Antes de la ciudad hubo canales que se abrían paso por las formaciones de roca como colmillos de silicato, y campos de maíz en la tierra delgada. Y antes de la vegetación hubo días de piedra resplandeciente. Retorcidos tumores graníticos que habían descansado en el vientre de la tierra desde su parto vieron su piel de humus desollada por el aire y el agua en unos meros diez mil años. Eran feos y aterradores, como siempre son las entrañas, los promontorios rocosos, los peñascos.

Recorrí la senda del río sin bautizar entre las duras colinas escarpadas; en días se convertiría en el Alquitrán. Podía verlas gélidas cumbres de las montañas de verdad, kilómetros al oeste, colosos de roca y nieve que se encabritaban imperiosos sobre las puntas de los conos de desmoronamiento y el liquen, al volcarse esas cumbres menores sobre mí.

A veces pensaba que las rocas adoptaban la forma de figuras amenazadoras, con garras y colmillos y cabezas como garrotes o manos. Gigantes petrificados; inmóviles deidades de piedra; errores del observador o azarosas esculturas eólicas.

Fui visto. Las cabras y ovejas vertían su desprecio sobre mi tambaleo. Los pájaros de presa chillaban su desgaire. A veces pasé junto a pastores que me miraban suspicaces, rudos.

Por la noche había formas aún más oscuras. Bajo las aguas hay vigilantes mucho más fríos.

Los dientes de roca rompían la tierra tan lenta y tímidamente que caminé por aquel valle excavado durante varias horas antes de saberlo. Antes de todo ello hubo días y días de pradera y matorral.

La tierra era más cómoda para mis pies, y el cielo inmenso más indulgente para mis ojos. Pero no me engañarían. No sería seducido. No era el cielo del desierto. Era un imitador, un sucedáneo que trataba de engañarme. La vegetación reseca me golpeaba con cada ráfaga de viento, mucho más exuberante que mi hogar. A lo lejos estaba el bosque que sabía que se extendía al norte, hasta los límites de Nueva Crobuzon, hacia el este hasta el mar. En lugares secretos de su frondosa vegetación se arracimaban vastas, oscuras, ignotas máquinas, pistones y engranajes, trompas de hierro entre el verdor, oxidando las cortezas.

No me acerqué a ellas.

A mi espalda, donde el río se bifurcaba, había cenagales, una especie de estuario interior sin objetivo con vagas promesas de disolverse en el mar. Allí permanecí en las chozas elevadas de los zancudos, esa raza callada y devota. Me alimentaron y me cantaron nanas. Cacé con ellos, empalando caimanes y anacondas. Fue en los pantanos donde perdí mi hoja, rota en la carne de algún terrible predador que saltó de repente sobre mí desde el fango y los juncos enlodados. Luchaba y gañía como una tetera en el fuego y desapareció en el limo. No sé si murió.

Antes del cenagal y el río hubo días de pastos y laderas resecas, que según me dijeron estaban cuajadas de bandidos rehechos huidos de la justicia. No vi ninguno.

Hubo aldeas que me sobornaron con carne y ropas, suplicándome interceder por ellos ante sus dioses de la cosecha. Hubo aldeas que me impidieron la entrada con picas y rifles y bocinas insoportables. Compartí la hierba con rebaños y en ocasiones con jinetes, con pájaros a los que consideraba primos y con animales que creía mitos.

Dormí solo, oculto entre los pliegues de piedra y vegetación, o en vivaques preparados cuando olía lluvia. Cuatro veces fui investigado mientras dormía, quedando como prueba la huella de pezuñas y el olor a hierbas, sudor o carne.

En aquellas grandes lomas fue donde mi furia y mi desdicha trocaron su forma.

Caminé con insectos templados que investigaban mi olor extraño y trataron de lamer mi sudor, de catar mi sangre, de polinizar los puntos de color de mi capa. Vi gruesos mamíferos entre aquel maduro verdor. Cogí flores que no había visto en los libros, capullos de largo tallo y colores tan sutiles que parecían vistos a través del humo. No podía respirar por el olor de los árboles. El cielo era rico en nubes.

Caminé, una criatura del desierto en aquella tierra fértil. Me sentía áspero y polvoriento.

Un día comprendí que ya no soñaba con lo que haría cuando al fin estuviera otra vez completo. Mi voluntad ardía hasta ese punto, pero entonces se volatilizaba en la nada. Me había convertido en mero deseo de volar. De algún modo, había cambiado. Había evolucionado en aquella región alienígena, recorriendo mi estúpido camino hacia el lugar donde se congregaban los científicos y reconstructores del mundo. El medio se había convertido en el fin. Si recuperaba mis alas me convertiría en alguien nuevo, sin el deseo que me definía.

Vi en aquella húmeda primavera, mientras vagaba sin fin hacia el norte, que no buscaba satisfacción, sino disolución. Pasaría mi cuerpo a recién nacido y descansaría.

Cuando salí de aquellas colinas y llanuras me había convertido en una criatura mucho más dura. Dejé Myrshock, donde había llegado mi nave, sin pasar allí una sola noche. Es una fea ciudad portuaria con los suficientes de mi raza como para sentirme oprimido.

Me apresuré a través de la urbe en búsqueda de suministros y confirmación de que iba bien encaminado hacia Nueva Crobuzon. Compré crema fría para mi espalda rota y supurante, y encontré a un doctor lo bastante honrado como para admitir que no encontraría en Myrshock a nadie capaz de ayudarme. Le di mi látigo a un mercader que me dejó ir en su carro durante ochenta kilómetros, hacia los valles. No aceptó mi oro, solo mis armas.

Estaba ansioso por dejar el mar detrás. El mar fue un interludio. Cuatro días en un lento y oleoso barco de ruedas, arrastrándonos por el Mar Escaso mientras yo permanecía abajo, sabiendo solo por el vaivén y el sonido del agua que estábamos navegando. No podía pasear por la cubierta. Me sentiría más confinado en el exterior, bajo aquel infinito cielo oceánico, que en cualquiera de los sofocantes días dentro de aquel hediondo camarote. Me escondí de las gaviotas, de los pigargos y de los albatros. Permanecí cerca del piélago, tras la puerta cerrada, detrás de los enterados.

Y ante las aguas, cuando yo aún ardía por la furia, cuando mis cicatrices seguían sangrando, se alzaba Shankell, la ciudad de los cactos. La ciudad de los muchos nombres. La Joya del Sol. Oasis. Borridor. Salado. La Ciudadela Sacacorchos. El Solarium. Shankell, donde luché y luché en los pozos de carne y las celdas de ganchos, arrancando la piel y viendo la mía arrancada, ganando más de lo que perdía, vagando por la noche como un gallo de pelea y atesorando monedas durante el día. Hasta que combatía aquel príncipe bárbaro que quería hacerse un yelmo con mi cráneo de garuda y vencí, contra todo pronóstico, aunque yo mismo terminara sangrando más allá de lo que parecía posible. Sujetando los intestinos con una mano, le arranqué la garganta con la otra. Gané su oro y a sus seguidores, a los que liberé. Pagué mi recuperación y compré un pasaje en un barco mercante.

Recorrí todo el continente para volver a estar entero.

El desierto vino conmigo.