Del otro lado de la ciudad, de las tenebrosas callejuelas de Ecomir y de las chabolas de Malado, de la celosía de canales anegados por el polvo, del Meandro de la Niebla y de las desvaídas fincas de Barracan, de las torres de la Cuña del Alquitrán y del hostil bosque de hormigón de la Perrera, llegaba una noticia apenas susurrada. «Alguien paga por cosas voladoras».
Como un dios, Lemuel insuflaba vida en el mensaje, haciéndolo volar. Los delincuentes de baja estofa lo oían de los camellos; los comerciantes se lo contaban a caballeros decadentes; los doctores de dudoso historial recibían la noticia de sus matones ocasionales.
La petición de Isaac barría todos los suburbios y nidos, y viajaba por la arquitectura alternativa defecada en los sumideros humanos.
Allá donde las casas putrefactas pendían precarias sobre los patios, las pasarelas de madera parecían parirse solas, uniendo, conectando las viviendas con las calles y callejones, donde bestias de carga exhaustas cargaban arriba y abajo con productos de pésima calidad. Los puentes se abrían como miembros rotos sobre las trincheras urbanas. El mensaje de Isaac recorría aquel horizonte caótico como un felino salvaje.
Pocas expediciones de aventureros urbanos tomaban la línea Hundida al sur de la estación del Páramo y se aventuraban en el Bosque Turbio. Paseaban por las vías desiertas cuanto les era posible, saltando de una traviesa de madera a otra, dejando atrás la innombrada estación en las afueras del bosque. Los andenes se habían rendido a la vegetación; las vías estaban cuajadas de dientes de león, dedaleras y rosas salvajes que habían horadado tenaces el balasto y doblaban los raíles aquí y allá. Los árboles de hoja perenne asaltaban a los nerviosos invasores hasta rodearlos y los encerraban en su exuberante trampa.
Llegaban con sacos, con catapultas, con grandes redes. Introducían sus tardas carcasas urbanas en el laberinto de raíces retorcidas y sombras vegetales impenetrables, gritando, tropezando, partiendo ramas. Trataban de localizar el canto del pájaro que los desorientaban al resonar desde todas partes. Realizaban burdas e inútiles analogías entre la ciudad y aquel reino alienígeno: «Si eres capaz de orientarte en la Perrera», decía uno tan fatuo como equivocado, «podrás hacerlo en cualquier otra parte». Giraban, tratando sin conseguirlo de localizar la torre de la milicia en la Colina Vaudois, oculta tras el follaje.
Algunos no regresaban.
La mayoría volvía enfadada, con las manos vacías, rascándose las ampollas, los picotazos, los arañazos. Más les valía haber estado cazando fantasmas.
En ocasiones triunfaban, ahogando con un tosco lienzo y un coro de ridículo entusiasmo a un ruiseñor frenético, o a un pinzón del Bosque Turbio. Los avispones enterraban sus arpones en sus torturadores mientras eran encarcelados en frascos. Si tenían suerte, sus captores recordaban practicar algunos orificios en las tapas.
Muchos pájaros y aún más insectos morían. Algunos sobrevivían para ser llevados a la lóbrega ciudad, más allá de los árboles.
En la propia urbe, los niños trepaban por las paredes para robar huevos en nidos fabricados entre la podredumbre. Los ciempiés, las cresas y los capullos, que guardaban en cajas de cerillas para cambiarlos por cordel o chocolate, cobraban de repente valor monetario.
Había accidentes. Una chica que perseguía a la paloma de carreras de su vecino se precipitó desde un tejado y se rompió la cabeza. Un anciano en busca de gusanos fue aguijoneado por abejas hasta sufrir un paro cardiaco.
Se robaban tanto pájaros raros como otras criaturas voladoras. Algunos escapaban. Nuevos depredadores y presas no tardaron en unirse al ecosistema de los cielos de Nueva Crobuzon.
Lemuel era bueno en su trabajo. Algunos se habrían limitado a tocar las profundidades: él no. Él se aseguró de que los deseos de Isaac llegaran hasta las afueras: Gidd, Cuña del Cancro, Mafatón y la Letrina, Prado del Señor y el Cuervo.
Oficinistas y médicos, abogados y consejeros, terratenientes y hombres y mujeres del placer… hasta la milicia: Lemuel había tratado a menudo (normalmente de forma indirecta) con la ciudadanía respetable de Nueva Crobuzon. Las principales diferencias entre ellos y los moradores más desesperados de la ciudad, en su experiencia, estaban en la escala de dinero que les interesaba y en la capacidad para ser descubiertos.
Desde los vestíbulos y los comedores se oían cautos murmullos interesados.
En el corazón del Parlamento tenía lugar un debate sobre la presión fiscal al comercio. El alcalde Rudgutter se sentaba regio sobre su trono, asintiendo a su ministro, Montjohn Rescue, que bramaba en defensa del partido del Sol Grueso, señalando amenazador con el dedo en la enorme cámara abovedada. Rescue se detenía de forma periódica para arreglarse la gruesa bufanda que llevaba alrededor del cuello, a pesar del calor.
Los consejeros dormitaban en silencio en una bruma de motas de polvo.
En el resto del edificio, en los intrincados corredores y pasillos que parecían diseñados para confundir, secretarias y mensajeros uniformados revoloteaban agobiados en sus quehaceres. Pequeños túneles y escaleras de mármol pulimentado se abrían desde las galerías principales. Muchos de ellos estaban mal iluminados y no se los frecuentaba a menudo. Un anciano empujaba un decrépito carrito por uno de tales corredores.
Cuando el bullicio de la entrada principal del Parlamento comenzó a remitir a su espalda, tiró del carrito para subir unas empinadas escaleras. El espacio era tan angosto que apenas cabía su vehículo, y tardó largos e incómodos minutos en alcanzar el desembarco. Se detuvo un instante para limpiarse el sudor de la frente y la boca antes de continuar su penoso bregar por el suelo ascendente.
Frente a él, un rayo de sol que trataba de doblar un recodo iluminaba el aire. Se sumergió en él y la luz y el calor se derramaron sobre su rostro. La iluminación procedía de una claraboya y de las ventanas del despacho sin puertas que se encontraba al final del pasillo.
—Buenos días, señor —croó el viejo al llegar a la entrada.
—Buenos días —replicó el hombre detrás del escritorio.
La oficina era pequeña y cuadrada, con ventanas pequeñas de vidrio ahumado que ofrecían vistas del Griss Bajo y los arcos de la línea férrea Sur. Una de las paredes quedaba oscurecida por la amenazadora masa oscura del edificio principal del Parlamento. En aquel paramento se abría una diminuta portezuela corredera. En una esquina, en precario equilibrio, había una pila de cajas.
La pequeña estancia era una de las cámaras que sobresalían del edificio principal, muy por encima de la ciudad circundante. Las aguas del Gran Alquitrán discurrían quince metros más abajo.
El repartidor descargó los paquetes y las cajas del carrito frente al caballero pálido, de mediana edad, sentado frente a él.
—Hoy no hay demasiadas, señor —murmuró, frotándose los huesos doloridos. Lentamente se dio la vuelta por donde había venido, arrastrando el carro a su espalda.
El secretario examinó los paquetes mientras tomaba breves notas en su máquina de escribir. Realizaba entradas en un enorme libro mayor etiquetado «ADQUISICIONES», hojeando las páginas entre secciones y registrando la fecha antes de cada objeto. Abrió los paquetes y anotó los contenidos en la lista diaria mecanografiada del libro.
Informes de la milicia: 17. Nudillos humanos: 3. Heliotipos (incriminatorios): 5.
Comprobó el departamento de destino de cada elemento de la colección, separándolos en montones. Cuando una pila era lo bastante grande, la depositaba en una caja y la llevaba junto a la portezuela de la pared. Se trataba de un cuadrado de menos de metro y medio de lado que siseaba con el ruido del aire en movimiento, y que se abría ante la orden de un pistón oculto, activado por una palanca. A su lado había una pequeña ranura para una tarjeta de programas.
Más allá, una jaula de alambre colgaba bajo la piel de obsidiana del Parlamento, con un lado abierto que daba al umbral. Estaba suspendida del techo y de dos costados por cadenas que se mecían suavemente, traqueteando y perdiéndose en la marea de tinieblas que se extendía sin remisión allá donde mirara el oficinista; este arrastró la caja hasta la abertura y la metió en la jaula, que se escoró un tanto por el peso.
Liberó una escotilla que se cerró con rapidez, encerrando la caja y sus contenidos en malla de alambre por todos sus lados. Cuando cerró la puerta deslizante, buscó en sus bolsillos y sacó las gruesas tarjetas de programas que obraban en su poder, cada una claramente marcada: «Milicia», «Inteligencia», «Fondos», etc. Deslizó la tarjeta apropiada en la ranura junto a la portezuela.
Se produjo un zumbido. Diminutos, sensibles pistones reaccionaron a la presión. Alimentados por el vapor procedente de las vastas calderas del sótano, delicados engranajes rotaron sobre la tarjeta. Allá donde los dientes, provistos de muelles, encontraban secciones cortadas en la tarjeta, se introducían por un momento y hacían que un minúsculo interruptor fuera activado en el mecanismo. Cuando las ruedas completaban su breve exploración, la combinación de interruptores encendidos y apagados se traducía en instrucciones binarias que volaban por la corriente de vapor y electricidad que surcaba los tubos y cables, hasta llegar a máquinas analíticas ocultas.
La jaula se liberó de sus anclajes y comenzó su rápido movimiento balanceante bajo la piel del Parlamento. Recorrió los túneles ocultos arriba y abajo, a un lado y a otro, diagonalmente, cambiando de dirección, transfiriéndose bamboleante a nuevas cadenas durante cinco, treinta segundos, dos minutos o más, hasta llegar a su destino, donde golpeó una campana para anunciarse. Otra puerta deslizante se abrió ante ella y quedó liberada la caja al alcanzar su destino. A lo lejos, una nueva jaula se balanceaba hasta situarse en su posición frente a la oficina del secretario.
El encargado de Adquisiciones trabajaba con rapidez. En menos de quince minutos había clasificado y enviado casi todas las rarezas que habían llegado a su mesa. Fue entonces cuando vio uno de los pocos paquetes restantes, que se agitaba de forma extraña. Dejó de escribir y lo tocó con el dedo.
Los sellos que lo adornaban declaraban que acababa de llegar en un barco mercante, de nombre escondido. Bien escrito en el frente del paquete aparecía su destino: «Dra. M. Barbile, Investigación y Desarrollo». El secretario oyó el sonido de rasguños. Vaciló un momento y entonces desató con sumo cuidado las cuerdas que lo cerraban. Observó el interior.
Dentro, en un nido de trizas de papel que mascaban con diligencia, había una masa de gruesos gusanos más grandes que su pulgar.
El hombre se retiró, abriendo los ojos tras sus gafas. Las criaturas eran de un color asombroso, hermosos rojos oscuros y verdes con la iridiscencia de las plumas de un pavo real. Se revolvían y agitaban para mantenerse sobre sus diminutas y pegajosas patas. Gruesas antenas sobresalían de la cabeza, por encima de una boca minúscula. La parte delantera del cuerpo estaba cubierta por un pegajoso vello multicolor que no dejaba de agitarse.
Las gruesas y pequeñas criaturas se ondulaban ciegamente.
El oficinista vio, demasiado tarde, un albarán desgarrado y adosado a la parte trasera de la caja, prácticamente destruido en el viaje. Tenía orden de registrar cualquier paquete con albarán como este y lo enviaba sin abrirlo.
Mierda, pensó nervioso. Desdobló las mitades rotas de la nota, que seguía siendo legible.
«PA ciempiés x 5». Eso era todo.
El secretario se recostó y pensó unos momentos, observando a las pequeñas criaturas peludas arrastrándose las unas encima de las otras sobre el papel en el que descansaban.
¿Ciempiés?, pensó, sonriendo ansioso. No dejaba de lanzar miradas al pasillo que se abría frente a él.
Raros ciempiés… de alguna especie extranjera, pensó.
Recordó los susurros en el bar, los guiños y asentimientos. Había oído a un tipo del local ofrecer dinero por tales criaturas. Cuanto más raros, mejor, había dicho.
El rostro del secretario se arrugó de repente con miedo y avaricia. Su mano sobrevoló la caja, acercándose y retirándose indecisa. Se levantó y se dirigió a la entrada de su despacho, para escuchar. Del oscuro pasillo no llegaba sonido alguno.
Regresó a su escritorio, calculando frenético el riesgo y el beneficio. Examinó con cuidado el albarán. Estaba precedido por un encabezado ilegible, pero la información se había escrito a mano. Abrió un cajón del escritorio sin darse tiempo a pensar, revisando sin cesar el pasillo desierto, y sacó un abrecartas y una pluma. Rascó con sumo cuidado la rayita superior y el fin de la curva del número «5». Sopló el polvo de tinta y papel, y alisó cuidadosamente el albarán arrugado con la pluma. Después lo volvió y mojó en tinta la punta. Meticulosamente, encauzó la base del guarismo, y la convirtió en líneas cruzadas.
Cuando al fin terminó, se enderezó y valoró con ojo crítico su trabajo. Parecía un «4».
Ya ha pasado lo difícil, pensó.
Buscó algún contenedor a su alrededor, le dio la vuelta a los bolsillos y se rascó la cabeza, pensativo. Su rostro se iluminó y extrajo el estuche de sus gafas. Lo abrió y lo rellenó con trozos de papel. Entonces, con una mueca de ansioso desagrado, se cubrió la mano con el puño de la camisa y la metió en la caja. Sentía los bordes suaves de uno de los ciempiés entre sus dedos. Con el mayor cuidado y rapidez de los que fue capaz, lo arrancó de sus compañeros y lo depositó en el estuche. Cerró de inmediato la tapa sobre la frenética y diminuta criatura, y la aseguró con un cordel.
Guardó el estuche en el fondo de su maletín, escondido detrás de los caramelos de menta, los papeles, los bolígrafos y los cuadernos.
Volvió a atar las cuerdas de la caja antes de sentarse rápidamente a esperar. Se dio cuenta de que su corazón latía desbocado. Sudaba un poco. Inspiró profundamente y cerró los ojos con fuerza.
Ya puedes relajarte, pensó para calmarse. El peligro ya ha pasado.
Pasaron dos o tres minutos, mas no llegó nadie. El burócrata seguía solo. Su extraña malversación había pasado desapercibida. Respiró con mayor facilidad.
Al fin volvió a contemplar su albarán falsificado, y reparó en que se trataba de un muy buen trabajo. Abrió el libro mayor y, en la sección marcada como «I+D», registró la fecha y la información: «27 de Chet, Anno Urbis 1779: del barco mercante X. PA ciempiés: 4».
El último número pareció brillar, como si estuviera escrito en rojo.
Anotó la misma información en su informe diario antes de tomar la caja sellada y llevarla a la pared. Abrió la portezuela y se inclinó sobre el pequeño umbral metálico, depositando la caja de gusanos en la jaula que allí esperaba. Bocanadas de un aire rancio, seco, rasparon su rostro desde la oscura cavidad entre la piel y las vísceras del Parlamento.
Cerró la jaula, y después la portezuela. Buscó con torpeza entre sus tarjetas de programas y consiguió al fin extraer la marcada «I+D» con dedos aún temblorosos. La introdujo en la máquina de información.
Se produjo un siseo mecánico y un sonido castañeteante cuando las instrucciones se transmitieron por los pistones, martillos y engranajes, y la jaula fue arrastrada hacia arriba a velocidad vertiginosa desde el despacho del secretario, más allá de las colinas del Parlamento, hacia las cumbres escarpadas.
La caja de ciempiés se balanceaba mientras era arrastrada a las tinieblas. Ajenos a su travesía, los gusanos circunnavegaban su pequeña prisión con espasmos peristálticos.
Unos motores silenciosos transfirieron la jaula de un gancho a otro, cambiaron su dirección y la dejaron caer sobre unas oxidadas cintas transportadoras, que la llevaron a otra parte de las entrañas del Parlamento. La caja trazaba invisibles espirales por todo el edificio, en un ascenso gradual e inexorable hacia el Ala Este de alta seguridad, atravesando venas mecanizadas hasta alcanzar las torretas y protuberancias orgánicas.
Al fin, la jaula de alambre cayó con un sordo campaneo sobre una cama de muelles. Las vibraciones de la esquila se perdieron en el silencio. Pasado un minuto, la portezuela correspondiente se abrió y la caja de larvas fue bruscamente sometida a una luz áspera.
No había ventanas en aquella sala blanca y alargada, solo lámparas incandescentes de gas. Cada rincón de la estancia era visible en su esterilidad. No había polvo, ni suciedad alguna. La limpieza era dura, agresiva.
Por todo el perímetro del lugar, personas con batas blancas se afanaban en obscuras tareas.
Fue una de aquellas brillantes y ocultas figuras la que desató las cuerdas de la caja y leyó el albarán. Abrió con cuidado la caja y observó su interior.
Tomó la caja de cartón y la transportó, alejada de su cuerpo, por toda la estancia. En el otro extremo, uno de sus colegas, un enjuto cacto con las espinas cuidadosamente aseguradas bajo un grueso guardapolvo blanco, le abrió las grandes puertas hacia las que se dirigía. Ella le enseñó su acreditación de seguridad y el cacto se hizo a un lado para dejar que la mujer le precediera.
Los dos recorrieron con cuidado un pasillo tan blanco y espartano como la habitación de la que procedían, con una gran parrilla de hierro al final. El cacto vio que su colega se movía con pies de plomo, así que se adelantó e introdujo una tarjeta de programas en la ranura de la pared. El portón se deslizó a un lado.
Entraron en una vasta cámara oscura.
El techo y las paredes estaban lo bastante lejos como para ser invisibles. Extraños lamentos y gemidos procedían, distantes, de todos lados. A medida que sus ojos se adaptaban, vieron en las paredes jaulas de madera oscura, hierro o vidrio reforzado, que cubrían a intervalos irregulares la enorme sala. Algunas eran gigantescas, del tamaño de habitaciones, mientras que otras no eran mayores que un libro. Todas estaban elevadas, como las vitrinas de un museo, con tablas y libros de información frente a ellas. Científicos uniformados de blanco recorrían el laberinto entre los bloques de cristal como espectros en una ruina, tomando notas, observando, pacificando y atormentando a los moradores de las jaulas.
Los cautivos sorbían, gruñían, cantaban y se agitaban irreales en sus lóbregas prisiones.
El cacto se alejó deprisa en la distancia hasta desaparecer. La mujer que transportaba los gusanos seguía avanzando con sumo cuidado.
Al pasar por las jaulas, las cosas trataban de rozarla, de alcanzarla, lo que le hizo temblar como el vidrio. Algo se retorcía oleaginoso en una enorme cisterna de lodos viscosos, y alcanzó a divisar tentáculos dentados que exploraban el tanque, golpeando a su paso. La mujer se veía bañada por hipnóticas luces orgánicas. Pasó junto a una pequeña jaula cegada por un lienzo negro, con señales de advertencia situadas ostentosamente en todos sus costados, con instrucciones sobre cómo tratar al contenido. Sus colegas se acercaban y alejaban con portapapeles, bloques infantiles de colores y trozos de carne putrefacta.
Frente a ella se habían construido unas paredes temporales de madera negra, de siete metros de altura, que rodeaban un espacio de unos cinco metros cuadrados. Incluso se había dispuesto un techado de hierro corrugado. En la entrada de aquella estancia interior, cerrada con candado, aguardaba un guardia de blanco con la cabeza dispuesta de modo que pudiera soportar el peso de un extraño casco. A sus pies había otros cascos similares.
La mujer asintió al guardia e indicó su deseo de entrar. El hombre comprobó la identificación alrededor de su cuello.
—¿Sabe pues lo que hay que hacer? —preguntó en voz queda.
Ella asintió y depositó con cuidado la caja en el suelo, después de comprobar que las cuerdas seguían firmes. Entonces tomó uno de los cascos a los pies del guardia y lo depositó sobre su cabeza.
Se trataba de una jaula de tuberías y tornillos de bronce que rodeaban todo el cráneo, con un pequeño espejo suspendido a cuarenta y cinco centímetros, delante de cada ojo. Afirmó la correa de la papada para estabilizar aquel pesado artefacto, antes de volverse hacia el guardia y ajustar los espejos. Los giró sobre sus articulaciones, de modo que pudiera ver claramente a su espalda. Cambio el foco de un ojo a otro, comprobando la visibilidad.
Asintió.
—Muy bien, ya estoy lista —dijo, mientras recogía la caja y la desataba. Contempló los espejos mientras el guardia cerraba la puerta a su espalda. Cuando abrió, desvió la mirada del interior.
La científica empleó los espejos para entrar rápidamente hacia atrás en la sala oscura.
Ya estaba sudando cuando la puerta se cerró frente a su cara. Cambió la atención de nuevo a los espejos, moviendo lentamente la cabeza a un lado y a otro para contemplar lo que había a su espalda.
Detectó una enorme jaula de gruesos barrotes negros que ocupaba casi todo el espacio. Bajo la luz parda oscura del aceite ardiente y las velas podía distinguir la inconexa y moribunda vegetación, los pequeños árboles que llenaban la jaula. La espesa flora que se corrompía lentamente, unida a la oscuridad, le impedía ver el otro extremo de la estancia.
Revisó rápidamente los espejos. Todo estaba en calma.
Dio unos rápidos pasos hacia atrás, acercándose a una pequeña bandeja que se deslizaba adentro y afuera entre los barrotes. Extendió la mano a su espalda e inclinó la cabeza de modo que los espejos apuntaran hacia abajo. Pudo ver su mano buscando a tientas. Se trataba de una maniobra difícil y poco elegante, pero consiguió capturar el asa y atraer la bandeja hacia sí.
De una esquina de la jaula le llegó un golpe pesado, como el de dos gruesas alfombras golpeadas la una contra la otra. Su respiración se aceleró y depositó con torpeza los gusanos en la bandeja. Los cuatro pequeños seres ondulantes cayeron sobre el metal en una lluvia de trozos de papel.
De inmediato, algo cambió en la calidad del aire. Los ciempiés podían oler al morador de la jaula, y le gritaban pidiendo ayuda.
La cosa respondió.
Aquellos sonidos no eran audibles, y vibraban en longitudes de onda ajenas al sonar. La doctora sintió el vello de todo el cuerpo erizarse cuando el fantasma de aquellas emociones atravesó su cerebro, como rumores apenas audibles. Retazos de gozo alienígeno y terror inhumano acudieron sinestéticos a sus fosas nasales, sus oídos y el fondo de sus ojos.
Con dedos trémulos, devolvió la bandeja a la jaula.
Cuando se alejaba de los barrotes, algo le rozó la pierna con un ademán lascivo. La mujer emitió un gruñido lastimero de miedo y apartó el pantalón. Atenazada por el espanto, resistió el instinto de mirar tras ella.
A través de los espejos vislumbró los miembros oscuros desenroscándose en la tosca vegetación, los dientes amarillentos, los negros pozos oculares. Los helechos y matorrales crujieron y el ser desapareció.
La mujer golpeó la puerta con brusquedad mientras tragaba saliva, aguantando la respiración hasta que le abrieron y prácticamente se echó en brazos del guardia. Desató las correas bajo su cabeza y se liberó del yelmo. Alejó intencionadamente la mirada del guardia mientras le oía cerrar el candado de la puerta.
—¿Ya está? —susurró al fin la mujer.
—Sí.
Se giró lentamente. No podía alzar la mirada, que mantuvo clavada en el suelo, comprobando que todo estaba en orden mirando la base de la puerta. Solo entonces, lentamente y con un suspiro de alivio, levantó los ojos.
Le entregó el casco al guardia.
—Gracias —murmuró.
—¿Ha ido todo bien?
—Claro que no —saltó ella, girándose.
A su espalda, creyó oír un inmenso aleteo a través de las paredes de madera.
Deshizo su camino por aquella cámara de extraños animales, comprendiendo a medio camino que aún se aferraba a la caja, ahora vacía, en la que había traído a los gusanos. La dobló y se la metió en el bolsillo.
Cerró tras ella la puerta telescópica que daba a la inmensa cámara de oscuras, violentas formas. Recorrió el pasillo blanco hasta llegar al fin a la antecámara del Investigación y Desarrollo y atravesó la primera y pesada puerta.
La cerró y atrancó antes de girarse aliviada para unirse a sus colegas de blanco, que miraban por sus femtoscopios, leían tratados o conferenciaban en voz baja junto a las puertas que conducían a otros departamentos. Cada una de estas puertas mostraba una leyenda en rojo y negro.
Mientras la doctora Magesta Barbile volvía a su banco para realizar su informe, echó un rápido vistazo por encima del hombro a las advertencias de la puerta que acababa de atravesar.
Riesgo biológico. Peligro. Se exige precaución extrema.