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—¡Vengan, vengan, vengan a intentarlo, prueben suerte!

—¡Señoras y señoritas, pidan a sus acompañantes que ganen un ramo por ustedes!

—¡Gira la rueda, gira tu mente!

—¡Su retrato en solo cuatro minutos! ¡No hay otro retratista más rápido en el mundo!

—¡Experimenten el mesmerismo hipnagógico de Sillion el Extraordinario!

—¡Tres asaltos, tres guineas! ¡Resistan tres asaltos contra «Hombre de Hierro» Magus y llévense a casa tres guineas! ¡No se admiten cactos!

El aire de la noche estaba cuajado de ruido. Los retos, los gritos, las invitaciones, tentaciones y provocaciones resonaban alrededor del feliz grupo como globos que estallan. Las luces de gas se mezclaban con productos químicos selectos que ardían rojos, verdes, azules y amarillos. La hierba y los senderos de Sobek Croix estaban pegajosos por la salsa y el azúcar derramados. Las sabandijas se escabullían por los alrededores de los puestos hacia los matorrales oscuros del parque y atesoraban bocados furtivos. Los carteristas y aprovechados se deslizaban depredadores a través de la multitud, como peces en un banco de algas. A su paso se alzaban rugidos y gritos violentos.

La muchedumbre era un estofado móvil de vodyanoi, cactos, khepri y otras especies más raras: hotchi, trancos, zancudos y otras razas cuyos nombres Isaac no conocía.

A pocos metros fuera de la feria, la oscuridad de la hierba y los árboles era absoluta. Las zarzas y matojos quedaban rodeados por trozos de papel rasgado, olvidado y enmarañado por el viento. Las sendas se entrelazaban por todo el parque, conduciendo a lagos, macizos de flores y áreas de maleza desatendida, así como a las viejas ruinas monásticas en el centro de aquel inmenso campo.

Lin y Cornfed, Isaac y Derkhan y todos los otros paseaban por las enormes atracciones de acero roblonado, de hierro pintado de colores chillones y luces siseantes. Sobre sus cabezas se producían chillidos de emoción procedentes de los diminutos coches colgados de escuálidas cadenas. Cien maníacas y alegres melodías distintas se mezclaban procedentes de cien motores y órganos, una molesta cacofonía que flotaba a su alrededor.

Alex masticaba nueces caramelizadas; Bellagin, carne en salazón; Brote en los Muslos había comprado pulpa acuosa, deliciosa para los cactos. Se tiraban comida los unos a los otros, tratando de capturarla al aire con la boca.

El parque estaba lleno de visitantes que lanzaban aros sobre palos verticales y disparaban arcos infantiles tratando de adivinar bajo qué copa se encontraba la bolita. Los niños gritaban emocionados y tristes. Prostitutas de todas las razas, géneros y descripciones se mostraban exageradas entre los puestos, o aguardaban junto a las cervecerías para guiñar a los transeúntes.

El grupo se desintegró poco a poco al pasar por el corazón de la feria. Aguardaron un minuto mientras Cornfed hacía demostración de su puntería con el arco: ofreció ostentoso sus premios, dos muñecas, a Alex y a una joven y hermosa prostituta que aplaudía su triunfo. Los tres desaparecieron cogidos de los brazos en la multitud. Tarrick se demostró adepto en el juego de la pesca, y obtuvo tres cangrejos vivos de una gran bañera giratoria. Bellagin y Spint fueron a que les leyeran la buenaventura en las cartas y chillaron aterrados cuando la aburrida bruja giró en sucesión La Serpiente y La Vieja Saga. Exigieron una segunda opinión a una escarabomante de grandes ojos, que observaba teatral las imágenes que recorrían el caparazón de sus escarabajos mientras se movían entre el serrín.

Isaac y los otros dejaron a Bellagin y Spint atrás.

El resto del grupo dobló una esquina junto a la Rueda del Destino y se reveló ante ellos una sección del parque toscamente vallada. Dentro, una hilera de pequeñas tiendas se curvaba hasta perderse de vista. Sobre el portal podía verse una leyenda mal pintada: «EL CIRCO DE LO EXTRAÑO».

—Bueno —dijo Isaac pesadamente—. Me parece que voy a echar un pequeño vistazo…

—¿Tanteando las profundidades de la miseria humana, Isaac? —preguntó un joven modelo cuyo nombre no era capaz de recordar. Aparte de Lin, Isaac y Derkhan, del grupo original solo quedaban unos pocos. Todos parecían sorprendidos por la elección del científico.

—Documentación —explicó con grandilocuencia—. Documentación. ¿Os unís a mí, Derkhan, Lin?

Los demás tomaron el comentario con reacciones que iban desde los bufidos descuidados hasta los gestos petulantes. Antes de que todos desaparecieran, Lin hizo unas rápidas señas a Isaac.

No me interesa mucho. La teratología es más tu especialidad. ¿Nos vemos en la entrada dentro de dos horas?

Isaac asintió rápidamente y le apretó la mano. Lin se despidió de Derkhan con una señal y corrió para reunirse con un artista cuyo nombre Isaac nunca había conocido.

Los supervivientes se miraron.

—…y solo quedaron dos —cantó ella; era un trozo de una canción infantil sobre una cesta de gatitos que morían, uno por uno, de forma grotesca.

Había que pagar una entrada adicional por visitar el Circo de lo Extraño, de lo que se encargó Isaac. Aunque no estaba ni mucho menos vacío, el espectáculo de los monstruos estaba bastante menos poblado que el resto de la feria. Cuanto más exclusivos pareciesen los visitantes, más furtivo sería el ambiente.

La feria de rarezas sacaba al voyeur del populacho y la hipocresía de la aristocracia.

Parecía haber una especie de recorrido que prometía visitar cada espectáculo del Circo por orden. Los gritos del presentador animaban a los visitantes a juntarse mucho y a prepararse para escenas no destinadas a ojos mortales.

Isaac y Derkhan se retrasaron un poco para seguir al grupo. Él reparó en que la periodista llevaba una libreta y un bolígrafo preparados.

El maestro de ceremonias, tocado con bombín, se acercó a la primera tienda.

—Señoras y señores —susurró con fuerza y tensión—, en esta tienda acecha la más notable y aterradora criatura nunca vista por ojos humanos. O de vodyanoi, o de cactos, o de quien sea —añadió con voz normal, asintiendo con elegancia a los pocos xenianos entre la multitud. Regresó a su tono rimbombante—. Fue descrita por primera vez hace quince siglos en los apuntes de viaje de Libintos el Docto, en lo que entonces no era más que la vieja Crobuzon. En sus viajes al sur de los yermos ardientes, Libintos vio muchas cosas monstruosas y maravillosas, pero ninguna más espantosa y asombrosa que… ¡el mafadet!

Isaac había estado mostrando su sonrisa sardónica, pero incluso él se sumó al grito sofocado del grupo.

¿De verdad tienen un mafadet?, pensó, mientras el presentador retiraba una cortina frente a la pequeña tienda. Se acercó para ver mejor.

Se produjo un lamento más profundo, y la gente de las primeras filas pugnó por retirarse. Otros trataban a empellones de ocupar sus puestos.

Tras unos barrotes negros, sujeta por fuertes cadenas, se hallaba la bestia extraordinaria. Se encontraba en el suelo, su inmenso cuerpo pardo como el de un león colosal. Entre los hombros había una zona de pelaje más denso de la que brotaba un gran cuello ofídico, más grueso que el muslo de un hombre. Sus escamas relucían con un color oleoso y rubicundo. Un intrincado patrón se enroscaba desde lo alto del cuello, abriéndose en forma de diamante en el punto en que se curvaba para convertirse en una gigantesca cabeza de serpiente.

La testa del mafadet descansaba sobre el suelo. La larguísima lengua bífida salía y entraba de las fauces. Los ojos refulgían de negrura.

Isaac aferró a Derkhan.

—Es un puto mafadet —siseó, atónito. La mujer asintió, con los ojos abiertos como platos.

La muchedumbre se había retirado de las cercanías de la jaula. El presentador asió un palo terminado en un garfio y lo introdujo entre los barrotes, aguijoneando a la enorme criatura del desierto. El animal respondía con un profundo rugido siseante, tratando de alcanzar patéticamente a su atormentador con una enorme zarpa. El cuello se enroscaba y retorcía con desdicha inconexa.

En los espectadores se produjeron algunos gritos. La gente se acercaba a la pequeña barrera frente a la jaula.

—¡Atrás, señoras y señores, atrás, se lo suplico! —La voz del presentador era pomposa e histriónica—. ¡Están todos ustedes en peligro de muerte! ¡No enfurezcan a la bestia!

El mafadet siseó de nuevo bajo su continuo tormento. Se retiró a rastras, alejándose del alcance de la cruel punta.

El asombro de Isaac desaparecía a ojos vista.

El animal, exhausto, se acobardaba en indigna agonía mientras intentaba alcanzar la parte trasera de la jaula. La cola pelada golpeaba el hediondo cadáver de una cabra que presumiblemente había sido su sustento. Tenía el cuerpo manchado de excrementos y polvo, que se unían a la sangre que manaba espesa de sus numerosos cortes y llagas.

El cuerpo desparramado sufría convulsiones mientras la fría y desafilada cabeza se alzaba sobre los poderosos músculos del cuello de serpiente.

El mafadet siseó y, al verse respondido por la multitud, abrió las fauces perversas. Trató de desnudar los colmillos.

La expresión de Isaac se torció.

Unos muñones rotos sobresalían de las encías, allá donde deberían haber relucido unas peligrosas navajas de treinta centímetros. Se los habían partido, comprendió Isaac, por miedo a su peligroso mordisco venenoso.

Contempló al monstruo roto, restallando su lengua negra. Devolvió la cabeza al suelo.

—Por el culo de Jabber —susurró Isaac a Derkhan con lástima y disgusto—. Nunca pensé que sentiría pena por algo así.

—Te hace preguntarte por el estado en que encontraremos al garuda —replicó la periodista.

El histrión corría apresuradamente la cortina sobre la triste criatura. Mientras lo hacía, contó a los espectadores la historia de la prueba del veneno de Libintos, a manos del Rey Mafadet.

Historias para niños, leyendas, mentiras y espectáculo, pensó Isaac despectivo. Reparó en que solo les habían dado un instante para contemplar al ser, menos de un minuto. Así la gente no se dará cuenta de que no se trata más que de un animal moribundo.

No podía sino imaginarse al mafadet en todo su esplendor. El peso inmenso de aquel corpachón pardo que se arrastraba por el matorral seco, el golpe eléctrico del mordisco venenoso.

Los garuda trazando círculos en el aire, sus hojas dispuestas.

Comenzaban a llevar a la gente hacia la siguiente atracción. Isaac hacía caso omiso del rugido de su guía. Estaba observando a Derkhan tomando rápidas notas.

—¿Es para el RR? —susurró.

Derkhan echó un suspicaz vistazo alrededor.

—Puede. Depende de qué más veamos.

—Lo que veremos —siseó Isaac furioso, arrastrando a Derkhan con él a ver la siguiente tienda— es pura crueldad humana. ¡Pura desesperación!

Se habían detenido detrás de un grupo de ociosos que contemplaban a una niña nacida sin ojos, una frágil y esquelética pequeña humana que gritaba desarticulada mientras sacudía la cabeza al sonido de la multitud. «¡VE CON SU SENTIDO INTERIOR!», proclamaba el cartel sobre su cabeza. Alguien frente a la jaula cloqueaba y le gritaba.

—Esputo divino, Derkhan… —Isaac sacudió la cabeza—. Míralos atormentando a la pobre criatura.

Mientras hablaba, una pareja se alejó de la niña expuesta con expresión de disgusto. Se giraron al marcharse y escupieron a la mujer que más fuerte había reído.

—Las cosas cambian, Isaac —dijo Derkhan en voz queda—. Cambian rápido.

El guía recorría el camino entre las hileras de pequeñas tiendas, deteniéndose aquí y allí en horrores selectos. La multitud comenzaba a disgregarse. Pequeños grupos curioseaban por su cuenta. En algunas tiendas eran detenidos por ayudantes, que esperaban hasta que se hubiera congregado el número suficiente como para desvelar sus piezas ocultas. En otras, los visitantes entraban directamente, y de los lienzos mugrientos procedían gritos de sorpresa, asombro y disgusto.

Derkhan e Isaac entraron en un gran cercado. Sobre el umbral rezaba un cartel de ostentosa caligrafía. «¡UNA PANOPLIA DE MARAVILLAS! ¿SE ATREVE A ENTRAR EN EL MUSEO DE LO OCULTO?».

—¿Nos atrevemos? —musitó Isaac mientras pasaban a la cálida y polvorienta oscuridad.

La luz fluía lentamente sobre sus ojos desde la esquina de aquella estancia prefabricada. La cámara de algodón estaba llena de vitrinas de hierro y cristal, que se extendían ante ellos. Velas y lámparas de gas ardían en nichos, filtradas por lentes que concentraban la luz en puntos espectaculares, iluminando el grotesco muestrario. Los visitantes serpenteaban de una vitrina a otra, murmurando y riendo nerviosos.

Isaac y Derkhan pasaron lentamente junto a jarrones de alcohol amarillento en las que flotaban trozos corporales. Fetos de dos cabezas; secciones de brazos de kraken; una resplandeciente punta roja que podía ser la garra de una tejedora, o una talla bruñida; ojos que se contraían vivos en jarras de líquido cargado; intrincadas e infinitesimales pinturas en el lomo de una mariquita, visibles solo con lupa; un cráneo humano arrastrándose por su jaula sobre unas patas de insecto; un nido de ratas con la cola entrelazada que se turnaban para escribir obscenidades en una pequeña pizarra; un libro compuesto de plumas prensadas; dientes de drudo y el cuerno de un narval.

Derkhan no dejaba de tomar notas mientras Isaac contemplaba avaricioso aquella charlatanería, aquella criptociencia.

Dejaron el museo. A su derecha esperaba Anglerina, Reina del Mar Más Profundo; a su izquierda, el hombre cacto más viejo de Bas-Lag.

—Me estoy deprimiendo —anunció Derkhan.

Isaac asintió.

—Encontremos al Jefe Pájaro del Desierto Salvaje cuanto antes, y que les den. Te compraré algodón dulce.

Se movieron entre las filas de deformes y obesos, de grotescamente hirsutos, de enanos. Isaac señaló de repente sobre ellos el cartel que acababa de divisar.

«¡EL REY GARUDA! ¡SEÑOR DE LOS CIELOS!».

Derkhan tiró de la pesada cortina. Intercambiaron miradas y entraron.

—¡Ah! ¡Visitantes de la extraña ciudad! ¡Vengan, siéntense a oír historias del cruel desierto! ¡Quédense un rato con un viajero de muy, muy lejos!

La voz quejumbrosa surgía de las sombras. Isaac trató de ver a través de los barrotes y divisó una oscura y desordenada figura que se erguía a duras penas, aguardando en las tinieblas del fondo de la tienda.

—Soy el jefe de mi pueblo, y vine a ver la Nueva Crobuzon de la que había oído hablar.

La voz era doliente y cansina, aguda y cruda, pero no emitía ninguno de los sonidos alienígenos de la garganta de Yagharek. La criatura abandonó la oscuridad. Isaac abrió los ojos boquiabierto para proclamar su triunfo y su maravilla, pero el grito mutó hasta morir en un estertor espectral.

La figura ante Isaac y Derkhan temblaba y se rascaba el estómago. La carne colgaba fofa, como la de un escolar seboso. La piel era pálida, cubierta de manchas producto del frío y la enfermedad. La mirada de Isaac recorrió todo el cuerpo con desmayo. Extraños nudos surgían de los deformes dedos de los pies: las garras arrancadas por los niños. La cabeza estaba envuelta en plumas, pero estas eran de todas las formas y tamaños y surgían al azar de la corona y el cuello en una capa gruesa, irregular, insultante. Los ojos que observaban miopes a Isaac y a Derkhan eran humanos, y luchaban por abrir unos párpados incrustados de reuma y pus. El pico era grande y manchado, como el peltre viejo.

Tras la criatura se estiraba un par de alas sucias y hediondas. La envergadura total no superaba el metro ochenta. Mientras Isaac observaba, se abrieron tímidas, se sacudieron y comenzaron a agitarse espasmódicas. Pequeñas muestras mucosas caían de ellas en su temblor.

El pico de la criatura se abrió y, bajo él, Isaac acertó a divisar unos labios formando las palabras, así como unas fosas nasales sobre ellos. El pico no era más que un tosco disfraz pegado en su sitio, como una máscara de gas.

—Dejad que os hable del tiempo en el que surcaba los cielos en busca de mi presa —comenzó el patético homarrache, pero Isaac dio un paso al frente y alzó una mano para cortarlo.

—¡Por los dioses, basta ya! —gritó—. Ahórranos esta… vergüenza.

El falso garuda dio un paso atrás, parpadeando temeroso.

Se produjo un largo silencio.

—¿Qué pasa, jefe? —susurró al fin el ser tras los barrotes—. ¿Qué he hecho mal?

—Vine aquí a ver a un puto garuda —rugió Isaac—. ¿Por quién me tomas? Eres un rehecho, amigo… como puede ver cualquier idiota.

El gran pico muerto se cerró cuando el hombre se humedeció los labios. Sus ojos miraron nerviosos a izquierda y a derecha.

—Por Jabber, compadre —susurró suplicante—. No presenten quejas. Esto es todo cuanto tengo. Es evidente que es usted un caballero educado. Yo soy lo más cercano a un garuda que casi todos verán nunca… No quieren más que oír un poco sobre la caza en el desierto, ver al pájaro, y yo me gano así la vida.

—Por el esputo divino, Isaac —susurró Derkhan—. Déjalo en paz.

Isaac estaba hundido por la decepción. Ya tenía preparada una lista de preguntas. Sabía exactamente cómo quería investigar las alas, cuya interacción entre músculo y hueso era lo que le intrigaba en aquellos momentos. Había estado preparado para pagar una buena suma por la documentación, había pensado en traer a Ged para que le hiciera algunas preguntas sobre la Biblioteca del Cymek. Le deprimía enfrentarse en vez de ello a un humano asustado y enfermizo que leía un guión indigno del más infecto teatrillo.

Su furia se vio templada por la lástima cuando se fijó en la figura miserable frente a él. El hombre detrás de las plumas se cogía el brazo izquierdo con el derecho. Tenía que abrir el falso pico para poder respirar.

—Genial —maldijo Isaac en voz baja.

Derkhan se había acercado a los barrotes.

—¿Qué hiciste? —preguntó.

—Robo —respondió el otro con rapidez—. Me pescaron tratando de hacerme con un viejo cuadro de un garuda de una vieja mierdera en Chnum. Valía una fortuna. El magistrado dijo que, como estaba tan impresionado con los garuda, podría… —aguantó la respiración un instante—, podría convertirme en uno.

Isaac pudo ver que las plumas del rostro estaban clavadas de forma desapiadada a la piel, sin duda atadas de forma subcutánea para que el quitarlas fuera agónico. Imaginó la tortura de la inserción, una por una. Cuando el rehecho se volvió lentamente hacia Derkhan, Isaac pudo ver el feo cuajo de carne endurecida de la espalda, donde las alas, arrancadas a algún águila ratonera o un buitre, habían sido selladas a los músculos humanos.

Las terminaciones nerviosas se habían unido inútilmente de forma aleatoria, y las alas solo se movían con los espasmos de una muerte largamente aplazada. Isaac arrugó la nariz ante el hedor. Las alas se descomponían poco a poco en la espalda del rehecho.

—¿Te duelen? —preguntó Derkhan.

—Ya no demasiado, señorita —respondió la criatura—. De todos modos, tengo suerte de tener esto. —Señaló la tienda y los barrotes—. Me da de comer. Por eso me sentiría más que agradecido si no le dijeran al jefe que me han descubierto.

¿Habrán aceptado de verdad esta asquerosa charada la mayoría de los que han entrado aquí?, se preguntó Isaac. ¿Hay gente tan crédula como para creer que algo tan grotesco haya podido volar alguna vez?

—No diremos nada —respondió Derkhan. Isaac asintió con rapidez. Estaba lleno de lástima, ira y desagrado. Quería marcharse.

Tras ellos, la cortina se abrió para dar paso a un grupo de jovencitas, riendo y susurrándose chistes obscenos. El rehecho miró por encima del hombro de Derkhan.

—¡Ah! —dijo en voz alta—. ¡Visitantes de la extraña ciudad! ¡Vengan, siéntense a oír historias del cruel desierto! ¡Quédense un rato con un viajero de muy, muy lejos!

Se alejó de Derkhan e Isaac, mirándolos con ojos suplicantes. Las nuevas espectadoras profirieron gritos encantados y asombrados.

—¡Vuela para nosotras! —chilló una.

—¡Ay! —oyeron Isaac y Derkhan mientras abandonaban la tienda—, me temo que el clima de vuestra ciudad es demasiado inclemente para los míos. He cogido frío y de momento no puedo volar. Pero acercaos y os hablaré sobre las vistas desde los cielos despejados del Cymek…

El paño se cerró tras ellos emborronando el discurso.

Isaac contempló a Derkhan tomando notas.

—¿Qué vas a decir sobre esto? —preguntó.

—«Rehecho convertido por tortura de los magistrados en monstruo de feria». No diré cuál —respondió sin levantar la vista de la libreta. Isaac asintió.

—Vamos —murmuró—. Vamos a por algodón de azúcar.

—Qué depresión —suspiró Isaac apesadumbrado, mordiendo el algodón, dulce hasta la náusea. Las fibras de azúcar se aferraban obstinadas a su barba.

—Sí, pero ¿estás deprimido por lo que le han hecho a ese tipo, o por no haber podido encontrarte con un garuda?

Habían abandonado el espectáculo y comían con ganas mientras se alejaban del alborotado centro de la feria. Isaac caviló, algo sorprendido.

—Bueno, supongo… probablemente por no haber visto un garuda… —Pero añadió defensivo—: Pero no estaría ni la mitad de mal de no haber sido más que un engaño, un tipo con un disfraz, algo así. Es la… la maldita indignidad lo que me toca los cojones.

Derkhan asintió pensativa.

—Podríamos echar un vistazo —dijo—. Tiene que haber un garuda o dos en algún sitio. Algunos de los criados en la ciudad deben de estar aquí. —Alzó la mirada, perdida. Con todas las luces de colores, apenas veía las estrellas.

—Ahora no —respondió Isaac—. No estoy con ganas. He perdido la inercia.

Se produjo un agradable silencio antes de que volviera a hablar.

—¿De verdad vas a escribir sobre ese sitio en el Renegado Rampante?

Derkhan se encogió de hombros y miró alrededor para asegurarse de que nadie los oyera.

—Hablar sobre los rehechos es un trabajo difícil —dijo—. Hay demasiado desprecio y prejuicios contra ellos. Divide y vencerás. Tratar de unir, de modo que la gente no… no los juzgue como monstruos… es muy difícil. Y no es que no se sepa que sus vidas son espantosas en su mayoría… es que hay un montón de gente que no deja de pensar que se lo merecen, aunque se apiaden de ellos, o que piensa que es un castigo divino, o alguna gilipollez así. Oh, por el esputo divino —dijo de repente, sacudiendo la cabeza.

—¿Qué?

—El otro día estuve en los tribunales y vi a un magistrado sentenciar a una mujer a reconstrucción. Era un crimen tan sórdido, tan patético, tan miserable… —se encogió al recordarlo—. Una mujer que vivía en lo alto de uno de los monolitos de Queche mató a su bebé… ahogándolo, o sacudiéndolo, o Jabber sabe cómo… porque no dejaba de llorar. Estaba allí sentada en el juicio, con los ojos… bueno, vacíos… No podía creer lo que había sucedido y gemía sin parar el nombre de su hijo, y el magistrado la sentenció. Prisión, por supuesto, diez años, creo, pero fue la reconstrucción lo que recuerdo. Le iban a injertar los brazos de su bebé en la cara, «para que no olvidara lo que había hecho», decía. —La voz de Derkhan se retorció al imitar la del juez.

Caminaron un trecho en silencio, dando cuenta del algodón dulce.

—Soy crítica de arte, Isaac —siguió al fin—. La reconstrucción es arte. Arte enfermizo. ¡Qué imaginación hace falta! He visto a rehechos que se arrastran bajo el peso de enormes caparazones espirales de hierro ocultarse en la noche. Mujeres caracol. Los he visto con enormes tentáculos de calamar en lugar de brazos en la orilla del río, hundiendo sus ventosas en el agua para pescar. ¡Y lo que hacen con los de los espectáculos de gladiadores…! Y no es que admitan que son para eso… La reconstrucción es la creatividad pervertida, corrompida, rancia. Recuerdo que una vez me preguntaste si era difícil el equilibrio entre escribir sobre arte y escribir para RR. —Se volvió hacia él mientras paseaban por la feria—. Es lo mismo, Isaac. El arte es algo que eliges hacer… es una unión de… de todo cuanto te rodea para formar algo que te hace más humano, más khepri, lo que sea. Más una persona. Incluso en la reconstrucción sobrevive ese germen. Por eso, los mismos que desprecian a los rehechos se sienten fascinados con Jack Mediamisa, exista o no. No quiero vivir en una ciudad cuya mayor forma de arte sea la reconstrucción.

Isaac metió la mano en el bolsillo, en busca del Renegado Rampante. Tener siquiera un ejemplar era peligroso. Lo tanteó, imaginando un gesto de desprecio hacia el nordeste, hacia el Parlamento, hacia el alcalde Bentham Rudgutter y los partidos que reñían incansables por la división del pastel. Los partidos del Sol Grueso y las Tres Plumas; Tendencia Diversa, a los que Lin llamaba «escoria corrupta»; los mentirosos y seductores de Al Fin Vemos; todos ellos ralea pomposa y dividida, como todopoderosos niños de seis años en un cajón de arena.

Al final de la senda pavimentada con envoltorios de caramelo, carteles, entradas, comida aplastada, muñecas tiradas y globos reventados, esperaba Lin, recostada sobre la entrada de la feria. Isaac sonrió con sincero placer al verla. Cuando se acercaron, se incorporó y los saludó mientras se dirigía hacia ellos.

Isaac vio que tenía una manzana caramelizada apresada entre las mandíbulas. Las fauces interiores masticaban con delicia.

¿Qué tal ha ido, tesoro?, señaló.

—Un desastre sin paliativos —protestó Isaac con desdicha—. Ya te lo contaré todo.

Incluso se arriesgó a cogerle la mano brevemente cuando volvieron la espalda a la feria.

Las tres pequeñas figuras desaparecieron en las lóbregas calles de Sobek Croix, donde la luz de gas era marrón y mortecina, cuando la había. Tras ellos, la caótica barahúnda de color, metal, vidrio, azúcar y dulce seguía vomitando ruido y contaminación lumínica a los cielos.