27

Thibault se ha vuelto a montar en el coche. Ha puesto el contacto, ha liberado el freno de mano y se ha ido.

Ha conducido hasta la villa Brune por una gastroenteritis, después hasta la avenida Villemain por una rinofaringitis. Después, se ha visto obligado a volver al sector cuatro por una insuficiencia respiratoria, no sin antes haber llamado a la base para protestar.

Audrey acababa de comenzar su turno. A sus recriminaciones, ha respondido lo mismo que Rose unas horas antes:

—Thibault, hoy nos ha caído un gran marrón.

Tenía razón. Desde esta mañana, Thibault percibía a su alrededor una especie de resistencia, un espesor inhabitual del aire, una lentitud general que no iban asociados con ninguna suavidad. Al contrario, ahora le parecía que en la superficie de las cosas afloraba una violencia sorda que la ciudad ya no podía contener.

Se para frente al Monoprix, verifica la dirección y el número del bulevar al que debe dirigirse. Está demasiado arriba. Ha debido de pasar por delante sin darse cuenta. Va a tener que dar la vuelta. Suspira.

Tras tres calles de sentido único, consigue girar a la derecha. Un taxi aparcado en doble fila impide el paso. Está atrapado de nuevo. En el interior, el taxista y el cliente están en plena discusión. Thibault pone el punto muerto. Levanta el pie izquierdo del pedal, cierra los ojos.

Hay días en los que las cosas fluyen, se encadenan, en los que la ciudad abre paso, se deja llevar. Y luego hay días como éste, caóticos, cansinos, en los que la ciudad le niega toda evidencia, en los que no le ahorra nada. Ni los atascos, ni las desviaciones, ni las descargas interminables, ni las dificultades para aparcar. Días en los que la ciudad está tan tensa que le parece que en cada cruce puede pasar algo. Algo grave, irreparable.

Desde esta mañana, desde que está solo, vuelven las palabras, dispersas, buscan un sentido a la luz del fracaso. En cuanto está solo, la voz de Lila se insinúa, llevada por sus entonaciones, bajas, estudiadas.

«¿Por qué te conozco ahora?».

Ella está echada de lado frente a él, acaricia su muñeca. Acaban de hacer el amor por primera vez. Eso basta para saber que están bien juntos. No es un asunto de gimnasia. Es un asunto de piel, de olor, de materia.

Inaugural, la frase instaura el desequilibrio. Todo está en el ahora. ¿Ahora qué? ¿Ahora que no se ha curado de otra historia, ahora que tiene ganas de irse a vivir al extranjero, ahora que acaba de cambiar de trabajo? Poco importa. Él tendrá todo el tiempo para imaginar, deducir, inventar. Ahora no es un buen momento.

Y después hubo otras palabras.

«Si aguantas una semana más, te compro un cepillo de dientes».

«Imagina que al volver de Ginebra te digo: alquilemos un piso y tengamos un hijo».

«El riesgo no es que no te quiera lo suficiente, es que te quiero demasiado».

Palabras en las que entreveía su parte de sueño, su aptitud para la ilusión, palabras inscritas en el momento, en su magia efímera, palabras a las que no había sabido responder. Palabras privadas de traducción, contradictorias, ajenas a la realidad.

Lila hablaba en la oscuridad, una vez caída la noche, o en la ligereza que le otorgaba el alcohol, después de algunas copas. Lila hablaba como si cantara una canción escrita por otros, por el placer de la aliteración y la rima, ajena al sentido. Palabras sin consecuencias, volátiles.

Él no creyó en ese amor fragmentario, intermitente, ese amor que podía prescindir de él durante días, incluso semanas, ese amor desprovisto de contenido.

Porque Lila tenía siempre algo más importante que hacer.

No era un buen momento. Y él llegaba sin cesar a la misma conclusión: su relación se había desgastado incluso antes de haber empezado. Se había desgastado por funcionar vacía.

Le gustaría estar lejos, estar aún más lejos. Le gustaría que el tiempo hubiese transcurrido, ese tiempo incomprimible con el cual debería pasar su sufrimiento, seis meses, un año. Le gustaría despertarse en otoño, casi nuevo, ver que la herida era ya una fina cicatriz.

Se trata de organizar el tiempo hasta poder volver a vivir.

Rellenar, esperando a que pase.

Un bocinazo le devuelve a la realidad. Ante él, la vía está despejada. Thibault da la vuelta, aparca por fin ante el edificio donde le esperan. Agarra su maletín con la mano izquierda, un gesto que vuelve a veces, cuando está cansado.

A los veinte años, para no atraer la atención sobre su discapacidad, renunció a ser zurdo. Poco a poco, a fuerza de voluntad, aprendió a servirse de la mano derecha. Al cabo de los años, sus gestos se modificaron, su forma de escribir, de beber, de acariciar, de apoyarse, de hablar, de limpiarse la nariz, de frotarse los ojos, de disimular un bostezo. Su mano izquierda abandonó el primer plano, se borró, replegada sobre sí misma o escondida en una manga del abrigo. A veces sin embargo se pone en tensión, en el momento en el que menos se lo espera.

Piensa en ello, en cómo vuelven las cosas, resurgen, mientras sube la escalera.

La pintura está descascarillada, las paredes amarillas rezuman humedad, a partir del segundo piso la luz de la escalera no funciona. Antes de vivir allí, ignoraba que la ciudad podía estar abandonada. Hasta qué punto podía ser decadente. No conocía su rostro arrasado, sus fachadas decrépitas, su olor a desamparo. Ignoraba que la ciudad pudiese exhalar tal hedor y dejarse roer poco a poco.

En el cuarto centro, llama a la puerta. Espera.

Se dispone a llamar de nuevo cuando escucha acercarse unos pasos que se arrastran. Al cabo de varios minutos, los cerrojos se ponen en movimiento.

En el quicio aparece una anciana. Doblada sobre sí misma, las manos agarradas a su bastón, le observa unos segundos antes de abrir completamente. La transparencia de su camisón deja adivinar la delgadez de su cuerpo. Apenas consigue mantenerse en pie.

En el interior el olor es muy fuerte, en el límite de lo soportable. Un olor a viejo, a encerrado, a basura. Desde la entrada, Thibault distingue el estado de la cocina. En la pila se acumula la vajilla, en el suelo reposa una decena de bolsas de basura.

La mujer le precede, avanza a pasitos hacia el comedor, le invita a sentarse sobre una silla.

—Bueno, ¿qué le pasa, señora Driesman?

—Estoy cansada, doctor.

—¿Desde hace cuánto tiempo?

No responde.

Observa su tez grisácea, su rostro demacrado.

Ha apoyado las manos sobre sus rodillas. De pronto Thibault piensa que esa mujer va a morir allí, ante él, va a extinguirse sin hacer ruido.

—¿Cómo de cansada, señora Driesman?

—No lo sé. Estoy muy cansada, doctor.

Su boca está completamente vuelta hacia dentro, sus labios han desaparecido.

—¿No tiene usted dentadura postiza?

—Se cayó ayer debajo del lavabo. No puedo agacharme.

Thibault se levanta, se dirige hacia el cuarto de baño. Recoge la dentadura del suelo, la enjuaga bajo el grifo. El suelo está negro de grasa. Sobre un estante distingue un viejo tubo de Steradent. Por suerte, queda un comprimido. Vuelve con la dentadura flotando en un vaso que coloca ante ella, sobre el mantel de hule.

—Dentro de una hora o dos, podrá volver a ponérsela.

Ha visto centenares de mujeres y hombres como la señora Driesman. Mujeres u hombres que la ciudad guarda sin ni siquiera saberlo. Que acaban muriéndose en su casa y a los que se descubre semanas más tarde, cuando el olor es demasiado fuerte o los gusanos han atravesado el umbral.

Hombres o mujeres que a veces llaman a un médico simplemente para ver a alguien. Oír el sonido de una voz. Hablar algunos minutos.

Al cabo de los años, ha aprendido a reconocer el aislamiento. El que no se ve, escondido en pisos miserables. Ése del que no se habla. Porque las señoras Driesman pasan a veces meses sin que nadie se dé cuenta de que ni siquiera tienen fuerzas para ir a recoger su pensión a Correos.

Hoy algo le ha tocado de lleno, no consigue poner la distancia necesaria entre él y esa mujer.

La mira y siente ganas de llorar.

—¿Vive usted sola?

—Mi marido murió en el 2002.

—¿Tiene usted hijos?

—Tengo un hijo.

—¿Viene a verla su hijo?

—Vive en Londres.

—¿Sale usted de casa, señora Driesman?

—Sí, sí, doctor.

—¿Ayer salió usted?

—No.

—¿Y anteayer?

—No.

—¿Hace cuánto tiempo que no sale usted?

La mujer ha escondido su rostro entre las manos, con el cuerpo sacudido por los sollozos.

Aparte de dos tubos de leche condensada, el frigorífico está vacío. En la despensa sólo encuentra latas de atún y de sardinas. Vuelve al comedor, se acerca a ella.

—¿Hace cuánto tiempo que no puede salir, señora Driesman?

—No lo sé.

Ha auscultado a la señora Driesman y le ha tomado la tensión.

Le ha dicho que preferiría enviarla al hospital, el tiempo de poner en marcha un seguimiento con el asistente social. Que después podría volver a su casa, con la visita diaria de un asistente a domicilio.

La señora Driesman se ha agarrado con las dos manos a la mesa, no ha querido saber nada. En ningún caso iba a abandonar su casa.

No podía obligarla. No tenía derecho a hacerlo.

Ha vuelto a montarse en el coche tras haber prometido volver mañana. Antes de arrancar, ha llamado a Audrey para que la base se ocupe de enviar un aviso. Unos meses antes, Thibault ha visto a un paciente en un estado similar. El anciano rechazó la hospitalización; murió esa misma noche por deshidratación.

En el momento en que puso el motor en marcha, pensó que al cabo de los años sus errores se habían acumulado hasta formar una bola compacta de la que nunca podría librarse. Una bola que no dejaba de crecer en una progresión exponencial.

Es medico en la ciudad y su vida se reduce a eso. No ha comprado nada perenne, ni piso, ni casa en el campo; no ha tenido hijos, no se ha casado, no sabe por qué. Quizás simplemente porque ya no tiene anular izquierdo. No es posible ponerse una alianza. Ha abandonado a su familia y no la ve más que una vez al año.

No sabe por qué está tan lejos, de todo en general, lejos de cualquier cosa excepto de su trabajo, que le acapara por completo. No sabe cómo ha pasado el tiempo tan deprisa. No puede decir nada, nada de particular. Pronto hará quince años que es médico y no ha pasado nada más. Nada fundamental.

Thibault observa por última vez el edificio miserable donde vive esa mujer desde hace cuarenta años.

Tiene ganas de volver a su casa. De cerrar las cortinas y acostarse.

Su vida no tiene nada que ver con las de los personajes de esa serie francesa de televisión que tanto éxito había tenido en los años ochenta. Esos médicos vivos y valerosos que atravesaban la noche, aparcaban sobre la acera y subían los escalones de cuatro en cuatro. No tiene nada de héroe. Tiene las manos metidas en mierda y la mierda pegada a las manos. Su vida está privada de sirenas y luces de emergencia. Su vida se reparte entre un 60% de rinofaringitis y un 40% de soledad. Su vida no es más que eso: una vista incomparable sobre la amplitud del desastre.