Mathilde abre el armario empotrado, coge unas bragas, un pantalón y una blusa. En la habitación de al lado, la radio de Simon se ha puesto en marcha. Unos minutos más tarde, llama a su puerta, le propone despertar a los gemelos. Mathilde echa un vistazo al reloj, tiene tiempo. Entra en la cocina, se detiene un instante para pensarse los gestos que debe hacer, el orden en que deben realizarse. No enciende el viejo transistor. Se concentra. Théo y Maxime surgen tras ella, le saltan al cuello para besarla. Sus cuerpos conservan el calor de la noche, acaricia su rostro arrugado por el sueño, respira su olor. En los pliegues de sus cuellos, durante un corto instante, la disposición de su propia vida le parece simple. Su lugar está allí, cerca de ellos. Lo demás no tiene importancia. Llamará al médico, le hará venir a casa, le explicará. Él la examinará y constatará que su cuerpo ya no tiene fuerzas, que no le queda nada, ni un átomo, ni una onda de energía. Cuando se vaya permanecerá acostada hasta el mediodía y después se levantará, saldrá a hacer algunas compras, o bien pasará la tarde fuera, se llenará del ruido de los demás, de sus colores, de su movimiento. Preparará una comida de las que vuelven locos a sus hijos, una comida de un solo color en la que los platos empiecen todos por la misma sílaba, pondrá la mesa para que quede bonita, esperará su vuelta y…
Va a llamar al médico. En cuanto se vayan los chicos.
En la cabecera de la mesa, medio sentado, Théo empieza a hablar. Siempre ha sido el más locuaz, se sabe docenas de chistes, de historias alegres, tristes o absurdas, de historias de miedo. Reclama silencio. Esa mañana, cuenta a sus hermanos un programa sobre los récords del Libro Guinness que vio hace unos días en casa de un amigo. Mathilde escucha, al principio distraída; les observa a los tres, son tan guapos… Théo y Maxime tienen diez años, cultivan sus diferencias; Simon ya es más alto que ella, tiene los hombros de su padre, esa misma forma de sentarse en el borde de la silla, en desequilibrio. Sus risas la devuelven a la conversación. Se trata de un hombre que tiene el récord de abrir sujetadores en un minuto con una sola mano. Después de otro que, en el mismo tiempo, consigue ponerse y quitarse ochenta veces los calzoncillos.
«¡Cuenta más proezas!», grita Maxime, completamente excitado. Théo prosigue. Hay un hombre que anuda rabitos de cereza con la lengua, y otro que coge Smarties con palillos. Los otros dos se carcajean al unísono. Mathilde les interrumpe para precisar que no debe hablarse propiamente de proezas, les invita a pensar sobre la naturaleza de esas acciones: ¿no ven que hay algo de humillante en quitarse y ponerse los calzoncillos docenas de veces para ser el campeón del mundo de su categoría? Reflexionan y asienten. Y entonces Théo añade con una expresión seria:
—Sí, pero hay un tío que corta plátanos en dos con una sola mano, así, en seco, con piel y todo; eso sí que es una verdadera hazaña, ¿verdad, mamá?
Mathilde acaricia la cara de Théo y se echa a reír.
Entonces ellos ríen también, los tres, extrañados de oírla reír.
Desde hace semanas, cuando se sientan en torno a la mesa de la cocina a la luz del amanecer escrutan el tono de su voz, buscan en su rostro la sonrisa que ya no tiene, y ella no sabe qué decirles, le parece que sus hijos la miran como a una bomba de relojería.
Pero hoy no.
Hoy, 20 de mayo, los tres se han ido, carteras y mochilas a la espalda, confortados, tranquilos.
Hoy, 20 de mayo, ella ha comenzado el día riéndose.