Yo: «Como cernícalos avizor».

4 de julio, domingo

Hoy he visto a la madre del muchacho.

He pasado la tarde entera en el cuarto de estar pequeño de la casa, después de adecentarlo un poco por mi cuenta. Mañana vendrá Carmeli y lo limpiará todo a fondo, y me hará la comida. Ha llamado para ofrecerse a comprar pescado y todo lo que haga falta, antes de que encarguemos la compra al supermercado del nuevo centro comercial que han abierto en la carretera de Rota. Me ha dado recuerdos de su hermano Diego, un balarrasa que por lo visto acaba de divorciarse de su mujer y se ha ido a vivir con Carmeli y su marido en uno de los bloques de pisos de protección oficial que han construido junto al Botánico, el único de los palacios sanluqueños que conservan los Orleans. La vieja y modestísima casa de sus padres en Villa Horacia la derribaron hace ya diez años, cuando Martín, el padre, murió. La casa la respetaron los compradores de la finca, mientras Martín vivió, porque tía María Bonasera así lo impuso en el contrato de compraventa. Estaba pegada a la carretera vieja de Montijo y medio tapada por una gigantesca morera a cuyas ramas yo trepaba, con Diego y con la propia Carmeli, para jugar a Sandokán en la selva —Diego era siempre Sandokán, y Carmeli y yo sus lacayos, como él decía— y, durante el hermoso verano de finales de los cincuenta que pasamos en Villa Horacia —con tía María Bonasera y tía Enriqueta Hidalgo, que nos acogieron porque mi padre estuvo más de tres meses de viaje, según nos dijeron a mí y a mis hermanos—, algunas noches conseguía que me dieran permiso para dormir en casa de los caseros, compartiendo la cama con Diego, que es de mi edad. Aquella casa olía siempre a lejía porque Remedios, la hija mayor de Martín, era una maniática de la limpieza y se empeñaba a diario en desinfectarlo todo con lejía Conejo. La mujer de Martín murió de unas fiebres raras poco después de dar a luz a Diego, y Remedios, que entonces no tendría más de diez o doce años, pasó a encargarse de su padre, de sus hermanos y de la casa, hasta que, ya mayorcita y seguramente harta de hacer de mujer de su padre y de madre de sus hermanos, se casó con un tratante de ganado y se fue a vivir a Villamanrique. Remedios llamaba a Carmeli espesa y cochambrosa cada vez que Carmeli la acusaba de querer, con tanto desinfectante, envenenarlos a todos y convertirles en agua la sangre para librarse de ellos, pero en aquella casa yo conseguía dormir a pierna suelta, convencido de que ningún bicho, empezando por las salamanquesas, podía aguantar vivo con todos aquellos litros y litros de lejía que Remedios compraba sin falta, aunque no hubiera para comer. En las habitaciones de la casa grande, como los caseros llamaban al enorme edificio principal de la finca, las salamanquesas se amontonaban en lo alto de las paredes en cuanto empezaba a anochecer, y tía María Bonasera y tía Enriqueta Hidalgo decían que no eran peligrosas, sino todo lo contrario, porque se comían los mosquitos y las avispas y hasta los pitijopos que aparecían todas las tardes como una plaga, sobre todo con el viento de levante. Pero las salamanquesas a veces se resbalaban y podían caerte encima, en la cabeza, o colarse por el cuello del niqui, y a mí me daban un asco horroroso. De noche, cuando no podía conciliar el sueño por culpa de las salamanquesas, yo me ponía a pensar en el olor a lejía que había siempre en casa de los caseros, y también en el olor a aire fresco y un poquito picante que dejaba Remedios junto a la morera, cuando se iba allí a lavarse el pelo, después de comer, a la sombrita, sin miedo a que se le cortase la digestión. Remedios, después de lavarse el pelo con jabón Lagarto, se lo enjuagaba en una palangana con agua y vinagre, y hacía que el mundo entero oliese distinto. Aquel olor no lo olvidaré nunca…

El chico de la bicicleta no se parece nada a su madre. Quizás tenga algún gesto que pueda recordarla, pero no lo sabré hasta que no los vea juntos con cierta frecuencia, cosa que sin duda ocurrirá en cuanto se normalicen los ritos cotidianos que marcan los encuentros entre vecinos. Ella es una mujer no muy alta, morena, tenaz seguramente en el gimnasio para conservar la línea, lo suficientemente joven como para no sentirse obligada a aclararse el pelo con mechas cobrizas o a teñírselo de ese rubio apagado que resulta tan útil para suavizar los primeros síntomas de la madurez. Sin embargo, me ha dado la impresión de cierto desajuste físico, como si hubiera adelgazado algo más de la cuenta durante los últimos meses o estuviera nerviosa e insegura. Ha sido una impresión rara y probablemente caprichosa, porque apenas la he visto unos instantes, mientras se despedía, en la puerta de la casa, de dos tipos jóvenes —poco más de treinta años, diría yo— y con aspecto de corredores de seguros o de agentes inmobiliarios, aunque el hecho de ir trajeados pero sin corbata me ha llevado a pensar que trataban de aparentar una informalidad no demasiado convincente. Son visitantes, en todo caso, porque dejaron el coche aparcado en la calle. También es extraño que la entrada de vehículos del chalé, con vado permanente, me haya dado la impresión de estar en desuso; cualquier familia de las que viven en la urbanización tendrá al menos dos coches en el garaje. En cualquier caso, la relación entre esos dos tipos y la dueña de la casa no parece cómoda, relajada. Excesivas especulaciones, quizás, para haberlos visto a los tres durante tan poco tiempo y a cierta distancia. Sin duda, soy demasiado propenso a trasladar a todo lo habido y por haber mis continuas suspicacias sobre mi salud.

Un año después del diagnóstico, los resultados de los análisis siguen siendo reconfortantes. «Se morirá con esto, pero no de esto», me dijo uno de los médicos, el mismo día en que conocí con detalle el dictamen del patólogo, y me aseguró que tenía un paciente que ya llevaba veinte años con la enfermedad cronificada, gracias al tratamiento que seguramente me pondrían a mí. Algunos días después, pensé: «Un paciente, pero ¿cuántos se le habrán quedado por el camino?». La pregunta me asaltó a las cuatro de la madrugada, mientras estaba desvelado, empapado en sudor, y tuve que levantarme y asomarme imprudentemente a la ventana del dormitorio abierta de par en par, y aspirar hondo el aire nocturno y caluroso de finales de junio que se resistía con reconcentrada inclemencia a prestarme un poco de consuelo. Sin embargo, cuando el médico amable mencionó la posibilidad de una larga vida, me abracé con todas mis fuerzas a un pronóstico tan benigno y a la probabilidad de sobrevivir veinte años sin demasiadas pesadumbres. «Eso sí, se quedará impotente», añadió, sin modificar lo más mínimo el tono afable de su voz, «eso no tiene remedio». Lo oí con absoluta claridad, pero no le di la menor importancia a tamaña catástrofe. Si ese era el precio que debía pagar para seguir vivo, bien estaba. En absoluto me pareció un precio demasiado alto. «Hay que ver, con lo putas que hemos sido, cariño», susurró Mae West, desde el «dormitorio de las chicas». Y pensé, con una sonrisilla supongo que extemporánea: «Tendremos que echarle imaginación para vestirnos de santas». No sé cómo interpretaría el médico amable, con el que me había puesto en contacto un amigo común, aquella media sonrisa. Apenas veinte minutos antes, otro médico, el especialista que a partir de aquel momento se encargaría de mí, me había dado la pésima noticia del resultado de la biopsia con una brusquedad rayana en la crueldad, en un tono gritón y destemplado, casi ofensivo, como si le causara una irritación intolerable el tener que ocuparse de un fulano con el que no iba a poder lucirse porque el pronóstico era desastroso. Al cabo de tres revisiones, todas alentadoras, he desarrollado un apego extraño hacia él, un tipo que quizás aún no tenga cuarenta años, delgado, nada feo, con un pelo ya canoso pero abundante y siempre medio revuelto, y con un evidente gusto por la informalidad desinhibida en la manera de expresarse —llama mear a lo que es mear— y en la manera de vestir, evidente bajo la bata, además de una actitud que en ocasiones recuerda la de algunos médicos desenvueltos y guaperas de ciertas series de televisión. Con el tiempo, el apego se ha convertido casi en afecto, tal vez porque, conforme las pruebas han ido arrojando resultados benévolos, él se ha ido relajando, satisfecho de su acierto en el planteamiento de la terapia, y, sin duda, porque para creer en un futuro mínimamente acogedor es imprescindible que yo confíe sin vacilaciones en quien tiene la obligación de cuidarme.

Sé lo primero que me preguntará Álvaro, haciéndose doña madrina angustiada, cuando le diga que he visto a la madre del guapo chico de la bicicleta: «¿Se parece a Silvana Mangano?». Álvaro está convencido de que, si algo se le da bien, es saber lo que no me conviene. Cuando, hace un año, le conté por teléfono —intentando, sin el menor éxito, controlar el pánico que, al regreso del hospital tras las primeras pruebas, seguía mordiéndome la boca, los pulmones, el estómago, el corazón— que las pastillas que acababa de recetarme el médico me inflamarían un poco los pechos y sentiría en ellos algo de picor, como les pasa a los adolescentes, me dijo: «Qué suerte, hijo, vas a terminar hecho una Lolita, con lo que se llevan ahora». Luego le dije: «A mediados de agosto tengo que ponerme una primera inyección. El médico me ha explicado que eso es, en realidad, una castración química y que no me extrañe si, de pronto, no siento nada cuando vea por la calle a una chica guapetona. Me encantó». Las risotadas de Álvaro debieron de escucharse en las mismísimas consultas externas del hospital. Que conste que el médico no dijo absolutamente nada sobre si, a partir de entonces, me causarían poca o nula impresión los chicos guapos.

Esta mañana, durante la hora larga que hemos estado hablando por teléfono después del desayuno, Álvaro me ha repetido de todas las maneras posibles que el encendido entusiasmo que yo estaba demostrando por la belleza sublime del chico de la bicicleta estaba por completo fuera de lugar. Por lo que podía imaginarse, aquel mequetrefe se encontraba a años luz de las montañas de músculos lustrosos que a mí me han gustado toda la vida de Dios.

Le había descrito, con esa enjoyada verborrea con la que tanto nos divertimos, la deslumbrante aparición del chico en medio de la hirviente y soleada armonía de la tarde, en un marco tan exclusivo y propicio al florecimiento de bellezas súbitas como es la nueva Villa Horacia, y él me ha dicho: «Aparte de que ya me explicarás más despacio qué clase de sitio es ese que se llama Villa Horacia, que ya es llamarse, o estabas fumado, o algo de lo que te echaron de comer en el tren te sentó pésimo. Por cierto, ¿has vuelto a saber algo de Thiago?». Nada. «¿Sigue sin contestar tus llamadas?». Sigue. «¿Sigues llamándole como treinta veces al día?». Sigo. «Pues entonces, además de celebrar lo que te estás ahorrando en llamadas internacionales gracias a la desconsideración de ese imbécil, olvídate también de ese muñecón con ínfulas de Tadzio calientapollas y búscate un fortachón de pueblo, que son los más sanos, al que no le importe ni poco ni mucho el que tengas la bayoneta lánguida, ya encontrará él por dónde hacerte feliz». Le he asegurado que tan lánguida no está todavía, sobre todo si yo me empeño de verdad en que no lo esté —cierto que me empeño pocas veces—, y que, por más que, a causa también de las malditas inyecciones, me entren cada dos por tres, entre ríos de sudor, los desagradabilísimos sofocos típicos de las señoras en edad difícil, no me he convertido en una tragadora de sables compulsiva y vertiginosamente versátil. «Soja», me dijo Álvaro, «mucha soja. Mis amigas en edad difícil me dicen que hay que tomar toneladas de soja contra los desarreglos de la menopausia».

Ahora mismo estoy sudando hasta casi lo repugnante. Mae West se ha echado una larga siesta o se ha quedado muda con todos estos calores. Es raro porque, por lo general, los sudores coinciden con una inquietante desazón de la gran dama de tetas explosivas, chirriante cabello rubio platino y lengua pecaminosa. Es como si la estrujasen. Es como si el líquido amarronado de esa bendita inyección se le hubiese colado a Mae West bajo las faldas y le estuviera royendo, por mi bien, lo que ella llama «el okupa de su consistorio». «Le llamaré Carpanta», me dijo a la hora de comer, «todo me lo está devorando poquito a poco». He llamado otra vez a Thiago y sigue sin contestar, no lo hace desde finales de marzo. En Goiánia, su ciudad, a unos doscientos kilómetros de Brasilia, ahora son las dos de la tarde. Parece claro que él ya no me necesita y le estorban mis llamadas, por un amigo suyo que sigue en Madrid me ha hecho saber que ha vuelto con una antigua novia que me conoce, y que mis llamadas son motivo constante de pelea entre ambos. No debería pensar en ello. Cuando lo hago, todo se llena de congoja y desánimo. Ahora, en cambio, la tarde está tranquila, y vacía y en paz esta calle de la urbanización, y resulta hospitalaria la atmósfera de este pequeño cuarto de estar orientado al sur. He comido muy temprano y llevo desde entonces en una butaca en la que puedo sentarme con comodidad —algo no tan fácil de conseguir desde que Mae West se las tiene que ver con Carpanta—, junto al cierro de la habitación, tan conveniente para observarlo todo sin ser visto, como en las tradicionales casas andaluzas cuyas fachadas imitan las de este chalé de mi primo Jerónimo. Desde aquí se ven los transparentes encubridores, las tapias y verjas protectoras, algunas cámaras de vigilancia como cernícalos avizor, algún coche aparcado junto al borde de la acera como si no perteneciese a nadie, algún trozo de parcela de césped reluciente o de alguna piscina de agua brillante y de apariencia ligeramente ficticia, los tejados o los pisos altos de las casas de los alrededores. El chalé de enfrente, el chalé en el que vive la familia del muchacho de color dorado, tiene un nombre chocante: Los Zagalejos. No es el nombre que uno imaginaría para una casa tan cara y de diseño tan actual, una elegante construcción de líneas limpias y grandes ventanales apaisados. Tengo curiosidad por saber cómo es el marido de ella, el padre del chico. Ella no ha vuelto a salir de la casa desde que lo hizo para despedir, me pareció que con una mezcla de alivio y disimulo, a aquellos dos tipos que parecían dispuestos a comprarle o venderle algo, aunque necesitaran toda la paciencia del mundo. Tengo que decirle a Álvaro que ella no se parece nada a la Mangano, que no recuerda en absoluto a la suntuosa condesa polaca que dejaba que su hijo atormentara la agonía de un pobre señor neurótico en las arenas dolientes de la playa del Lido de Venecia.