En el Cymek, llamamos mosquitos a los pequeños satélites de la Luna. Aquí en Nueva Crobuzon los llaman sus hijas.
La habitación está llena con la luz de la Luna y de sus hijas, y vacía de todo lo demás.
Llevo aquí mucho tiempo, con la carta de Isaac en la mano.
Dentro de un momento, volveré a leerla.
Escuché la vaciedad de la ruinosa casa desde las escaleras. Los ecos remitían durante demasiado tiempo. Supe antes de tocarla puerta que el ático estaba desierto.
Llevaba horas fuera, buscando una espuria y titubeante libertad por la ciudad.
Vagué entre los bonitos jardines de Sobex Croix, a través de zumbantes nubes de insectos y junto a los estanques esculpidos llenos de aves sobrealimentadas. Encontré las ruinas del monasterio, la pequeña concha que esconde orgullosamente el corazón del parque. Donde vándalos románticos graban el nombre de sus amantes en las piedras ancestrales. El pequeño edificio ya estaba abandonado un millar de años antes de que se plantasen los cimientos de Nueva Crobuzon. El dios al que estaba consagrado murió.
Algunas personas vienen de noche para honrar a su fantasma con teología tenue, desesperada.
Hoy he visitado el Aullido. He visto el Vado de Manes. Estuve de pie frente a un muro gris en Barracán, la piel cuarteada de una factoría muerta, y leí todas las pintadas.
Fui estúpido. Corrí riesgos. No permanecí cuidadosamente escondido.
Me sentí casi embriagado por aquel pequeño jirón de libertad, estaba ansioso por tener más.
De modo que regresé por fin recorriendo la noche a aquel sórdido y olvidado ático, a la brutal traición de Isaac.
Qué golpe a la fe, qué crueldad.
Vuelvo a abrirla (ignorando las patéticas y pequeñas palabras de Derkhan, semejantes a una pizca de azúcar en un veneno). La extraordinaria tensión de las palabras parece hacerlas reptar. Puedo ver a Isaac, zarandeado por tantas cosas mientras escribe. El absurdo sinsentido. Cólera, severa desaprobación. Miseria verdadera. Objetivismo. Y alguna extraña camaradería, una disculpa avergonzada.
…hoy ha venido alguien a visitarnos… leo… en estas circunstancias…
En estas circunstancias. En estas circunstancias huiré de ti. Te daré la espalda y te juzgaré. Te dejaré con tu vergüenza, te conoceré desde dentro y pasaré a tu lado y no te ayudaré.
…no voy a preguntarte, «¿Cómo pudiste?». Leo y de pronto me siento débil, débil de verdad, no como si fuera a tambalearme y a vomitar, sino como si fuera a morirme.
Me hace llorar.
Me hace gritar. No puedo detener este sonido, no quiero hacerlo, aúllo y aúllo y mi voz crece, me visitan recuerdos de gritos de guerra, recuerdos de la bandada, de caza o en la guerra, recuerdos de ululatos funerarios y chillidos de exorcismo, pero esto no es nada de eso, este es mi propio dolor, desestructurado, aculturado, no regulado e ilícito y mío por completo, mi agonía, mi soledad, mi miseria, mi culpa.
Ella me dijo que no, que Shazim se lo había pedido aquel verano; que como aquel era su año de emparejamiento le había dicho que sí; que quería emparejarse exclusivamente, como regalo para él.
Me dijo que no era justo, que debería dejarla inmediatamente, respetarla, mostrar respeto y dejar las cosas estar.
Fue una cópula sucia, cruel. Yo solo era un poco más fuerte que ella. Tardé mucho en someterla. Ella me mordió y me arañó a cada instante, me golpeó con todas sus fuerzas. Yo fui implacable.
Me encolericé. Lleno de lujuria y celos. La golpeé y entré en ella cuando yacía atontada.
Su rabia fue extraordinaria, asombrosa. Me abrió los ojos a lo que había hecho.
La vergüenza me ha envuelto desde aquel día. El remordimiento solo tardó un poco en seguirla. Se reúnen a mi alrededor como si pudieran reemplazar mis alas.
El voto de la bandada fue unánime. No negué los hechos (la idea pasó por mi mente durante un breve momento y una oleada de aborrecimiento hacia mí mismo me hizo vomitar).
No podía haber dudas sobre el juicio.
Sabía que era la decisión correcta. Pude incluso mostrar un poco de dignidad, apenas un diminuto jirón, mientras caminaba entre los ejecutores electos de la ley. Caminé lentamente, arrastrando los pies a causa de los enormes pesos de lastre que me atenazaban para impedir que volara y huyera, pero lo hice sin pausa y sin queja.
Solo vacilé al final, cuando vi las estacas que me condenarían a la ardiente tierra.
Tuvieron que arrastrarme los últimos cinco metros, hasta el lecho seco del Río Fantasma. Me debatí y luché a cada paso. Supliqué una misericordia que no merecía. Estábamos a un kilómetro de nuestro campamento y estoy seguro de que la bandada escuchó hasta el último de mis gritos.
Me tendieron con los brazos en cruz, el vientre sobre el polvo, el sol sobre mí. Tiré de mis ligaduras hasta que mis manos y mis pies quedaron completamente entumecidas.
Cinco a cada lado, sujetando mis alas. Inmovilizando mis grandes alas mientras me debatía y trataba de golpearlas con todas mis fuerzas contra los cráneos de mis carceleros. Levanté la mirada y vi al verdugo, mi primo, San′jhuarr el de las plumas rojas.
Polvo y arena y calor y el viento en el canal. Lo recuerdo.
Recuerdo el contacto del metal. La extraordinaria sensación de intrusión, el horrible balanceo de la serrada hoja. Se manchó muchas veces con mi carne, tuvieron que sacarla y limpiarla. Recuerdo las ráfagas de aire caliente sobre el tejido desnudo, sobre los nervios arrancados de sus raíces. La lenta, lenta e inmisericorde quiebra de los huesos. Recuerdo el vómito que apagó mis gritos, brevemente, antes de que mi boca se vaciara y yo tomara aliento y volviera a gritar. Sangre en cantidades aterradoras. La repentina, vertiginosa sensación de ligereza al ser levantada y arrojada lejos una de las alas y el temblor de los huesos contra mi carne y los desgarrados jirones de esta, deslizándose sobre la herida y la presión agonizante de las telas limpias y los ungüentos sobre las laceraciones y el lento caminar de San jhuarr alrededor de mi cabeza y la certeza, la insoportable certeza de que todo ello iba a ocurrir de nuevo.
Nunca cuestioné la justicia del castigo. Ni siquiera cuando huí para tratar de recuperar el vuelo. Me sentía doblemente avergonzado. Mutilado y privado de respeto por el robo de elección en el que había incurrido; y debería admitirla vergüenza por tratar de anular un castigo justo.
Guardo la carta de Isaac en mis harapientas ropas sin leer su miserable e inmisericorde despedida. No puedo asegurar que lo desprecie. No puedo asegurar que yo hubiera actuado de forma diferente.
Salgo de la habitación y bajo las escaleras.
Algunas calles más allá, en Salbur, un bloque de pisos de ladrillo de quince pisos se alza sobre la parte oriental de la ciudad. La puerta principal no puede cerrarse con llave. Es fácil trepar sobre la cancela que supuestamente impide el acceso al tejado plano. Ya he subido antes a este edificio.
Es un corto paseo. Me siento como si estuviera dormido. Los ciudadanos me miran mientras paso junto a ellos. No llevo mi capa. No creo que importe.
Nadie me detiene mientras subo al enorme edificio. En dos de los pisos las puertas se abren con mucha ligereza mientras subo por la traicionera escalera, y me observan ojos demasiado ocultos en la oscuridad como para que pueda verlos. Pero nadie me detiene y al cabo de quince minutos estoy en el tejado.
Cincuenta metros o más. Hay muchas estructuras más altas en Nueva Crobuzon. Pero esta es lo suficientemente elevada como para bloquear el sol en las calles circundantes y es de piedra y ladrillo, como algo enorme que emerge de las aguas.
Camino junto a los escombros y las señales de las fogatas, los detritos de los intrusos y los vagabundos. Esta noche estoy solo aquí.
El pretil de ladrillos que delimita el tejado tiene metro y medio de altura. Me apoyo sobre él y miro a mi alrededor, en todas direcciones.
Sé que es lo que veo.
Puedo situarme exactamente.
Eso es un destello del Invernadero, un jirón de luz sucia entre dos torres de gas. Las apretadas Costillas están apenas a kilómetro y medio de distancia, convirtiendo en enanos a las vías del tren y las achaparradas casas. La ciudad está salpicada de oscuros racimos de árboles. Las luces, las luces de todos los colores diferentes, a mi alrededor.
Me encaramo fácilmente al muro y me yergo.
Ahora estoy en lo alto de Nueva Crobuzon.
Es una cosa tan enorme, una inmensidad tan grande… Lo contiene todo, extendido en todas direcciones desde mis pies.
Puedo ver los ríos. El Cancro está apenas a seis minutos de vuelo. Extiendo los brazos.
Los vientos me azotan y me martillean con gozo. El aire es exuberante, está vivo.
Cierro los ojos.
Puedo imaginármelo con absoluta exactitud. Un vuelo.
Impulsarme con las piernas y sentir que mis alas aferran el aire y lo empujan con facilidad hacia la tierra, alejándolo de mí en grandes cantidades como si fueran enormes palas. El costoso avance a través de las corrientes termales en las que las plumas se abaten y se preparan, se extienden, planeando, deslizándome, remontándome en espiral alrededor de esta enormidad que hay debajo de mí. Desde arriba es una ciudad diferente. Los jardines ocultos se convierten en espectáculo para mi deleite. Los oscuros ladrillos son algo que uno puede sacudirse de encima, como el polvo. Cada edificio se convierte en una aguilera. Toda la ciudad puede ser tratada sin respeto, puedes posarte allá donde te lo dicta el capricho, manchando el aire al pasar.
Desde el cielo, en vuelo, desde arriba, el gobierno y la milicia se convierten en hormigas pomposas, y la miseria en una apagada insignificancia pasajera, las degradaciones que tienen lugar a la sombra de la arquitectura no me conciernen.
Siento cómo obliga el viento a mis dedos a abrirse. Me azota el rostro, incitador. Siento el hormigueo mientras se extienden los mutilados huesos de mis alas.
Ya no volveré a hacerlo. No seré este tullido, este pájaro encadenado a la tierra, ni un minuto más.
Esta media vida termina aquí, con mi esperanza.
Puedo imaginarme con tanta fidelidad un último vuelo, un planeo rápido y elegante a través del aire que se abre como una amante perdida para darme la bienvenida…
Deja que el viento me abrace.
Me inclino hacia delante sobre el muro, sobre la torpe ciudad, hacia el aire.
El tiempo está inmóvil. Estoy sereno. No hay un solo sonido. La ciudad y el aire están en calma.
Y alzo los brazos lentamente y paso los dedos por mis plumas. Las apartó lentamente mientras mi piel se eriza, las acarició sin piedad a contrapelo. Abro los ojos. Mis dedos se cierran y aferran los rígidos tubos y las engrasadas fibras de mis mejillas, cierro el pico con todas mis fuerzas para no gritar y entonces empiezo a tirar.
Y mucho tiempo después, horas después, en lo más profundo de la noche, regreso por aquella escalera oscura y salgo.
Un carromato pasa traqueteando rápidamente por la calle desierta y luego, el silencio. Al otro lado de los adoquines, un chorro de gas despide un haz de luz parda.
Una figura sombría me ha estado esperando. Entra en la pequeña esfera de luz y se detiene, con el rostro envuelto en tinieblas. Me saluda con un gesto lento. Hay un momento brevísimo en el que pienso en mis numerosos enemigos y me pregunto cuál de ellos es este hombre. Entonces reparo en la enorme pinza de mantis con la que me saluda.
Descubro que no estoy sorprendido.
Jack Mediamisa extiende de nuevo su brazo rehecho y, con un movimiento lento y presago, me llama.
Me invita a entrar. En su ciudad.
Avanzo a la diminuta luz.
No lo veo sobresaltarse cuando dejo de ser una silueta y puede verme.
Sé el aspecto que debo de tener.
Mi rostro, una masa de carne viva y desgarrada, sangrando copiosamente por el centenar de pequeñas heridas dejadas por las plumas al abandonarla. La pelusa tenaz que se me ha pasado por alto me pica como una barba incipiente. Mis ojos se asoman desde una piel desnuda, rosada, arruinada, cuarteada y pegajosa. La sangre corre por todo mi cráneo.
Mis pies vuelven a estar constreñidos por asquerosos jirones que esconden su forma monstruosa. Las cañas de las plumas que atravesaban las escamas han sido arrancadas. Camino con lentitud y cuidado, mi ingle está tan desplumada y en carne viva como mi cabeza.
Traté de romperme el pico pero no pude.
Me alzo frente al edificio con mi nueva carne.
Mediamisa se detiene, pero no durante mucho tiempo. Con otro movimiento lánguido, repite su invitación.
Es generosa, pero debo declinarla.
Me ofrece medio mundo. Se ofrece a compartir conmigo su vida bastarda y liminar, su ciudad intersticial. Su oscura cruzada y su fanática venganza. Su desprecio hacia las puertas.
Rehecho fugado, liberto. Nada. No es cierto. Ha convertido a Nueva Crobuzon a la fuerza en una nueva ciudad y ahora se esfuerza por salvarla para sí mismo.
Ve a otra media-cosa destrozada, otra reliquia exhausta que podría convertir para participar en su impensable lucha, otro para quien la vida en cualquier mundo es inconcebible, una paradoja, un pájaro que no puede volar. Y me ofrece una salida hacia su incomunidad, su marginalidad, su ciudad bastarda. El lugar violento y honorable desde el que emerge su furia.
Es generoso, pero declino su oferta. Esa no es mi ciudad. No es mi lucha.
Debo dejar su medio mundo solo, su baluarte de insólita resistencia. Yo vivo en un lugar más sencillo.
Está equivocado.
Ya he dejado de ser el garuda encadenado a la tierra. Ese ha muerto. Esta es una nueva vida. Ya no soy una cosa a medias, un proyecto fracasado.
He arrancado las engañosas plumas de mi cuerpo y se ha vuelto suave, más allá de las afectaciones de las aves. Ahora soy idéntico a mis conciudadanos. Puedo vivir abiertamente en un mundo completo.
Le doy las gracias con un gesto, me despido y me alejo, salgo de la tenue luz y me encamino al este, hacia el campus de la universidad y la estación de Prado del Señor, atravesando mi mundo de ladrillos y cemento y alquitrán, de bazares y mercados, de calles iluminadas por el azufre. Es de noche; debo correr ala cama, a encontrar mi cama, a encontrar una cama en esta mi ciudad, donde puedo vivir mi vida abiertamente.
Le doy la espalda y entro dando un paso en la vastedad de Nueva Crobuzon, este colosal edificio de arquitectura e Historia, este complejo artefacto de dinero y miseria, este dios profano impulsado a vapor. Me vuelvo y entro en la ciudad, mi hogar, ya no un pájaro ni un garuda, ya no un híbrido miserable.
Me vuelvo y entro en la ciudad, mi hogar, un hombre.