué genio, Carmeli. Es que me has dejado descolocado con lo que has dicho.
—Un chavea conozco yo en la barriada que te iba a dejar descolocado a ti, patas arriba, como los pollos en el asador, así te iba a dejar. Y perdona: estaba ensayando.
Le dije a Felipe: «Que Sam Goldwyn, esté donde esté, la contrate como guionista de Bette Davis, que seguro que está soltándole frescas a la Santísima Trinidad».
Carmeli había vuelto a su faena.
—No me andes con murmullitos —dijo—, que eso no me da ardor de estómago, me da coraje. Ardentía me dan los rosarios, el himno nacional y las sevillanas.
—¿Las sevillanas también?
—También.
—¿Y el himno nacional te da ardentía en los partidos de fútbol, o siempre?
—Siempre —dijo Carmeli—. Es empezar a oír el himno nacional y tengo que ir por el bicarbonato. Me da igual que sea en un partido de fútbol o después del mensaje del rey en Nochebuena. ¿Y tú dónde piensas ver el partido?
«Además de suelta de lengua», dije, «lo adivina todo. En eso me gana. Yo me conformo con adivinar lo que lleva en el bolsillo de la chaqueta el dueño de la American Telephone y en el bolsillo del pantalón el chico de los telegramas».
Felipe había estado dándole vueltas a lo del partido toda la tarde anterior. Para lo que quedaba del Mundial, y aún pensando en que los españoles hicieran la hombrada —me decía—, no merece la pena comprar una televisión. Quizás, en el acuerdo provisional del divorcio, el televisor de Los Zarzales le había tocado a la mujer de Jerónimo y a ella le había faltado tiempo para llevárselo a su apartamento alquilado en Torrevieja o en otro sitio por el estilo, Jerónimo se había despachado a gusto por teléfono contra las mezquindades catetas de su señora. De lo contrario, se entendía mal que en el chalé hubiera de todo, aunque todo un poco destartalado, menos una televisión en condiciones, tan apañado si un matrimonio ya no tiene nada que decirse.
—No he pensado en eso, Carmeli, la verdad —mintió.
Cierto que hoy empezó el día obsesionado con otras cavilaciones. A las ocho, Felipe estaba ya desayunando, pero no en la cocina, sino en el cuarto de estar, atento a la calle y a la casa de enfrente. Había un coche negro aparcado sin respetar el vado permanente del chalé contiguo a Los Zagalejos. A las ocho y veinte, el hijo de Marita lanzó los cuatro periódicos del día por encima de nuestra verja. Felipe, que miró la hora en cuanto vio aparecer la bicicleta, dijo:
—Ha venido más temprano que ayer.
—Cariño, por más indiscreto que te pongas no te pareces nada a Jimmy Stewart —le dije—. Y a mí no me pidas que adelgace para dar el pego como futura princesa de Mónaco. Adelgazar me enfría.
Inmediatamente, el marmolillo de muslos de saltador de pértiga —según la descripción que mi hombre le había hecho a Álvaro Bartolomé Martínez de Castro y Ruiz de Somavía— pasó en su bicicleta por el otro lado de la calle y arrojó el periódico al césped del chalé de su madre. Felipe volvió a consultar su reloj: tres minutos de retraso en relación con el hijo de Marita. A las ocho y media debería llegar el repartidor del pan.
—Si salgo ahora —me dijo Felipe—, podré hacerme el encontradizo con la mujer mientras hablo con el panadero, así parecerá más natural.
—Siempre que no te comportes como Doris Day —le advertí.
En aquel momento, el coche negro que había aparcado al otro lado de la calle arrancó y empezó a circular calle abajo. Nadie había entrado en el Audi, porque era un Audi, desde las ocho de la mañana. Felipe intentó verle la cara al conductor, pero el movimiento repentino del coche le había cogido desprevenido y, además, él ya sabe que la inyección que debe ponerse cada tres meses provoca a veces visión borrosa, según el prospecto.
—Hace un año que no me reviso la vista —dijo—, pero juraría que en el coche iban dos hombres.
—Llámalos —le dije—, y nos los repartimos.
—¿Para qué? Frígida me estoy quedando —dijo él—, cada vez me dicen menos los hombres.
—Encanto, haz como yo. Si los hombres no te dicen nada, tú diles de todo, ya habrá alguno que se defienda.
Ese es de uno de los diálogos que Felipe tiene con la otra Mae West en sus actuaciones como ventrílocuo de ocasión. No me importa decir líneas de diálogo usadas, si él se siente mejor. A mí nunca me ha importado usar el perfume de otra, si ayudo al caballero a que después su señora no le organice un escándalo.
Volvió a consultar la hora y le entraron las prisas por salir de la casa. En cuanto abrió la puerta, la furgoneta del repartidor del pan se detuvo frente a Los Zagalejos. Felipe salió al encuentro del hombre de los pectorales como molletes y bíceps como teleras, sin detenerse a recoger los periódicos. Atravesó la calle con ese pequeño desmadeje de caderas que le entra a él cuando le da un apuro. Al llegar a la furgoneta, el panadero volvía de tocar el timbre del chalé de la, según Felipe, mujer misteriosa. A partir de ahí, yo asistí al acontecimiento quietecita y como si estuviera afónica, aunque, eso sí, con mi balanceo de balandro, como suelo decir yo, y con mi sonrisa de pajarraca, como suele decir él.
—Perdone —le dijo Felipe al panadero, un poco a lo Lana Turner en El cartero siempre llama dos veces—, me han dicho que a lo mejor usted podría dejarme el pan del día todas las mañanas.
—Buenos días —dijo el panadero, poniendo la educación en su sitio.
—Buenos días, sí, perdone, nadie diría que soy diplomático.
El panadero le miró de arriba abajo como John Gavin miraba a Anthony Perkins en Psicosis.
—Le decía que quizás pueda avisarme también a mí todas las mañanas para comprarle el pan. Vivo ahí enfrente.
—¿Cuánto pan?
Pilar Ordóñez, o Meneses, salió en aquel momento. Llevaba unos pantalones ajustados de color malva y un blusón blanco que le llegaba a medio muslo. Se detuvo al comprobar que el panadero estaba hablando con un señor que parecía demasiado atento a lo que ocurría en su casa. De hecho, Felipe la había visto salir y había hecho un gesto de saludo con la cabeza.
—Dígame, ¿cuánto pan? —el panadero no era el colmo de la amabilidad.
—No sé… —dijo Felipe—. ¿Una barra?
La mujer parecía decidida a no acercarse mientras aquel señor no se marchara.
—Sé lo que es una barra —dijo el panadero—, pero aquí no vendemos ese formato.
—Entiendo —dijo Felipe, y sonrió. De hecho, la palabra «formato» aplicada a la panadería resultaba cómica.
—Tengo vienas —el panadero abrió las puertas traseras de la furgoneta y señaló el pan que traía en grandes cestas de mimbre—. También pan de molde, que hacemos nosotros, y picos de aceite. Usted dirá.
La mujer llevaba la misma bolsa de tela de vichy que le habíamos visto el día anterior, y miró su reloj de muñeca. Empezaba a impacientarse.
—Entonces, dos vienas, una bolsa de pan de molde y una bolsa de picos —pidió Felipe—. Y dígame cuánto es.
El panadero, mientras metía el pedido en una bolsa de papel como las de los supermercados americanos, se volvió a mirar a la mujer, que seguía en la puerta, y también la saludó con un gesto de cabeza. La mujer sonrió. Un golpe de brisa le pegó el blusón al cuerpo. Tenía una figura estupenda. El viento había cambiado durante la noche y el día amaneció refrescado por el poniente.
—No se agobie por pagarme, el sábado hacemos cuentas —dijo el panadero—. ¿Don Jerónimo no viene este año?
—Sí, ya veo que conoce a mi primo Jerónimo, claro, qué tontería, seguro que le sirve el pan a diario. Vendrá en agosto. Yo estaré aquí al menos tres semanas este mes.
—Le avisaré cada mañana, no se preocupe. Que tenga buen día.
Felipe volvió a olvidar su experiencia diplomática. Aquello no estaba saliendo bien, la mujer no parecía en absoluto dispuesta a dar facilidades. Felipe se dio la vuelta y miró a uno y otro lado de la calle antes de cruzar, una precaución razonable. Después de todo, el día anterior el paso de la furgoneta del pan había funcionado como un resorte para que empezaran a circular coches y aparecieran algunos corredores en la calle Poniente. De momento la calle seguía desierta, aún podía permitirse cruzarla muy despacio, como si se tratara de un ritual que le proporcionase un especial placer. Sabía moverse con empaque, pero alguien verdaderamente perspicaz se daría cuenta de que adora la forma de caminar de Marilyn en Niágara.
Cuando había alcanzado ya la mitad de la calle, decidió darse la vuelta. Le faltó naturalidad y soltura al gesto. La mujer se sobresaltó. Felipe sacó a relucir su mejor sonrisa profesional y aceleró el paso para acercarse de nuevo a la furgoneta.
—Buenos días, soy su vecino de enfrente —se presentó—. Sólo durante este mes. En agosto ya estará aquí mi primo Jerónimo Hidalgo.
El panadero acababa de devolverle a la mujer la bolsa de tela de vichy con el pedido y se volvió a mirar a Felipe como John Wayne miraba a Monty Clift durante el rodaje de Río Rojo. Cerró las puertas de la furgoneta, gruñó de nuevo «buenos días», y dejó a Felipe y a la mujer solos, frente a frente. Por un momento temí que él le dijese a ella: «Si me enseñas tu pistola, yo te enseño la mía».
—Encantada —dijo ella, e hizo ademán de marcharse.
—Cualquier cosa que necesites, ya sabes dónde me tienes.
Incluso sin maquillar, Pilar Ordóñez, o Meneses, era una mujer bella: cabello negro y corto, buenos pómulos, bonitos labios naturales, barbilla levemente alargada a lo Pola Negri, y unos ojos de color caramelo y desconfiados como Ingrid Bergman en Luz de gas. Todo un poco insípido y desganado, la verdad. Tal vez si se pinta y la agitan bien —me dije— suelte burbujas.
—Muchas gracias, pero estoy poquísimo en casa —dijo, como si fuera de casa no se tuvieran necesidades. Luego, debió de darse cuenta de la reveladora incongruencia de la frase y enseguida añadió—: Pero lo mismo digo. De nueve de la mañana a nueve de la noche está la chica. O mi hijo. Puedes pedirles lo que quieras. Les avisaré.
La bolsa de tela de vichy era grande y parecía contener demasiadas piezas de pan para sólo tres personas, por mucho que el marmolillo de torso griego se alimentara sólo de bocadillos.
—Marita me ha hablado de ti —dijo entonces Felipe, y, con una sonrisa muy David Niven, le pidió disculpas por el atrevimiento.
Ella pareció desconcertada. Conozco el formato, como diría el panadero. Marion Davies era así, todo su talento para la interpretación lo dedicaba a parecer aturdida cuando le venía bien, y no le quedaba nada para las películas.
—¿De verdad? —entonces, inesperadamente, se echó a reír, y fue como si acabara de salir de las manos de Max Factor, el maquillador de las estrellas, capaz de hacer milagros hasta con Margaret Rutherford—. Así que eres tú.
Felipe hizo un divertido gesto de inmodestia. Le preguntó:
—¿Vendrás mañana a la lectura de Gonzalo Aresu? Marita me dijo que utilizaría sus mejores artes para convencerte.
—Estaré fuera —dijo ella—. Seguro que es divertido. No te lo pierdas.
Y ya no dio ocasión a prolongar la charla. Ni siquiera levantó la vista, mientras cerraba la cancela con llave, para despedirse de Felipe, solo y tenso en medio de la calle, como Gary Cooper en Solo ante el peligro. Pero ahora, en el fondo, Felipe estaba convencido de no haberlo hecho tan mal.
Más tarde, sentado de nuevo en la butaca del cuarto de estar, con los periódicos sobre la pequeña mesa camilla a la que Carmeli le había puesto los faldones a pesar del calor del verano, me decía que había logrado que ella se relajase, que la aparente impertinencia del comentario sobre los cotilleos de Marita había tenido la virtud de poner las cosas en su sitio: él no era más que un buen vecino —«Un poco aburrida ya toda esa matraca de la buena vecindad, cariño», le dije— y su ofrecimiento de ayuda no tenía nada que ver con lo que sin duda a ella le atemorizaba, fuera lo que fuese. Además, le parecía divertido descubrir si era cierto que estaba poquísimo en casa y, de serlo, a qué hora la abandonaba y a qué hora volvía. Un plan ridículo para un día de vacaciones, le advertí, pero en realidad —me contestó— no tenía nada mejor ni peor que hacer, salvo la obligada caminata a última hora de la tarde, y para entonces ya esperaba disponer de alguna información sobre las costumbres cotidianas de Pilar y su hijo. Todo aquel interés resultaba estrambótico, pero la belleza del muchacho —y se puso a utilizar ese palabreo redicho que le ha quedado de tanto discurso diplomático—, la actitud huidiza de la mujer y, desde luego, la desaparición del marido eran ingredientes lo bastante picantes como para despertar al menos su curiosidad.
Y ahí se acabó el entretenimiento.
—Esa mujer fatal de tercera —le dije yo, al cabo de un montón de tiempo sin que en Los Zagalejos nadie diese señales de vida— no sale de casa ni por orden de la autoridad. Pero no daría ni una pulgada de mis caderas por saber qué hace todo el día ahí encerrada.
Al final de la mañana, y después de que Carmeli, en sus idas y venidas, volviera a mencionar dos o tres veces la importancia del partido de semifinales entre alemanes y españoles, y lo fundamental que era para ella no olvidarse de comprar sal de fruta para aliviar el ardor de estómago que le iba a producir otra vez el himno, estuvo tentado de acercarse a la casa grande y averiguar si en el club social había una televisión en la que poder seguir el encuentro. Acabó descartando la breve salida por, según él, pura pereza. Terminó de leer de mala manera los periódicos —se distraía constantemente para espiar Los Zagalejos—, solventó con rapidez, una rapidez que en algún momento llegó a tener resultados bochornosos, las visitas al cuarto de baño, y terminó por pedirle a Carmeli que le sirviera el almuerzo allí mismo, en bandeja. Luego le propuso que le acompañara, que le vendría bien distraerse un poco mientras comía, pero Carmeli le dijo que ella no era Charlot y que se sentía más a gusto comiendo sola en la cocina.
Después de comer, se adormiló, como siempre, a rachas. Sentado, se queda inmóvil en una postura incómoda y cada diez minutos se despierta con el cuello y el hombro doloridos, como si durante el sueño se le hubieran resecado los cartílagos y los huesos: así fue como se lo describió al urólogo como posible efecto secundario del tratamiento, y el médico puso cara de no haber oído una cosa igual en su vida. En uno de esos sobresaltos, vio cómo el muchacho salía de la casa, a pie, pero no le había visto entrar, así que le asaltó la preocupación de que la mujer también hubiera salido en alguno de sus momentos de somnolencia. A media tarde merendó una infusión y un par de magdalenas sin azúcares añadidos que Carmeli había encontrado en una pastelería del centro de Sanlúcar. Calculó la diferencia horaria con Brasil y no pudo resistir la tentación de llamar a Thiago, sin resultado, como cabía prever, aunque dejó sonar la llamada durante un tiempo insoportable para cualquiera que no tenga la frialdad de corazón de ese ingrato. Intentó releer las aventuras de la familia Durrell en Corfú. Empezó a impacientarse.
—Puedo dar ese dichoso paseo un poco antes, y después ir a casa de Carmeli a ver el fútbol —dijo.
Carmeli le había dejado la dirección de su casa apuntada en un papel.
—A lo mejor ha invitado también a ese muchacho de su barriada que puede ponerte como pollo en asador —le dije.
—Me da escalofríos sólo pensarlo —gimió, y simuló una tiritona.
—Encanto —le dije—, eso sólo les da a las muchachitas sin estrenar. Después de unas cuantas funciones, a una ya sólo le dan escalofríos los escaparates de Tiffany’s.
A las siete y diez no pudo aguantarse ni un minuto más y salimos a dar el paseo por la playa. Una hora, a ciento diez pasos por minuto. Esta playa no es desde luego como Malibú, al atardecer sólo pasean venerables damas y caballeros con problemas de colesterol, diabetes o hipertensión, y una señora que me recuerda a Mimi Eisenhower y que va por la orilla rezando el rosario.
A las ocho y diez minutos exactos estábamos de vuelta en Los Zarzales. Cuando Felipe cerraba con llave la cancela, la mujer salió de su casa. Llevaba un vistoso chándal amarillo y una gorra de los Lakers. Vio a Felipe, lo saludó con la mano y echó a trotar en dirección a la calle Velero. Luego torció a la derecha, camino de la playa.
—Mierda —dijo Felipe—. Ahora mismo llamo a un taxi.