En esta ciudad, los que se parecen a mí no son como yo. Una vez (cansado, asustado y desesperado por conseguir ayuda) cometí el error de dudarlo.

Buscando un lugar en el que esconderme, buscando comida y calor por la noche, así como respiro de las miradas que me reciben allá donde pongo el pie en las calles, vi a un jovenzuelo corriendo por el angosto pasadizo entre dos casas destartaladas. Mi corazón casi reventó. Le grité, a ese muchacho de mi propia especie, en la lengua del desierto… y me devolvió la mirada, extendió las alas y abrió el pico, rompiendo a reír cacofónico.

Me maldijo con su bestial cacareo. Su laringe luchaba por pronunciar sonidos humanos. Le grité, mas no comprendía. Chilló a alguien a su espalda y un grupo de pillos humanos surgió de los agujeros de la ciudad, como espíritus resentidos con los vivos. Aquel pollo de ojos brillantes me hizo gestos, insultándome demasiado rápido como para comprenderlo. Y aquellos sus camaradas, los matones de rostro sucio, esas criaturas pequeñas, amorales y embrutecidas con caras marcadas y pantalones desgarrados, escupían sus gargajos con flema, y reuma, y polvo urbano, las chicas con camisetas teñidas y los chicos con chaquetas demasiado grandes, cogieron adoquines del suelo y me apedrearon en la oscuridad de un umbral destartalado.

Y el pequeño al que no llamaré garuda, pues no era más que un humano con extrañas alas y plumas, mi pequeño no-hermano perdido, me apedreaba junto a sus compañeros y reía, y rompía ventanas tras mi cabeza, y me insultaba.

Comprendí entonces, mientras las piedras astillaban mi almohada de pintura vieja, que estaba solo.

Y así sé que debo vivir sin respiro alguno de mi aislamiento. Que no volveré a hablar a otra criatura en mi lengua.

Me he acostumbrado a cazar solo tras la puesta del sol, cuando la ciudad se tranquiliza y se torna introspectiva. Camino como un intruso en su sueño solipsista. Llegué en tinieblas, y vivo en tinieblas. La salvaje brillantez del desierto es como una leyenda que oyera hace mucho tiempo. Mi existencia se hace nocturna. Mis creencias cambian.

Emerjo a las calles que culebrean como ríos oscuros a través de los cavernosos acantilados de ladrillo. La luna y sus pequeñas hijas resplandecientes brillan débiles. Un viento frío rezuma como la melaza en una ladera, atorando la noche urbana con residuos a la deriva. Comparto las calles con trozos de papel sin norte y pequeños remolinos polvorientos, con motas que pasan como ladrones erráticos bajo las puertas y aleros.

Recuerdo los vientos del desierto: el Khamsin, que azota la tierra como un fuego mudo; el Fóhn, que restalla desde las calientes faldas montañosas como una emboscada; el artero Simoom, que embauca a las dunas de cuero y a las puertas de las bibliotecas.

Los vientos de esta ciudad son más melancólicos. Exploran como almas perdidas, en busca de ventanas pulverulentas iluminadas por gas. Somos hermanos, los vientos urbanos y yo. Vagamos juntos.

Hemos encontrado mendigos dormidos que se aferran entre ellos, tratando de robarse el calor como criaturas inferiores, forzados por la pobreza a descender de estrato evolutivo.

Hemos visto a los porteadores nocturnos pescar muertos de los ríos. A la milicia de oscuro uniforme empujando con ganchos y pértigas los cuerpos hinchados, los ojos arrancados de la cabeza, la sangre gelatinosa en sus cuencas.

Hemos visto a criaturas mutantes arrastrarse desde las alcantarillas a la luz de las estrellas, susurrándose tímidas, trazando mapas y mensajes en el cieno fecal.

Me he sentado con el viento a mi lado y he visto cosas crueles, execrables.

Me pican las cicatrices y los muñones. Estoy olvidando el peso, el barrido, el movimiento de las alas. De no ser un garuda rezaría. Pero no me arrodillaré ante espíritus arrogantes.

A veces me acerco hasta el almacén en el que Grimnebulin lee, escribe, y pinta garabatos, y me cuelgo en silencio del tejado, y allí permanezco con la espalda sobre la pizarra. La idea de tener toda la energía de su mente canalizada en el vuelo, en mi vuelo, en mi liberación, reduce el picor de mi espalda derrotada. El viento me acosa con más fuerza cuando estoy aquí; se siente traicionado. Sabe que, de lograr mi empeño, perderá a su compañero nocturno en la ciénaga de ladrillo y heces que es Nueva Crobuzon. Por eso me castiga cuando vengo, amenazando de repente con arrancarme de mi asidero y arrojarme al río hediondo, aferrando mis alas; el aire grueso y petulante me advierte que no me vaya, pero me agarro a la techumbre con mis zarpas y dejo que las vibraciones sanadoras pasen por la mente de Grimnebulin y se viertan a través de la maltrecha pizarra hasta mi pobre carne.

Duermo en viejas arcadas bajo los raíles atronadores.

Como cualquier cosa orgánica que no pueda acabar conmigo.

Me oculto como un parásito en la piel de esta vieja urbe, que estornuda y arroja flatulencias, que ruge y se rasca, que crece como un cáncer pugnaz a medida que pasan los años.

A veces trepo a lo alto de las inmensas, gigantescas torres que horadan la piel de la ciudad como las púas de un puercoespín. En ese aire más liviano, los vientos pierden la melancólica curiosidad mostrada en el suelo. Abandonan su petulancia de segundo piso. Agitados por las torres que huyen de la hueste luminosa de la ciudad (el blanco intenso de las lámparas de carburo, el rojo bruñido de la grasa prendida, la sebosa y frenética llamarada parpadeante del gas, todos ellos anárquicos guardianes contra la negrura), los vientos se regocijan y juegan.

Soy capaz de hundir mis garras en el borde de la corona de un edificio y extender los brazos para sentir las acometidas y la lluvia de aire embravecido, y puedo cerrar los ojos y recordar, por un instante, lo que es volar.