El Reloj y el Gallito se había desbordado de sus puertas. Las mesas y las linternas de colores cubrían la calle frente al canal que separaba los Campos Salacus de Sanvino. El entrechocar de vasos y el arrullo de la diversión flotaban sobre los adustos barqueros que negociaban las esclusas, cabalgando sobre las aguas hacia un nivel superior, alejándose por el río hasta dejar atrás la bulliciosa posada.
Lin sentía vértigo.
Estaba sentada en la cabecera de una gran mesa bajo una lámpara violeta, rodeada por sus amigos. Junto a ella, a un lado, estaba Derkhan Blueday, la crítica de arte del Faro. Al otro se sentaba Cornfed, gritando animadamente a Brote en los Muslos, el cacto chelista. Alexandrine, Bellagin Sound, Tarrick Septimus, Spint el Inoportuno: pintores y poetas, músicos, escultores y una hueste de aduladores de los que solo reconocía a la mitad.
Aquel era el territorio de Lin, su mundo. Pero, a pesar de todo, nunca se había sentido tan aislada de ellos como entonces.
El saber que había conseguido el trabajo, ese inmenso encargo con el que todos soñaban, la obra que los haría felices durante años, la separaba de sus camaradas. Y su terrorífico mecenas había sellado su soledad de forma eficaz: Lin se sentía como si de repente, sin previo aviso, estuviera en un mundo muy distinto de aquel de los Campos Salacus, lleno de maledicencia, juegos, animación y belleza.
No había visto a ninguno de ellos desde que regresara, temblorosa, de su extraordinaria reunión en el Barrio Óseo. Había echado mucho de menos a Isaac, pero sabía que aprovecharía la ocasión de su supuesto trabajo para sumergirse en la investigación, y sabía también que se enfadaría mucho si lo visitara en Brock. En los Campos Salacus eran un secreto a voces, pero la Ciénaga era el vientre de la bestia.
Así se había quedado sentada un día entero, cavilando sobre lo que había aceptado.
Poco a poco, de forma tentativa, había devuelto su mente a la figura monstruosa del señor Motley.
¡Esputo divino, mierda!, había pensado. ¿Qué era?
No tenía una imagen clara de su jefe, solo un sentido de la discordancia deshilachada de su carne. Ribetes de memoria visual la acariciaban: una mano acabada en cinco pinzas de cangrejo igualmente espaciadas; un cuerno espiral que surgía de un racimo de ojos; un filo reptiliano que surcaba un pelaje caprino. Era imposible decir cuál era la raza original del señor Motley. Nunca había oído hablar de reconstrucciones tan extensas, tan monstruosas y caóticas. Cualquiera tan rico como él podía, sin duda, permitirse a los mejores reconstructores para convertirse en algo más que humano… o lo que fuera. No le quedaba más que pensar que había elegido aquella forma.
O eso, o era víctima de la Torsión.
Se preguntó si aquella obsesión por la zona de transición reflejaba su forma, o si había sido la obsesión la primera.
La alacena de Lin estaba llena de bocetos del cuerpo del señor Motley, ocultos a toda prisa por si Isaac decidía quedarse aquella noche. Había tomado notas apresuradas de cuanto recordaba a aquella lunática anatomía.
El horror había remitido a lo largo de los días, dejándole un picor en la piel y un torrente de ideas.
Decidió que aquella podía ser la obra de su vida.
Su primera cita con el señor Motley era al día siguiente, Día del polvo, por la tarde. Después se verían dos veces a la semana durante por lo menos un mes; probablemente más, según la escultura fuera tomando forma.
Estaba ansiosa por empezar.
—¡Lin, perra tediosa! —gritó Cornfed, tirándole una zanahoria—. ¿Por qué estás tan callada esta noche?
Lin hizo una rápida anotación en su libreta.
«Cornfed, cariño, me aburres».
Todos rompieron a reír. Cornfed volvió a su extravagante flirteo con Alexandrine. Derkhan inclinó la cabeza gris hacia Lin y habló en voz baja.
—Ya en serio, Lin… Apenas has dicho nada. ¿Pasa algo?
Lin, conmovida, negó suavemente con la cabeza.
Estoy trabajando en algo grande. No dejo de darle vueltas, le señaló. Era un alivio poder hablar sin tener que escribir cada palabra: Derkhan leía bien los signos.
Echo de menos a Isaac, añadió, fingiendo desespero.
Derkhan le acarició el rostro, comprensiva. Es una mujer adorable, pensó Lin.
Derkhan era pálida y enjuta, aunque la madurez le había dejado una cierta barriga. Aunque adoraba las estrafalarias costumbres de los Salacus, era una mujer intensa y gentil que evitaba ser el centro de atención. Sus críticas eran ásperas y despiadadas: si no le hubiera gustado su obra probablemente no serían amigas, pues sus juicios en el Faro eran duros hasta la brutalidad.
A ella podía decirle que echaba de menos a Isaac, pues Derkhan conocía la verdadera naturaleza de su relación. Hacía poco más de un año, mientras las dos paseaban juntas por los Campos Salacus, Derkhan había comprado bebidas. Cuando entregó el dinero para pagar, se le cayó el bolso. Se había agachado rápidamente para recuperarlo, pero Lin se adelantó, recogiéndolo y deteniéndose un mero instante al ver el gastado heliotipo de una hermosa e intensa joven vestida de hombre que se le había caído al suelo, con tres equis de pintalabios abajo. Se lo entregó a Derkhan, que lo devolvió al bolso sin prisas y sin mirar a Lin a los ojos.
—Fue hace mucho tiempo —había dicho enigmática, antes de sumergirse en su cerveza.
Lin había tenido la sensación de deberle un secreto. Casi se alivió cuando, un par de meses después, se encontró bebiendo con Derkhan, deprimida después de una estúpida riña con Isaac. Aquello le dio la oportunidad de contarle una verdad que ya debía de haber adivinado. Derkhan había asentido con nada más que preocupación por la desdicha de Lin.
Desde entonces habían estado muy unidas.
A Isaac le gustaba Derkhan porque era sediciosa.
Mientras Lin pensaba en él, oyó su voz.
—Mierda, perdón a todos por el retraso…
Se volvió para verlo acercándose a ellos entre las mesas. Sus antenas se doblaron en lo que sabía que él reconocería como una sonrisa.
Un coro de saludos recibió a Isaac, que miró directamente a Lin con una sonrisa privada. Le acarició la espalda mientras saludaba a los demás, y Lin sintió la mano deletrear torpemente, a través de la blusa, te quiero.
Isaac acercó una silla y se hizo un hueco entre Lin y Cornfed.
—Acabo de estar en el banco para depositar unas pepitas. Un contrato lucrativo para un científico feliz y sin juicio. Yo pago. —Se produjo un ronco y alegre coro de sorpresa, seguido de una llamada común al camarero—. ¿Cómo va el espectáculo, Cornfed?
—¡Oh, espléndido, espléndido! —gritó el aludido, añadiendo extrañamente en voz muy alta—: Lin vino a verlo el Día del pescado.
—Muy bien —respondió Isaac, impertérrito—. ¿Te gustó, Lin?
Ella le señaló brevemente que así había sido.
Cornfed solo estaba interesado en mirar el escote de Alexandrine a través de un vestido poco sutil, así que Isaac volvió su atención hacia la khepri.
—No te vas a creer lo que me ha pasado… —comenzó.
Lin le apretó la rodilla por debajo de la mesa, y él devolvió el gesto.
En voz muy baja, Isaac contó a Lin y a Derkhan, de forma resumida, la historia de la visita de Yagharek. Les imploró que guardaran silencio y echó frecuentes vistazos alrededor para asegurarse de que nadie los escuchaba. A mitad del relato, llegó el pollo que había pedido y lo comió ruidoso mientras describía su encuentro en el Hijas de la Luna, y las jaulas y jaulas de animales experimentales que esperaba recibir en su laboratorio en cualquier momento.
Cuando hubo terminado, se reclinó y les sonrió, antes de que la contrición asomara a su expresión y preguntara a Lin:
—¿Qué tal tu trabajo?
Ella restó importancia con un gesto de la mano.
Nada que pueda decirte, cariño, le dijo. Hablemos de tu nuevo proyecto.
La culpabilidad pasó visiblemente por la expresión de Isaac ante su conversación unilateral, pero no podía evitarlo. Estaba por completo atrapado por su nuevo propósito. Lin sintió un familiar afecto melancólico por él, melancolía por su suficiencia en aquellos momentos de fascinación; afecto por su fervor y su pasión.
—Mira, mira —dijo atropelladamente Isaac, sacando un trozo de papel del bolsillo. Lo desdobló sobre la mesa, ante ellas.
Se trataba del cartel de una feria en Sobek Croix. La parte trasera estaba rugosa por el pegamento seco. Lo había arrancado de una pared.
LA ÚNICA Y MARAVILLOSA FERIA DE MR. BOMBADREZIL. Garantizamos sorprender y cautivar al paladar más hastiado. El PALACIO DEL AMOR; la SALA DE LOS HORRORES; el VÓRTICE; y muchas otras atracciones a precios irresistibles. Venga también a ver la extraordinaria feria de monstruos, el CIRCO DE LO EXTRAÑO. ¡Monstruos y prodigios de cada esquina de Bas-Lag! VIDENTES de las TIERRAS FRACTURADAS; una auténtica GARRA DE TEJEDORA; URSUS REX, el hombre rey de los Osos; CACTOS ENANOS de tamaños diminutos; un GARUDA, hombre pájaro, jefe de los desiertos salvajes; los HOMBRES PIEDRA de Bezhek; DEMONIOS enjaulados; PECES DANZANTES; tesoros robados del GENGRIS; y otros innumerables PRODIGIOS y MARAVILLAS. Algunas de las atracciones no son recomendables para los melindrosos y aquellos de NERVIOS FRÁGILES. Entrada, 5 estíveres. Jardines de Sobek Croix, desde el 14 de Chet hasta el 14 de Melero, de 6 a 11 de la noche.
—¿Veis esto? —gritó Isaac, clavando el cartel con el pulgar—. ¡Tienen un garuda! He estado mandando peticiones de pájaros por toda la ciudad, y probablemente termine con toneladas de urracas contagiosas, ¡y tengo un puto garuda en el jardín!
¿Vas a pasarte?, señaló Lin.
—¡Claro que sí! —bufó Isaac—. ¡En cuanto acabe aquí! Pensé que podríamos ir todos. Los otros —siguió, bajando la voz— no tienen por qué saber lo que hago allí. Es decir, una feria es divertida porque sí, ¿no?
Derkhan asintió y sonrió.
—¿Y vas a robar al garuda, o qué? —susurró.
—Bueno, supongo que podría conseguir que me dejaran tirarle algunos heliotipos, o incluso que viniera un par de días al laboratorio… No sé. ¡Ya organizaremos algo! ¿Qué decís? ¿Os apetece la feria?
Lin robó un tomatito de la guarnición de Isaac y lo limpió cuidadosamente de salsa de pollo. Lo atrapó con sus mandíbulas y comenzó a masticar.
Podría ser divertido, señaló. ¿Invitas tú?
—¡Claro que sí! —tronó Isaac, mirándola. La observó desde muy cerca durante un instante. Después miró alrededor para asegurarse de que nadie espiaba e hizo algunos signos torpes.
Te he echado de menos.
Derkhan apartó la vista educadamente.
Lin rompió el momento para asegurarse de que lo hacía antes que él. Dio dos fuertes palmadas hasta que todos en la mesa la miraron. Comenzó a hacer señas, indicando a Derkhan que tradujera.
—Eh… Isaac está empeñado en demostrar que eso de que los científicos no hacen más que trabajar, que no saben divertirse, es falso. Los intelectuales, tanto como los estetas disolutos como nosotros, saben cómo pasárselo bien, y por tanto nos ofrece lo siguiente. —Lin agitó el cartel y lo tiró al centro de la mesa, donde era visible para todos. Atracciones, espectáculos, maravillas y raciones de coco por cinco meros estíveres que Isaac se ha ofrecido a aportar…
—¡Pero no para todos, puercos! —rugió Isaac fingiendo ultraje, aunque fue acallado por un rugido etílico de gratitud.
—…se ha ofrecido a aportar —siguió Derkhan tenaz—. Por tanto, propongo terminar de beber y comer, y salir disparados hacia Sobek Croix.
Se produjo un asenso caótico. Los que ya habían terminado sus consumiciones recogieron sus bolsas. Los otros atacaron con brío renovado las ostras, la ensalada o el llantén frito. Lin pensó en lo imposible que resultaba organizar un grupo de cualquier tamaño para actuar al unísono. Tardarían aún un tiempo en marcharse.
Isaac y Derkhan se susurraban frente a ella, y sus antenas vibraron. Podía captar algunos de los murmullos: Isaac estaba entusiasmado hablando de política. Canalizaba su difuso, errabundo y marcado descontento social hacia sus discusiones con Derkhan. Estaba actuando, pensó Lin con divertido resentimiento, tratando de impresionar a la lacónica periodista.
Pudo ver a Isaac pasar una moneda cuidadosamente por debajo de la mesa, recibiendo un sobre en blanco a cambio. Sin duda alguna, se trataba del último número del Renegado Rampante, el noticiario ilegal y radical para el que escribía Derkhan.
Más allá de un nebuloso disgusto hacia la milicia y el gobierno, Lin no se interesaba en política. Se recostó y contempló las estrellas a través de la bruma violeta de la lámpara suspendida. Pensó en la última vez que había ido a una feria: recordaba el demente palimpsesto de olores, los silbidos y chirridos, las competiciones amañadas y los premios baratos, los animales exóticos y los vestidos brillantes, todo ello empaquetado en un recipiente sucio, vibrante, emocionante.
La feria era el lugar en el que las reglas normales se olvidaban por un tiempo, donde los banqueros y los ladrones se mezclaban para escandalizarse y entusiasmarse. Aun las hermanas menos extravagantes de Lin podían acudir.
Uno de sus primeros recuerdos era el de colarse entre las hileras de tiendas llamativas para acercarse a una atracción aterradora, peligrosa y multicolor, una especie de gigantesca rueda en la Feria de Hiél, hacía veinte años. Alguien (nunca supo quién, alguna viandante khepri, un puestero indulgente) le había entregado una manzana dulce que había comido con reverencia. Aquella fruta caramelizada era uno de los pocos recuerdos agradables de su niñez.
Lin se acomodó en la silla y esperó a que sus amigos terminaran con los preparativos. Sorbía té dulce de la esponja, pensando en aquella manzana. Esperaba con paciencia la visita a la feria.