Lo que fue una experiencia se convierte en sueño, y después en recuerdo. No alcanzo a ver los límites entre los tres.
La Tejedora, la gran araña, llegó entre nosotros.
En el Cymek la llamamos furiach-yajh-hett: el loco dios danzante. Nunca esperé ver una. Llegó desde un embudo del mundo para aparecer entre nosotros y los justicieros. Sus pistolas quedaron en silencio. Las palabras murieron en las gargantas como las moscas en la telaraña.
El loco dios danzante se movió por todo el lugar con pasos salvajes, alienígenos. Nos reunió a todos los renegados, los criminales. Los refugiados. Constructos que narran historias; garudas incapaces de volar; reporteros que crean las noticias; científicos criminales y criminales científicos. El loco dios danzante nos reunió a todos como sus adoradores errantes y nos castigó por apartarnos del camino.
Sus manos como cuchillos destellaron y las orejas humanas llovieron sobre el polvo. Yo fui perdonado. Mis orejas, ocultas por las plumas, no son divertidas para este poder enloquecido. A través de los ululos y los aullidos desesperados de dolor, el furiach-yajh-hett trazaba círculos de felicidad.
Y entonces se cansó y se desplazó por los pliegues de materia, fuera del almacén.
A otro espacio.
Cerré los ojos.
Me moví en una dirección de cuya existencia nunca había sospechado. Sentí el tobogán hormigueante de aquella multitud de piernas mientras el loco dios danzante se desplazaba sobre poderosas hebras de fuerza. Corría por oscuros ángulos de la realidad, con todos nosotros colgando debajo. Mi estómago dio un vuelco, y me sentí apresado, obstaculizado por el tejido del mundo. Me picaba la piel en aquel plano alienígena.
Durante un instante, la enajenación del dios me infectó. Durante un instante, la avaricia del saber olvidó su lugar y exigió ser saciada. Durante una fracción de tiempo, abrí los ojos.
Durante un aliento terrible, eterno, vislumbré la realidad a través de la que bregaba el loco dios danzante.
Los ojos me picaron y se humedecieron como si estuvieran a punto de estallar, como si fueran afligidos por un millar de tormentas de arena. No podían asimilarlo que había ante ellos. Mis pobres orbes trataban de ver lo que no era posible ver. No contemplé más que una fracción, el filo de un aspecto.
Vi, o creí ver, o me convencí de que vi, una vastedad que empequeñecía el cielo de cualquier desierto, una gigantesca grieta de proporciones titánicas. Gemí, y oía los demás hacerlo propio a mi alrededor. Extendida sobre la vacuidad, alejándose de nosotros en todas direcciones con cavernosas perspectivas, abarcando vidas y enormidades con cada escabroso nudo de sustancia metafísica, había una telaraña.
Su materia me era conocida.
La reptante infinidad de colores, el caos de texturas que impregnaba cada hebra de aquel tapiz de complejidad eterna… cada uno resonaba bajo el paso del loco dios danzante, vibrando y enviando pequeños ecos de valor, o hambre, o arquitectura, o argumento, o col o asesinato u hormigón a través del éter. La trama de motivaciones del estornino conectaba la espesa, pegajosa cuerda de la risa de un joven ladrón. Las fibras se extendían tensas y sólidamente pegadas a un tercer cabo, su seda compuesta por el ángulo de siete arbotantes de la cubierta de la catedral. La trenza desaparecía en la enormidad de posibles espacios.
Cada intención, interacción, motivación, cada color, cada cuerpo, cada acción y reacción, cada pedazo de realidad física y los pensamientos por ella engendrados, cada conexión realizada, cada mínimo momento de historia y potencialidad, cada dolor de muelas y cada losa, cada emoción y nacimiento y billete de banco, cada posible cosa en toda la eternidad está tejido en esa ilimitada telaraña.
Carece de principio y de fin. Es compleja hasta un grado que humilla a la mente. Es una obra de tal belleza que mi alma lloró.
Está infestada de vida. Había otros como nuestro portador, más locos dioses danzantes, vislumbrados en la infinidad de la obra.
Había también otras criaturas, terribles formas complejas que no recuerdo.
La telaraña no carece de defectos. En innumerables puntos la seda está rasgada y los colores estropeados. Aquí y allá, los patrones son tensos e inestables. Mientras pasábamos estas heridas, sentí al loco dios danzante detenerse y flexionar su glándula, reparando y conteniendo.
Un poco más allá se encontraba la tirante seda del Cymek. Juro que percibí sus oscilaciones al combarse la telaraña global bajo el peso del tiempo.
A mi alrededor vi un pequeño nudo localizado de gasa material… Nueva Crobuzon. Y allí, rasgando las hebras tejidas en su centro, había un feo rasguño. Se extendía hacia fuera y dividía el trapo de la ciudad de telaraña, tomando la multitud cromática y desangrándola, convirtiéndola en un monótono blanco sin vida. Una vacuidad sin finalidad, una pálida sombra mil veces más desalmada que el ojo de un pozo ciego nacido en las cavernas.
Mientras observaba, mis ojos doloridos se abrieron con comprensión, y vi que la herida se agrandaba.
Me asustaba terriblemente aquella llaga creciente, y me sentí empequeñecido por la enormidad de la telaraña. Cerré los ojos con fuerza.
No podía apagar mi mente, que corría desatada para recordar cuanto había visto. No pude contenerla. No me quedó más que una sensación de todo ello. Ahora lo recuerdo como una descripción. El peso de su inmensidad ya no está presente en mí.
Este es el recuerdo malsano que ahora me cautiva.
He bailado con la araña. He estado de fiesta con el loco dios danzante.