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Como cada día desde hace semanas, el despertador suena cuando Mathilde apenas acaba de dormirse. Se estira bajo las sábanas.

Eso es lo peor cada nueva mañana: el instante de pavor, estar tumbada en la cama y recordar lo que le espera.

Los lunes, los gemelos empiezan las clases a las ocho, no puede retrasarse. Mathilde se levanta. Su cuerpo está agotado. Agotado incluso antes de empezar. Su cuerpo ya no se recupera, está vacío de materia, de energía, su cuerpo se ha transformado en un peso muerto.

Enciende la luz, alisa la sábana con la palma de la mano, tira del edredón por las cuatro esquinas. Sus gestos se le antojan lentos, torpes, como si tuviera que pensar en cada uno de sus movimientos para que se produjesen en el lugar adecuado, en el momento adecuado. Sin embargo, cinco días a la semana, consigue ponerse de pie, dirigirse al cuarto de baño, meterse en la bañera y cerrar la cortina tras ella. Se demora bajo el agua tibia. A menudo, en ese bienestar que le procura la ducha, encuentra las sensaciones de antaño, cuando su vida fluía como el agua, cuando se sentía contenta de ir a trabajar, cuando no tenía otra preocupación que la de elegir el traje sastre o los zapatos que iba a ponerse.

Se abandona a la memoria del cuerpo. Ese tiempo le parece lejano, pasado.

Ahora daría lo que fuera por poder cerrar los ojos, dejar de pensar, dejar de saber, escapar de lo que la espera.

¿Cuántas veces hubiese deseado enfermar, gravemente? ¿Cuántos síntomas, síndromes, insuficiencias ha imaginado para obtener el derecho a quedarse en casa, el derecho a decir «ya no puedo más»? ¿Cuántas veces ha pensado en irse con sus hijos, sin nada ante ella, sin dejar dirección, enfilar la carretera con el saldo de su cartilla de ahorros como único equipaje? Salir de su trayectoria, comenzar una nueva vida, en otra parte.

¿Cuántas veces ha pensado que se podría morir de algo parecido a lo que está viviendo, morir de tener que sobrevivir diez horas diarias en un medio hostil?

Se seca con una toalla, percibe una mancha oscura en la parte trasera de la pantorrilla izquierda. Se agacha, descubre una quemadura, de tres o cuatro centímetros, profunda. Levanta la cabeza. Reflexiona. Ayer por la noche estaba helada, puso a calentar agua para llenar una bolsa de agua caliente, la metió dentro de la cama antes de acostarse. Debió de dormirse así, con la piel pegada a la goma. Se produjo una quemadura de tercer grado sin darse cuenta. Vuelve a mirar la herida supurante, no acaba de creérselo. Hace dos meses se rompió la muñeca al caerse en la escalera del metro. Se resignó a hacerse una radiografía al cabo de una semana, porque ya no podría coger ni sujetar nada. El interino de guardia, con la radiografía levantada ante él, le había echado un sermón. Por suerte la fractura no se había desplazado. Para probar si están cocidos los espaguetis o las judías verdes, mete las manos en el agua hirviendo, con un gesto rápido, sin sentir nada. Parece como si estuviera desarrollando una especie de resistencia al dolor. Se está endureciendo. Lo nota cuando se observa en el espejo. Ve cómo sus rasgos se han vuelto más afilados. Hay algo cerrado, extremadamente tenso, que no consigue relajar.

Mathilde busca en el botiquín la caja de vendas, elige el modelo más grande y se lo aplica en la piel. Son la siete y diez y tiene que ponerse en marcha. Preparar el desayuno, coger el metro y el cercanías, ir a su trabajo.

Debe ponerse en marcha porque vive sola con tres hijos, porque cuentan con ella para que les despierte por la mañana y les espere por la tarde cuando vuelven del colegio.

Cuando se vino a vivir a este piso, lijó, pintó, montó las estanterías y las literas, se enfrentó a todo. Encontró trabajo, llevó a sus hijos al dentista, a clases de guitarra, a baloncesto y a judo.

Siguió en pie.

Hoy ya son mayores y está orgullosa de ellos, de lo que ha construido, de ese islote de paz cuyas paredes están cubiertas de dibujos y de fotos, colgado sobre un bulevar. Ese islote en el que supo hacer entrar la alegría, adonde volvió la alegría. Aquí, los cuatro han reído, cantado, jugado, han inventado palabras y cuentos, fabricado algo que los une, que los agrupa. Ella ha pensado a menudo que había transmitido a sus hijos una forma de júbilo, una aptitud para la alegría. A menudo pensó que no había nada más importante que ofrecerles su risa, por encima del infinito desorden del mundo.

Ahora es diferente. Ahora está irritable, cansada, hace esfuerzos sobrehumanos para mantener una conversación de más de cinco minutos, para interesarse en lo que le cuentan; a veces se echa a llorar sin razón alguna, cuando está sola en la cocina, cuando les ve dormir, cuando se acuesta en silencio. Ahora se siente mareada desde que pone un pie en el suelo, garabatea en cuadernos lo que debe hacer, pega en los espejos instrucciones útiles, fechas, citas. Para no olvidar.

Ahora son sus hijos los que la protegen y sabe que no está bien. Théo y Maxime ordenan su habitación sin que ella se lo pida, ponen la mesa, se duchan y se ponen el pijama, los deberes están hechos antes de que vuelva y las carteras están listas para el día siguiente. Cuando sale con sus amigos el sábado por la tarde, Simon la llama para decirle dónde está, le pregunta si no la molesta, si necesita que vuelva antes para ocuparse de los gemelos, si quiere salir a pasear un rato, ver a los amigos o ir al cine. La observan sin cesar, los tres, atentos al tono de su voz, a sus estados de ánimo, a la duda de sus gestos, se preocupan por ella, se da perfecta cuenta, le preguntan cómo está varias veces al día. Ella les contó al principio. Les dijo que tenía problemas en el trabajo, que ya se pasaría. Después intentó contarles, explicarles la situación, la forma en que se dejó atrapar, poco a poco, y lo difícil que era ahora salir. Desde lo alto de sus catorce años, Simon quiso ir a partirle la cara a Jacques, a pincharle las ruedas del coche. Reclamaba venganza. Eso la había hecho sonreír, en ese momento, esa rebelión de adolescente contra la injusticia sufrida por su madre. Pero ¿pueden realmente entenderlo? Ignoran lo que es la empresa, su aspecto confinado, sus mezquindades, sus conversaciones en voz baja, ignoran el ruido de la máquina de bebidas, el del ascensor, el color gris de la moqueta, las amabilidades superficiales y los rencores mudos, los incidentes fronterizos y las guerras de territorio, los secretos de alcoba y las notas transmitidas, incluso para Simon el trabajo sigue siendo algo abstracto. Y cuando intenta traducírselo a un lenguaje que puedan entender —mi jefe, la señora que dirige el personal, el señor que se ocupa de los anuncios, el gran gran jefe— le parece estar contándoles la historia de unos pitufos bárbaros que se destrozan en silencio en una zona retirada del mundo.

No habla de ello. Ni siquiera con sus amigos.

Al principio intentó describir las miradas, los retrasos, los pretextos. Intentó contar los silencios culpables, las sospechas, las insinuaciones. Las estrategias para evitarla. Esa acumulación de pequeñas vejaciones, de humillaciones soterradas, de hechos minúsculos. Intentó contar el engranaje, cómo había llegado a esa situación. Cada vez la anécdota le parecía ridícula, irrisoria. En cada ocasión se había interrumpido en mitad de una frase.

Concluía con un gesto vago, como si aquello no la impidiese dormir, no la estuviese royendo poco a poco, como si todo eso en el fondo no tuviese ninguna importancia.

Debería haberlo contado.

Desde el principio. Desde el principio del todo.

Cuando Jacques comenzó a declarar, desde por la mañana temprano, con ese tono solícito que tan bien dominaba: «Tiene usted mala cara». Una primera vez, después otra, con algunos días de intervalo. La tercera había utilizado la palabra pinta: «Tiene usted mala pinta». Con expresión vagamente inquieta.

Y el odio contenido en esa palabra que ella no había querido escuchar.

Hubiera debido contarlo aquella vez que, aislados en el extremo de una zona industrial, la había dejado esperando cuarenta y cinco minutos, «el tiempo de ir a buscar el coche», cuando el aparcamiento estaba sólo a doscientos metros.

Hubiera debido contar las citas anuladas en el último minuto, las reuniones cambiadas sin informarla, los suspiros de exasperación, los comentarios hirientes disfrazados de humor, y las llamadas que ya no contesta, aunque sabe que él está en su despacho.

Olvidos, errores, molestias que, aislados los unos de los otros, forman parte del desarrollo normal de un trabajo. Incidentes sin importancia cuya acumulación, sin brillo, sin estruendo, habían terminado por destruirla.

Creyó que podría resistir.

Creyó que podría hacerles frente.

Se acostumbró, poco a poco, sin darse cuenta. Terminó por olvidar la situación anterior, y el contenido mismo de su puesto; terminó por olvidar que trabajaba diez horas al día sin levantar la cabeza.

No sabía que las cosas podían cambiar de ese modo, sin posible vuelta atrás.

No sabía que una empresa podía tolerar tal grado de violencia, aunque fuera tan silenciosa. Admitir en su seno ese tumor exponencial. Sin reaccionar, sin intentar ponerle remedio.

Mathilde piensa a menudo en el juego de «romperlo todo» que tanto les gusta a los chicos. Esas latas vacías presentes todos los años en las fiestas del colegio: se apunta a la base, y todas se derrumban.

Pero cuando piensa en ello, por las noches, tumbada en su cama o sumergida en el agua abrasadora de la bañera, sabe muy bien por qué calla.

Mantiene silencio porque siente vergüenza.