Mis garras se flexionan, tratando de abrirse. Se ven constreñidas por los ridículos y viles vendajes que las rodean, que aletean como la piel rasgada.
Camino doblado paralelo a las vías, mientras los trenes me gritan airadas advertencias al restallar a mi lado. Ahora me escabullo por el puente, observando al Alquitrán rizarse tras de mí. Me detengo y miro a mi espalda. Delante y detrás, el río se arrastra y arroja sus desperdicios contra la orilla en pequeñas y rítmicas descargas.
Mirando hacia el oeste puedo ver, por encima del agua, las casas arracimadas de Piel del Río, hasta la punta del Invernadero. El domo está iluminado desde dentro, una ampolla de luz sobre la superficie de la ciudad.
Estoy cambiando. Hay algo en mi interior que no estaba allí antes, o quizá es que algo ha desaparecido. Huelo el aire y es el mismo que ayer, mas es diferente. No puede haber dudas. Algo está creciendo bajo mi piel. No estoy seguro de quién soy.
He seguido a estos humanos como si fuera estúpido. Una presencia inútil, idiota, sin opinión ni intelecto. Sin saber quién soy, ¿cómo saber qué decir?
Ya no soy Yagharek el Respetado, no lo he sido desde hace muchos meses. No soy el ser enfurecido que acechaba en los pozos de Shankell que aniquiló a hombres y a trog, a ratjinn y a bocarrachos, a una jauría de bestias y guerreros pugnaces de razas con cuya existencia ni siquiera había soñado. Aquel salvaje luchador ha desaparecido.
No soy el ser agotado que recorrió exuberantes praderas y colinas frías y duras. No soy el perdido que vagó por las calles de hormigón de la ciudad, introspectivo y solo, tratando de volver a ser algo que nunca fui.
No soy ninguno de ellos. Estoy cambiando, y no sé qué seré.
Me asusta el Invernadero. Como Shankell, tiene muchos nombres. El Invernadero, la Casa de Cristal la Casa de las Plantas, el Invernáculo. No es más que un gueto tratado con buena mano. Un gueto en el que los cactos tratan de replicarlos límites del desierto. ¿Estoy regresando a casa?
Hacer la pregunta es responderla. El Invernadero no es la sabana, ni el desierto. Es una triste ilusión, nada más que un espejismo. No es mi hogar.
Y aunque fuera el desierto, aunque fuera un portal al Cymek más profundo, a los bosques secos y las fértiles ciénagas, al repositorio de la vida oculta por la arena y a la gran biblioteca nómada de los garuda, aunque el Invernadero fuera algo más que una sombra, si fuera el desierto que se Unge, seguiría sin ser mi hogar.
Ese lugar no existe.
Vagaré durante una noche y un día. Reharé los pasos que una vez di, a la sombra de las vías el tren. Acecharé la monstruosa geografía urbana y encontraré las calles que me dieron cobijo, los pequeños canales de ladrillo a los que debo mi vida y mi yo.
Encontraré a los vagabundos que compartieron mi comida, si no están muertos por la enfermedad o acuchillados para robarles los zapatos manchados de orín. Se convertirán en mi tribu, atomizados, arruinados, quebrantados, pero aun así una especie de tribu. Su absoluta falta de interés en mí (por lo menos) era refrescante tras varios días escondiéndome cuidadosamente y una hora ó dos de ostentación con mis agónicas prótesis de madera. No debo nada a esos tediosos borrachos y drogadictos, pero los encontraré de nuevo por mi bien, no por el suyo.
Me siento como si recorriera estas calles por última vez.
¿Voy a morir?
Hay dos posibilidades.
Ayudaré a Grimnebulin y derrotaremos a esas polillas, esas horribles criaturas de la noche, esos devoradores de almas, y él hará de mí una batería. Me recompensará, me cargará como una pila de flogisto y volaré. Me imagino que estoy ascendiendo, que me elevo cada vez más sobre los peldaños de la ciudad, escalándola como una grada para contemplar su noche sucia, atestada. Siento los muñones de los músculos de mis alas tratando de aletear con patéticos movimientos rudimentarios. No ascenderé en mareas de aire provocadas por plumas, sino que tensaré mi mente como un ala y surcaré los canales del poder, de la energía transformadora, del flujo taumatúrgico, la explosiva fuerza unidora, inherente, que Grimnebulin llama crisis.
Seré una maravilla.
O fracasaré y moriré. Fallaré y acabaré ensartado en el cruel metal, o me sorberán los sueños de la mente y alimentaré al retoño de un diablo.
¿Lo notaré? ¿Seré consciente mientras me asimilan? ¿Sabré que estoy siendo absorbido?
El sol aparece. Estoy cansado.
Sé que me tendría que haber quedado. Si quiero ser algo real, algo más que la muda presencia imbécil que hasta ahora he sido, debería quedarme e intervenir y planear y preparar y asentir ante sus sugerencias y complementarlas con las mías. Soy, fui, un cazador. Puedo acosar a los monstruos, a las horrendas bestias.
Pero no es así. Traté de disculparme, intenté que Grimnebulin, incluso Blueday, supieran que soy uno con ellos, que soy parte de la banda. El grupo. El equipo. Los cazadores de polillas. Pero resonó hueco en mi cabeza.
Buscaré y encontraré por mi cuenta, y entonces sabré si puedo decírselo. Y si no es así, sabré qué decir en su lugar.
Me armaré. Traeré armas. Encontraré un cuchillo, un látigo como el que solía blandir. Aunque sea un forastero, no permitiré que mueran sin ayuda. Venderé caras nuestras vidas a esos monstruos sedientos.
Oigo una música triste. Hay un momento de increíble silencio, cuando los trenes y las barcazas se alejan de mí en mi aguilera, cuando el rechinar de sus motores se aleja y el alba queda momentáneamente descubierta.
Alguien en la orilla del río, en algún desván, está tocando un violín. Es un esfuerzo evocador, un trémulo canto fúnebre de semitonos y contrapuntos sobre un ritmo roto. No suena como las armonías locales.
Reconozco el sonido. Lo he oído antes. En la barca que me trajo a lo largo del Mar Escaso, y antes de eso, en Shankell.
Parece que no hay escapatoria a mi pasado sureño.
Es el saludo del amanecer de las pescadoras de Perrick y las Islas Mandragora, al sur. Mi invisible acompañante está dando la bienvenida al sol.
La mayoría de los pocos extranjeros de Perrick en Nueva Crobuzon viven en Ecomir, pero aquí está ella, a casi cinco kilómetros río arriba, despertando al gran Pescador Diurno con su música exquisita.
Toca para mí durante unos instantes más, antes de que el ruido de la mañana se lleve su música y me deje en el puente, escuchando el tronar de las bocinas y los silbatos del tren.
Aquel sonido de muy lejos prosigue, pero no puedo oírlo. Los ruidos de Nueva Crobuzon atestan mis oídos. Los sigo, les doy la bienvenida. Dejo que me rodeen. Me sumergiré en la tórrida vida urbana. Bajo los arcos y sobre las piedras, a través del ralo bosque de huesos de las Costillas, en las madrigueras de ladrillo de Malado y la Perrera, a través de la floreciente industria de Gran Aduja. Como Lemuel olfateando en busca de contactos, reharé todos los pasos que he dado. Y aquí y allí, espero, entre las espiras y la atestada arquitectura, tocaré a los inmigrantes, los refugiados, los forasteros que rehacen Nuevo Crobuzon día tras día. Este lugar y su cultura bastarda. Esta ciudad mestiza.
Oiré los sonidos del violín de Perrick, o el réquiem de Gnurr Kett, o un acertijo de piedras de Chet, u oleré las gachas de cabra que comen en Neovadan o veré un umbral pintado con los símbolos de un capitán del Mar de Telarañas… muy, muy lejos de sus hogares. Sin hogar. Hogar.
Toda Nueva Crobuzon estará a mi alrededor, filtrándose por mi piel.
Cuando regrese al Meandro Griss, mis compañeros estarán esperando, y juntos liberaremos a esta ciudad secuestrada. Nadie nos verá, nadie nos lo agradecerá.