El teléfono ha sonado. En la pantalla aparece el número de Patricia Lethu.
La directora de Recursos Humanos le comunicaba que había un puesto vacante en el centro de investigación de otra filial del grupo. Un puesto de directivo en el seno del departamento Nuevos Productos y Estudios Sensoriales, que incluía la gestión directa de un equipo de cuatro personas. El puesto estaba libre desde hacía dos semanas porque no habían encontrado el candidato ideal por la vía de cambio de destino interno. Teniendo en cuenta el contexto económico, estaba excluida la contratación externa. A Patricia Lethu le costaba disimular su entusiasmo.
—He enviado su currículum y he llamado yo misma al director del centro, al que conozco personalmente. La he recomendado. De momento están estudiando una o dos candidaturas, pero parece ser que su perfil es el más adecuado. He insistido mucho. Tendré noticias muy pronto, necesitan a alguien de forma urgente, el puesto no puede permanecer vacante mucho tiempo. No he creído necesario mencionar su problema actual. Eso le hubiese restado puntos. Hace ya más de ocho años que trabaja para nosotros, es totalmente legítimo que aspire a un ascenso.
Mathilde ha retenido la respiración todo el tiempo que Patricia Lethu hablaba. Ha dicho que sí, por supuesto. Por supuesto que le interesaba.
Sus mejillas se han encendido. Cuando ha colgado, le ha parecido que su cuerpo se ponía en marcha; una impaciencia en los gestos, una circulación más rápida de la sangre, un impulso extraño que partía del final de la espalda para subir hasta los hombros y obligarla a estirarse. Su corazón latía hasta en sus muñecas, podía percibirlo, y en las venas de su cuello.
Se ha levantado de su silla, necesitaba moverse. Ha dado vueltas por su despacho, durante unos minutos no ha oído nada de los ruidos exteriores, ni el torrente de la cisterna, ni las voces.
Mathilde necesitaba tomar el aire. Ha bajado de nuevo, después de todo qué importaba.
Ha permanecido fuera un momento. Los ojos cerrados, el rostro vuelto hacia el sol. Por encima de ella se elevaba la pirámide de cristal, de apariencia tan lisa.
Otro grupo ha bajado a fumar, entre ellos ha reconocido a gente del control de gestión y de los servicios administrativos. La han saludado. Una chica ha sacado un cigarrillo de su paquete y se ha girado hacia Mathilde para ofrecerle uno. Tras un segundo de duda, Mathilde lo ha rechazado. La chica no se ha vuelto hacia los otros, se ha quedado cerca de Mathilde, al otro lado de la puerta. La chica le ha preguntado en qué departamento trabaja, desde hace cuánto tiempo. Si ha probado los cursos de gimnasia a la hora de la comida, si sabe de una piscina cerca de allí, si vive lejos. Lleva un vestido ligero con motivos geométricos y tacones compensados.
Se llama Elizabeth. Trabaja en la empresa desde hace un mes.
Elizabeth está contenta de estar allí, es lo que ha dicho, ha encontrado «el trabajo de sus sueños». Durante unos segundos Mathilde ha pensado que siente envidia de Elizabeth, de su juventud, de su confianza. De esa forma de añadir el humor a los sentimientos. Ha pensado que le gustaría mucho estar en su lugar, llevar el mismo vestido, los mismos zapatos, tener las mismas manos finas, la misma seguridad, esa forma fluida de moverse, de mantenerse de pie. Y que eso sería infinitamente más fácil si ella fuera otra persona.
Elizabeth ha subido con sus compañeros, ha dicho:
—Hasta pronto. Espero que nos volvamos a ver.
Era extraño. Esa mujer había venido hacia ella, le había hablado. Le había hecho preguntas, se había reído.
Mathilde tomó el ascensor para volver a subir. Cuando entró, el despacho 500-9 le pareció menos estrecho.