21

Antes, comía con Éric, Jean o Nathalie. A veces, comían todos juntos, el equipo al completo.

Ahora se dispersan, unos van al comedor, otros al restaurante, no la avisan.

Sus aliados han desaparecido, han tomado un camino transversal. Abandonan Azeroth de puntillas, tienen comidas en el exterior, compras que hacer, se comen un bocadillo deprisa y corriendo.

De vez en cuando, Éric o Nathalie le proponen salir con ellos. Cuando Jacques está en el extranjero. Cuando saben que está lejos.

Es la una de la tarde, los despachos se han vaciado de golpe como clase después de la campana.

Desde hace algunas semanas, lo normal es que Mathilde coma con Laetitia. En el comedor o fuera. Laetitia trabaja en el departamento de logística. Se conocieron en un curso de formación interna. Continuaron viéndose.

Pero esta tarde, Laetitia no puede. Tiene cita en el dentista, lo siente, si lo hubiese sabido… Sobre todo hoy, que le viene tan mal. En pocas palabras, Mathilde le cuenta la visita improvisada de Patricia Lethu. Al otro lado de la línea, Laetitia deja escapar una risita sarcástica.

—Ya era hora de que se diese cuenta del problema, Mathilde. Puedo comprender que tenga el culo entre dos sillas, pero bueno, después de todo, eso es inherente a su cargo. Una especie de contradicción en los términos, si entiendes lo que quiero decir. Un día tendrá que elegir. Asumir responsabilidades. Porque llega un momento en el que no se puede tener en el mismo sitio a la cabra y la col.

—Hace tiempo que la cabra se ha comido la col.

—Eso es lo que tú te crees y ahí está el problema. Pero tú sigues ahí, Mathilde. Aguantas desde hace ocho meses, ahí donde otros habrían sido pulverizados. Aguantas, Mathilde, y ya es hora de que eso acabe.

Laetitia tiene una visión simple de la empresa. Cercana a la que gobierna el mundo de Azeroth: los buenos luchan por hacer respetar sus derechos. A los buenos no les falta ambición, pero rechazan el saqueo y la mezquindad para obtener sus fines. Los buenos tienen ética. No pisotean a sus vecinos. Los malos han dedicado su vida a hundirse en el pantano de la empresa, no tienen más identidad que la inscrita en su nómina, están dispuestos a todo para ascender un escalón o aumentar un coeficiente de clasificación. Hace tiempo que han renunciado a sus principios, si por ventura los tuvieron alguna vez.

Antes, los discursos de Laetitia, sus consignas radicales, su forma de dividir el mundo en dos, hacían sonreír a Mathilde. A veces se peleaban. Ahora se pregunta si, en el fondo, Laetitia no tiene razón. Si la empresa no es el lugar privilegiado para poner a prueba la talla moral. Si la empresa no es, por definición, un espacio de destrucción. Si la empresa, en sus rituales, en su jerarquía, en su forma de funcionamiento, no es simplemente el lugar donde reina la violencia y la impunidad.

Laetitia viene a trabajar todos los días armada del mismo humor jovial. Ha trazado una frontera cerrada entre su vida privada y su vida profesional, no las mezcla. Permanece hermética a los chismes y a las murmuraciones en los pasillos, le da igual saber si Patricia Lethu es la amante de Pierre Chemin o si Thomas Frémont es homosexual. Atraviesa los pasillos con ese aire altanero que es el suyo, el mentón alzado, respira otro aire, más elevado, más puro. Ficha su salida a las 18.30 todos los días y su vida transcurre fuera.

Laetitia fue la primera en adivinar lo que le pasaba a Mathilde. Poco a poco. A través de retazos de conversación. Aquí y allá. Laetitia comprendió lo que pasaba antes incluso de que Mathilde fuese consciente de ello. Nunca dejó de hacerle preguntas, de pedirle detalles, no se contentó con sus respuestas evasivas ni sus cambios de conversación. Respetó su silencio, su pudor. Pero nunca soltó la presa.

El teléfono ha sonado de nuevo, era Patricia Lethu. La directora de Recursos Humanos quería informarla de que había tomado las riendas. Había enviado su currículum a todas las filiales del grupo y seleccionado algunas ofertas de trabajo internas que podrían interesarle. Se había citado con Jacques por la tarde para tratar el asunto con él. Las cosas iban a arreglarse. En el momento en que Mathilde iba a colgar, Patricia Lethu la retuvo. Su voz sonaba con cierta seguridad:

—Quizás no me he dado cuenta de la medida de sus dificultades a su debido tiempo, Mathilde, y le pido disculpas. Pero quiero que sepa que me estoy ocupando de ello. Y es para mí un asunto personal.

Es la una y veinte de la tarde. Mathilde espera todavía antes de salir. No tiene ganas de cruzarse con Jacques, ni con nadie de la planta.

Se pone la chaqueta, mete al Defensor del Alba de Plata en su bolso y se dirige al ascensor.

La puerta del despacho de Jacques está cerrada.

Cuando Mathilde sale del edificio, duda si dirigirse al restaurante de la empresa. Desde donde se encuentra, distingue la fila de espera que bordea la fachada unos metros.

Finalmente se acerca y se pone al final de la cola. Comerá deprisa y después irá a tomar un café donde Bernard. Verifica que no ha olvidado la tarjeta magnética del autoservicio.

Espera detrás de los demás, mira sus pies. Llegado su turno, franquea la puerta. Una vez dentro, le quedan unos minutos de espera antes de acceder a los platos.

Hay que coger la bandeja, deslizarla sobre los raíles, elegir entre el menú de régimen, el menú gastronómico y el menú exótico. Elegir entre las remolachas decoradas con una fina rodaja de limón, las zanahorias ralladas coronadas con una pinza de huevo hilado o el apio y la mayonesa espolvoreado de perejil. Coger un panecillo con una pinza, uno o dos sobrecitos de sal, esperar delante de la caja. Entregar la tarjeta, coger el tique. Decir «hola», «que aproveche», «gracias», señales con la mano, sonrisas fugaces. Elegir una mesa, comer entre el estruendo de las conversaciones de oficina, invariables, podridas.

Mathilde se sienta apartada de los demás, detrás de una columna. Mantiene los ojos fijos en su plato, traga sin pensar, se deja llevar por el ruido y entonces las palabras vuelven, la rueda gira como el vuelo de una falda de flores, Jacques Pelletier dice que lo ignoraba, voy a ocuparme de ello, muestra usted signos de resistencia, el tren en dirección de Melun hará su entrada por la vía 3, voy a ocuparme de ello, las cartas permiten reclutar aliados en el seno del grupo, no se adhiere usted a las orientaciones de la empresa, usted está aquí de modo provisional, porque llega un momento en el que no se puede tener en el mismo sitio a la cabra y a la col, no me he dado cuenta de la medida de sus dificultades a su debido tiempo, empezaré por llamar al servicio informático, esto no puede durar, los daños sufridos son permanentes e irreversibles, los daños sufridos son permanentes e irreversibles.

Mathilde se levanta sin haber terminado su plato, coloca la bandeja en el carrito destinado a ello, sale. Camina hasta la cafetería de la estación, se sienta en una mesita en medio de la sala, Bernard ha salido de detrás de la barra para recibirla.

Se sienta frente a ella, sonríe.

Se da perfecta cuenta de que ha perdido puntos, cientos, desde esta mañana.

Le gustaría que la estrechase en sus brazos. Así, sin decir nada, sólo un momento. Descansar unos segundos, tomar apoyo. Sentir su cuerpo relajarse. Respirar el olor de un hombre.

En la empresa se dice que el dueño de la cafetería está enamorado de ella. Que le habría pedido en matrimonio. Se cuenta que espera cada mañana el momento en el que Mathilde franquea la puerta para tomar su café. Que espera que un día cambie de opinión.

Bernard ha vuelto detrás de la barra, enjuaga los vasos.

A veces sueña con un hombre a quien preguntarle: «¿Puedes amarme?». Con toda su fatigada vida detrás de ella, su fuerza y su fragilidad. Un hombre que conociese el vértigo, el miedo y la alegría. Que no tuviese miedo de las lágrimas que hay detrás de su sonrisa, ni de su risa entre sus lágrimas. Un hombre que supiese.

Pero la gente desesperada no se encuentra. O quizás en el cine. En la vida real, se cruzan, se rozan, se empujan. Y a menudo se rechazan, como los polos idénticos de dos imanes. Hace mucho tiempo que lo sabe.

Ahora Mathilde observa en el fondo de la sala a una chica y a un chico, las piernas entrelazadas bajo la mesa. Son jóvenes. La chica lleva una falda muy corta, habla alto. El chico la devora con la mirada. Comparten un plato de espaguetis. La mano del chico acaricia el muslo de la chica.

Mathilde espera su café. Piensa en esa pregunta que le hizo Simon el otro día, a bocajarro:

—¿A partir de cuándo se es una pareja?

Ella estaba preparando la comida, él se había sentado cerca de ella para hacer los deberes. Los gemelos estaban en su habitación.

Ella sabía que él salía con una chica desde hacía algún tiempo, que estaba enamorado.

Buscó una respuesta durante un largo rato, una respuesta de verdad.

Dijo:

—Espera, estoy pensando.

Y unos segundos después:

—Cuando se piensa en el otro todos los días, cuando se necesita oír su voz, cuando uno se preocupa por saber si él o ella está bien.

Simon la miraba. Eso no bastaba. Esperaba que le dijese más.

—Cuando se es capaz de amar al otro tal y como es, cuando eres el único que ves en qué puede convertirse, cuando se tienen ganas de compartir lo esencial, de proyectarlo sobre un mundo nuevo, inventado…, no sé. Cuando se convierte en más importante que el resto.

Hubiera deseado ser dos para responder a esas preguntas.

Ser una pareja, precisamente.

Está sola y responde con una sola voz. Una voz empequeñecida, truncada. Sus hijos crecen y les falta un padre. Su representación masculina, su forma de enfrentarse al mundo, su experiencia.

Ella es una mujer frente a tres chicos que no paran de crecer, de cambiar, de transformarse. Sola frente a su extrañeza.

Hace diez años que murió Philippe.

Diez años.

La muerte de Philippe forma parte de ella. Está inscrita en cada una de las células de su cuerpo. En la memoria de los fluidos, de los huesos, del vientre. En la memoria de los sentidos. Y ese primer día de primavera, bañado por el sol. Una cicatriz pálida, que se confunde con la piel.

Por primera vez desde que nacieron los gemelos, salían un fin de semana sin los niños. Los dos solos. Théo y Maxime acababan de cumplir un año. Un año de noches cortadas, sonámbulas, de purés de verdura y biberones a la temperatura perfecta, un año de lavadoras que llenar, de ropa que tender, de carritos desbordados que empujar por los pasillos del Carrefour.

Acababan de dejar a los tres niños en casa de los padres de Philippe, en su casa de Normandía, se dirigían hacia el mar. Estaban agotados. Mathilde había reservado un hotel en Honfleur. Philippe conducía, ella veía desfilar los árboles a lo largo de la carretera, se durmió.

Y después se oyó ese ruido agudo, el chirriar de las ruedas sobre el asfalto, como un grito. Un desgarro en la pesadez del sueño. Cuando Mathilde abrió los ojos, estaban en medio del campo. Fuera de la carretera. La parte delantera del coche estaba aplastada, las piernas de Philippe estaban debajo. Toda la parte baja de su cuerpo, hasta la cintura, se la había tragado la chapa.

Philippe estaba consciente. No sentía dolor.

Acababan de dar diez o doce vueltas de campana, habían chocado contra un árbol. Ella lo supo más tarde.

Miró a su alrededor, los árboles, los campos hasta perderse de vista. Su cuerpo empezó a temblar, no conseguía respirar, el terror la invadía, silencioso.

Ya no se dirigían hacia el hotel. No cenarían en el restaurante, ni pasarían horas acariciándose bajo las sábanas. No se quedarían hasta tarde en la cama. No se bañarían ni beberían vino a altas horas de la noche.

Estaba allí, el uno junto al otro, en medio de ninguna parte. Algo grave había pasado. Algo irremediable.

Ella acarició su rostro, su cuello. Pasó los dedos por su boca, sus labios estaban secos, él sonrió.

Philippe le pidió que fuese a buscar ayuda. Desde la carretera no podían verlos.

Las piernas de Mathilde se golpeaban entre sí, los dientes también.

Su puerta estaba atascada, la forzó un poco. Salió del coche, dio la vuelta, volvió a su lado. Le miró a través del cristal, sus piernas y sus caderas, tragadas, tuvo un momento de duda. Todo parecía tan tranquilo…

Se volvió, por última vez, se alejó. La invadieron los sollozos, tenía un nudo en la garganta, caminó hasta el talud. Se agarró a los matorrales y a la hierba para subir hasta la carretera, las palmas arañadas hasta sangrar; se colocó en el arcén y levanto los brazos. El primer coche se detuvo.

Cuando volvió a bajar, Philippe había perdido el conocimiento.

Murió tres días después.

Mathilde acababa de cumplir treinta años.

Siguieron algunos meses de los que conserva pocos recuerdos. Ese tiempo anestesiado, amputado, no le pertenece. Está fuera de ella. Arrancado a su memoria.

Tras el entierro, se fue a vivir con los niños a casa de su madre. Se tragó pastillas, azules y blancas, guardadas por tomas en un bote transparente. Permaneció acostada días enteros, los ojos clavados en el techo. O de pie, en su habitación de cuando era niña, la espalda pegada a la pared, incapaz de sentarse. Pasó horas acurrucada bajo la ducha hirviendo, hasta que su madre venía a sacarla.

Por las noches, palpaba en silencio, abría la puerta para ver dormir a los niños. O bien se tumbaba en el suelo, a su lado. Posaba la mano sobre sus cuerpos, acercaba el rostro a sus bocas, hasta sentir su aliento.

Sacaba fuerzas de ellos.

Le parecía entonces que podría permanecer allí el resto de su vida. Mantenida. Refugiada del mundo. No tener otra cosa que hacer que escuchar el latido de su dolor. De pronto un día sintió miedo. Miedo de volver a ser una niña. De no poder marcharse nunca.

Entonces, poco a poco, empezó a reaprender. Todo. Comer, dormir, ocuparse de los niños. Volvió de una torpeza sin fondo, desde el espesor del tiempo.

A finales del verano, volvió a encontrarse en su piso. Ordenó, escogió, vació. Donó las cosas de Philippe a la beneficencia, conservó sus discos, su anillo de plata y sus cuadernos Moleskine. Encontró otro piso de alquiler. Se mudó. Simon entró en primaria. Ella empezó a buscar trabajo.

Meses más tarde, vio a Jacques por primera vez. Después de tres entrevistas, Jacques la contrató. Su madre vino todos los días a cuidar de Théo y de Maxime hasta que Mathilde consiguió plaza para ellos en la guardería.

Había vuelto a trabajar. Se montaba en el RIVA, hablaba con la gente, se dirigía cada mañana a un lugar donde se la esperaba, pertenecía a un departamento, daba su opinión, hablaba de la lluvia y del buen tiempo delante de la máquina de café.

Estaba viva.

Habían sido felices, Philippe y ella se habían amado. Habían tenido esa suerte. Esos años estaban grabados en su cuerpo. La risa de Philippe, sus manos, su sexo, sus ojos brillantes de cansancio, su forma de bailar, de andar, de coger a los niños en brazos.

Hoy la muerte de Philippe ha dejado de ser un dolor.

La muerte de Philippe es una falta que ella ha domado. Con la que ha aprendido a vivir.

Philippe es su parte ausente, un miembro amputado del que conserva la sensación precisa.

Hoy la muerte de Philippe no le impide respirar.

Con treinta años, había sobrevivido a la muerte de su marido.

Hoy tiene cuarenta, y un gilipollas con un traje de tres piezas está destruyéndola a fuego lento.