6 de julio, martes
He dormido mal. Me he levantado cada hora y media, casi puntualmente, y he ido al baño acuciado por una urgencia que luego no parecía tan perentoria. A veces logro dormir tres o cuatro horas seguidas inmediatamente después de acostarme, por lo general antes de medianoche, pero desde que me levanto por primera vez ya no consigo conciliar el sueño por completo hasta que amanece. Entonces me vence un sopor pegajoso y espeso que me provoca pesadillas y del que me cuesta trabajo librarme. Salto de la cama en cuanto tomo conciencia de que, así, puedo bloquear toda esa angustia. Por eso sigo madrugando, aunque ya no tenga obligaciones de ningún tipo, ni siquiera las que uno en ocasiones se inventa para no dejarse llevar por la apatía o el desaliento.
A las ocho ya había desayunado y me había sentado junto al cierro del cuartito de estar que da a la calle Poniente. Estoy procurando mantener la costumbre de leer un poco antes de afeitarme, ducharme e inventar alguna tarea para la mañana. En Madrid bajo a comprar los periódicos en un quiosco que está cerca de casa y luego los hojeo sentado en la butaca del dormitorio, con los pies sobre la cama y de espaldas a la ventana, aprovechando la primera luz del día. Durante años, cuando tenía que cumplir un horario laboral de lunes a viernes, ese fue mi ritual mañanero los fines de semana, incluso en invierno, los días oscuros y lluviosos que apenas permiten leer los titulares si uno se empeña en hacerlo sólo con luz natural. Es una manía extraña y, en algunos momentos, absurda, porque obliga a forzar la vista hasta extremos ridículos y seguramente insanos, pero encender lámparas en casa antes de la hora de comer siempre se me ha antojado fúnebre. Un dormitorio con las luces encendidas a las diez de la mañana es lo más parecido a un tanatorio.
Aquí, ahora, en el mes de julio, a las ocho el sol ya está crecido y empieza a caldear las fachadas de las casas de esta acera de la calle. A partir de las diez resultan mucho más agradables las habitaciones que dan al porche trasero, pero desde ellas no hay nada interesante que ver, sólo el seto alto de transparente que separa Los Zarzales del garaje del chalé construido a su espalda. No es que la calle Poniente de Villa Horacia Village & Resort, a las ocho de la mañana —de hecho, a cualquier hora del día—, sea el espectáculo más animado del mundo, pero he decidido convencerme de que Los Zagalejos puede depararme en cualquier momento interesantes novedades. Es un entretenimiento mezquino, lo sé, pero espiar se parece a tener apetito, y el apetito es una señal inequívoca de buena salud. Espiar es como alimentarse. Además, suponía que Marita Castells no abriría su quiosco de prensa hasta una hora acorde con las costumbres relajadas y tardías de acomodados veraneantes en vacaciones, de modo que espiar un poco, entre carta y carta del libro con la correspondencia de Truman Capote que metí en el equipaje —junto al último novelón de Irving y la ineludible, siempre estimulante trilogía de Corfú de Gerald Durrell, que releo todos los veranos—, era una buena manera de empezar el día.
Entonces llamaron al timbre de la puerta.
Me quedé durante unos segundos desconcertado, mirando la calle desierta, como sorprendido de que no estuviera tomada por los bomberos, por un enjambre de ambulancias o por una manifestación de anarquistas madrugadores que iban casa por casa reclamando las plusvalías. El timbre volvió a sonar y me decidí a mirar por la mirilla de la puerta de entrada. Al otro lado, un muchacho de unos veinte años y cuyas facciones me resultaban vagamente familiares empezaba a hacer muecas de impaciencia.
—Perdona —dijo, en cuanto comencé a abrir la puerta—, a lo mejor aún estabas dormido.
—Madrugo —le dije—, no te preocupes. ¿Necesitas algo?
No era demasiado alto ni demasiado guapo, pero había en él algo decidido y bullicioso que resultaba tonificante a aquellas horas de la mañana. Sostenía a su costado una bicicleta de cuyo manillar colgaba una mochila abierta y llena de periódicos.
—Soy hijo de Marita, la dueña del quiosco de prensa —su manera de sonreír desprendía vitalidad—. Mi madre me ha dicho que a lo mejor te interesa recibir en casa, todas las mañanas, la prensa. Bueno, todas las mañanas menos sábados y domingos, esos días no me comprometo a levantarme a tiempo.
—Claro. Quiero decir que me parece estupendo que me traigas los periódicos todas las mañanas, y que entiendo perfectamente que los fines de semana no puedas comprometerte a madrugar. No sé si te ha dicho tu madre que me interesan todos los periódicos que recibe. Todos menos los locales. Tampoco los deportivos.
—Me lo ha dicho, sí.
Llevaba los ejemplares enrollados y sujetos por una goma, y ordenados por cabeceras dentro de la mochila. Fue eligiéndolos y entregándomelos con una soltura muy profesional.
—El servicio a domicilio es a cambio de la voluntad —dijo.
—¿Y esa voluntad cómo se llama?
Volvió a sonreír y entonces sospeché que aquella sonrisa tan abierta y animosa podría ser una táctica muy bien entrenada y ejecutada, pero no dejaba de ser extraordinariamente agradable.
—Hay gente enrollada que da cincuenta euros a la semana —dijo, y se encogió de hombros, como disculpándose por aceptar semejante dispendio—. Es gente mayor y forrada, ¿sabes? Otros piensan que diez euros está bien.
—Veinte, entonces…, ¿cómo te llamas?
La sonrisa que le llenó la boca era tan radiante que resultaba encantadoramente infantil.
—Marcos —dijo.
—Veinte, entonces, Marcos.
—Se abona por adelantado —se echó a reír, en efecto, como un niño travieso a quien la travesura le estaba saliendo de perlas—. Los periódicos de la semana se pagan los viernes, pero la voluntad se abona por adelantado.
La elección de los verbos —«pagar» los periódicos y «abonar» la voluntad— era divertida. «Abonar» le parecía probablemente más pudoroso.
—Muy bien, Marcos, pasa si quieres, voy por la voluntad. Siempre está bien que alguien le recuerde a uno que tiene de eso.
Pero, antes de volverme, un ciclista que circulaba junto a la otra acera de la calle llamó mi atención. Era el chico de la casa de enfrente. También llevaba en el manillar de la bicicleta una mochila, similar a la de Marcos, y lanzó un periódico enrollado, y sujeto con una goma, por encima de la verja de Los Zagalejos.
—Veo que tienes competencia —le dije a Marcos, señalando con la cabeza al ciclista, que ya se alejaba calle abajo.
—Es un colega, entre los dos nos repartimos la voluntad de los veraneantes de Villa Horacia —dijo Marcos, en un tono malicioso y alegre, sin duda inofensivo.
—Pero es el chico que vive ahí enfrente, ¿no?
—Sí, Borja vive ahí, en Los Zagalejos. A su padre también le gusta que le lleven el periódico a casa por la mañana. Bueno —titubeó un instante, y acabó sonriendo sin complejos—, le gustaba.
—Ya.
En lugar de sonsacarle sobre las teorías que sin duda circulaban por la urbanización acerca de la desaparición del dueño de Los Zagalejos, preferí darle a entender que estaba al tanto de todo lo que se refería a un suceso tan confuso y tan reciente que no tenía más remedio que intrigar a todo el mundo. Luego fui por los veinte euros del chico y él, después de darme las gracias y montar de nuevo en la bicicleta, me advirtió:
—Deberías cerrar con llave la cancela que da a la calle. De todas maneras, tiramos los periódicos al jardín, por encima de la verja, como hacen en las películas.
Le vi, en efecto, desde el cierro del cuarto de estar, tirar el periódico por encima de la tapia del chalé de al lado. La calle volvió a quedar desierta y estuve un rato observando la cámara de seguridad instalada bajo el tejado de la casa vecina a Los Zagalejos. Me pregunté si habría grabado alguna actividad intrigante ocurrida durante la noche, o si nos habría retenido en su memoria electrónica al hijo de Marita y a mí mientras acordábamos el importe de mi voluntad a cambio de la entrega de la prensa a domicilio, y si tal vez habría seleccionado y conservado algún gesto mío, alguna mirada, algún movimiento que alguien después consideraría inconveniente o sospechoso. Por la orientación que la cámara tenía en aquel momento, quizás estuviera grabándome todavía, sentado en la butaca junto al cierro del cuarto de estar, atento a veces a la calle desierta, hojeando de modo intermitente y desordenado los periódicos del día.
Tendría que superar la manía, adquirida desde que conozco el alcance de mi enfermedad, de leer en oblicuo los obituarios de todos los muertos varones, por lo general hombres muy conocidos o de mucho mérito, hasta encontrar la causa de su fallecimiento. Detesto que los redactores de esas necrológicas sean imprecisos: «Ha muerto tras años de lucha contra una larga y cruel enfermedad». ¿Cuántos años? ¿Qué enfermedad? ¿Cómo de cruel? Cuando el motivo de la muerte coincide con el mal que a mí me han diagnosticado, hago cálculos sobre la fecha en que mi compañero de fatigas probablemente notó los primeros síntomas, le hicieron las pruebas clínicas pertinentes y le comunicaron la pésima noticia, y me sorprendo imaginando la terapia que recibió, la evolución de la enfermedad, el momento en que la supervivencia se convirtió en un martirio y las circunstancias —en esto, siempre soy piadoso con el agonizante— del momento final. En ocasiones, también leo con atención la simple lista de «FALLECIDOS AYER EN MADRID», pero entonces me dejo guiar, en primer lugar, por la edad del muerto, compruebo si es hombre o mujer, selecciono sólo a los hombres que en el momento del fallecimiento tenían una edad cercana a la que yo tengo, y siento una curiosa sensación de alivio y amenaza. Podrá parecer morboso y flagelante, pero hay en ello algo de búsqueda de un poco de consuelo.
Apenas pasadas las ocho y media una pequeña furgoneta blanca se detuvo delante de Los Zagalejos. El conductor, un hombre todavía joven y que seguramente ponía empeño en cuidarse, aunque con resultados irregulares —se veía que controlaba mal el peso, pero llevaba bien planchada la camisa, desabotonada hasta mostrar los orgullosos pectorales y con las mangas cortas ceñidas a unos notables bíceps—, se bajó y llamó al timbre de la verja. Luego, abrió las puertas traseras del vehículo y esperó. Enseguida Pilar Ordóñez, o Meneses, salió de la casa vestida con una especie de kimono azul marino y con una bolsa de tela de cuadros de vichy en la mano, y se acercó a la cancela. Entonces comprendí que el tipo de la furgoneta era el repartidor del pan.
Por un momento tuve la intención de salir y acercarme a ellos para encargar el pan diario y presentarme a la mujer, aunque sólo fuera en los términos obligados por la buena vecindad: le diría mi nombre, le explicaría mi parentesco con el dueño de Los Zarzales y mi intención de permanecer aquí hasta finales de julio, y me ofrecería para cualquier cosa que pudiera necesitar. Sin duda, lamentaría después haber sido tan rutinario. Debía aprovechar para mostrarme ingenioso sin alardes —es decir, encantador— y tantear alguna posibilidad de establecer con ella cierta relación habitual durante estos días. Aunque soy bueno redactando discursos no sólo solemnes y enjundiosos, sino también, cuando la ocasión lo requiere o lo recomienda, en un tono de aparente espontaneidad, siempre he desconfiado de mi capacidad de improvisación, de modo que consideré preferible plantearme el primer encuentro con Pilar Ordóñez, o Meneses, a partir de una especie de guión mental, bien asimilado y ejecutado con desenvoltura y leves vacilaciones bien estudiadas. Además, Carmeli no tardaría mucho en llegar y traería el pan del día. Si le decía hoy mismo que dejase de traerlo, me obligaría a resolver mañana el encuentro con esa intrigante señora, sin permitirme más dilación. No vi que la mujer le pagase al hombre, lo que significaba que el pan se pagaría al final de la semana. De regreso a la casa, recogió el periódico.
La desaparición de la furgoneta del repartidor del pan funcionó como una especie de señal para que la calle Poniente se animase un poco. Pasaron algunos vehículos y un par de corredores todavía enérgicos y con la respiración acompasada y el rostro distendido. Me pareció que la cámara de seguridad que enfocaba la fachada de Los Zarzales había cambiado levemente de posición, como si mi actitud y mi comportamiento, lejos de dejar de interesarle, le obligaran a buscar ángulos más afinados y comprometedores. El sol empezaba ya a calentar con la rudeza con que suele hacerlo los días despejados de levante en calma. A las nueve menos tres minutos, una muchacha de aspecto sudamericano abría la verja de Los Zagalejos con su propia llave. Al parecer, Pilar Ordóñez no tenía servicio doméstico interno.
—¡Levanta el culo, Mata Hari! —dijo de pronto Mae West, como recién salida de un trance—. Ya está bien de cotillear.
Sentí un picotazo y un golpe de calor en el bajo vientre.
—Ya tardabas, bandida —le dije—. Habrá que planear algo para la mañana.
—Podrías poner un anuncio buscando compañía —dijo ella—. Cualquier cosa menos seguir espiando a esa Lana Turner de pacotilla.
El calor iba creciendo hasta el pecho como una llamarada.
—No será Lana Turner ni falta que le hace —dije—, pero es una señora misteriosa.
—¿Misteriosa? ¿De dónde has sacado eso? ¿Qué le has visto hacer, aparte de despedirse de dos tipos con pinta de corredores de seguros y salir a recoger el pan? Encanto, el marido la ha dejado plantada, vale, pero esa tiene menos misterio que un concurso de pesca.
Empecé a sudar por la frente, y al cabo de unos segundos tenía empapados el cuello, el pecho, el vientre, la espalda, las axilas, los brazos, las muñecas, las manos, los muslos, los tobillos.
—Deberías aprender de una vez a abanicarte, guapa —me dije—. Seguro que puede hacerse sin parecer una flamenca en los toros.
—Cariño, así me gusta, seremos un par de pájaras de escándalo —dijo Mae West—. Hablar como una chica desenvuelta te relaja.
—Que todo sea eso —dije yo, y noté que el calor y el sudor empezaban a remitir.
No dura más de un par de minutos. De pronto el sofoco se debilita como el aliento de un corredor mal entrenado y el sudor se va secando por segundos. La piel de la frente queda brillante y suave. La ropa, sobre todo la camisa, y el pelo que monta sobre el cuello permanecen mojados durante más tiempo y de pronto se enfrían enseguida, como si se normalizase bruscamente la temperatura. Entonces le invade a uno un bienestar extraño, ajeno a las condiciones térmicas ambientales. Si hay más gente, los demás pueden quejarse de frío o calor y uno, en cambio, se siente bien, calmado, confortable, inmune. A lo mejor es así como uno se muere.