40

No es tan sencillo. Cada vez que entra en el coche, el perfume de Lila le retuerce el estómago. Sin embargo, desde esta mañana, ha dejado las ventanillas entreabiertas. Cuando se inclina sobre el asiento del acompañante, el perfume es más fuerte aún, está incrustado.

Mandará limpiar el interior del coche. El próximo fin de semana.

Recuerda esa noche en la que había encontrado a Lila en su casa muy tarde, le había llamado hacia la medianoche y le había pedido que fuese en ese momento. Nada más entrar, había empezado a desnudarle, habían hecho el amor sin hablar. Y después se habían tendido en la cama, el uno al lado del otro. En la oscuridad, la palidez de su cuerpo parecía fosforescente. La respiración de Lila se había calmado, poco a poco, creyó que dormía. Una vez más, se había sentido despojado. Solo.

Y después, por un extraño instinto, en el silencio, había tocado su rostro. Su rostro estaba inundado de lágrimas. Sobre las sábanas le había cogido la mano.

No sabía amarla. No sabía hacerla reír, hacerla feliz.

Él la amaba con sus dudas, su desesperanza, la amaba desde lo más sombrío de sí, en el corazón de sus líneas de ruptura, en el pulso de sus propias heridas.

La amaba con miedo a perderla, continuamente.

El mensaje de la base hablaba de signos neurológicos ligeros en una paciente de treinta y dos años. El aviso estaba clasificado como urgencia media.

Thibault dudaba sobre la situación de la calle, sacó su plano de la guantera. Eran las 18.35, con un poco de suerte sería su última cita. Tardó casi veinticinco minutos en llegar. Delante del edificio, se quedó libre una plaza de aparcamiento de carga y descarga en el momento justo en que llegaba.

Tomó el ascensor y caminó junto a las paredes de gotelé de un pasillo interminable. Entre la decena de puertas de la planta buscó el número del apartamento. Llamó.

La joven está sentada frente a él. Observa sus largas piernas, esa forma extraña que tiene de mantenerse sobre la silla, apoyada sobre un solo lado, sus pecas y algunas mechas que se escapan del moño. Es guapa, con una belleza singular, que le conmueve.

Se lo cuenta todo. Desde el principio.

Hace unos días, cuando estaba trabajando con su ordenador, la mano dejó de responderle, de golpe. Su mano estaba apoyada en el ratón, no podía cogerlo ni moverlo. Después se recuperó. Avanzada la tarde, todavía trabajando, un velo negro oscureció su visión. Durante varios segundos, dejó de ver completamente. No se inquietó. Lo atribuyó todo al cansancio. Dos días más tarde, tropezó en un escalón, exactamente como si su cuerpo, durante una fracción de segundo, se hubiese desconectado de su cerebro.

Y finalmente esta mañana se le ha caído la cafetera a los pies, sin que entendiese por qué: la sostenía con la mano izquierda y la ha soltado. Entonces ha llamado.

No tiene médico de familia, nunca está enferma.

Se mantiene expectante frente a él, con las manos unidas sobre la mesa. Le pregunta si es grave. Y después precisa:

—Quiero saber exactamente lo que piensa.

Thibault ha procedido a realizar un análisis neurológico completo.

Debe convencerla de que se haga, lo antes posible, exámenes más profundos. Debe convencerla sin asustarla. Esa mujer tiene treinta y dos años y presenta los primeros síntomas de una esclerosis múltiple o de un tumor cerebral. Eso es lo que piensa.

—Es demasiado pronto para decirlo. Pero debe tomarse esos síntomas muy en serio. Como su estado parece haber vuelto a la normalidad, no pediré una hospitalización. Pero mañana mismo debe pedir cita para los exámenes que voy a prescribirle. Llamaré yo mismo al hospital para que sea usted atendida lo más rápidamente posible. Y si algo nuevo ocurre antes de que le hagan las pruebas, debe ir a urgencias.

Ella no insiste. Le mira y sonríe.

Tiene ganas de acercarse a ella, de tomarla entre sus brazos. De arrullarla y decirle que no se preocupe.

Tiene ganas de acariciar su mejilla, su pelo. De decirle que él está allí, con ella, que no la abandonará.

Ha visto centenares de pacientes con enfermedades graves. Sabe los vuelcos que da la vida, a qué velocidad, conoce las sobredosis, las crisis cardíacas, los cánceres fulminantes y las cifras constantes de suicidios. Sabe que se puede morir con treinta años.

Pero esa tarde, frente a esa mujer, eso le parece intolerable.

Esa tarde tiene la impresión de haber perdido la película de protección, esa distancia invisible sin la que es imposible ejercer su profesión. Algo le falta, algo está ausente.

Esa tarde está desnudo.

Busca el interruptor del pasillo, enciende la luz.

La joven se despide de nuevo, le da las gracias. Cierra la puerta tras él.

Se sienta en el coche. No es capaz de arrancar.

Durante mucho tiempo, sin creer en Dios, ha buscado en la enfermedad una razón superior. Algo que le diese sentido.

Algo que justificara el miedo, el sufrimiento, la carne doliente, abierta, las horas inmóviles.

Ahora ya no lo busca. Sabe hasta qué punto la enfermedad es ciega y vana. Conoce la fragilidad universal del cuerpo.

Y contra eso, en el fondo, no puede hacer nada.

Tiene ganas de fumarse un cigarrillo, por primera vez desde hace mucho tiempo. Tiene ganas de sentir cómo el humo le arrasa la garganta, los pulmones, invade su cuerpo, le anestesia.

Ve una tarjeta colocada sobre su parabrisas.

Sale del coche, la coge. Se vuelve a sentar para leerla.

Señor Salif, médium, resuelve en 48 horas sus problemas más desesperados. Si su compañero/a le ha abandonado, correrá detrás de usted como un perro tras su amo. Retorno inmediato del ser amado. Afecto reencontrado. Rompo hechizos. Suerte. Trabajo. Potencia sexual. Éxito en todos los campos. Exámenes, carné de conducir.

Siente la risa en el interior de su vientre, como una onda. Se extingue inmediatamente. Si no estuviese tan cansado, se echaría a reír, reiría a mandíbula batiente. Thibault tira la tarjeta por la ventanilla. Le importan un rábano la ciudad y su suciedad. Hoy, sin escrúpulo alguno, podría vaciar sobre el asfalto todos los papeles arrugados y paquetes vacíos que cubren el suelo de su coche desde hace semanas. Podría escupir en el suelo, dejar el motor en marcha durante horas. Le da igual.

La base le llama para preguntarle si puede ir a la comisaría del distrito 13 por una detención. Se trata de un menor, la policía espera desde hace dos horas a un médico para que extienda el certificado.

Se niega.

No tiene ninguna gana de ir a examinar a un chaval de dieciséis años que acaba de atacar a otro con arma blanca para certificar que su estado es compatible con mantenerlo detenido en los locales de la policía.

Está por encima de sus fuerzas.

Recuerda, al principio, ese tiempo que se pasaba en la ventana, mirando a la gente, esas horas atento en los cafés, cuando comía solo, escuchando a los demás, adivinando sus vidas. Le gustaba la ciudad, esa superposición de relatos, esas siluetas multiplicadas hasta el infinito, esos rostros innumerables. Le gustaban la efervescencia, los destinos cruzados, la suma de posibilidades.

Le gustaba ese momento en que la ciudad se calma, y el gemido extraño del asfalto, cuando caía la noche, como si la calle expresara su violencia contenida, su exceso de afección.

Le parecía entonces que no había nada más hermoso, más vertiginoso que ese número.

Hoy ve tres mil pacientes al año, conoce sus irritaciones, sus toses flemosas y sus toses secas, sus adicciones, sus migrañas y sus insomnios. Conoce su soledad.

Ahora sabe lo brutal que es la ciudad y el alto precio que obliga a pagar a aquéllos que pretenden sobrevivir en ella.

Y sin embargo, por nada del mundo volvería a marcharse.

Tiene cuarenta y tres años. Se pasa una tercera parte de su vida en el coche buscando un sitio donde aparcar o atrapado detrás de furgonetas de reparto. Vive en un gran apartamento encima de la plaza de Ternes. Siempre ha vivido solo, salvo unos meses pasados en un piso compartido, cuando era estudiante. Y sin embargo ha conocido un buen número de mujeres, y algunas le han amado. No ha sabido soltar las maletas, detener el movimiento.

Ha dejado a Lila, lo ha hecho.

No se puede obligar a los demás a amar. Eso es lo que se repite a sí mismo, para asentar su propia renuncia.

En otro tiempo, quizás hubiese luchado.

Pero ya no. Está demasiado cansado.

Llega un momento en que el precio es demasiado alto. Sobrepasa los recursos. Hay que salir del juego, aceptar que se ha perdido. Llega un momento en que no se puede caer más bajo.

Va a volver a casa.

Va a recoger el correo de su buzón, subir los cinco pisos a pie, dejar su maletín en la entrada. Va a prepararse un gin-tonic y a poner un CD.

Va a darse cuenta del peso exacto de lo que ha hecho. Va a poder llorar, en el caso de que aún sea capaz. Sonarse fuerte la nariz, ahogar su pena en alcohol, dejar caer sus zapatos sobre la alfombra de Ikea, ceder a la caricatura, repanchingarse dentro de ella.