Ella: «Así transita Gloria Mundi».

4 de julio, domingo

Él no quiere que le hable de mujer a mujer, pero si su destino es tener un fachón y grandes tetas, debería ir acostumbrándose.

Hemos cenado a las ocho, casi a la hora americana, en el dormitorio, la única habitación de la casa en la que se puede estar sin que a una se le ponga mustio de pena el moldeado rubio platino. En la nevera no había nada, menos mal que nos trajimos de Madrid unos emparedados, fruta, leche, café y un bizcocho para diabéticos que hacen en una confitería muy apañada del mercado de La Paz, el de la calle Lagasca. Desde que, además de lo otro, le descubrieron que es un poco diabético, mi hombre me cena poquísimo y se mete en el cuerpo unas caminatas aceleradísimas. Después que no me diga que no quiere adelgazar.

Cuando acabamos de cenar dimos un paseo por la playa hasta Montijo, con la marea baja y el sol tiñendo el cielo de color cereza desde el fondo del mar, o eso me parecía a mí. Nos cruzamos con algunas parejas mayores que paseaban con resignación clínica y con una mujer joven con un chándal amarillo y una gorra de los Lakers, que corría al borde mismo del suave oleaje de la orilla. Mi hombre siempre me obliga a caminar a razón de ciento diez pasos por minuto y, claro, volvimos a casa encharcados por el sudor, como ya es costumbre. Otro efecto del tratamiento. Siempre llego empapada de arriba abajo, como Esther Williams, la nadadora de la Metro, sólo que yo también soy una estrella si no estoy mojada. Nos duchamos, él se puso su pijama y yo, Chanel n.° 5, como la pobre Marilyn, a la que él ha dejado en casa sin ningún remordimiento, como a Marlene y a esa Mae West a la que él llama la copia auténtica. Antes de meternos en la cama, cuando todavía no eran las diez, yo le dije, con las manos en las caderas y balanceándome como una mecedora:

—Encanto, los niños buenos, antes de dormir, rezan sus oraciones.

—Más vale no tentar a la suerte —me dijo él—. Los niños buenos le piden a Dios que los lleve al cielo y, la verdad, no veo la necesidad de meterle prisa.

—Entonces, haz como las niñas malas —le dije—. Dile a Dios que el cielo puede esperar y pídele que, de momento, te lleve a Tiffany’s.

Él levantó la ceja como hacía siempre Marlene cuando algún admirador se quedaba cortito de ingenio a la hora de piropearla, y luego me dijo que, si no era capaz de ser original, al menos no estropease las frases de la verdadera Mae. Pero yo le solté, con todo el cariño del mundo:

—Mi amor, mientras no vuelvas a mirar a la vida como a mí me miraba, de pies a cabeza, el cuerpo entero de marines de los Estados Unidos, y como tú mismo has mirado esta tarde a ese zangolotino de la casa de enfrente, habrá que echar mano de las reservas.

El pobre me reconoció que estaba cansado y con las neuronas como torrijas. Luego, se tomó su pastilla de cada noche. Alguna vez se le olvida, y yo le digo que espero que no le pase lo mismo con la píldora antibeibi cuando, por efecto de los estrógenos que le inyectan trimestralmente, pueda quedarse preñado.

A pesar del cansancio, no ha dormido bien. Por mi culpa, por mi grandísima culpa se ha levantado cuatro veces a soltar chirimiri dorado. Al menos no han sido las seis o siete levantadas de sus peores sueños —total, para cuatro gotitas…— y, cada vez que se movía en la oscuridad a trompicones, camino del baño, yo empezaba a recordarle con retintín el latinajo —sic transit…— que a mí me gusta tanto y que a él tan encocorado le pone. Apareció por fin en la cocina a las ocho, pero las últimas dos horas las había dormido bastante a gusto, así que daba alegría verle tan rozagante, casi como el bolsillo de uno de aquellos mafiosos de Chicago que se ponían contentos nada más verme.

—Deberías hacerles un monumento a ese fluido tensor instantáneo y a ese roll-on hidraenergético antiojeras —le dije, porque se miró, antes de sacar la leche para el desayuno, en un espejo que hay junto al frigorífico y no hizo ninguna morisqueta de desesperación.

—No está mal —dijo él—. Claro que todos acabamos acostumbrándonos a nuestros deterioros. Y hasta los encontramos elegantes.

—Cariño —le dije—, no hables por mí. La elegancia y yo nos llevamos como Bette Davis y Joan Crawford, pero créeme: un buen vaquero nunca compra por elegante una yegua.

Entonces él dijo que tuviéramos el desayuno en paz y que después habría que empezar a ocuparse de la intendencia. Y yo le dije, adelantando la pechera como un paradisiaco vergel que hay que conquistar:

—De la intendencia te ocupas tú, que yo me ocupo de la artillería.

La casa, a primera hora de la mañana, con todo abierto y buena luz natural, no parecía tan tristona y descuidada como a mí se me antojó la tarde anterior. A las diez ha venido una mujer de confianza, amiga de Felipe desde cuando este sitio se llamaba Villa Horacia a secas, que nos hará la limpieza diaria y la comida. La mujer, bastante mayor de lo que parece, delgada como un sarmiento, despintada más que rubia, con unos ojos celestes que ya los hubiese querido la mosquita muerta de Marion Davies, muy nerviosa y dispuesta, es por lo visto hija de los antiguos caseros de la finca y conoce a Felipito, como lo llama ella, desde que era un renacuajo. Se llama Carmeli y empezó por las buenas a rememorar en voz alta, sin ningún miramiento y como si hubiera ocurrido ayer mismo, cómo llevaba a Felipito a la playa, a bañarlo en cueros vivos. Yo creo que Felipe se puso tan tenso que enseguida llegaron a un acuerdo: Carmeli vendrá a diario, salvo los fines de semana, de nueve de la mañana a una de la tarde, para hacer el cuerpo de casa —los dos llaman así a lo que las feministas llaman trabajo doméstico— y dejar preparado el almuerzo. También puede comer aquí, si quiere. Cobrará ciento cincuenta euros a la semana. Un dineral.

Baby, qué atentado más gracioso contra el decoro —le he dicho yo, en cuanto Carmeli se ha marchado, después de despedirse hasta mañana—. Lo que habrán cotilleado las señoras tan elegantes de este sitio tan exclusivo, después de ver a la relimpia de Carmeli fregándote en la playa con el napoleón al aire…

Me ha dicho, bastante distendido para lo suspicaz que se pone a veces por cualquier cosa desde que sabe lo que sabe, que hasta él y yo fuimos niños, y que él tenía entonces cuatro o cinco años y Carmeli, quizás doce, o como mucho trece —nadie diría que tiene ahora más de setenta años; yo pensaba que ese milagro nos estaba reservado a las divinas de Hollywood—, y que entonces Villa Horacia no era ni de lejos el pretencioso Village & Resort para nuevos ricos que ahora es, sino un fincón de ricos de toda la vida ya venidos a menos, donde sólo vivía durante todo el año, en el caserón que ahora es pomposo club social, tía María Bonasera, solterona de nacimiento, con tía Enriqueta Hidalgo, la verdadera dueña, también solterona por designio divino, y la playa era entonces un pedregal lleno de algas y casi desierto aunque, eso sí, con bajamares maravillosas, de modo que aún faltaba muchísimo tiempo para que su napoleón, aunque sólo fuera por debajo del bañador, provocara los cotilleos de algunas señoras algo desnortadas, de bastantes caballeros muy descarriados, y de algún que otro muchacho, de los que se ponen calientes con John Huston haciendo de Noé en La Biblia, un muchacho glorioso como el zangolotino que vive en la casa de enfrente. También dijo —y eso me alegró— que todavía falta un poco para que su pobre bonaparte acabe totalmente derrotado, mustio y solo en esta isla de Elba.

—Además —añadió—, no eres tú la más indicada para hablar de decoro.

—Encanto —le dije yo—, el decoro es como el champú. Cada una elige el que mejor le va al color de su pelo.

Entonces sonó su móvil y él comprobó en la pantalla de ese modelo tan Jayne Mansfield que se ha comprado —plateado y lila— quién le llamaba.

—Álvaro —dijo, antes de llevarse el chisme a la oreja, y se le vio en la cara que esperaba tener una charla entretenida.

—Álvaro Bartolomé Martínez de Castro y Ruiz de Somavía, futuro embajador del Reino de España en Kuala Lumpur —según nadie más que él—, aunque actualmente disfrutando de unas merecidas vacaciones en Salobreña, al habla —dijo Álvaro, con ese tono empingorotado, redicho y chuflón que tantas veces han utilizado para dirigirse el uno al otro, ante el mosqueo inicial de los pipiolos que llegaban al gabinete del ministro de Asuntos Exteriores de turno—. ¿Cómo estás, Bona?

A Felipe Jesús Guillermo Bonasera y Calderón, y todo lo demás, todo el mundo en «la carrera» le llama Bona. La pajarraca de Marlene Dietrich, a Eric von Stroheim —«von» se pronuncia «fon», en alemán—, a sus espaldas, lo llamaba Foni. Una manera muy zorruna de achicarlo. Por supuesto, a Felipe Bonasera en «la carrera» se le quiere una barbaridad, pero a mí siempre me ha parecido que lo de llamarle Bona tiene su recochineo. Cariñosísimo, ya digo, pero recochineo. Porque nunca ha llegado a nada. Mi hombre, quiero decir. Nunca ha llegado a nada de verdadero postín. Nunca ha llegado a ser embajador, en casi cuatro décadas de servicio. A lo más que llegó, durante cinco años, fue a agregado cultural del consulado general de España en Nueva York. Poca cosa para tanto mareo. Y es que terminó por convertirse en imprescindible en el gabinete de todos los ministros que han desfilado por el palacio de Santa Cruz, eso le han dicho siempre. Vale. Y porque él, la verdad, nunca puso un empeño grandísimo en llevarme durante una temporada a una embajada rumbosa. O exótica. Después de todo, conmigo por delante cualquier exotismo habría terminado convertido en un tresillo cómodo del cuarto de estar de su casa. Familiaridad es lo que desprende Mae West, pese a ser una estrella. Donde esté el salón de su casa, que se quite el mejor cabaret de Sunset Boulevard. En el cuarto de estar de su casa, entre amigos de toda la vida o conocidos de una noche, es donde mejor puede Mae West soltar la lengua. Como en su fiesta de despedida, en su piso del barrio de Salamanca. De eso se pusieron enseguida a hablar Álvaro y él.

—Maravillosa la fiesta —dijo Álvaro.

—Gracias a Juana, Amparo y Fermín —dijo Felipe—. Ellos lo organizaron todo. Son unas verdaderas matajaris, incluido Fermín. Yo sólo presté la casa, porque no tenía ni idea de lo que estaban maquinando y porque no os iba a poner a todos de patitas en la calle. Y si saqué a actuar a mis chicas fue porque insististeis una barbaridad.

«Eres más falso», le dije yo, «que el sentido pésame que le dio Alla Nazimova a la Rambova cuando murió el pobre Valentino. Sabías perfectamente lo que te estaban organizando. Luego, como de costumbre, te hiciste muchísimo de rogar para actuar con tus chicas, pero siempre es todo un paripé».

Álvaro no me oyó, claro, así que dijo:

—Espero que actúes con todas ellas en el fiestón que estoy preparando como despedida, antes de salir para Kuala Lumpur. No hará falta que te lo ruegue encarecidamente por conducto diplomático, ¿verdad?

—Espero que no tengas que mandarme el encarecido ruego, por valija diplomática, al Más Allá —bromeó Felipe, y a mí me dio un vuelco el corazón.

En realidad, ese macabro chiste es tan antiguo como la broma malaya. Desde hace un año, cuando a Felipe le dijeron la verdad sin contemplaciones, yo encuentro el chiste de lo más antipático, pero es cierto que las alusiones a la eternidad son inevitables, desde hace lustros, cuando hablan entre ellos de sus respectivos y siempre futuros destinos en elegantes o absurdas cancillerías como la de Kuala Lumpur. Sólo que Malasia ya no entra en los sarcásticos planes de Felipe. Se ha jubilado. «Anticipadamente, que conste», dice él todo el tiempo, a todo el mundo.

Álvaro es al menos diez años menor que mi hombre y no parece aún resignado a pasarse la vida en Madrid, en el gabinete del ministro de turno. Y más desde que ser gay —dice él— se ha convertido en un encanto como cualquier otro. Siempre asegura solemnemente que él no tiene pluma, que eso de tener pluma es una ordinariez, que él es flamboyant. Es verdad que con los diplomáticos solteros —o, ahora, casados con un señor— suelen plantearse pequeños problemas de protocolo, pero tener gustos divertidos, como solía decir la loca de Vincent Minnelli, nunca ha sido un verdadero obstáculo para ser embajador: yo, en mis mejores tiempos, fui amiguísima del alma de uno, de cierto país nada tropical, que se pasaba las tres cuartas partes de cualquier día y de cualquier noche vestido como Carmen Miranda. Sólo en una ocasión, cuando cierto ministro de Exteriores se planteó la posibilidad de encargarle a Felipe una pintoresca embajada africana —más que nada por quitárselo de en medio—, un miserable director general —inútil, ignorante, facha, resentido, beatón, hipócrita y maledicente— le advirtió al ministro que no parecía de recibo que España estuviera representada, por muy pintoresco que fuera aquel país africano, por un embajador abiertamente rojo y abiertamente maricón. Cuando, no hace mucho, Felipe lo supo, lo encontró hilarante: había que ser muy tonto y muy arrogante —la arrogancia es el orgullo de los cretinos— para utilizar ese argumento, con esas palabras. Al final, aquel pobre imbécil ha sido víctima de la justicia del tiempo y sigue de director general sin apenas funciones en uno de los negociados más inservibles del Ministerio. Eso sí, durante los últimos meses, Felipe —que tomó la decisión porque yo le dije que los estrógenos le estaban dejando sin las ciruelillas del coraje— ha tenido sobre su mesa de trabajo una fotografía de Thiago, su último novio, en todo su esplendor —es decir, en minúsculo bañador, luciendo bronceados músculos de guerrero tebano y cara de ángel en la playa de Sitges—, como otros tienen la foto de su señora y de sus niños, y también tiene, enmarcada, una foto de periódico en la que aparece él en una manifestación medio bolchevique, como otros tienen una foto en la que están saludando al rey.

Yo aún no me llamaba Mae West.

En la fiesta de despedida que a Felipe le organizaron en su propio piso, el mes pasado, la otra Mae West tampoco fue la más requerida, las cosas como son, y no lo digo ni por rencor ni por meterle a nadie el dedo en el ojo. Es que fue así. También es verdad que la otra Mae se las arregló para robarse la función en el último momento.

La primera de las chicas que ocupó la mano volandera y la voz ventral de Felipe esa noche fue la Dietrich, con su aire pendenciero y su voz aguardentosa —para ser un ventrílocuo amateur, hay que reconocer que mi hombre lo hace de escándalo—, y estuvo dándole vueltas a eso tan consabido de «he tenido que conocer a muchos hombres para llamarme Shanghai Lily».

—A muchos hombres y a un montón de mujeres, darling —dijo Alberto, y a Juana, la jefa del archivo del Ministerio, una de las organizadoras de la fiesta secreta, se le escapó una carcajada francamente arriera y desencajada.

Felipe obligó a Marlene a hacerse la ofendida y a enmudecer.

—¡Que salga Marilyn! —exigió Fermín—. ¡Queremos ver a Marilyn!

Fermín es muy amigo de mi hombre aunque no tiene nada que ver con la diplomacia —es dentista—, y hace siglos tuvo con Alberto un lío que duró hasta que Alberto se agenció una dentadura deslumbrante. De toda la vida es devoto acérrimo de la Monroe: de la verdadera, y de esa reproducción infantil y voluptuosa que Felipe guarda en lo que llama «el dormitorio de las chicas», un arcón de marquetería en el que reposan, entre sábanas de papel de seda, el elenco completo de sus espectáculos de ventriloquia para íntimos: Marlene Dietrich, Mae West y Marilyn Monroe, maravillosamente reproducidas en muñecas ahuecadas de treinta centímetros a las que, por no faltarles, no les falta ni hablar.

—Si no os calláis —dijo Felipe, displicente—, no creo que miss Monroe tenga ánimos para asomar la nariz. Está deprimidísima desde que los Kennedy mandaron matarla.

Se hizo un silencio reverente. Y, colándose por la cerradura del arcón, empezó a sonar, mecida por una voz muy pequeñita y muy dulce, Diamonds Are A Girl’s Best Friends. Es increíble cómo lo hace mi hombre.

Todos aplaudieron.

—Encanto —dijo Felipe—, ni deprimida te olvidas de los diamantes —y con la elegancia de un auténtico profesional abrió el arcón, acostó a Marlene entre las sábanas de papel de seda, y sacó a una Marilyn melancólica y suplicante a la que le salía el desamparo por todos los poros.

—Estoy piripi —dijo Marilyn, encantadora—. Ya me he bebido todo el Chanel.

—Aunque no lo creas, preciosa —le dijo Felipe—, el olvido se lleva fatal con el alcohol. Ni siquiera vas a conseguir olvidarte de ti misma.

—Uy —dijo Marilyn, repentinamente pizpireta—, pareces Arthur Miller. Qué plomo.

—Arthur Miller te quería —le reprochó Felipe, paternal.

—Arthur Miller me trataba siempre como si fuera tonta —dijo ella, la mar de risueña—. Pero no me importaba. Yo siempre le trataba a él como si fuera listo.

Volvieron a aplaudir. Y Felipe, ya lanzado, se dio una vuelta por todo el salón, imitando los andares suculentos y coquetonamente descompensados de la Monroe. Álvaro le jaleó:

—¡Di que sí! ¡Sic transitgloria mundi!

—Lo que traducido quiere decir: «¡Así transita Gloria Mundi!» —dijo Mae West desde el arcón.

Fermín empezó a canturrear:

—«Transita, Gloria, transita con garbo, que un relicario, que un relicario te voy a hacer…».

Felipe se paró en seco, aparentando dignidad ofendida. Luego, mientras todos reían, dijo que ya estaba bien, que él siempre ha sido un artista refinado pero de corto recorrido, o de tránsito corto, si lo preferían, y aprovechó para dar las gracias a todos con brevedad y sin demasiadas florituras emotivas.

De eso siguieron hablando esta mañana, durante un buen rato, él y Álvaro. De lo bien que había quedado la fiesta y, enseguida, de los últimos cotilleos del Ministerio. Cotillearon tanto que mi hombre acabó olvidándose de mí, sin necesidad de beberse el Chanel. Aunque a mí misma me cuesta creerlo, eso me ha alegrado el día.