En la sanguinaria corte de opereta de los Larriguera me sentí como Robinson en la Isla sin Inteligencia.
Calcula mi panorama, Jeannot: con treinta y siete años a la espalda, no era viejo como el dictador cercano a los sesenta ni jovenzuelo como su desbocado vástago, que ni siquiera alcanzaba la mayoría oficial —no digamos ya la mental— de edad, y mientras debía mostrarme con El Viejo cauto, astuto y cabal para preservar el inconcreto nombramiento de «asesor» con el que había decidido distinguirme, en presencia de su heredero —apodado, para afilar la afrenta contra mi dignidad, Teté— no tenía otro remedio que avivar mi energética sonrisa y mi olvidada capacidad de hacer chistes para mantener vivo su favoritismo súbito hacia el nuevo «amigo francés» que tan imaginativo compañero de juergas resultó enseguida para él: «mon-a-mí», me llamaba subrayando a propósito la defectuosa pronunciación mientras apoyaba su mano en mi hombro, como si fuese yo un mono traído de las remotas junglas de Europa. Mi futuro se dibujaba similar al de otros patéticos adoradores de los Larriguera: condenado a la adulación eterna, adiposo antes o después por el envilecedor transcurso de la inactividad, estancado en una medianía económica calculada por mis amos para permitirme vivir entre lujos pero no independizarme o conspirar… No era mi terreno óptimo la gran hacienda bananera de fronteras internacionalmente aceptadas en la que, en chascarrillo de El Viejo que Teté había adoptado como divisa, «los machos deben llevar pistola y las mujeres… nada». ¿Acaso no merecía otro destino mejor quien había sabido atrapar en sus redes a Heydrich y a Himmler, me preguntaba mientras deambulaba irritado por las solitarias playas de la paradisíaca celda que me había tocado en desgracia? Tan infranqueables parecieron durante unos meses sus muros que llegué a maldecir no haber permitido que Larriguera Jr. reventase la cara del terco embajador español… No imaginaba entonces, claro está, que mi suerte cambiaría de nuevo gracias a otra sesión fotográfica de muy distinta índole.
Mi amistad con los Larriguera pronto se ramificó hacia las otras dos familias en el poder, las de José León Canchancha y Walter Menéndez. Los tres coroneles eran honorables caballeros que no daban su palabra a la ligera: habían jurado repartirse a partes iguales Leonito y lo cumplían a rajatabla; también en lo referido a sus vástagos, futuros titulares del triunvirato hereditario, fueron particularmente celosos: decidieron que sus hijos se llevarían mejor si tenían la misma edad, y para hacer realidad tal cuestión de estado se encerraron con sus respectivas consortes en maratonianas sesiones de procreación que, a fuerza de insistencia, acabaron por alumbrar la identidad de edad casi exacta de los cachorros. El día que Teté cumplió dieciocho años —tres semanas después que el primero de sus predestinados socios y cuatro antes que el segundo— su padre le hizo dos regalos: un tercio de la titularidad del Ministerio Leonitense de Seguridad Interna —los otros dos, ¿es necesario subrayarlo?, estaban ya reservados— y un billete para New York en compañía de su cosmopolita «mon-a-mí», que dirigiría la iniciática inmersión en la oferta de la Gran Manzana.
Al principio de nuestra estancia me resultó particularmente humillante supervisar el vestuario y modales del bárbaro en restaurantes y burdeles de lujo, y ni siquiera me divertía el estupor que evidenciaba ante la paleta de pescado, cuya utilidad no sospechaba, o su zozobra por el hecho, para él insólito, de que las selectísimas prostitutas le ofreciesen a besar, antes que otra cosa, una mano encopetada. Fue en una de esas veladas exquisitas cuando, embrutecido por la bebida de calidad a la que no estaba acostumbrado, cometió el error de insultarme en público. No mitigó mi rabia que únicamente cuatro putas anónimas e irrelevantes fueran testigos de la humillación: mi orgullo decidió matar a Teté aunque eso supusiera renunciar a las ventajas del exilio caribeño, y si no lo hice apenas nos quedamos solos fue porque su estado etílico hubiera anestesiado los matices con que deseaba enriquecer su tránsito. Aquella noche, pues, durmió como un bebé, ajeno por completo al hecho de que su ángel de la guarda, fija la vista en el techo y renovada la irritación por cada uno de sus ronquidos beodos, maquinaba para él rigurosos destinos.
Por la mañana, Teté había olvidado su lamentable comportamiento de la víspera, lo que vino a constituir un valioso aliado del plan que comenzó a materializarse al atardecer de aquel mismo día, durante una visita supuestamente lúdica a los bajos fondos de New York. Como había esperado, mi protegido se sintió a sus anchas entre las mujerzuelas vocingleras y los contertulios macerados en ginebra, y no dudó en entregarse a un jolgorio ramplón que duró setenta y dos horas ininterrumpidas. La noche que lo iba a matar, la tercera, dejé que se rindiera a la saturación alcohólica sobre el camastro de la apartada pensión del Bronx que con tanto esmero había seleccionado para él, y envié inmediato aviso a los desocupados portuarios que había contratado como ejecutores de mi venganza. Mientras llegaban, alimenté mi odio observando a Teté: grosero y desnudo, dormía con la entreabierta boca babeante y el miembro viril tan relajadamente inflamado por la satisfacción reciente o el barrunto de previsibles agasajos matinales que me pregunté si el sopor etílico no supondría un serio obstáculo para la percepción eficaz del dolor que le aguardaba; a caballo de esa duda tomé su mano, la elevé en el aire y la dejé caer: no reaccionó; pellizqué con fuerza su muslo, también sin resultado. Contrariado, masajeé su pene en busca de alguna respuesta y, esta vez sí, obtuve un ronroneo goloso; fue esa burla implícita hacia mis planes de revancha y hacia mí mismo la que me detuvo a meditar un cambio de rumbo: hacer una travesura satisface, pero hacerla con inteligencia excita. Obtuve una cámara fotográfica del servicial conserje nocturno y, como cabía esperar, no me costó predisponer a los tres mercenarios hacia el nuevo plan. Cumplido éste, ya de día, abandoné la pensión, deposité los negativos en el laboratorio y regresé a nuestro lujoso hotel de la Quinta Avenida.
No fue hasta bien entrada la tarde cuando, machacado por los rescoldos de la monumental borrachera, Teté reapareció y aceptó mi solícita sugerencia de someterse a una cura tibia de agua caliente, aspirinas y masajistas: no recordaba detalle alguno de la víspera, y le había sorprendido, al despertarse, no encontrarme en los alrededores. Entre guiños de viril camaradería, le recordé que había desaparecido en compañía de dos hermosas señoritas, y la mentira le complació: sentía su cuerpo satisfactoriamente maltrecho de placer, dijo sin sospechar que su frase favorecía de forma inesperada mis propósitos.
La carta, a su nombre, llegó dos días después; cuando el botones se la llevó hasta la cama aguardé, aparentemente absorto en la lectura del diario, el estallido de cólera, pero Teté, en vez de saltar entre imprecaciones revanchistas, se acercó arrastrando los pies con pasitos desolados, noqueado por el impacto que le había provocado la fotografía que llevaba en la mano. Cuando me la mostró, fingí asombro —y un punto de íntima decepción de amigo: estos detalles humanistas son los que dan verosimilitud a las mentiras de rango— ante la imagen que lo mostraba desnudo sobre la colcha de la cama de la pensión, ofreciendo su grupa al miembro erecto de un velludo rufián cuyo rostro escamoteaba con toda intención el encuadre; a un lado, los penes tiesos de otros dos fornicadores anónimos aguardaban impacientes su turno de penetrar al futuro presidente de Leonito, cuyo desvanecimiento etílico real adquiría en la imagen la apariencia de un éxtasis erótico incontestable. Aparentemente solidario con su angustia, levanté la vista hacia Teté: la ira y la incredulidad parecían a punto de implosionar en el rostro de mi enmudecido pupilo; y también el miedo: ¿cómo reaccionaría el hosco Viejo ante la prueba de la depravación de su cachorro? ¿Qué sería del prestigio del futuro amo de la Finca Nacional si llegaba a circular entre sus compinches de uniforme —y también entre los esclavizados ciudadanos de a pie— la explícita imagen, que para colmo, y según anunciaba una socarrona carta adjunta, era sólo la primera y menos jugosa de la serie? Teté se dejó caer en la silla más próxima y me aseguró entre sollozos que no recordaba nada de la horrenda escena; juré que le creía —y era cierto: entre foto y foto, entre coreografía obscena y coreografía obscena, había verificado personalmente que continuase inconsciente— y, cual inquebrantable hermano entristecido por su dolor, fingí crecerme ante la adversidad para ponerme al frente de la negociación con los inexistentes chantajistas. A los ojos de Teté, el tira y afloja fue intenso y desabrido: cuando abonábamos una cantidad —¿hace falta decir que, al abandonar el hotel con el correspondiente maletín lleno de billetes, no me dirigía al lugar de la supuesta cita con los criminales, sino al banco cercano donde el director, ablandado ya por los sustanciosos ingresos anteriores, se apresuraba a recibirme entre reverencias?— y la pesadilla parecía concluida, una nueva imagen pornográfica venía a ajustar nuestros respectivos desasosiegos, el impostado mío y el verdadero de Teté, al que atormentaba más que ninguna otra cosa la posibilidad, sutilmente avivada una y otra vez por mí, de que su cuerpo hubiese disfrutado con la celebración homosexual: ¿qué otra explicación cabía para su bienestar, a estas alturas ya mil veces maldecido, de la mañana de autos? Yo bajaba la vista, agravaba la expresión y abría los brazos, impotente y compungido por la evidencia que lo estigmatizaba para siempre… Cuando la broma había costado a Teté los cien mil dólares que constituían sus ahorritos, engrosados en sus pinitos como saqueador juvenil de Leonito, decidí concluir la comedia con un toque de melodrama, y la mañana de nuestro regreso le entregué, solemne, los negativos que certificaban sus recias inclinaciones platónicas; emocionados, ambos juramos —Teté con la mano izquierda sobre el corazón y la derecha ceremoniosamente elevada; yo soplando en su dirección un matasuegras invisible— guardar el terrible secreto, y la mismísima Estatua de la Libertad fue testigo del pacto eterno que me unía para siempre con el bobo apócrifamente sodomizado que pronto heredaría un país.
Teté, como primera muestra de agradecimiento, me designó apenas aterrizamos Consejero del Ministerio Leonitense de Seguridad, tal y como yo mismo le sugerí: la caprichosa elección con que fui distinguido no disgustó ni sorprendió a los tres lobos veteranos, acostumbrados desde siempre a ejercer la arbitrariedad, y aunque el propio nombramiento de mi amigo entrañaba más parafernalia simbólica —compartida además con los otros dos herederos del triunvirato— que poder ejecutivo real, me permitió acceder a algunas de las reuniones que hasta entonces se celebraban a puerta cerrada; ya no se me consideraba sólo «mon-a-mí»: si jugaba bien las nuevas cartas podía recuperar la dignidad que correspondía a mi talento.
Aunque los coroneles representaban el prototipo ideal del dictador americano malvado, zafio y codicioso, carecían de sentido de futuro y afán de superación. Sus necesidades vitales no eran complejas: sujetar a toda costa las riendas del poder —para lo que disponían de un elemental sistema represivo basado en la brutalidad—, expoliar desde esa situación de privilegio los recursos del país a fin de mantener sus arcas llenas —y literalmente: en dos ocasiones vi, perplejo, cómo se portaban hasta la sala de reuniones presidenciales cajones llenos de oro o papel moneda— y, gracias a esta seguridad financiera, dedicarse a «vivir la vida», como ellos mismos definían al trasiego de diversiones ramplonas y esencialmente sexuales que se repetían por palacetes, fincas y playas acotadas para el disfrute privado. Lo más sorprendente era que mis propuestas para modernizar la rentabilidad de sus inversiones —primer objetivo en el que puse mi empeño: era sencillamente ridículo que los millones de dólares robados al país estuviesen amontonados, muchas veces en toscos rollos de billetes, en cajas de seguridad de bancos extranjeros elegidos al azar y no probando suerte en otras formas de inversión más rentables— despertaban sus recelos: ¿qué era yo?, parecían preguntarse, ¿un ominoso hechicero que en vez de sapos despellejados y filtros humeantes utilizaba para sus embrujos tablas de cálculo y cotizaciones bursátiles? Tuve que realizar tres operaciones brillantes con mi propio dinero —en realidad, el de ellos: ¡era tan fácil engrosar delante de sus narices, y sin que lo percibiesen, el de por sí generoso sueldo con que me remuneraban!— hasta que comprendieron que se podía obtener beneficio comprando, en el momento preciso, seda en China o solares urbanos en San Francisco. Poco a poco fui ganando su confianza, y el día que, gracias a una única gestión particularmente afortunada, gané para ellos un millón de dólares decidieron nombrarme Ministro de Economía. Rechacé el cargo —la seguridad del anonimato era por aquellos años, y es aún hoy, la obsesión que me ha llevado a actuar siempre en la sombra— a cambio de lo que desde aquel día instauré como remuneración de mis servicios: paquetitos de acciones de esta empresa, paquetitos de acciones de aquélla… Empecé la década de los cincuenta siendo un hombre próspero que no dejaba de incrementar su fortuna, y calculaba feliz que en unos pocos años el tiempo habría borrado en Europa todo vestigio de mi recuerdo, de forma que, tranquilo en lo referente a mi seguridad, podría regresar a mi venerado París. Pero el destino —de nuevo él— tenía otros planes, y por eso puso en mi camino el intento de magnicidio del 7 de febrero de 1952.
Por supuesto, no era mi aún humilde persona el objetivo de tal plan criminal, pero sabido es que en el criterio de los terroristas no computa la misericordia hacia quienes componen los cortejos de sus víctimas. La bomba oculta, que pretendía acabar de un solo golpe con las dos patas del triunvirato presentes en la inauguración de una ostentosa escultura —tres jinetes, ¿hace falta decir quiénes?, cabalgando heroicos hacia nebulosas cotas de gloria sublime—, estalló con precisión profesional que, para fortuna mía, no pudo prever el asfixiante calor de la jornada: su apremio provocó el desmayo de una de las mujeres del séquito, y por esa causa los próceres —y quienes les acompañábamos— demoraron unos segundos cruciales su llegada al emplazamiento del artilugio, que al reventar descabezó únicamente a los tres jinetes de piedra. En el caos posterior nadie supo identificar a la mano que se ocultaba tras la agresión, y todos —yo, como responsable de Seguridad, el primero— mostramos nuestro asombro ante el primario mensaje que reivindicó el atentado en nombre de una comunidad de troglodíticos indiecitos enquistados en una guarida de ratas llamada la Montaña Profunda.
—Ferrer dio un respingo: en ninguna de las múltiples cabalas sobre la relación entre Víctor Lars y sus padres había imaginado al francés relacionado con la Montaña y sus implicaciones, es decir, los indios leonitenses y Leónidas.
Se puso en pie, meditando. El techo del compartimiento del tren militar era bajo, y se golpeó la cabeza contra él. Afuera, al otro lado de la ventanilla, la noche discurría silenciosa entre los desérticos parajes que conducían a la Montaña Profunda, y la velocidad impuesta por la máquina, aunque moderada, provocaba algún movimiento de aire fresco. Eran las tres de la madrugada: faltaban dos horas para el amanecer, y a partir de ahí Leónidas podía aparecer en cualquier momento. Ferrer no disponía de mucho tiempo para concluir la lectura, sin contar con que Roberto Soas pronto daría por concluida la reunión que celebraba en el compartimiento contiguo y vendría a interrumpirle.
—Paso a verte en cuanto acabe —le había dicho una hora antes, al descender del helicóptero que les trasladó desde la fiesta del hotel hasta el cuartel donde les aguardaba, listo para partir, el tren de avituallamiento en el que ahora se encontraban—. Tengo que aclarar un par de cosas con la gente de mi equipo, cosa de media horita.
Entonces Soas, fielmente escoltado en todo momento por el capitán Rodrigo Huertas, había dejado solo a Ferrer, que una vez habituado al traqueteo del tren logró concentrarse en la lectura del manuscrito. Lo tomó de nuevo, convencido de que era mejor utilizar el margen de tranquilidad nocturna en la lectura que en la elaboración de incomprobables teorías sobre la relación entre Lars y la Montaña.
Al parecer, los indios leonitenses habían vivido durante siglos en esa inhóspita esquina del país sin molestar a nadie, y siendo molestados sólo cuando, cíclicamente, rebullían determinadas leyendas sobre el supuesto tesoro oculto en el interior de la tal Montaña. Mi llegada a Leonito había coincidido con una de esas fiebres de codicia, aunque yo, enfrascado en mi propia prosperidad, no supe hasta el día del frustrado atentado que casi me cuesta la piel que León Segundo, el hijo del triunviro José León Canchancha, se había encaprichado desde meses atrás en la búsqueda de ese tesoro mítico, provocando una serie de tropelías ecológicas y humanas que esos salvajes habían decidido vengar con su atentado fallido. Ni ellos ni los coroneles llegaron a imaginar jamás lo feliz que me hizo aquella declaración de guerra. Gracias a ella pude pasar de nuevo a la acción.
Como primera medida, reuní a un grupo de jóvenes seleccionados entre las filas del ejército regular por su talento innato para la violencia. Animados por la impunidad que les otorgué, los Pumas Negros —así los bautizó la imaginación, al fin y al cabo adolescente, de Teté, que fue nombrado su jefe honorífico— asaltaron un poblacho indígena donde cabía pensar que los indios se abastecían, degollando a sus habitantes con injusta racionalidad: ni más ni menos muertos que treinta, diez por cada una de las esculturas ecuestres descabezadas en el atentado fallido; la escalada de violencia no se hizo esperar, y pocos días después tuvo lugar la llamada Emboscada del Desfiladero del Café, que gracias a la publicación en prensa de las declaraciones del único superviviente espeluznó a la opinión pública del país y decidió a los coroneles a darme carta blanca en la represión de los insurrectos. La Emboscada del Desfiladero del Café tuvo lugar el 16 de marzo de 1952.
Iba a ser un día caluroso, pero aún no había amanecido cuando
Lars se lanzaba a narrar en detalle el suceso. Ferrer, contrariado, consultó de nuevo su reloj: no podía detenerse en narraciones precisas como la anunciada del Desfiladero del Café y saltó las páginas hasta que el francés retomó el relato de su ascendente carrera en Leonito.
Como todas las guerras, y más si son civiles, ésta se emponzoñó pronto con la comisión de actos de barbarie que encontraban inmediata represalia amplificada en el campo contrario. En este tira y afloja, en el que, también como siempre, el odio progresivamente irreversible era el único vencedor, mis coroneles y yo teníamos las de ganar, dueños como éramos de la fuerza, pero ese matiz no me impidió percibir que el pueblo de Leonito simpatizaba íntimamente con los indios que habían osado enfrentarse a los expoliadores de uniforme. Sin duda contribuía a esta apreciación un hecho que no tardó en hacerse legendario: la llamada Montaña Profunda, amigo mío, parecía no existir a pesar de su monumentalidad visible desde tierra, mar y aire, pues sólo no existiendo podía darse explicación al hecho de que tras cada batida, tras cada emboscada, tras cada frustrante —por escasa en resultados— confrontación armada se desvaneciesen los indios en el aire. La causa de su sorprendente invisibilidad, claro está, sólo podía hallarse bajo tierra, en cuevas subterráneas de entrada secreta que tarde o temprano descubriríamos, pero eso no resolvía el enigma de su avituallamiento: el tupido bosque que rodeaba la Montaña no era propicio para la siembra, y el cerco militar que estrechamos alrededor de cada acceso garantizaba que no llegase a los sitiados una sola taza de arroz; sin embargo, su resistencia no se debilitaba. Antes al contrario, parecía crecer y vigorizarse, y pronto se concretó en golpes más eficaces.
Algo más de un año después del primer atentado, los indios consiguieron su objetivo: una bomba explotó en el interior del mismísimo palacio, enterrando bajo toneladas de cascotes a los presentes en el consejo de ministros rutinario; las primeras noticias hablaron de que los tres coroneles y sus hijos se hallaban entre las víctimas. Yo, que providencialmente me encontraba en el aeropuerto, camino del cercano Haití para resolver, a petición de mis jefes, cierto embrollo económico del dictador Paul Magloire, valoré de inmediato las consecuencias de la deflagración —quedaba abierto un insondable vacío de poder—, y fue la ansiedad por conocer la nueva disposición del tablero la que me afanó en asumir el mando de las brigadas de rescate, a las que pronto se sumó el joven Menéndez, ausente de la reunión fatídica a causa de un lance amoroso. El primero de los cadáveres en salir a la luz fue el del coronel José León Canchancha, el dictador menos dotado neuronalmente del trío: un orangután que, acaso consciente de sus limitaciones e inseguridades, se refugiaba en una pétrea máscara de crueldad entrenada para no sonreír jamás, objetivo que en la presente circunstancia lograba sin esfuerzo. Canchancha y yo siempre nos habíamos mirado con distante respeto, y no lamenté su muerte; sin embargo, sí me alegró ver asomar, en trozos mínimos pero identificables, a Walter Menéndez, cuya apariencia de bobalicona bondad me había desconcertado desde el principio: mejor verlo muerto que seguir tratando de imaginar merced a qué conocimiento sobre terribles secretos de sus socios seguía tan sólidamente aferrado al poder. En cambio, suspiré de alivio al ver aparecer, escupiendo polvo y sangre y por tanto vivo, a mi querido Teté: hubiera sido incómodo no contar con él en los planes de futuro que allí mismo, entre expresiones falsas de abatimiento y rabia ante la carnicería, me di a elaborar sin dilación. Los zapadores también lograron extraer con vida al vástago de Canchancha y a Larriguera El Viejo: habían sobrevivido los tres cachorros —con uno de los cuales me unía un eterno pacto de amistad— y el anciano que más me apreciaba. Obviamente, el reparto de cartas de la Muerte me había favorecido.
Como yo, Jeannot, has sido testigo de la Historia desde distintos puntos de vista: fuimos niños felizmente indiferentes al transcurso de la Primera Guerra Mundial y hombres jóvenes arrastrados por el torrente de la Segunda, y hemos visto, desde entonces hasta nuestra lúcida vejez, operar muchos cambios en los gobiernos del mundo. Todos, los dos lo sabemos bien, con un denominador común: su condena de antemano a la caducidad, al fracaso, a la desaparición final inimaginable durante los momentos iniciales de multitudinarias euforias públicas y victoriosas banderas al viento. Yo lo sabía cuando me sumé, al día siguiente de la tragedia, a la reunión apresuradamente improvisada en el Palacio de la Presidencia de Leonito; lo sabía y, sin embargo, redacté un ardiente discurso trufado con citas de la Biblia, Pío XII y Goebbels —en este último caso, claro está, sin nombrar al autor— que el superviviente Viejo Larriguera leyó por radio con el objeto de tranquilizar al país y también de tranquilizarse a sí mismo: el magnicidio había desatado una situación que ni siquiera yo sospechaba. Fueron miles los leonitenses que, espoleados por el golpe de los indios, se lanzaron a la calle para exigir la expulsión definitiva de los coroneles. La policía se empleó a fondo para reprimir a los manifestantes, pero su violencia sólo consiguió echar más combustible a la hoguera de la rabia popular. En el palacio, el Viejo gritaba órdenes furibundas aferrado a un vaso de whisky permanentemente lleno, mientras Teté y los otros dos huérfanos, incapacitados para tomar decisiones eficaces, se multiplicaban con objeto de hacer frente a las decenas de líneas de fuego abiertas por sorpresa en los lugares más inesperados de la capital. La situación amenazaba con desbordarse… Al anochecer del cuarto día de disturbios, la imagen de un grupo de soldados cargando de dólares el avión presidencial rae trajo desasosegantes recuerdos del desastre parisino del Reich, y un mazazo depresivo me agolpó la sangre en los talones… La noche, Jeannot: de nuevo larga, triste y solitaria, de nuevo mensajera del final… Podía verme a mí mismo: casi diez años más viejo pero condenado otra vez a un incierto comienzo, a una vida en sombras, a la indignidad de una huida temerosa de volver la vista atrás… Al ritmo de tiroteos remotos, descontroladas columnas de humo se elevaban desde distintos puntos de la ciudad hacia el rojizo cielo del nuevo día. Tal vez me decidió ese color del aire, tal vez fue la esencia mágica y vertiginosa de las luces del amanecer… El hecho es que mi química se sulfuró de pronto: yo era superior a la ira, al afán de libertad y a la inteligencia de los civiles armados que avanzaban en revanchista desorden hacia el palacio. Sí, las llamas de la ciudad podían consumirlo todo, pero no a mí. Noté cómo la determinación crecía en mi interior, observé los dos objetos sobre la mesa que a lo largo de la noche habían configurado mi sesudo dilema —el maletín con la documentación de acceso a las cuentas repartidas por los bancos más discretos del mundo y el revólver cargado: empezar de nuevo o acabar de una vez—, y la idea del suicidio fue una revelación irresistible y lúcida como ninguna otra de mi vida. Amartillé el arma, abandoné el despacho, entré en la habitación donde el Viejo dormitaba a solas su borrachera, apoyé el revólver contra su sien, lo disparé, lo puse en la mano derecha del cadáver, dediqué una última mirada de control a la verosimilitud del escenario, regresé a mi asiento frente al amplio ventanal y me dispuse a esperar, impávido como el jugador que ha apostado su alma al diablo y sabe que su mirada no debe mostrar debilidad ante el envite de los rivales. Una hora después entró en mi busca Teté, pálido y excedido por la recién descubierta autoinmolación de su papá. Tal y como me había dedicado a ensayar en esos sesenta minutos eternos de meditación, puse la mano sobre su hombro, le hablé de la responsabilidad política e histórica que le correspondía aceptar, del poder que era ahora de él y de sus dos socios, y le sugerí que me diese carta blanca para resolver la crisis. Me consta que nuestra aventura neoyorquina pesaba en él cuando, bajando la vista, asintió.
Siguiendo mis órdenes, los Pumas Negros no acuchillaron, no ametrallaron y no bombardearon; se limitaron a recorrer los barrios obreros secuestrando niños elegidos al azar y depositándolos en un pequeño campo de fútbol al aire libre que, a pesar de su carácter de recinto insólito para estos menesteres, elegí por su perfecta visibilidad desde todos los puntos de la ciudad. Acatando, como buen cristiano, las enseñanzas del Nuevo Testamento en general y del episodio de Herodes en particular, ordené que los diez primeros niños fueron ahorcados de la grada más alta. Los verdugos no les ataron las manos —lo que confirió al inútil combate contra la asfixia una conveniente espectacularidad—, pero sí cubrieron con capuchas sus rostros: de esta forma, los rasgos eran irreconocibles; o, dicho de otro modo, podían ser los de cualquiera de los secuestrados. El espectro de esta lotería macabra e inmisericorde —pues en ningún momento dejaron los Pumas Negros de alimentar, como un mecanismo indiferente, las sogas mecidas al viento— recorrió con inusitada rapidez las filas de los rebeldes. A mediodía, todos los civiles armados sabían que sus hijos podían hallarse en la escalinata del patíbulo; a primera hora de la tarde, una comisión negociadora enarboló desesperada bandera blanca y suplicó una audiencia que sólo concedí dos calculadas horas después para hacerles saber que los ahorcamientos finalizarían únicamente cuando la ciudad recuperase la calma y se hubiesen entregado setecientos ochenta hombres, diez por cada uno de los soldados caídos en las refriegas. Por la noche la ternura paternal se había impuesto sobre las inconcretas reivindicaciones socializantes, y con las primeras luces del alba los rehenes infantiles fueron canjeados por los setecientos ochenta hombres y mujeres que por no haber sido más prestos en la rendición llevaban sobre sus conciencias el peso de ciento setenta niños muertos, pues la efectividad de la victoria me había recomendado no relajar el ritmo de los ahorcamientos hasta que los represaliables exigidos, y ni uno menos, se encontrasen arrodillados sobre la grava del patio ante las bocas de las ametralladoras. Apenas veinticuatro horas después del suicidio del Viejo Larriguera, la paz se había restablecido, y el silencio que flotaba sobre la ciudad me saludaba —a título íntimo y personal pero, te lo aseguro, de sobra gratificante— como incontestable ganador de la partida. El flamante triunvirato en el poder me encomendó, a la vista de mi demostrada capacidad resolutiva, la reestructuración de la seguridad del Estado; insistiendo en mis sagradas demandas de anonimato, acepté el encargo: a partir de ese instante, nadie más iba a echarme de casa. Y como primera medida, me impuse el reto de una represalia que desalentase futuras tentaciones revolucionarias.
Setecientas ochenta almas, setecientos ochenta cuerpos con sus piernas y manos para aplastar y sus vísceras para
Tres golpes suaves, casi tímidos, sonaron en la puerta del compartimiento.
—¿Luis? Soy Roberto.
Ferrer cerró el manuscrito, lo depositó sobre la mesa y se levantó para abrir; a medio camino, una cautela repentina le hizo retroceder y ponerlo boca abajo para preservar el título y la portada de miradas indiscretas. Pareciéndole aún insuficiente, lo pensó mejor: vació la pequeña mochila con elementos de aseo que le había suministrado un soldado al subir al tren y, antes de abrir la puerta, ocultó en su interior el manuscrito.
Soas sonreía en el pasillo con una bandeja en las manos.
—He traído un poco de café. Hora de desayunar.
—¿A las cuatro y pico de la madrugada?
—En el Caribe amanece sobre esta hora… ¿Ves?
Soas señaló hacia el exterior; Ferrer, siguiendo su indicación, miró a través de la ventanilla: al otro lado, la noche comenzaba a disolverse pausadamente.
—Espero que te guste solo, malo y aguado. Es lo que dan de sí la cafetera y mi habilidad.
Era una broma de puro protocolo; Soas ni siquiera sonrió al decirla y, apenas la hubo pronunciado, se sentó y adoptó un tono serio.
—Estaría bien que habláramos cinco minutos con calma, antes de tu cita con el Enemigo Público Número Uno.
—¿Opinas eso de Leónidas?
—Es una forma de hablar. Yo, precisamente, soy uno de los que más lo han defendido. Entiéndeme, su causa y sus reivindicaciones, los derechos de los indios. No su lucha armada. No hay forma de que entiendan que les estamos ofreciendo una fortuna por largarse. Y un sitio de puta madre donde ellos quieran.
—¿Eso es así de verdad o es propaganda?
—Te lo garantizo. Mira… Indios que vivan en la Montaña deben quedar, hablo desde que yo estoy al mando de esta empresa, desde principios del noventa, cuatrocientos, quinientos, mil como mucho. Un tercio de ellos, gente mayor. Y niños otros tantos. Por lo que yo sé, que, ojo, no lo he visto, sólo lo he oído, viven en algún poblado perdido de su famosa Montaña.
—Eso me interesa. Lo de que desaparecen.
—Leyendas. Como las que hablan de su fabuloso tesoro. ¿Las has oído?
—Todo el mundo las ha oído —dijo Ferrer mientras pensaba: «e incluso los coroneles se empeñaron en buscarlo. Y los indios les declararon la guerra por eso». Pero prefirió callárselo; los datos del manuscrito eran un comodín que prefería seguir manteniendo oculto—. ¿Qué hay de cierto en ellas? Porque se remontan a la época de los conquistadores.
—Mira, Luis, aquí el único tesoro que hay es esto —y volvió a señalar hacia el exterior: el tren atravesaba ahora una llanura de lejanos horizontes rojizos a causa del sol naciente—. Tierra, paz, clima… Yo lo llamo materia prima. Y no es propaganda. Cuando lleguemos a la Montaña y veas lo que vamos a hacer allí, me entenderás. La Leyenda de la Montaña va a ser uno de los complejos turísticos más lujosos del mundo. Pero —levantó, solemne, el dedo índice— está en nuestros estatutos respetar la Naturaleza. ¿Sabías que nuestras instalaciones van a funcionar con energía solar? Respetar la Naturaleza y el entorno humano. Pregunta en Leonito a quien quieras: todos están locos por que se inaugure, saben la cantidad de puestos de trabajo que va a generar. Este país es otro, Luis. Hay democracia. Y la democracia va a durar muchos años, en cuanto entran capitales sólidos en estos países se terminan los golpistas. Aquí vamos a montar una competencia directa para Costa Rica, ya lo verás. Todo, claro, si Leónidas se aviene a razones.
—¿Qué alega para no querer irse?
—Eso. Que no quiere irse. Que él y sus indios están bien allí.
—Vamos a ver —Ferrer hizo una pausa para trazar un esquema mental—. Corrígeme si me equivoco… Por lo que yo sé, había una guerra de guerrillas. Hablo antes de la democracia.
—Justo, entre los coroneles y los indios. Pero se trataba, sobre todo, de una situación enquistada llena de rencor, demasiado rencor. Ten en cuenta que se hicieron muchas salvajadas por ambos bandos. Pero entonces Leónidas no era aún el jefe. Apareció hace relativamente poco, más o menos a la vez que triunfaba la revolución, puede que un poco después. Ahora bien, cuando los coroneles tuvieron que largarse y La Leyenda vio por fin la luz verde, el primer paso fue negociar con los indios. Los malos de la película ya no estaban. Llegaban nuevos tiempos para todos. Pero entonces apareció Leónidas, dispuesto a dar guerra, y nunca mejor dicho. Probablemente era un resentido con cualidades de líder. Habría perdido a los suyos y buscaba venganza, yo qué sé… Pero convenció a los indios para ponerse de su lado. Atentó contra las obras, contra los obreros… Y no te voy a ocultar que se montaron operativos para darle caza a vida o muerte. Ya con la democracia aquí. Pero no hubo forma. Has visto su último golpe, el secuestro del consejero Arias. Y la bombita en la fiesta para acojonar.
—El secuestro sí, pero su puesta en libertad también. Eso anunció hace —Ferrer consultó su reloj— casi cinco horas. Entonces, ¿en qué quedamos? ¿Quiere negociar o no?
Soas volvió a suspirar.
—Soy de los que quieren creer que sí. Por eso voy contigo a la Montaña. Para ver si también puedo hablar con él. Mejor voluntad por mi parte… Porque no sé si sabes que ya hay un sector del grupo financiero que quiere mandar La Leyenda a tomar por el culo.
—Ahí está: una escisión.
—Tú lo has dicho… Tienen un sitio cojonudo en Santo Domingo para montar una cosa parecida y allí no hay problemas.
—No, no… Me refiero a los indios. Una escisión entre los mismos indios —corrigió Ferrer. Soas le miró con atención, invitándole con su silencio a continuar—. Es la única explicación: la mitad quiere irse de la Montaña y la otra mitad no. La mitad está a favor de seguir con los atentados y la otra mitad quiere negociar. Y de ahí surgen las aparentes contradicciones.
—Una especie de mini guerra civil entre ellos… No se me había ocurrido. Puede ser. Muy posiblemente…
—Supongo que para eso quiere verme. Para contarme lo que pasa en la Montaña Profunda —«y sobre todo, lo que ha pasado ya», regresó a la mente de Ferrer la enigmática matización de Casildo Bueyes antes de morir; pensó que era el momento de referirse al periodista asesinado—. Por cierto, decía en su comunicado que deseaba hablar conmigo porque era un periodista de verdad, algo así. ¿Qué problemas ha tenido hasta ahora con los periodistas? Trató con Casildo Bueyes, ¿no?
Soas hizo un gesto despectivo.
—Eso fue una coña increíble. No era asunto mío, pero resultaba patético verle funcionar. A Bueyes, digo. No sólo porque estuviese siempre trompa, es que además era un fósil. Hizo este recorrido conmigo un par de veces, y había que ayudarle a subir y bajar del vagón. Una cosa demencial. Pero era el corresponsal oficial acreditado por el gobierno de Leonito en esta guerra. Por el gobierno de la democracia.
—Un poco raro, ¿no? Muy raro.
—Bueyes era uno de esos tíos que sobreviven a lo que les echen. Supongo que necesitaría dinero y logró el nombramiento, Comisionado para Asuntos Indios, o algo así de pomposo se llamaba. Pero era como si no existiese, todos pasábamos de él.
—Sin embargo, averiguó algo.
—¿Ese mindundi?
«Sí. Ése. Y por eso lo asesinaron», pensó Ferrer; pero sólo preguntó:
—¿Crees que lo mató Leónidas?
—¿Quién si no?
Ferrer calló, meditando la abierta respuesta de Soas. Sintió la tentación de preguntarle qué significaban para él las palabras «¡¡¡Muerte al rey de España!!!», e incluso deseó mostrarle la polaroid que guardaba en el bolsillo, pero no le pareció prudente revelar que había descubierto antes que nadie el cadáver de Bueyes.
—Así que soy un personaje especial —sonrió, de pronto, Soas.
—¿Cómo?
—Aquí lo pone —dijo señalando la página de la libreta de Ferrer encabezada con «R. Soas»—. ¿Puedo? Me apetece saber cómo has resumido mi vida.
—No he sido yo, sino mi jefa. Arranqué esta hoja de su informe. Dice que eres eso, un personaje especial.
—Especial… —repitió de buen humor Soas mientras ojeaba las notas—. Aquí dice que soy un líder nato.
—También lo dice tu secretaria. Parece admirarte…
—No es a mí —Soas retomó el semblante serio—. Es a mi empeño. Quiero que todo el mundo en Leonito mejore su nivel de vida con La Leyenda. No es a mí —repitió antes de regresar a las notas—. «Coronel del ejército del aire español en excedencia». En realidad, no es exactamente una excedencia…
—Lo sé.
Ferrer procuró expresar en la concreción de la respuesta, y en la mirada que quiso hacer de repente grave, su pesar sincero por el fallecimiento de la esposa del otro; Soas le miró brevemente, y Ferrer supo por su mirada que lo agradecía. Y también que, a su vez, conocía y sentía las circunstancias de la muerte de Pilar. Aunque se tratase de pesar por las circunstancias falsas del inexistente suicidio, Ferrer lo agradeció de igual forma: era pesar sincero. Prolongó un instante la pausa por si Soas quería explayarse sobre sus sentimientos de viudo y, con la misma cortesía, cambió de tema al hacerse patente el silencio del otro.
—¿Sabes quiénes son los Hombres Perro? —preguntó de pronto. Era la primera de las cuestiones relacionadas con Víctor Lars sobre las que se había propuesto sonsacar a Soas—. Por lo visto, lo sacaron todos los periódicos.
—Alucinaciones, hombre. No me jodas. Y fue en el setenta y cinco, hace casi veinte años. Los turistas, italianos eran, creyeron ver a un grupo de tíos y tías en pelotas, saltando a cuatro patas.
—¿Creyeron ver o vieron?
—Pues sí, creyeron ver o vieron, ¿qué más da? ¡Hombres Perro…! ¡Serían «hippies» que acababan de ver Easy Rider, y estarían follando!
—Según he oído, tenían el pelo muy largo.
—¿Y cómo lo tenían los «hippies»? —insistía Soas en bromear.
—Largo hasta medio muslo —se esforzó Ferrer por mostrar la seriedad de su pregunta—. Y se asustaron al ver a los turistas.
Soas se le quedó mirando; tardó un par de segundos en contestar:
—Luis: ¿qué quieres que te diga? Procuro sacar adelante un proyecto de miles de millones. Tengo que descojonarme de esas cosas. Y procurar que se descojonen los demás. ¿Lo entiendes? Mi problema es Leónidas. Y mi problema es el retraso en las obras. Y mi problema es que la mitad de los inversores quieren largarse a Santo Domingo. Ah, y mi problema puede ser también, y digo puede porque me lo acabas de descubrir, la escisión entre los indios. Ésos son mis problemas. Y lo demás… Vale, los turistas italianos vieron a media docena de tíos desnudos a cuatro patas. De acuerdo, los vieron. De acuerdo, tenían el pelo hasta medio muslo. De acuerdo, se asustaron y salieron corriendo. ¿Y?
Extendió los brazos y enarcó las cejas, expectante; Ferrer reconoció que le resultaba simpático. Se disponía a interrogarle sobre los faros de leyenda maldita y el nombre españolizado de Victor Lars cuando un golpe seco sacudió a los dos hombres en el aire. La silla de Soas salió disparada contra la pared del vagón y Ferrer rodó por el suelo. Desconcertados, se pusieron en pie y salieron al pasillo.
El soldado de guardia se levantaba del suelo, atontado, y recomponía su aspecto. Afuera se escuchaban gritos alarmados y confusos. Soas bajó la ventana; en su mano, sin que Ferrer hubiese observado cómo ni cuándo, se había materializado una pequeña pistola negra. Se asomaron al exterior. De los vagones de la tropa descendían los soldados adoptando atropelladas posiciones defensivas. Una ráfaga de ametralladora, desde la cabeza del convoy, rasgó el aire.
—¡Hijos de la gran puta! ¡Salgan! ¡Bajen a dar la cara! ¡Hijos de puta!
El eco, indiferente, devolvió primero los disparos y luego los gritos.
—Es Huertas —masculló Soas hacia Ferrer; saltó del vagón y corrió hacia la cabeza del tren. Ferrer regresó al compartimiento, se ciñó a la espalda la mochila con el manuscrito y salió detrás de Soas.
Por su condición de único civil, se sintió desplazado en medio del movimiento generalizado que le pareció un espectáculo esencialmente ilógico: histeria humana transgrediendo, sin causa racional a la vista, el impresionante paraje natural cuyas paredes de piedra le hicieron pensar en una calle insólitamente estrecha festoneada de altísimos edificios: igual de opresiva resultaba la serena belleza, iluminada por el sol del nuevo día, del desfiladero en cuyo corazón se había detenido el tren.
Sonó otra ráfaga de ametralladora: Huertas, ahora Ferrer sí pudo verlo junto a la cabeza del tren, disparaba en dirección a los riscos.
—¡Hijos de puta! ¡Bajen si tienen huevos!
Soas —de pronto seco, efectivo y predispuesto a la violencia; Ferrer se preguntó cuándo fingía: ¿ahora o a lo largo de la civilizada charla del tren?— llegó en ese momento junto al iracundo militar y le arrebató la ametralladora como quien quita el juguete a un tonto o a un niño. Ferrer se acercó demasiado tarde para escuchar las palabras con las que Soas había logrado sedar a Huertas, que ahora mascullaba para sí.
—No tienen huevos de bajar. Creen que pueden hacerlo otra vez… Creen que pueden hacerlo otra vez…
—¿Qué ocurre? —preguntó Ferrer a Soas en voz baja; la crisis de Huertas recomendaba hablar con cautela para no reavivar la locura del militar, y Soas apartó unos pasos a Ferrer.
—Son fantasmas, sólo fantasmas. Ya ha pasado… —dijo enigmáticamente, sin apartar la vista de Huertas. Luego se volvió y caminó hacia la máquina del tren, donde un grupo de soldados examinaba con perceptible pánico lo que había obligado al tren a detenerse. Ferrer le siguió de nuevo, con una pregunta en la boca:
—¿Qué clase de fantas…?
Se paró en seco, espeluznado.
Unas pocas horas antes, al descubrir el cadáver de Casildo Bueyes, había pensado que nada podría resultarle más terrorífico que la expresión de sufrimiento e impotencia del viejo periodista; ahora supo que estaba equivocado. Dio dos pasos más; los soldados, al ver que avanzaba junto a Soas, se apartaban sin tratar de impedirle el paso. Ferrer sacudió la cabeza para ahuyentar el zumbido que le vibraba en las sienes, pero el sonido, exterior a él, provenía del torbellino de moscas que se cebaba sobre la carne informe cuya visión precisa desdibujaba el propio enjambre.
Delante de la máquina, dos troncos cruzados en aspa y clavados en tierra, erguidos, a los lados externos de los raíles, taponaban la vía. Clavado de pies y manos a los cuatro extremos de la improvisada cruz y dislocado por el rictus de la muerte, colgaba el cuerpo desnudo de un hombre. Estaba completamente despellejado. Excepto de cuello para arriba: los verdugos habían respetado la cara para que pudiese ser identificado sin asomo de duda; y en efecto, Ferrer lo reconoció de inmediato.
—El consejero Arias —dijo en voz baja, tratando de convencerse a sí mismo de que el guiñapo humano que tenía frente a sí era el ejecutivo que sólo unas horas antes había leído por televisión el mensaje de Leónidas.
Arias tenía los ojos muy abiertos, fijos en un punto más allá de cualquier posibilidad de ubicación, y Ferrer, durante unos segundos, fue incapaz de apartar su mirada del obsceno contraste entre la carne sanguinolenta expuesta al aire y el rostro fofito satánicamente respetado al que la permanencia casual de dos detalles cotidianos —la barba incipiente, de un par de días sin rasurar, y el peinado en el que aún podía distinguirse la raya lateral— hacían más pavoroso.
—Parece que tenías razón —le dijo Soas; Ferrer lo miró sin comprender—. Hay dos bandos entre los indios: el que leyó ayer el mensaje y el que ha hecho esto.
—Sí —dijo Huertas sumándose a ellos; frío y tenso, parecía nuevamente dueño de sus actos—. Y es el segundo de ellos el que nos ha metido en esta trampa.
Pegada a sus palabras, una explosión en la cola del convoy sacudió la tierra con violencia de terremoto. La ilusión sísmica se expandió durante unas décimas de segundo y remitió hasta transformarse en una gigantesca nube de humo, polvo y calor que barrió el suelo y cubrió a los presentes sin excluir el cuerpo de Arias. Huertas y Soas corrieron hacia la cola seguidos de los soldados; Ferrer, tras unos instantes de duda, fue tras ellos para no quedarse a solas con el crucificado, al que dedicó una última mirada de sobrecogida conmiseración. Fue en ese instante cuando, sin que él fuera consciente aún, captó en el rostro del cadáver el elemento discordante, ilógico, anormal: la semilla de la mentira.
Al disiparse por completo el polvo de la explosión, apareció el amasijo de raíles arrancados literalmente del suelo. Ferrer tragó saliva —el camino de regreso estaba cerrado— y miró a los profesionales que podían hacer frente a la situación: Huertas, Soas y los soldados escrutaban las paredes de piedra entre las que ahora se hallaba encajonado el tren; ningún movimiento delataba la presencia de los agresores ocultos, pero todos podían sentir que se encontraban ahí, acechando en silencio.
—Cabo —susurró Huertas en voz muy baja, como si temiera alterar la virginidad muda del paisaje; el cabo, cauteloso y asustado, se aproximó a él sin poder apartar la mirada de la inquietante paz de los riscos—. Escolte al personal civil hasta su vagón.
Ferrer, que no captó la referencia específica a él, permaneció quieto.
—¿No me oyeron? Los civiles fuera —repitió, otra vez entre dientes, Huertas mientras desbloqueaba muy despacio el cierre de su pistolera. Soas, a pesar de su condición de militar, optó por dejar la iniciativa al oficial leonitense; indicó a Ferrer que le siguiera y ambos comenzaron a retroceder hacia la cabeza del tren. No se habían apartado más que unos metros del grupo de hombres uniformados cuando empezó otro terremoto infernal.
La tierra y la madera del tren comenzaron a escupir esquirlas de sí mismas al ritmo fragoroso de las ametralladoras ocultas que disparaban desde los riscos. Ferrer se encontró de pronto en el suelo, tragando polvo seco. Alguien lo había empujado y tiraba ahora de él, y pensó que se trataba del propio sonido de las balas, inexplicablemente materializado en irresistible fuerza succionadora. Un segundo después se hallaba bajo el tren, sobre la vía, a resguardo del fuego. En la estrechez del refugio, Soas se abrazaba a su cuerpo con la fuerza del más desesperado amante; Ferrer supo que era él quien lo había arrastrado hasta lugar seguro; por tanto, también quien le había salvado la vida. Permaneció todo lo quieto que pudo, repitiéndose que las balas que se incrustaban en la tierra al alcance de su propia mano no eran capaces de atravesar la estructura metálica que le cubría. Enterró la cara en tierra y se cubrió la cabeza con los brazos, en un gesto instintivo que no pretendía protegerle sino acallar el insoportable ruido de los disparos. Apenas cuarenta y ocho horas antes, había aterrizado en Leonito procedente de Barajas, el aeropuerto de Madrid, la capital de España, la seguridad de Europa… No podía creer que se encontraba realmente en una situación que había visto innumerables veces en el cine, rodeado por los indios en un paraje de western. No, no podía ser, se estaba repitiendo cuando le asaltó el recuerdo de la carne realmente desollada de Arias. Sintió un escalofrío denso e interminable, y tardó unos segundos en comprender que el sonido que se imponía sobre el tiroteo era el grito que salía de su propia garganta.
—Luis… Luis…
Cuando le faltó el aire, inspiró con todas sus fuerzas y siguió gritando.
—Luis… Luis… ¡Coño, Luis!
Soas lo zarandeaba con violencia.
—¡Calla ya, hostia!
Ferrer, sobre todo por vergüenza, se empeñó en recuperar el control de sí mismo y lo logró; guardó silenció y miró a su alrededor: las ametralladoras habían dejado de disparar. Todo era silencio, aunque el calor de la tierra acribillada y humeante parecía tener sonido propio. Más tranquilo, miró de nuevo a Soas, que parecía, como siempre, dueño de la situación.
—Joder, casi me dejas sordo… —dijo, ciertamente irritado—. ¿Estás mejor?
Ferrer asintió pero, al moverse, se sintió mojado; pensó con súbito pudor que se había orinado encima, aunque la humedad se repartía uniformemente por toda su ropa, a lo largo del cuerpo: sudor, el suyo y el de Soas, lo notó cuando el otro se separó unos milímetros de él.
—Voy a salir —dijo.
—¿Estás loco? —Ferrer lo agarró del brazo; le aterraba irracionalmente la idea de quedarse solo—. Es mejor esperar, Huertas llamará por radio y vendrán a recogernos. En el helicóptero de antes…
—No —dijo Soas—. Desde las paredes que nos rodean, un helicóptero queda a tiro al descender y también al elevarse para salir. Un francotirador, uno solo, puede derribarlo.
—¿Un francotirador? —repitió Ferrer tratando de recuperar el aplomo—. ¿Así, tan fácil? Venga, es imposible. Hablamos de un helicóptero, un helicóptero militar. Tiene…
—Ya ocurrió.
—¿Ocurrió?
—Hace tres meses, cuando se intentaba acabar con Leónidas por las malas. Hizo exactamente la misma jugada que hoy, atrapó al tren de obreros que subía hacia la Montaña, lo sitió y esperó. Cuando los helicópteros vinieron en su ayuda derribó a uno.
Ferrer repasó mentalmente toda la documentación que había estudiado sobre las últimas escaramuzas con Leónidas: en ninguna se hablaba de trenes emboscados ni de helicópteros derribados.
—No se dijo nada de eso.
—Es feo que una pandilla de desarrapados se descojonen del ejército —respondió Soas, y no pudo evitar sonreír ante la expresión escandalizada de Ferrer, que adquiría matices de comicidad en las presentes circunstancias—. Coño, Luis, que eres periodista. Dime alguna guerra en la que se cuente toda la verdad… Y tampoco fue tan grave; en términos estrictamente militares, me refiero: se perdió el helicóptero con su dotación, pero los obreros pasaron. Leónidas —matizó— los dejó pasar. Sólo los necesitaba para atraer a su presa. Por eso esta vez no vendrá ningún helicóptero. Sería caer dos veces en la misma trampa.
—¿Sería? ¡Ya habéis caído! ¿O esto no es caer? ¿Me puedes explicar por qué hemos cogido este camino, si sabíais eso?
—Eh, eh, eh… —atajó Soas—. Te recuerdo que viste por televisión, igual que yo, el mensaje de Leónidas. Parecía sincero, y hasta era lógico. No había por qué temer que nos engañase. O, más exactamente, nadie había pensado en la explicación que se te ha ocurrido hace un rato, la escisión entre los indios. Está claro: el sector negociador mandó el mensaje televisado… y el sector guerrero ha hecho esto.
—Pero si sabe que no vendrán más helicópteros —razonó Ferrer, más relajado—, ¿para qué engañarnos? ¿Qué hay en este tren que pueda interesarles? ¿Llevamos armas o…?
—No. Es un tren rutinario de suministros de material de construcción. Lleva una escolta de veinte hombres medianamente armados, muy poca cosa…
—¿Entonces?
—Parece claro. Le interesas tú.
—¿Yo? Pero si ya me tenía… Vengo para hablar con él, para escuchar lo que tiene que decir. Vengo voluntariamente, ¿qué sentido tiene secuestrarme?
—Vienes para hablar con Leónidas, si aceptamos que Leónidas es el sector negociador. Pero esto lo ha hecho el otro sector, sea quien sea quien lo manda. Y sin duda, te quiere para otra cosa.
—¿Para qué otra cosa? —a la mente de Ferrer regresó de golpe la imagen de Arias desollado.
Soas lo miró sin decir nada; un silencio de elocuencia inquietante.
—Voy a salir —dijo por fin; y comenzó a deslizarse hacia afuera—. Por este lado no han disparado, me he fijado durante el tiroteo; sólo están apostados en una de las paredes. Al menos de momento. Tal vez no son tantos… Veré qué dice Huertas.
—Eh, Roberto…
—¿Sí?
—¿Es de fiar? Huertas… ¿Qué le pasó antes? ¿A qué fantasmas te referías?
—Es una vieja historia, muy famosa en Leonito. Pero no sé si es muy conveniente que la sepas en las circunstancias presentes.
—Te aseguro que sí —atajó Ferrer.
Soas lo meditó un instante y se acercó de nuevo a él.
—El padre de Huertas, militar también, murió en una emboscada parecida a ésta, hace muchos años. Los indios emboscaron un tren lleno de soldados y los mataron a todos. Bueno, primero los capturaron vivos y luego los torturaron durante días. Fue horrible. Los desollaron, los quemaron vivos… Clavaron los cuerpos a las paredes externas del tren y soltaron los frenos. El tren se deslizó por la vía cuesta abajo, hacia la capital, aterrorizando a su paso ciudades y pueblos, hasta que pudo ser detenido. Hubo un solo superviviente, que contó los detalles espeluznantes, por si no estaban lo suficientemente claros. El padre de Huertas era uno de los oficiales que murió. Huertas era entonces un niño, y vio a su padre abierto en canal, con las tripas clavadas a la cara. Se hizo militar por despecho, supongo. Por odio.
—Vale. ¿Pero por qué ese ataque de histeria?
Ahora sí se deslizó Soas al exterior.
—Todo ocurrió exactamente aquí, en este lugar. El Desfiladero del Café.
Ferrer sintió un frío repentino.
—La Emboscada del Desfiladero del Café… —dijo en voz baja.
—Eso es, en el año cincuenta y dos. ¿Ves como hasta tú has oído hablar de ella? Espérame aquí. Y toma.
Soas colocó su pistola junto a la mano de Ferrer y se alejó.
Durante unos segundos, Ferrer fue incapaz de moverse. Luego buscó a tientas la mochila y extrajo de ella el manuscrito de Laventier. A pesar de la incómoda postura, con la estructura del tren sobre él, a diez centímetros de su nuca, y de la presión asfixiante del calor del sol en el aire, buscó apresuradamente el punto donde Víctor Lars se había detenido a narrar la Emboscada del Desfiladero del Café.
tuvo lugar el 16 de marzo de 1952.
Iba a ser un día caluroso, pero aún no había amanecido cuando el tren se vio obligado a detenerse ante el señuelo de inspiración dantesca que obstaculizaba el paso: despellejado y atado en aspa, el cuerpo de un militar cualquiera capturado días antes reclamaba la estremecida atención de sus compañeros de armas. Apenas los soldados se apearon, un alud de piedras bloqueó la vía a su espalda, y una tormenta de fuego y plomo procedente de las paredes del cañón les obligó a ocultarse tras las rocas, en el interior de los vagones o bajo la estructura del tren. Desplegada la trampa, volvió la tranquilidad. Durante horas, los soldados ocultos sufrieron la incertidumbre y la sed.
Bajo la estructura metálica, Ferrer comenzó también a experimentarlas; sobre todo incertidumbre: la exactitud milimétrica de la trampa del pasado con la que él estaba viviendo le abocó a la angustiosa sensación de ser, por encima de la racionalidad que reclamaban las coordenadas temporales, un pasajero del tren de 1952. Y sólo una conclusión lógica procuraba algún alivio al desasosiego: tenía que haber una razón que explicase el perverso paralelismo. Y a la fuerza debía encontrarse en las palabras de Lars.
Cuando algún soldado incauto osaba abandonar su escondrijo encomendándose al engañoso silencio, caía abatido por un disparo puntual, y la serenidad del paisaje era cada poco rasgada por el vuelo de fardos de paja; lanzados ardiendo desde las rocas sobre las inmediaciones del tren, venían a elevar unos grados cruciales el de por sí asfixiante calor. La desesperación desplegaba sin prisa sus alas, aunque una patrulla que logró romper el cerco abriéndose paso a tiros alentó durante unas horas la esperanza de un pronto auxilio. Fatal error: los fugitivos fueron capturados vivos y pronto los gritos del suplicio matizaron, espeluznantes e interminables, el miedo y la sed abrasadora de los sitiados, que se rindieron al alba del siguiente día. Los indios comenzaron entonces su orgía de vísceras abiertas en canal, pieles desolladas y antorchas aplicadas a la carne desnuda. Muertos o aún agonizantes, los cuerpos atormentados de los soldados fueron claveteados al maderamen exterior del tren, que con los frenos desbloqueados inició una frenética carrera cuesta abajo: la locomotora, que se diría viva o gobernada por el fantasmagórico protagonista de algún relato gótico, sorteó milagrosamente todo peligro de descarrilamiento antes de ser por fin detenida a las afueras de la capital. Para entonces, había atravesado pueblos y ciudades con su catálogo del infierno a cuestas: los leonitenses —hombres y mujeres, viejos y niños— que se asomaron
Sonó un disparo, solitario como los descritos por Lars en su recreación de la emboscada. El eco lo repitió a lo largo del Desfiladero mientras se levantaba en el aire un caótico rumor de voces acaloradas; Ferrer, inmóvil y sin respirar, las identificó como pertenecientes a los soldados, que al parecer realizaban algún tipo de actividad en la cabeza del convoy. Sin duda, dedujo con alivio, apartaban el cadáver de Arias para dejar el paso libre.
De inmediato sonó otro disparo: su eco rebotó en las rocas varias veces antes de ser engullido por el silencio. Ferrer se esforzó por oír cualquier sonido que le permitiera suponer que el desbloqueo de la vía continuaba, pero no lo consiguió.
los leonitenses —hombres y mujeres, viejos y niños— que se asomaron al paso del tren fueron testigos de la crueldad de los indios de la Montaña Profunda, cuyo salvajismo agigantaría la rumorología popular a partir de las declaraciones, machaconamente reiteradas por la prensa, del único soldado superviviente. Sí, Jeannot, desde aquel día de 1952 toda iniciativa contra los indios, por brutal que pareciese, encontró eco en la simpatía ciudadana. Si estás maliciando que mi aportación al asunto pudo ser más activa de lo que aparenta a simple vista, te adelanto que no vas descaminado. Porque, ¿cómo si no podría haberte expuesto determinados detalles de la Emboscada? ¿Cómo sabría que detuvo el tren un aspa clavada en tierra y no, por ejemplo, el desmantelamiento de los raíles? ¿Cómo que la muerte del infeliz sujeto a la madera fue por desollamiento y no por estrangulación o degüello? ¿Cómo que los soldados se rindieron al alba o que los intentos de fuga eran abortados por francotiradores precisos? ¿Es que acaso el balbuceo del superviviente precisó detalles como el de los fardos de paja ardiendo o la hora en que se inició el asalto? No, amigo mío: la Emboscada del Desfiladero del Café ocurrió realmente, pero no fueron los indios quienes la concibieron y dirigieron, sino yo, que ordené a los Pumas Negros ejecutar la celada, sitiar y torturar a los cautivos —realmente, claro está: no había otra forma de lograr la pretendida sensación de verosimilitud— y fijar los cuerpos al tren, que si se deslizó sin incidentes no fue por designio diabólico o divino, sino por la atenta conducción de un maquinista oculto en el que los espectadores del tremendo espectáculo itinerante, espantados, no repararon. ¿Plan atrevido? Tal vez, pero la calidad de la puesta en escena convirtió a los indios en odiados enemigos públicos, y yo tuve manos libres para actuar en su contra. Entiéndeme: no es que careciera de ellas antes de mi pequeña farsa; pero digamos que gracias a esta pantomima logré encauzar el aparato de represión de los coroneles hacia unas esencias de sutileza insólitas hasta la fecha. La Emboscada del Desfiladero del Café inauguró una serie de dramas sanguinarios cuya orquestación, batutada por mí desde la sombra, predispuso a la opinión popular a favor de toda acción armada que se iniciase contra la Montaña y sus criminales habitantes, que por su parte, y al carecer de medios de comunicación proclives a su causa y defensa, sólo podían limitarse a desfogar su rabia perpetrando algún atentado esporádico.
¿La trampa en la que se encontraba era falsa? A raíz de lo leído, Ferrer se atrevió a creerlo así. Falsa a pesar de los cuatro soldados que podía ver, muertos junto a la vía, desde su posición. Y tal vez —probablemente, pues parecía descartable una repetición casual de los hechos— los atacantes de hoy conocían la puesta en escena de cuarenta años atrás. ¿Quién se la había contado?
Rememoró los detalles del asalto desde que el frenazo había interrumpido su conversación con Soas. Y fue entonces cuando se revolvió en su subconsciente el rictus del consejero Arias: ciertamente desollado, ciertamente torturado y ciertamente muerto. Pero sin afeitar… El relámpago de una intuición: Ferrer la atrapó al vuelo y no la soltó. Miró su reloj: eran las seis de la mañana; sólo seis horas antes, a las doce menos escasos minutos de la noche, había visto al consejero vivo, leyendo por televisión el mensaje de Leónidas. Aunque parecía inquieto, su imagen era impecable: bien vestido, peinado y acicalado. Impecablemente afeitado. En las pocas horas transcurridas entre su comparecencia televisada y la aparición de su cadáver era imposible, físicamente imposible, que su barba hubiera alcanzado la longitud —de al menos un par de días sin rasurar— que exhibía en el aspa de madera. Reduciendo la ecuación al nivel más simplificado de la lógica —A, intervención televisada; B, cadáver clavado—, una de las dos proposiciones tenía que ser falsa. Y la evidencia de la vía señalaba sin opción de duda hacia A. Pero Ferrer había sido testigo del mensaje en televisión… Recurrió a la lógica de nuevo: el mensaje emitido con apariencia de conexión en directo era en realidad diferido; había sido grabado un par de días antes de la muerte de Arias con la intención de hacerlo pasar por auténtico en la fiesta del hotel. Y quien hubiese urdido ese engaño era también autor del asalto al tren. Asalto que, como el del año cincuenta y dos, era falso a pesar de los muertos auténticos: peones sacrificados, como entonces, por un objetivo ignoto de autor desconocido. ¿O no tan desconocido? Si Lars estaba tras el primer engaño, podía estar también detrás de este segundo. Aunque estuviese enfermo o incluso agonizante… Pero ¿lo estaba? Ferrer oyó un ruido a su espalda e, instintivamente, ocultó el manuscrito en la mochila.
Soas se agachó de pronto junto a él; la expresión de su rostro era tensa y apresurada. Ferrer se preguntó si debía contarle su descubrimiento.
—Ni rastro de los indios —dijo—. Huertas opina que se han largado. Nosotros nos largamos también.
—¿Largarnos? —Ferrer se atrevió a salir de su refugio y se sentó en la vía, junto a Soas—. ¿A dónde?
—La Montaña está a unas horas de camino, y allí sí pueden aterrizar los helicópteros. Es lo más sensato. Y lo más rápido. Huertas ha mandado ya una patrulla para que reconozca el camino. En cuanto vuelvan nos vamos.
—¿Hay muchos muertos?
—Siete.
Ferrer se estremeció: siete vidas segadas para hacer creíble una mentira. Entonces cayó en la cuenta de que las ametralladoras habían comenzado a disparar cuando Soas y él se apartaron de los soldados. Tal vez ésa era la orden recibida por los tiradores ocultos en las montañas, no matar a los dos civiles: experimentó un alivio físico infinito y egoísta, como si la temperatura del sol hubiese descendido de pronto hasta un nivel soportable y el aire entrase fresco en sus pulmones.
—¿Y los dos disparos que se han oído?
—Intentos de desbloquear la vía. Intentos fallidos, allí han caído dos soldados.
Un francotirador vigilaba que nadie se acercase al obstáculo. Como en 1952.
—Quedan trece hombres —continuó Soas—. Dieciséis con Huertas y nosotros dos. Vamos —se puso en pie con decisión.
—¿Ya? ¿No esperábamos a la patrulla?
—Será más seguro esperar en el vagón. Lo han fortificado.
Ferrer siguió a Soas; de nuevo se sintió tentado de compartir con él la inesperada información facilitada involuntariamente por Lars, pero decidió fiarse de la intuición que le recomendaba desconfiar de todo y de todos.
Su compartimiento estaba en semipenumbra, iluminado sólo por los tajos de luz que se colaban entre las rendijas de la burda protección de la ventana, improvisada con las puertas de madera arrancadas al armario. Soas le aconsejó que, de todas formas, se mantuviese alejado de ella y fue al encuentro de Huertas. Ferrer se quedó solo, de pie en medio del pequeño espacio rectangular, aliviada su inquietud por la convicción de que, a pesar de todo, no era una de las víctimas previstas en la representación que se tejía a su alrededor. Fuese cual fuese ésta. Su único antídoto contra la angustia de la espera era el manuscrito, y al abrirlo de nuevo le asaltó el recuerdo de Jean Laventier en el vestíbulo del hotel apenas dieciséis horas antes, un momento que sin embargo le pareció ahora remotísimo. ¿Dónde se encontraba Laventier? ¿Por qué no había respondido a sus mensajes? Desde un buen número de páginas atrás, ni siquiera había interrumpido el relato de Lars —como hasta entonces había hecho puntualmente— para narrar sus propios pasos en Leonito. Esa circunstancia propició que Ferrer se sintiese víctima de un presagio que lo dejaba aún más desamparado en el ataúd rodante clavado en el centro del Desfiladero del Café. La última vez que vio a Laventier, éste se dirigía a ver a Víctor Lars, y él mismo expresó su inquietud por la cita. ¿Y si había acudido al encuentro de su enemigo y ahora estaba…? Ferrer prefirió combatir la intuición buscando en el manuscrito cualquier pista que, a través del relato de la ascensión de Lars tras la abortada revolución de Leonito, desbaratase su verosímil presentimiento: el de que Laventier era ya cadáver. Asesinado, como tantos otros, por Víctor Lars.
Setecientas ochenta almas, setecientos ochenta cuerpos con sus piernas y manos para aplastar y sus vísceras para destripar, con sus miembros para retorcer y sus mentes —y sus memorias, sus conocimientos, su información— para exprimir: el hecho de que un bendito atentado me hubiese aupado a la posición que repentinamente disfrutaba no era contradictorio con mi empeño de conocer al traidor que había franqueado la entrada de palacio a los terroristas, quienes sin duda intentarían a la menor oportunidad concluir su trabajo. Hasta entonces, yo había torturado a individuos aislados o amontonados en grupúsculos de a lo sumo cinco o seis. Ahora, los casi ocho centenares de prisioneros me produjeron un vértigo desconocido pero sorprendentemente similar a la excitación de saber que una mujer te aguarda, sumisa, en el dormitorio cuya llave sólo tú posees. Una vez desnudados los presos —desgarrando sin miramientos las ropas de los hombres, obligando a las mujeres a despojarse de las prendas ante las miradas hambrientas y socarronas de mis verdugos—, los Pumas embutieron sus bocas con bolas de trapos y taponaron sus ojos con vendas empapadas en líquido inflamable, detalle que los mantuvo en tensión permanente cuando fueron colgados por las manos desde alturas individualmente calculadas para que sólo las plantas de los pies pudiesen, y eso tras un esfuerzo sobrehumano, apoyarse en el suelo sembrado de cristales rotos. Mentes aisladas, Jeannot, cuerpos incapaces de concentrarse en otra cosa que no fuese su propio sufrimiento… voluntades sometidas —o a punto de hacerlo— que dejé a su suerte durante cinco días devastadores: puedo asegurarte que existe un momento en que el reo desea, más que cualquier otra cosa sobre la tierra, que su tortura concreta comience. Nada es más aterrador para un ser humano que la percepción, segundo a segundo, de una interminable Nada metafísica alimentada para colmo por el capricho —que la víctima sabe risueño, infinito… juguetón— de otros seres humanos. Al amanecer de este sexto día les concedí ese alivio: ordené a mis hombres encender los sopletes y me acomodé para estudiar la silenciosa orgía de cuerpos amordazados retorciéndose por las caricias del fuego. Curtidos en la vejación de mujeres y el apaleamiento de hombres, a los Pumas les desconcertaba la rigurosa prohibición de aplicar quemaduras mortales, e incluso los más impulsivos, ignorantes de que la tortura es, como la relojería o la buena mesa, un acto de precisión creativa, protestaron e incluso amagaron una insubordinación cuando les ordené abandonar los cuerpos quemados a otros cinco días de reposo atroz. Cuando éstos transcurrieron, entré a solas en mi jardín de estalactitas humanas: ciegos y mudos pero no sordos —los amordazadores habían puesto buen cuidado en dejar libre ese sentido—, los cuerpos se tensaban patéticamente ante los sonidos reposados que revelaban mi desplazamiento entre ellos. Sabiéndome el dueño absoluto de aquel silencio que sólo rasgaba el murmullo húmedo de aisladas incontinencias intestinales, elegí sin prisa el cuerpo espigado de un adolescente y, plantado ante él, comencé a desanudar la venda de sus ojos; el roce de mis dedos desató en el preso una convulsión de aterrorizadas coces al aire, y hube de esperar a que el agotamiento se impusiera sobre el miedo para concluir mi tarea. Mi corazón, también desbocado, latía cuando la venda cayó. Siempre recordaré la mirada de aquel joven. Pero no por el terror que supuraba —y que era la evidencia más clara del éxito de mi tratamiento—, sino por el salto en el tiempo que me regaló: mágicamente, volví a aquella primera noche de París en que, a solas, escruté el rostro de mi primer torturado, buscando la chispa que me permitiese ofrecer a los nazis «algo diferente», un avance significativo en el terreno donde me proponía descollar. Desoyendo todo instinto cauteloso, solté los brazos del joven leonitense, que cayó a mis pies como un fardo indefenso y lloriqueante, sumiso sin remisión: aunque sus brazos estaban dislocados, la causa que lo inmovilizaba e impedía reaccionar, atacarme acaso, era el pánico en estado puro. Aquel ser —llamarlo hombre sería generosidad o ceguera— era un cadáver que respiraba, un imposibilitado para cualquier cosa que no fuese la sumisión expectante, la demostración viva de mi victoria sobre él a través del sufrimiento. Y como en su momento el resistente parisino, aquel despojo chamuscado me mostró un camino.
Esa misma tarde, un furgón sin matrícula lo arrojó ante la puerta del hogar familiar, en un humilde inmueble del sector más desfavorecido de la capital. Desde otro coche, observé en sus padres la indefinible mezcla de júbilo por el regreso y horror por los detalles de ese regreso, la rabia impotente de sus hermanos, el silencio obstinado y aparentemente irreversible de la indiecita que imaginé su novia… el bullicio de visitantes que enseguida comenzó a desfilar por el portal: compañeros de armas de la fallida aventura revolucionaria que llegaban a la casa circunspectos y altivos y salían de ella desencajados ante el poder que había convertido al entusiasta camarada en un muerto vivo. Pretendía que el castigo infernal aplicado al joven recorriese la ciudad y el país entero de boca en boca, como un reguero de pólvora que agigantase hasta ilimitadas dimensiones apocalípticas la leyenda de mi revancha: el plan preveía mantener vivos a mis rehenes —espantosamente vivos, para ser precisos— e ir liberándolos con cuentagotas a fin de avivar las brasas del horror popular, de aumentar la incertidumbre sobre el paradero de los seres queridos en una ciudadanía acostumbrada, hasta entonces, a la represión animalesca, carente de tapujos y sutilezas, sin duda brutal y posiblemente efectiva, pero carente de los matices de terror metafísico que yo introducía: los setecientos ochenta desaparecidos, lejos de haber sido fusilados tras su detención —lejos de estar beatíficamente muertos—, vivían sumidos en una pesadilla azuzada por diablos sin rostro que no tenían otra ocupación que la de extraer nuevos, inimaginables e infinitos sufrimientos a sus cuerpos y almas. Por siempre y para siempre: aprended que el infierno, queridos y queridas, no es un cuento de la Biblia. Existe y te mira en este instante, meditando si le gustas lo suficiente para invitarte a pasar un fin de semana en su mansión. Me proponía ampliar mi laboratorio del castillo parisino a las dimensiones de un país entero, y ensimismado en esa traslación a la realidad del antiguo sueño no consideré los recovecos del factor humano, que me traicionó esta vez desde mis propias filas: los impacientes Pumas Negros, hartos de medias tintas y ansiosos de carne y sangre, aprovecharon que algún asunto me reclamó fuera de la ciudad para entregarse a una orgía de muerte que se saldó con la dilapidación gratuita e irresponsable de mis rehenes. A mi regreso, los vi alineados sobre el patio, muertos, expuestos para que sus familiares pudieran reconocer los cadáveres y recuperarlos, liberados de mi plan. Mis jefes, los tres flamantes coroneles, no encontraron escandalosa la ración de brutalidad, que tan bien encajaba con sus instintos, y hube de reprimir cualquier protesta. Pero aquella experiencia me obsesionó: si los Pumas habían osado desobedecerme apenas les di la espalda, ¿qué les impediría, crecidos como estaban por la impunidad de su acto, permitirse nuevos desmanes? No, mi seguridad —sagrada por encima de cualquier otro concepto— no podía estar en manos de un puñado de carniceros caprichosos. Necesitaba crear una guardia de corps a mi medida, un cuerpo de élite vacunado contra la tentación de iniciativas propias, perros de la guerra desencadenables sólo por el chasquido de mis dedos… Y la revelación tuvo lugar un amanecer en que paseaba por mi solitaria playa privada. A lo lejos, arrodillada junto a la orilla, distinguí la figura de una niña, posiblemente hija de alguno de los sirvientes. Me aproximé con cautela innecesaria: la atención de la pequeña estaba absorta en algo que se movía sobre la arena y no se inmutó por la irrupción de mi sombra. Volvió su rostro sin mirarme, lo justo para que la viese apoyar el dedo índice sobre los labios en demanda de silencio, y regresó a su tarea. Aproximándome un poco más, me acuclillé a su lado: frente a ella aleteaba dolorosamente un pescado herido al que la marea parecía haber arrojado a la playa. Con sumo cuidado, la niña le echaba agua sobre el lomo sanguinolento sirviéndose de un cuenco improvisado con las palmas de sus manitas unidas, y la imagen habría tenido todo ese almíbar de las postales pintadas por colectivos de huerfanitos inválidos de no ser porque el animal era un tiburón de longitud respetable y expresión espeluznante. Y, sobre todo, porque la pequeña no mojaba sus branquias para aliviar su agonía, sino para prolongarla: así lo revelaban su mirada hechizada y la resolución con que, cada vez que su víctima amenazaba con rendirse a la muerte, introducía una mano en la herida para convulsionar su sufrimiento. La escena se prolongó durante más de dos horas, durante las que mi mente flotó en una extraña serenidad convocada por aquella niñita que irradiaba pureza: nada ensuciaba la nitidez de su maldad vocacional. Ella me dio la idea: manipular —criar— niños desde la más tierna infancia para que, al llegar a la juventud, sus cuerpos y mentes fuesen autómatas incapaces de concebir otro objetivo que el de obedecer —hasta la muerte si ello fuese necesario— al amo que les había dado la vida y el fanatismo. El plan, ciertamente, tenía en contra su imprescindible extensión temporal, que preferí considerar una ventaja en vez de un impedimento: mis pretorianos particulares estarían listos cuando mi vejez comenzase a anunciarse. No antes, de acuerdo; pero tampoco después: y en medio estaría el excitante recorrido por una nueva forma de conocimiento.
Tras descartar para la tarea a los recién nacidos, cuyo proximidad tanto denigra, decidí buscar un niño —uno solo para empezar: el primero de un experimento cuyas dimensiones y consecuencias no podía entonces ni remotamente imaginar— de dos o tres años, un espíritu todavía moldeable que hubiera superado sin embargo la edad ignominiosa.
Y lo encontré a las afueras de la ciudad, en un orfanato
Ferrer se quedó paralizado sobre la palabra; tuvo que empujarse a seguir leyendo.
regido por un imbécil idóneamente bondadoso: se mostró conmovido por mi deseo de conceder una oportunidad en la vida a alguno de sus pupilos, que mi teórica generosidad eligió entre el amplio muestrario de caritas expectantes una mañana de diciembre de 1955.
Ferrer se puso en pie y dio dos pasos hasta la silla donde reposaba la americana. Sacó del bolsillo interior el sobre, extrajo la segunda de las fotografías que había traído consigo desde Madrid y volvió a sentarse frente al manuscrito. Era una vieja imagen virada al sepia y con las aristas de su formato rectangular desdibujadas por el paso del tiempo. Mostraba, alineados por estaturas en dos filas, a dieciocho niños de entre dos y doce años que posaban con disciplinada paciencia ante la cámara, vestidos con burdas batas grises bajo las que asomaban las esqueléticas pantorrillas desnudas; además del vestuario, a todos los igualaba el rapado de pelo y cierta sombra de temor o perplejidad en la mirada. En el espacio de cielo grisáceo situado sobre las cabezas de los más altos alguien había escrito una inscripción con letra torpe obstinada en aparentar elegancia o solemnidad: «25 de diciembre de 1955, Navidad, Orfanato Leonito». Concentró su mirada en el ángulo inferior de la imagen: dos niños pequeños —exactamente, de tres años—, acuclillados uno junto al otro, muy juntos. Dos niños idénticos: él y su hermano gemelo. La misma mano que trazó las cuidadosas letras de la inscripción había dibujado alrededor de ellos una línea circular que los diferenciaba de los demás huérfanos. Según le habían contado después a Ferrer —él era demasiado joven para recordarlo—, Panizo, el entregado médico y maestro encargado del hospicio —«el imbécil idóneamente bondadoso»—, había preparado dos copias iguales de la fotografía para los niños, que en ese momento se preparaban para reunirse con sus respectivos padres adoptivos: Aurelio y Cristina Ferrer en su caso.
Y Victor Lars —lo sabía ahora— en el de su hermano.
La primera visita a la carnada de huérfanos y bastardos desestimados por sus progenitores biológicos me deparó una adversidad inicial: coincidía que la mayoría de los internos eran ya unos mozalbetes, y sólo había dos niños que rondasen la edad —alrededor de tres años— que me interesaba; sin embargo, el revés ocultaba una cara positiva: ambos eran gemelos. Y además estaban particularmente unidos: un inesperado obsequio para mis intenciones, sobre todo cuando supe que uno de ellos había sido adjudicado en adopción a un matrimonio español y estaba a punto de salir hacia Madrid. De inmediato comuniqué a Panizo —así se llamaba el estúpido director del centro que, creyéndome un misterioso mecenas, me nutriría de huérfanos durante años— que me quedaba con el otro. Pensando siempre en lo mejor para sus pupilos, él había pensado enviar a España al más desvalido de los chiquillos, y hube de convencerle de lo contrario: mi plan necesitaba precisamente a ése, el más moldeable.
Me lo llevé una mañana de enero de 1956. Tras despedirse de su hermano —ninguno de los dos era consciente de hallarse ante un adiós definitivo, lo que por fortuna impidió que la separación degenerase en una eclosión de abrazos o lloros—, se acomodó a mi lado en la parte trasera del coche oficial, aparentemente resignado a mi compañía, pero apenas atravesamos la verja que delimitaba el orfanato se pegó al cristal posterior y, ahora sí al borde de las lágrimas, comenzó a gritar el nombre de su hermano, que observaba quieto y callado, con los ojos muy abiertos, cómo nuestro coche se alejaba. El histérico arranque lacrimoso fue espectacular, y estuve tentado —me contuvo saber que mi orgullo se hubiera resentido indefinidamente ante tal derrota— de dar la vuelta, dejar en tierra al llorón y llevarme al silencioso. Sentí también el impulso de abofetearle, pero no parecía un principio adecuado para ganar la confianza del niño, y opté por recurrir al sentimentalismo seductor, mezcla de verdad y mentira, que tan bien sé impostar: la promesa de que pronto volvería a ver a su hermano —afirmación falsa— porque yo conocía su destino en Madrid —afirmación verdadera— logró transformar sus chillidos en hipidos entrecortados, y éstos en lagrimones callados que acabaron por agotarle y rendirle al sueño.
Cuando despertase, el orfanato estaría ya muy lejos.
Una explosión muy cercana arrojó a Ferrer de nuevo a la realidad.
—Luis, deprisa. Nos largamos.
La voz le hizo volverse hacia la puerta. Soas, en el umbral, le apremiaba.
Ferrer asintió mecánicamente, pero le llevó unas décimas de segundo ubicarse de nuevo en el compartimiento a oscuras del tren atrapado; la despedida de la mañana de 1956 revivida desde el ángulo de Lars le había sobrecogido: aquel día él vio a su hermano subir de buen grado al coche negro, y siempre había pensado —sin duda porque siempre había querido pensarlo así— que el recorrido hacia su nueva vida había sido tan placentero e ilusionado, a pesar de las lógicas inquietudes, como el vuelo del propio Ferrer a España unos días después. El conocimiento de la desgarrada llantina de su hermano era un impacto que le acertaba en el centro del corazón treinta y seis años después de haber sucedido, aunque con menor fuerza que el hecho de saber que era él quien, por dos veces —la decisión inicial de Panizo, el impulso de Lars de volver atrás para canjear al recién adoptado—, había estado a punto de irse con Victor Lars aquel remoto amanecer de 1956.
—Rápido, rápido —urgía Soas. Ferrer todavía tardó unos segundos en cerrar el manuscrito, y al otro no le pasó desapercibido el extremo cuidado con que lo guardaba en la pequeña mochila que dispuso como único equipaje.
—Listo —dijo Ferrer, de regreso ya a la realidad. Sólo entonces reparó en el olor a quemado. Y en la tensión del rostro de Soas, al que siguió sin rechistar, repentinamente contagiado de su angustia. Mientras recorrían el estrecho pasillo se escucharon otras dos explosiones en el exterior del tren, y enseguida una tercera.
—Granadas incendiarias —explicó Soas. El olor enrarecía el aire y lo volvía ardiente. Entraban al compartimiento de Huertas cuando Ferrer vio el humo negro que comenzaba a inundar el vagón.
El capitán, de espaldas a ellos, escrutaba el exterior a través de una rendija de la fortificada ventana. Se volvió de pronto: parecía extrañamente ensimismado, ausente. Ferrer percibió que a duras penas lograba controlar el pánico que le oscurecía la mirada. Soas arrancó la sábana de la litera y comenzó a rasgarla. Huertas se aproximó a la mesa y barrió la superficie con el antebrazo; no fue un gesto melodramático, sino ejecutado con incongruente lentitud: dos tazas de café se rompieron al estrellarse contra el suelo, pero Huertas no se inmutó. Cogió un grueso rotulador rojo y comenzó a dibujar sobre el tablero despejado. Soas abrió la pequeña nevera y empezó con movimientos precisos a destapar botellas de agua mineral, una tras otra. Ferrer los miraba desconcertado, sin acabar de decidir si lo que carecía de lógica era la celeridad serena con que Soas empapó de agua tres de los trozos de tela o la aparente demencia de Huertas al lanzarse a escenificar lo que podría parecer una clase de teoría militar.
—Caballeros: estamos aquí, en este punto —en el centro del tablero el capitán dibujó dos líneas paralelas que representaban el Desfiladero del Café, y en medio de ellas una cruz que señalaba el tren; luego trazó otra cruz más grande cerca del borde este de la mesa—. Y aquí está la Montaña. Nos separan de ella treinta kilómetros.
Huertas comenzó a emborronar con el rotulador el espacio entre ambas cruces; al raspar contra la mesa, la punta emitía un quejido chirriante que parecía fascinar al capitán.
—Si partimos ahora mismo, señores, llegaremos a la Montaña al anochecer. A ustedes los recogerá el helicóptero y esta noche dormirán en la cama del hotel, a salvo de todo tumulto. La estrategia a seguir…
Soas le arrebató el rotulador y le entregó uno de los trapos mojados. Ferrer vio cómo temblaban las manos de Huertas: el hasta entonces rudo militar, obviamente derrumbado durante el ataque con fuego de ametralladora, parecía ahora un muñeco ridículo vestido de uniforme.
—El tren está ardiendo —le escupió Soas secamente—. Ordene que lo evacuemos o lo ordenaré yo.
—¿Propone, entonces, una retirada a tiempo y en orden, imagino, riguroso?
Otra granada explotó, este vez al otro lado de la pared de madera. El fuego se propagó de inmediato: Ferrer nunca había visto llamas tan cerca de él. El cuerpo de Huertas comenzó a temblar. Soas entregó a Ferrer el segundo trapo mojado, agarró por el cuello de la guerrera a Huertas y lo empujó fuera del compartimiento. Ferrer salió tras ellos. Un soldado arrodillado en el pasillo, con su rifle apuntado en alto hacia ningún lugar concreto de los riscos, los miró angustiado.
—Evacúen el tren —logró susurrar Huertas.
—Ya oyó —gritó Soas al soldado—. ¡Vámonos! ¡Hacia la cabeza del tren, a la base de las rocas! ¡Es la única posibilidad! ¡Hacia la cabeza, a la base de las rocas!
El soldado salió a toda prisa. De inmediato se oyeron sus gritos retransmitiendo la orden a los demás.
—¡A la cabeza del tren, a la base de las rocas! ¡A la cabeza del tren, a la base de las rocas!
Soas tomó la mano inerte en la que Huertas sostenía el trapo y la llevó hasta la boca del capitán.
—Con fuerza —le instó a apretar la improvisada mascarilla antes de lanzarlo fuera del tren. Luego se volvió hacia Ferrer.
—Cuando corran hacia las rocas, quédate quieto y haz lo que yo haga.
Ferrer lo miró asustado: había algo de conspiración criminal en sus palabras, pero intuía que pegarse a Soas era la única esperanza. En el exterior comenzaron los disparos: los primeros soldados, corriendo despavoridos, debían de haber abandonado ya la protección del humo. El tiro al blanco había comenzado.
—¿Tienes mi pistola? —preguntó Soas mientras se anudaba en la nuca la tela mojada ceñida a la cara.
Ferrer asintió: la llevaba en el bolsillo del pantalón.
—Si llega el momento, ya sabes para qué usarla.
Ferrer no lo sabía, pero aun así la empuñó como si de esa presión contra la culata dependiera su vida. Soas saltó del vagón. Ferrer, ciegamente, fue tras él.
El tren era una larga antorcha horizontal. El humo negro impedía respirar y abrasaba los ojos y la garganta, pero suponía una barrera protectora contra la puntería de los tiradores apostados en las alturas. Ferrer se pegó el trapo a la cara. La humedad le alivió.
—¡Hacia la cabeza del tren, a la base de las rocas! ¡Hacia la cabeza del tren, a la base de las rocas! —repetían, como el eco, las voces perdidas entre el humo de los soldados. Ferrer vio a Huertas: alucinado en medio de la nube negra, había desenfundado la pistola. Una figura irreconocible en medio de la confusión corrió hacia el capitán. Huertas disparó al asaltante tres veces, histéricamente: el cuerpo cayó muerto; era uno de los soldados. Ferrer no se detuvo a enjuiciar el dramático error: se volvió hacia el único que podía sacarle de allí.
—Ahora —le dijo Soas con voz tranquila.
«¿Ahora qué?», pensó Ferrer. Pero fue tras él cuando Soas corrió, agachado, fuera de la humareda. El cielo azul y el aire limpio le obsequiaron un instante de infinita euforia —podía respirar y ver— antes de arrojarlo a la percepción del miedo: estaba a tiro. Trató de tranquilizar el ánimo repitiéndose que la emboscada era una pantomima cuando un disparo alcanzó al soldado que en ese instante salía a la luz a un par de metros de él: la bala le explotó en la cara. El cuerpo cayó entre convulsiones, con el rostro convertido en una olla en la que hervía un guiso de sangre. Disparos aislados sonaban alrededor de Ferrer, imprecisamente: a kilómetros de distancia o junto a su oreja. Soas tiró de él hacia las rocas, en dirección a la cola del tren. La carrera desesperada lo aproximaba a la salvación con lentitud asombrosa, y los pulmones le apretaban el pecho y la garganta y le impedían respirar. Su cuerpo quería detenerse y descansar, pero el miedo le llevaba en volandas a pesar del colapso físico: enseguida fue incapaz de sostener la cabeza alta, y sólo pudo ver sus propios pies, corriendo desenfocados por la trepidación de la carrera. «La ametralladora», se estremeció. «En cuanto usen la ametralladora se acabó». Pero no se decidían a usarla, y las rocas se acercaban milímetro a milímetro. Los disparos, todavía aislados, parecían alejarse o, cuando menos, comenzar a espaciarse entre sí cuando sintió el impacto en la cabeza: brutal como si un gigante lo hubiese golpeado con una pala. Se tocó la cara y retiró la mano, pegajosa del rojo de su propia sangre; un desmayo cálido le invadió los músculos, y percibió cómo sus pensamientos y recuerdos evacuaban a toda prisa la mente: el último, el más firmemente aferrado a él, el de Pilar mirándole antes de cerrar los ojos para siempre. La losa de culpa se iba también, arrastrada por el torrente. Desde la felicidad de ese descanso, hasta entonces negado, se disponía a dar la bienvenida a la muerte cuando la negrura comenzó a volver sobre sus pasos, disolviéndose: Pilar volvió a mirarle, y esa mirada fue la señal para que regresasen los recuerdos y los pensamientos. Para que regresase la culpa. También la consciencia desmayada y las capacidades sensitivas: abrió los ojos y vio y tocó la pared de piedra contra la que había chocado. A su lado, Soas recuperaba la respiración, de pie y apoyadas las manos sobre los muslos. Lo habían logrado, se encontraban en la base de la roca, a salvo de los disparos.
Ferrer se tocó otra vez la cara: ilesa excepto por una brecha en el pómulo que sangraba benignamente. La euforia de saberse entero le inundó las vísceras y la piel. Miró a su alrededor. Huertas, arrodillado junto a la roca unos metros más allá, trataba también de recuperar la respiración. Su guerrera estaba manchada de la sangre de otro y había perdido la pistola: la funda abierta y vacía simbolizaba toda su humillación de militar íntimamente derrotado por la única e infinitesimal acción auténtica de su vida profesional: haber matado, llevado por el pánico, a uno de sus propios hombres.
Ferrer trató de hablar, pero hubo antes de quitarse el trapo mojado de la boca: en la carrera, había llegado a apretarlo con fuerza tal que ahora vio las huellas de sus dientes marcadas en él. Con la misma fuerza apretaba aún la culata de la pequeña pistola negra. La devolvió al bolsillo.
—¿Y los soldados? —preguntó por fin a Soas.
Soas lo miró de frente, sin decir nada, antes de volver la vista hacia la cabeza del tren, en cuya dirección aún corrían, en huida ciega y absurda, los dos únicos soldados que todavía no habían sido abatidos. Los francotiradores seguían disparando, y unos segundos después lograban acertarles: uno tras otro, los desgraciados desaparecieron de la línea de visión de Ferrer, huidizamente reemplazados por efímeras nubecillas de polvo. Ferrer volvió a mirar a Soas, que otra vez tenía clavados sobre él los ojos expresivos y contundentes: los soldados estaban muertos porque habían constituido la distracción que les había permitido a ellos tres alcanzar las rocas. ¿Algo que objetar?
No, hubo de admitir Ferrer a pesar del acoso instintivo de múltiples e indefinidos remordimientos. Nada que objetar.
—¿Por qué no han usado la ametralladora? —dijo como si el cambio de tema enterrase para siempre a los infelices utilizados como cebo.
—Ni lo sé ni voy a subir a preguntárselo —respondió Soas; estaba tranquilo, dueño por completo de sus actos. Lanzó a Huertas una mirada interrogativa; el capitán, hosco y con la respiración entrecortada, le indicó por gestos que se encontraba bien y reclamó su derecho de permanecer aislado, a solas con sus propias aflicciones. Ferrer se preguntó si le dolía más la errónea muerte del soldado o la cobardía demostrada ante sí mismo y ante ellos, ante el fantasma del padre asesinado en ese mismo lugar tanto tiempo atrás. Cualquiera de las opciones lo convertía en un compañero de viaje rabioso e imprevisible del que recelar.
Hacia el sol, ya en lo alto, subían las llamas que consumían el tren. Aparte del crepitar del fuego, nada alteraba la quietud, otra vez victoriosa. Ferrer tuvo de nuevo la sensación de que los tiradores de las rocas, además de invisibles, eran etéreos o inexistentes, espectrales.
—Tanto si los de ahí arriba nos quieren vivos o muertos —interrumpió Soas el hilo de sus pensamientos—, es el momento de largarse. Como decía nuestro amigo Huertas antes de que interrumpiesen su lección magistral de estrategia —el tono de Soas evidenciaba un desprecio nuevo, irreversible y cruel hacia el capitán, desprecio de militar a militar—, se trata de llegar a la cumbre de la Montaña para que el helicóptero pueda recogernos. Siete horas, si nos ponemos en marcha ya y no hay contratiempos. Pero, naturalmente, los habrá.
Soas hizo una pausa que recabó aún más la atención de Ferrer. Huertas también se aproximó a ellos. Soas lo miró y, dedicándole una sonrisa irónica, trazó con el dedo índice dos líneas paralelas sobre el suelo —el Desfiladero del Café—, una cruz en su centro —el tren, ellos— y otra cruz, más grande, en dirección este: la Montaña.
—Esos cabrones nos saltarán encima cuando menos lo esperemos. Puede que te quieran vivo a ti, Luis, pero esa deferencia tal vez no me incluya a mí. Y a Huertas seguro que no. Así que en vez de ir en línea recta hacia la Montaña, que es lo que esperan, vamos a pasar por aquí.
Trazó otra cruz, al sur de la Montaña, y la unió mediante líneas con las otras dos. Un triángulo quedó dibujado sobre la tierra.
—En vez de ir por la hipotenusa, iremos por los lados.
—Más largo —advirtió Ferrer.
—Pero más seguro.
—¿Más seguro? —Huertas hablaba por primera vez; su objeción era airada—. Hay que atravesar el río.
—Lo atravesaremos.
—¿A nado? ¿Entre los caimanes?
—No, a nado no. En motora.
La salida de Soas, expuesta con risueña seguridad, desconcertó a sus compañeros.
—¿En motora?
Soas volvió al mapa sobre el suelo; partió de la primera de las cruces, el lugar donde se hallaban ellos, y fue recorriendo con el dedo la línea que la unía con la tercera cruz, la situada al sur.
—Exacto, en lancha motora. A un par de horas de aquí está el río. Para los indios, y para cualquiera en su sano juicio, es impensable remontarlo a nado. Pero lo que ni ellos ni casi nadie sabe es que tenemos previsto habilitar una parte del río como atracción de La Leyenda de la Montaña. Por el momento, la idea está aparcada, pero los técnicos que estuvieron realizando el primer informe vivieron allí durante un par de semanas, estudiando las posibilidades sobre la marcha. Utilizaban una lancha, y puede que siga allí.
—Sólo puede, ¿eh? —preguntó Huertas, aparentemente feliz de encontrar objeciones que interponer a la actitud positiva de Soas.
—Sólo puede —admitió Soas; el otro respingó.
—Y caso de que siga allí… —se interesó Ferrer.
—Caso de que siga allí, navegaremos hasta la costa, hasta el pequeño puerto que hay aquí —señaló la tercera cruz sobre el suelo— y luego subiremos hasta la Montaña. Es más largo, pero no se imaginarán que tomemos este camino.
—¿Hay un puerto?
—En desuso hace años. Esto era una zona turística arrasada por un ciclón.
—Los Faros Uno y Dos… —masculló Ferrer.
—¿Cómo dices? —preguntó Soas. Ferrer le miró a los ojos.
—El lugar donde hace años aparecieron los famosos Hombres Perro.
—Justo —sonrió Soas mientras se ponía en pie, sugiriendo que había llegado el momento de ponerse en marcha—. No me dirás que les tienes miedo…
—Miedo no —afirmó Ferrer—. Pero curiosidad sí, mucha. Te lo aseguro.
—Quién sabe, a lo mejor se han reproducido. Tal vez ahora sean una gran manada y le coman los bigotes a nuestro heroico Huertas.
El capitán fingió no haber escuchado. Se puso en pie y comenzó a caminar hacia el río. Soas y Ferrer fueron tras él. Arriba, sobre el cielo azul, comenzaban a concretarse sin prisa los aleteos majestuosos de los primeros buitres.