Ella: «Con menos testosterona que Grace Kelly».

5 de julio, lunes

Con un cuarto de kilo de cazón, tomate para freír, patatas de un sitio que se llama La Rijerta, pan, cebolla, todos los demás avíos que hacen falta para preparar el pescado y hacer un salmorejo, sus traviesos y brillantes ojos azules y esa vitalidad saltarina que mantiene a sus años, Carmeli ha traído esta mañana una noticia sensacional: el marido de la señora de la casa de enfrente lleva más de dos meses desaparecido.

—Se habrá fugado con la secretaria —dijo Felipe—. Esa señora puede tener los cuarenta más que cumplidos, aunque muy bien llevados, así que el marido debe de estar en esa edad en la que los hombres creen que rejuvenecen de golpe si se mudan a un loft, se compran un deportivo y se lían con una veinteañera vistosa.

—Un cincuentón con una de veinte es como un camastrón con el pelo teñido de negro alquitrán —dijo Carmeli—. A mí me dan mucha grima.

«A mí también», le dije yo a Felipe, al oído. «Aunque todo depende de la segunda cosa que un hombre debe enseñarle enseguida a una mujer: el saldo de la cuenta corriente».

—El dinero hace milagros contra las náuseas —dijo Felipe.

—Eso es tan verdad como que los burgaíllos dan ardentía —sentenció Carmeli—. Si un fantoche tiene una cartera rumbosa, siempre habrá alguna gachí que no le mire ni el color de la panocha ni el capuchón de la picha. Qué asco.

«Por eso, ¿qué es lo segundo que un hombre tiene que ponerle a una mujer en la mano?», me pregunté a mí misma. Y al momento me respondí: «La tarjeta de crédito».

Felipe se dedicó entonces a discutirle a Carmeli eso de que los burgaíllos, unos bichos de mar a los que en otras partes llaman bígaros, dan ardor de estómago.

—No exageres, mujer —dijo—. Los burgaíllos, aunque sean indigestos, sólo dan ardentía si uno se come un kilo de un tirón.

—Pues yo empiezo a sentir lumbre en el estómago en cuanto me como dos —dijo Carmeli—. Claro que a mí me dan ardentía la mar de cosas. Por ejemplo, los rosarios.

Felipe se echó a reír.

—Sí, no te rías —protestó Carmeli—. Oye, no sé qué me pasa, pero yo empiezo a rezar un rosario y me entra al momento una quemazón dentro de la barriga que lo tengo que dejar.

Felipe dijo que no había oído una rareza semejante en toda su vida, pero que no se endemoniase, que él no decía que no fuese verdad, sólo que no lo había escuchado nunca, que ella tenía que saber mejor que nadie si el santo rosario le daba ardores, que a lo mejor sólo era que no respiraba bien, o que tragaba saliva mal, entre los padrenuestros y las avemarías, o algo por el estilo.

Carmeli dijo que el motivo sería el que fuese, pero que a ella los rosarios le daban una ardentía que se ponía a morir. Y empezó a limpiar el pescado para dejarlo en remojo mientras apañaba la casa, y prometió dejarlo todo como los chorros del oro antes de la una de la tarde, porque a ella la faena le cundía más que a cualquier niñata de esas que van con el ojo pintado desde que se levantan y con la falda a la altura del cuscús, que a esas criaturas todo se les va en quejarse del resacón de la fiesta del día anterior y de las molestias de la regla, que menos mal que a ella la dichosa regla se le fue cuando Colón tuvo ictericia, y que hay que ver la suerte que le tocó a los hombres en la rifa de la vida cuando la hemorragia de cada mes no les entró en el reparto de desavíos. A ella, con la regla, le venían y se le iban unos sofocos y unos sudores que la hacían adelgazar por lo menos tres kilos durante los días que le duraban, que no sabían los hombres de lo que se habían librado.

—Bueno, Carmeli, los hombres que se han librado… —dijo Felipe, y enseguida puso cara de comprender que se había ido de la lengua. Porque Carmeli dejó de raspar el cazón, levantó la cabeza, se quitó de un soplido un mechón de pelo pajizo que le caía sobre la nariz, miró a Felipe con la incredulidad empantanada en esos ojos tan azules, y dijo:

—¡No me puedo creer que tú también tengas la regla! Ya me parecía a mí…

—Carmeli, ya te parecía a ti ¿qué? Ella dejó el cazón y el cuchillo, se secó las manos en el delantal, sacó una banqueta de debajo de la mesa de la cocina, se sentó y le dijo a Felipe:

—Siéntate, que tengo yo ganas de aclarar contigo una cosa.

—Mujer, no podemos ahora ponernos a hacer tertulia —protestó Felipe, alarmado—. Se nos puede ir la mañana entera, con la de cosas que los dos tenemos que hacer. Anda, tú a lo tuyo y yo a lo mío, y un día te quedas a comer, o te vienes a media tarde, a merendar, y aclaramos todo lo que quieras.

—Yo ya tenía oídos unos cuantos chismorreos, no te lo voy a negar —Carmeli, como si estuviera sorda—. Y, cuando, de chiquitillo, te pasabas todo el santo día poniendo flores de adelfa en altarcitos, yo me decía: «Este niño va a terminar en sacristán o en sarasa, ya lo verás». Y anoche mismo se lo preguntaba a mi marido: «El señorito Felipe, ¿será o no será?». «¿Será o no será qué?», me preguntó él. Y yo le dije: «Maricón, coño, maricón».

—Ahora se dice gay, Carmeli —le advirtió Felipe cariñosamente, y comprendí que era una buena manera de decirle a Carmeli la verdad.

—Gay se dirá en Madrid —dijo ella—. Aquí seguimos diciendo maricón. Pero lo que yo no había escuchado nunca es que ustedes los mariquitas también tenéis la regla y os dan sofocos de esos…

—No tenemos la regla, mujer. Se trata de otra cosa, quiero decir en mi caso, pero ya te contaré, ya lo aclararemos otro día.

—Otro día va a ser tardísimo.

—Venga, Carmeli, sigue con lo tuyo, que te va a cundir menos que a una niñata. Luego hablamos.

—¡Es que no voy a poder concentrarme en el cazón! —protestó Carmeli, y se puso en pie como si alguien, de un tirón, la hubiera levantado—. ¡Ni en la aljofifa ni en el cristasol ni en nada de nada! ¡Es que a mí un intríngulis así me pone de mis nervios! ¡Es que no se puede quedar una tan pancha después de oír, de viva voz, que los mariquitas también tenéis la regla, o algo por el estilo! ¡Es que se me va a estar yendo la cabeza todo el rato!

Felipe se escabulló como pudo, medio desparramado de risa, y al cabo de unos segundos se asomó un momento a la cocina para decirle a Carmeli —que estaba ya cortando el cazón en rodajas, entre jaculatorias muy poco religiosas— que salía a comprar los periódicos.

Hoy ha hecho ese calor húmedo que, en cuanto pones el pie en la calle, se te echa encima como un gordinflón borracho. El cielo ha estado entoldado de la mañana a la noche y el aire sigue oliendo un poquito a purgante. La calle en la que está Los Zarzales se llama Poniente y no es desde luego Hollywood Boulevard un sábado por la noche o un domingo a mediodía; ni lo que Hollywood Boulevard es ahora, lleno de turistas japoneses y vagabundos con todas sus miserias a cuestas, ni lo que era en mis tiempos de champán y diamantes: un río de dinero y luces por el que navegaban de día y de noche millonarios en limusina, buscavidas de portañuela abultada y pelo engominado, y chicas alegres y doradas que iban a la caza de colibríes o volvían de tocar el tam-tam. Por aquí apenas se ve gente, cualquiera que sea la hora; a veces, alguien más o menos apetitoso haciendo jogging, algún coche de postín que circula levantando apenas un murmullo como el de una estola de visón contra la franela del traje de un facineroso malencarado pero con sensibilidad —al menos, en ese gatillo, ay, que encoge— o, ya al atardecer, alguna asistenta ecuatoriana o marroquí, camino de la parada del autobús que pasa cada dos horas frente a la entrada de la urbanización.

—Hay que ver lo costumbrista que es Carmeli —le dije a Felipe en cuanto salimos a esta calle tan desanimada de Villa Horacia Village & Resort.

—Mae West, estás celosa —dijo él—. Te roba plano.

Me suena esa frase. La dice sin falta cada vez que hace sus numeritos de ventriloquia para sus amigos, o en alguna recepción informal organizada por el ministro de turno para solventar compromisos menores, o en la fiesta de algún colega que quiere celebrar un ascenso o un nuevo destino. Pero es la primera vez que me la dice a mí. Siempre se la ha dicho a la Mae West que se ha quedado en Madrid, en «el dormitorio de las chicas», cada vez que ella interrumpe —y lo hace sin parar— las intervenciones de la «incisiva». Marlene o de la «deliciosa». Marilyn. Supongo que a mi hombre no volverán a invitarle a esos cócteles en los que todo el mundo le felicitaba por el discurso, siempre elegante y cultísimo, que tenía que enjaretarles, sin reparar en ideologías, a los sucesivos titulares de la cartera de Exteriores, con motivo de cualquier acto oficial, intervención parlamentaria o cena de protocolo. La pluma de mi hombre tiene muchas tablas y no se ha dejado nunca amilanar por el insignificante detalle circunstancial de que un ministro sea facha, el siguiente, neoliberal —o sea, también facha—, y el siguiente, socialdemócrata, signifique eso lo que signifique a estas alturas.

—Y tú te estás volviendo lesbiana, como la loca de la Garbo —le dije yo, haciendo caso omiso de lo de los celos—. ¿A qué viene tanto interés por esa cuarentona de la casa de enfrente?

Y es que él no había podido remediarlo y se había quedado bastante más tiempo de la cuenta —mientras se palpaba los bolsillos del pantalón y de la sahariana, como si se hubiera olvidado el dinero o las llaves dentro de casa— observando Los Zagalejos, confiando quizás en que la morena cuyo marido, según Carmeli, se había esfumado sin dejar recado ni rastro saliese de pronto de aquella especie de bunker con rendijas en el que vivía, ahora sin más compañía que la del mequetrefe de su niño, y se pusiera a contarle allí mismo, en medio de la calle desierta, todas sus cuitas.

—Vamos —dijo—. No pienso comportarme como un Von Aschenbach de provincias, por guapo que sea ese muchacho.

Pero a mí no me engaña. El mequetrefe podrá parecerle un arcángel convenientemente crecidito, teniendo en cuenta lo peligroso que está ahora el asunto del prestigioso capricho griego, pero no es posible que los chutes de hormonas de mujer que se está metiendo en el cuerpo le estén haciendo perder el paladar en materia de hombres. El prospecto del inyectable dice que, entre los efectos secundarios, puede aparecer sudoración de leve a grave —en verano, malísima—, aumento de los síntomas urinarios, dolor de espalda, hormigueo en las piernas cuando la testosterona plasmática —qué susto— aumenta de forma transitoria al principio del tratamiento, y quizás aumento de las tetas —su gran preocupación en este momento, porque no sabe si se atreverá a bajar a la playa en bañador—, y puede que algún mareo, visión borrosa, algún trastorno mediastínico —a saber lo que será eso—, algún picor y, claro, disminución del deseo sexual e impotencia, que se relacionan con el descenso de los niveles de testosterona plasmática —según el último análisis, el pobre está ya con menos testosterona que Grace Kelly— a causa de los efectos farmacológicos de la triptorelina, que es una cosa que suena a nitroglicerina. Pero lo que no me cabe en la cabeza es que a mi hombre se le haya quitado el gusto de ver chulazos estrepitosamente musculados, como su Thiago —mal rayo le parta—, y que se embelese de pronto en la contemplación de un jovenzuelo espigado y con carita de monaguillo, por bien torneados que el niñito tenga los brazos y los muslos. Eso me parece a mí el colmo terminal del astigmatismo. Bien mirado, más coherente encuentro que, con tanto estrógeno de sopetón, se le despierte la curiosidad por el vicio sáfico.

«Es por ahí», dijo él para sus adentros, y miró hacia su derecha.

A pesar del calor, caminamos a buen paso algo más de doscientos metros, hasta el cruce de una calle que se llama Velero, y torcimos a la izquierda, en dirección contraria a la playa. A veces, cuando vamos a ese ritmo, yo me quejo un poquito, a mi pesar, pero procura no hacerme caso; no se lo reprocho, lo último que querría es asustarle más de lo que está. A él, cualquier momento del día y el paseo más corriente le parecen buenos para meterles a las piernas esa velocidad estrafalaria —ciento diez pasos por minuto— que, según le dijo alguna vez ya no recuerda quién, es la mínima para que el ejercicio haga efecto. A una nunca le pareció buena, para nada, la bulla, como llama Carmeli a la prisa.

Cuando su primo Jerónimo Hidalgo le llamó para interesarse por su salud y terminó ofreciéndole el chalé durante las tres primeras semanas de julio, porque él no llegaría hasta finales de mes, Felipe se lo agradeció mucho y le dijo que le apetecía horrores pasar unos días de vacaciones en Villa Horacia, pero que no estaba seguro de poder arreglárselas sin coche —nunca intentó sacarse el carné de conducir— y teniendo que bajar a Sanlúcar para cualquier cosa. Entonces Jerónimo le informó de que en Villa Horacia Village & Resort ya se puede encontrar todo lo necesario para el día a día —a precios de lujo, eso sí—, a menos de diez minutos a pie desde Los Zarzales. En la antigua casa grande, además del club social y una agradable cafetería restaurante, hay un bonito quiosco de prensa y papelería, en el que también se venden libros y deuvedés —incluso se pueden encargar—, y un delicatessen con buenos productos de pastelería, bollería, charcutería, enlatados, quesos, vinos, además de algunas excentricidades gastronómicas, que pueden resolver un almuerzo o una cena improvisados. El quiosco de prensa, en el que también se pueden encargar flores para compromisos sociales, lo lleva Marita Castells, vizcondesa por matrimonio pero tan espabilada como siempre, mientras su marido, el señor vizconde, se gasta todo lo que ella gana en monterías y en ir a todas horas muy peripuesto. Al lado de la casa grande hay una farmacia, con todo lo farmacéutico y todo lo parafarmacéutico habido y por haber, y muy cerca, en lo que eran las antiguas cuadras de la finca, una pequeña galería de tiendas con tintorería, un coqueto taller de arreglo de calzado, una agencia de viajes muy concurrida todo el tiempo, y un work center concurridísimo a todas horas por la juventud adicta a los bullicios de Internet. Por no hablar de las demás instalaciones de la urbanización: las pistas de tenis y de pádel, la piscina —magnífica, y una bendición cuando la marea está baja y el agua desaparece como si se la tragara un gran precipicio que se abriera cada doce horas en medio del Atlántico— y el campo de golf, uno de los más selectos y mejor atendidos de la zona. La compra importante de la semana, excepto el pescado y el marisco, se puede hacer por teléfono en el supermercado de mucha categoría que hay en el enorme centro comercial Los Pinares, inaugurado hace poco a medio camino entre Rota y Sanlúcar, y la llevan a domicilio. A Sanlúcar ya no hay que bajar más que para comer o cenar en Bajo de Guía, para comprar acedías y langostinos frescos, y para asuntos intempestivos y graves.

Cuando Felipe vio la casa grande, con su aspecto de Cumbres borrascosas, más propio de lugares oscuros y fríos que de un sitio donde se puede dormir sin manta diez meses al año —a mí me recuerda un poco a una de esas mansiones que salen en todas las películas de época de Merle Oberon, no a un rancho en el que uno espera ver a Rita Hayworth solicitadísima por jinetes y toreros, que sería lo propio—, noté que le daba un respingo el corazón. Han pasado más de cuarenta años desde la última vez que estuvo aquí, poco antes de que tía María Bonasera, en cuanto se quitó el luto por tía Enriqueta Hidalgo, vendiera la finca.

—No es para tanto, cariño —le dije—. Siempre hablas del tamaño de esta casa como Ramón Novarro hablaba del calibre de su revólver.

—Yo era un renacuajo que no levantaba un metro del suelo cuando venía por aquí —dijo él—. Y ya sabes lo que pasa con el tamaño de los edificios. Todo depende de la perspectiva.

—Encanto, la perspectiva es como una abuela: seguro que a la de Ramón Novarro también le parecía que el revólver de su nieto tenía el mismo calibre que un bazoka.

Por dentro, a la casa le han hecho toda clase de perrerías, no hace falta ser una experta en interiorismo de época para descubrirlo. Los escaparates de las tiendas, todos de diseño penúltimo grito, se pegan bocados con la gran escalera de mármol y pasamanos de caoba, con floripondios y dorados por todas partes, que lleva a la primera planta y que han respetado, sin darse cuenta de algo tan elemental como que, por ejemplo, la cretona no es apropiada para los uniformes de la tropa de marinería. Han conservado los artesonados de los techos, muy pomposos e historiados, pero han cambiado la vieja solería —según Felipe, de rombos en distintos tonos del gris, divinamente combinados— por otra de imitación habanera que chirría como una cuchilla contra un cristal y que parece plastificada. En el primer piso hay una balconada corrida que se asoma al enorme patio interior techado y en la que algunos de los antiguos y sobrios barrotes de madera con marquetería, seguramente deteriorados, han sido reemplazados por otros en tecnicolor y que dan la impresión de ser de cartón piedra, como si los hubieran encargado en Disneylandia.

—Quien hizo esta faena se quedaría descansado —farfulló Felipe.

Luego, entró a toda prisa, como si le dolieran los ojos por culpa de aquella atroz cirugía decorativa que le habían propinado a la casa grande, en el llamado El Kiosko de Marita, y la dueña, o la encargada, o lo que fuese, se le quedó mirando con una muy coqueta expresión de felicidad.

—No hace falta que me digas quién eres —dijo la señora—. Estás bárbaro. Eres clavado a Marisol.

Marisol es esa hermana de Felipe, casada con un médico, que vive cerca de Villa Horacia, en una urbanización todavía a medio hacer para veraneantes tipo señores Miniver. Felipe recurrió a sus mejores pinturerías diplomáticas y le besó la mano a la señora, con una mezcla perfecta de ironía y elegancia.

—Qué monada —dijo ella—, me encantan los caballeros que saben tomarse deliciosamente a broma las galanterías.

Soy Marita Castells. Bueno, en realidad soy Marita Mendoza, Castells es mi marido, o más exactamente mi marido es el vizconde de Castells, pero no me preguntes de dónde ha sacado el título porque nunca consigo explicarlo sin que me entre la risa. Yo soy hija de Benjamín Mendoza, el abogado, casado con Ángela Iraola, creo que los Iraola son parientes vuestros por alguna parte, ¿no?

—Sí, creo, aquí todos somos parientes unos de otros por alguna parte —dijo Felipe, y revoloteó un poco las manos, como si se pudiera ser pariente por el ombligo o por la nuez de Adán. Mi hombre tiene bastante estilo, eso hay que reconocérselo.

—No te acuerdas —Marita Castells no parecía en absoluto afectada por tamaño contratiempo—. Marisol y yo estudiamos juntas en la Compañía de María, hace siglos que no la veo, ¿cómo está?, divina, seguro, era un encanto, hicimos todo el bachillerato juntas, siempre en la misma clase, tú eras un poco mayor, ahora no, ¿eh?, ahora todos somos parientes por alguna parte y nadie es mayor que nadie, pero entonces eras un poco mayor que nosotras, qué se le va a hacer, tú eres de la edad de mi hermano Carlos, creo que Carlos y tú erais bastante amigos, ¿verdad que sí?, eras guapísimo, por cierto, estás bárbaro, pero entonces eras guapísimo, media Compañía de María estaba enamorada de ti.

Felipe, después de fingir que aquello le ruborizaba como a un marmolillo, hizo ademán de llevarse una pistola a la sien y disparar.

—Guapísimo —ella puso los ojos en blanco, un poco a lo Mary Pickford—. Me parece que te estoy viendo, siempre he pensado que te parecías un poco a Elizabeth Taylor, pero en chico, no te molesta que te lo diga, ¿verdad?

—Claro que no. A los hombres ya no nos molestan esas cosas. Además, doy por supuesto que me parecía, en chico, a Elizabeth Taylor cuando ella hizo National Velvet, una cría, pero tampoco tendría el menor problema si me encontraras igualito a ella cuando hizo La gata sobre el tejado de zinc caliente.

Marita lo miró de la cabeza a los pies, encantadora, como si no encontrase en absoluto descabellada la comparación.

—Qué pocholada de película —dijo—, la de la niña y el caballo, quiero decir, la dieron hace nada en no sé cuál de esos canales misteriosos de televisión que ahora hay. A lo mejor por eso me he acordado en este momento de Liz. Ya ves, hablo de Liz como si la conociera de toda la vida. El otro día la sacaron en no sé qué programa por no sé qué motivo, qué cabeza la mía, y la llevaban en esa silla de ruedas, la pobre, con tres kilos de maquillaje encima, pero sigue siendo un bellezón. ¿Y tú?

—No, yo no llevo tres kilos de maquillaje encima, te lo prometo —dijo Felipe, un poco a lo Cary Grant.

—Yo sí, de la mañana a la noche —no era necesario que lo jurase, pero sí resultaba divertida tanta deportividad—. Es que no puedo salir de mi casa con la cara lavada porque me entran todas las alergias, te lo prometo, el alergólogo me dice que no ha visto un caso igual en toda su vida, qué hombre más amable y educado. Pero no te preguntaba por el maquillaje, por Dios, quería preguntarte si te has comprado casa aquí, o si sólo te has pasado a verme para darte una alegría.

«Zorra», dije yo, y Felipe sonrió, lo que Marita Castells debió de considerar una graciosa e irónica galantería más.

—He venido a comprar los periódicos —dijo Felipe, pero en un tono que insinuaba que no había que desechar el efecto efervescente que ella le producía—. Voy a pasar casi todo este mes en el chalé de un primo mío, Jerónimo Hidalgo.

—¡Jerónimo! ¿Ya ha llegado? Él y Fernanda son una pareja encantadora, una de esas parejas que hacen que rabies de envidia, me muero de ganas de verles.

—Acaban de divorciarse —dijo Felipe—. Lo siento.

—Por eso me hacen rabiar de envidia, cariño —dijo Marita, e hizo un frivolón gesto de agobio matrimonial.

—Por lo visto aún tienen que arreglarlo todo, de momento creo que apenas se han repartido, por sorteo, los meses de veraneo aquí. Fernanda vendrá a mediados de agosto, y Jerónimo a principios de la última semana de julio, así que me ha prestado la casa. Con permiso de su ex, me imagino.

Marita Castells tuvo que atender un momento a un cincuentón enjuto y disfrazado de lobo de mar que había encargado algunos deuvedés con esas películas de mucho ajetreo y mucho ruido que en Hollywood hacen ahora. El lobo de mar, después de pagar el encargo, miró a Felipe, dudó un momento, sin duda desconcertado por encontrar por allí a alguien no conocido, y después se despidió con un gesto de cabeza un poco demasiado John Barrymore.

—Sabes quién es, ¿verdad? —dijo Marita, en cuanto el lobo de mar salió de la tienda.

—Claro —Felipe ya había cogido un ejemplar de casi todos los periódicos a la vista, excluidos los deportivos y un diario local llamado La Voz del Sur—. ¿Quién no conoce a Gonzalo Aresu?

—El pobre lleva dos años luchando contra un cáncer de colon —Marita lo dijo como si comentase de pasada el elegante bronceado del marinero de guardarropía, mientras tecleaba en la caja para calcular el precio de los periódicos que se llevaba Felipe—. Bueno, lo sabe todo el mundo, él mismo se ha encargado de proclamarlo a los cuatro vientos, entre los artistas y la gente bien eso de decirlo sin rodeos se lleva muchísimo. Por lo visto, ahora se encuentra fenomenal, y con un ánimo estupendo; Gonzalo, no el cáncer, claro. Anda escribiendo una nueva novela, con la concentración que tiene que exigir eso; yo desde luego no estaría para nada. El jueves por la tarde, aprovechando que no dan por televisión ningún partido de esos del Mundial, va a leer aquí mismo, en el salón de juegos del club social, algún capítulo. Vente, si no tienes un plan mejor, a menos que tú seas de los que consideran prioritario estar con su mujer. Si no hay más remedio, también puedes venir con ella, claro.

Felipe siempre ha apreciado mucho el estilo ligero y juguetón: «una de las muestras más refinadas del pudor y del respeto a los demás y a uno mismo», dice, un poco ampuloso. Incluso ahora, tan asustado como está, basta con que alguien le proponga alguna broma sobre lo más truculento o lo que más le duela, para que él entre al trapo sin remilgos. En eso es como Ava Gardner era con los hombres: cualquier chiquilicuatre gracioso le valía.

—Mis mejores planes, de momento, son con la jeringuilla —dijo, muy risueño—, pero no te lleves las manos a la cabeza.

—Por Dios, cariño —le tranquilizó Marita—, ¿quién se escandaliza ahora por un buen chute de botox?

—Y no tengo mujer —añadió él, sin darse la oportunidad de protestar como un hombre de los de toda la vida—. No tengo mujer, en ninguno de los estados posibles: sólido, líquido o gaseoso.

«Ingrato», protesté yo, «¿qué sería de ti sin esta mujer que llevas a la altura de las ingles?».

—Uy, qué bien —dijo Marita, sin darle tiempo a Felipe a mandarme callar—. Un hombre elegante, maduro, con mundo, con posibles y atractivo es lo que necesita este sitio más que el pilates.

—No pondré en duda, por la cuenta que me trae, mi elegancia y mi atractivo y mi condición de hombre de mundo —dijo él—. Y la madurez, por desgracia, salta a la vista. Pero —aparentó estar alarmado— te lo pregunto de manera estrictamente confidencial, ¿de verdad se me nota que tengo posibles? Llevo toda la vida preocupado por que no se me note lo que no me conviene.

—Intuición femenina —dijo ella—. Son cuatro con ochenta. Los periódicos, digo. Y no te pregunto a qué te dedicas porque, tal como están las cosas, aquí eso ya no se le pregunta a nadie. Vente el jueves, anímate, es a las ocho y media, con una copa y tertulia, en plan muy informal. Te presentaré a todo el mundo, incluido al vizconde de Castells, y no te asustes, no te estoy preparando un marrón, como dice mi hijo, el vizconde de Castells es muy entretenido, todo un personaje, pregúntale de dónde ha sacado el título, yo no me presento jamás como vizcondesa de Castells, con eso te lo digo todo. Y siempre se pondrá a tiro alguna señora suelta, aunque sea estacionalmente.

—Hace demasiado calor, Marita —se quejó Felipe—, no sé si podré estar a la altura de los requerimientos de una señora estacionalmente suelta. No me perdonaría jamás que, por mi culpa, echase de menos a su marido.

—Cielo —dijo ella—, por aquí la mayoría de las señoras no les pedimos a nuestros maridos que estén a la altura de nuestros requerimientos más que cuando salimos de compras. —De pronto, Marita recordó algo. Se dio una palmada muy teatral en la frente—. ¡Pilar! —dijo—. Pili Ordóñez. O Meneses. El marido ha desaparecido de la noche a la mañana, como si se lo hubiera tragado la tierra. Un misterio horroroso. Y ella, pobre, puedes imaginarte cómo está, destrozada, pero yo me encargo de animarla para que venga. Os caeréis de miedo, ya lo verás.

—Mi vecina, ¿no? —dijo Felipe, sorprendido.

—¿Tu vecina? Ah, claro, qué tonta, su casa está enfrente de la de Jerónimo Hidalgo. Ya la has visto, ¿verdad? Sí, la casa supongo que ya la has visto, digo que también habrás visto a Pilar. Una chica fantástica. Sencilla, agradable, mona. Y ahora le pasa esto con el marido y se la ve afectadísima, fíjate, por aquí la mayoría estaríamos dando saltos de felicidad si nos viéramos en esas. ¿Tú te imaginas que desapareciera como por ensalmo el vizconde de Castells? Iba yo a organizar un fiestón… Pero se ve que ella quiere a su marido, una extravagancia deliciosa. Prométeme que vienes el jueves a la lectura, y yo te prometo que te traigo a Pilar Ordóñez, o Meneses. El desaparecido se llama, o se llamaba, cualquiera sabe, Javier Meneses.

Felipe dio a entender que aquello le parecía una encantadora travesura.

—Prometido —dijo.

Se besaron para sellar el acuerdo. Luego, Felipe le preguntó a Marita dónde podía comprar pan y ella le dijo que allí, en Villa Horacia Village & Resort, en ninguna parte, pero que ella podía decirle al repartidor de una panadería de Sanlúcar, que llevaba el pan todas las mañanas por las casas, que lo sirviese también en Los Zarzales.

—Mejor no —se corrigió enseguida—. Lo mejor es que tú mismo le pidas a Pili Ordóñez, o Meneses, o como se llame ahora, que te haga el favor. No tienes más que cruzar la calle. Seguro que también a ella le llevan el pan cada mañana y no le costará nada pedirle al repartidor que te deje a ti lo que necesites. Díselo hoy mismo. Así os vais conociendo.

Marita se quedó en la puerta de su quiosco y no regresó al interior hasta que Felipe se volvió para despedirse de ella de nuevo, mandándole un beso con la punta de los dedos, antes de salir de la casa grande. La neblina que lo desdibujaba todo cuando salimos de casa, hacía poco más de una hora, se había apelmazado, y se anunciaba un día de bochorno. Una veleta encaramada al tejado de un chalé de construcción clásica señalaba un tímido viento del norte, denso y caliente. En cualquier momento, tal vez en cuanto empezara a bajar la marea, saltaría el levante.

—Encanto, te has comportado como un cursi en el armario —dije.

—No hay ninguna necesidad, Mae West, de ir por la vida soltando plumas a troche y moche.

—Siempre que la pluma no te salga a la hora de cortar el bacalao…

—Nadie va a cortar ningún bacalao. Y basta ya, que voy a terminar hablando como tú.

—Más te vale —le dije—. Ni por todo el imperio de Howard Hughes estaría yo dispuesta a hablar como tú hablas. Antes me comería la lengua.

—No sería lo más indecente que te has comido en tu vida —me dijo Felipe, divertido, y movió la cabeza como reconociendo que una conversación así le hacía bien.

Porque le hace bien. Por eso no me muerdo la lengua. Y en cuanto a comerme algo que me deje buen cuerpo, me conformo con ir comiéndole poco a poco ese miedo que de pronto le salta al pecho como un arañazo venenoso.