Primero Jacques había decidido que los minutos que le dedicaba cada mañana para repasar las prioridades y los asuntos en curso constituían una pérdida de tiempo. Ella debería arreglárselas sola, y preguntarle sólo en caso de necesidad. Asimismo, había dejado de ir a verla a su despacho al final de la jornada, un ritual instaurado desde hacía años, una corta pausa antes de volver a casa. Con pretextos más o menos plausibles, había evitado toda ocasión de comer con ella. Nunca más la volvió a consultar sobre una decisión, había dejado de importarle su opinión, nunca había vuelto a recurrir a ella de ninguna forma.
Al contrario, a partir del lunes siguiente había comenzado a presentarse en la reunión de planificación que ella dirigía cada semana con el equipo al completo, a la que no asistía desde hacía mucho tiempo. Se había sentado al otro lado de la mesa, en posición de observador, sin decir una palabra para justificar su presencia, los brazos cruzados, el cuerpo apoyado en la silla. Y después se había quedado mirándola. Desde la primera vez, Mathilde se había sentido molesta, porque esa mirada no era una mirada de confianza, sino una mirada que la juzgaba, que buscaba el error.
Después Jacques había reclamado una copia de ciertos documentos, se le había metido en la cabeza supervisar él mismo el trabajo de los responsables de estudios y de los jefes de producto, releer los informes y aprobar la asignación de recursos a los distintos proyectos. Seguidamente, en varias ocasiones, había empezado a contradecirla delante del equipo, con cara de estar reprimiendo una vaga irritación o con aspecto francamente exasperado; después ante otras personas, durante las frecuentes reuniones que tenían lugar con las diferentes direcciones de la empresa.
Después se había dedicado a cuestionar sistemáticamente sus decisiones, pedir precisiones, reclamar pruebas, justificaciones, argumentos basados en cifras, emitir dudas y recriminaciones.
Después empezó a acudir todos los lunes a la planificación del equipo.
Después decidió dirigirla él mismo, y por tanto ella podría dedicarse a otra cosa.
Ella pensó que Jacques volvería a entrar en razón. Que renunciaría a su cólera, que dejaría que las cosas volvieran a su curso.
Aquello no podía cambiar tanto, estropearse así, por nada. No tenía sentido.
Había intentado no modificar su propia actitud, llevar a cabo los proyectos que se le habían confiado, mantener las relaciones con el equipo a pesar del sentimiento de malestar que se había asentado y que no dejaba de aumentar. Había confiado tiempo, el tiempo necesario para que Jacques pasara página.
No había reaccionado a ninguno de sus ataques; a las reflexiones irónicas sobre sus zapatos o su abrigo nuevo, comentarios descorteses sobre la fecha de sus vacaciones de Navidad o la repentina ilegibilidad de su letra, había respondido con un silencio paciente, indulgente.
Había respondido con la confianza que ella tenía en él.
Todo aquello, quizás, no tenía nada que ver con ella. Jacques atravesaba un periodo difícil, sentía la necesidad de marcar su territorio, de retomar los informes que le había delegado desde hacía tanto tiempo. Se había imaginado incluso que estaba enfermo, una enfermedad que mantenía en secreto y que le devoraba en silencio.
Rechazando traicionarle, no se había quejado a nadie. Había callado.
Pero Jacques había continuado por el mismo camino; cada día un poco más molesto, lejano, brutal.
Poco a poco, Mathilde tuvo que admitir que, en presencia o no de Jacques, los miembros del departamento ya no se dirigían a ella de la misma forma, que ahora adoptaban ese tono contrito, prestado, en cuanto se acercaba a ellos, excepto Éric, cuya actitud hacia ella no había cambiado.
En noviembre, Jacques olvidó invitarla a la presentación interna de la campaña de publicidad que su agencia acababa de realizar para el lanzamiento de un nuevo producto. Se había enterado de la cita a última hora por la secretaria de Jacques y se había presentado en el último momento en el despacho del director de Comunicación. Había llamado a la puerta, los había encontrado a los dos sentados en el sofá de piel, frente a la pantalla plana. Jacques ni siquiera la miró, el otro la había saludado de lejos. Ninguno de ellos se levantó ni se movió para dejarle un sitio. Mathilde se había quedado de pie, con los brazos cruzados, todo el tiempo que había durado aquello, el tiempo de pasar y repasar las tres películas, comparar las imágenes, la voz en off y el montaje. Ni Jacques ni el director de Comunicación le pidieron su opinión; se comportaron como si ella hubiese entrado sin autorización o por error y no tuviera ninguna razón para estar allí.
Ese día comprendió que la tarea de destrucción emprendida por Jacques no se limitaría a su departamento, que había empezado a desacreditarla fuera y tenía todo el poder para hacerlo.
Tras ese episodio, durante varias semanas estuvo reclamándole una reunión, por intermediación de su secretaria o cada vez que se lo cruzaba en un pasillo o frente a la máquina de café. Jacques se había negado, con tono afable, dejándolo para más tarde, alegando una semana demasiado cargada.
En noviembre, se había decidido a irrumpir en su despacho sin llamar, había cerrado la puerta tras ella y reclamado explicaciones.
Él no sabía de qué estaba hablando. De ningún modo. Todo era perfectamente normal. Él hacía su trabajo. Punto. Ella estaba bien situada para darse cuenta del monto del presupuesto anual que él gestionaba, la cantidad de cosas en las que intervenía o que dependían de él. No tenía tiempo que perder con sus estados de ánimo. Tenía cosas mejores que hacer. Su deber era controlar, verificar, tomar las decisiones correctas. Ella era complicada. Ella lo complicaba todo. ¿Qué mosca la había picado? ¿Tenía algo que reprocharle? Sin duda necesitaba unas vacaciones, el año había sido difícil, era normal que estuviese agotada. De hecho tenía un aspecto tenso. Estaba cansada. Nadie era indispensable, ella lo sabía bien, no tenía más que cogerse unos días, lo vería todo más claro.
Recordaba su voz, una voz desconocida para ella, en la que le costaba contener el tono de odio, una voz que no dejaba lugar para una vuelta a la normalidad. Una voz que la condenaba.
A partir de ese día Jacques dejó de dirigirle la palabra.
Mathilde no se había ido de vacaciones. Se había quedado en el despacho cada vez hasta más tarde, había empezado a trabajar los fines de semana. Se había comportado exactamente como si se sintiese culpable, como si tuviese que reparar una falta grave o demostrar algo. Había empezado a sentirse cansada, en efecto, incluso agotada, le parecía que trabajaba más despacio que antes, de forma menos eficaz. Poco a poco, había ido perdiendo su soltura, su seguridad. En varias ocasiones Jacques había anulado algunas salidas previstas con ella, se había ido solo o la había reemplazado en el último momento por otra persona. Había dejado de informarla de sus reuniones con la Dirección General, había empezado a olvidar pasarle documentos, invitarla a las reuniones, mandarle copia de correos importantes. Había aprovechado su ausencia para dejar sobre su mesa informes repletos de consignas ilegibles garabateadas en post-it, y por último decidió comunicarse con ella exclusivamente a través de la mensajería interna.
A eso se habían añadido un sinfín de detalles insignificantes, sin importancia, que ella apenas podía describir, que no había sabido contar. La forma en que la miraba cuando se cruzaban, la forma en que no la miraba en presencia de otros, la forma en que la adelantaba para precederla, la forma en que se sentaba frente a ella para observarla, y el modo en que cerraba cuidadosamente la puerta de su despacho con llave cuando se iba antes que ella.
Un sinfín de detalles insidiosos y ridículos, que habían ido aislándola día a día, porque no había sabido medir la importancia de lo que estaba pasando, porque no había querido dar la voz de alarma. Una suma de pequeñas cosas cuya acumulación le había quitado el sueño.
En el transcurso de unas semanas, Jacques se había convertido en otra persona, en alguien que ella no conocía.
Ella es capaz, hoy, de definir lo que pasa. Porque se ha pasado noches enteras pensando, porque ha revisado todo centenares ele veces. Es capaz de identificar las diferentes etapas, desde el inicio hasta sus últimas consecuencias.
Pero es demasiado tarde.
Él quiere acabar con ella.