A Nueva Crobuzon no le convencía la gravedad.
Los aeróstatos flotaban de nube en nube como babosas sobre repollos. Las cápsulas de la milicia recorrían el corazón de la ciudad hasta sus límites, los cables que las sostenían vibrando como cuerdas de guitarra a cientos de metros de altitud. Los dracos se abrían paso sobre la conurbación, dejando un rastro de defecación y profanamiento. Las palomas compartían los cielos con las chovas, los azores, los gorriones y los periquitos fugados. Las hormigas voladoras y las avispas, las abejas y las moscardas, las mariposas y los mosquitos libraban una guerra aérea contra un millar de predadores, aspis y dheri que iban a por ellos. Los gólems ensamblados por estudiantes borrachos aleteaban sin mente por el cielo, con torpes alones de cuero, papel o corteza de fruta que se caían en pedazos en su travesía. Incluso los trenes, que desplazaban incontables hombres, mujeres y mercancías por la gran carcasa de Nueva Crobuzon, bregaban para sostenerse sobre las casas, como si temieran la putrefacción de la arquitectura.
La ciudad se erigía inmensa hacia los cielos, inspirada por las vastas montañas que se alzaban al oeste. Purulentas losas cuadradas de diez, veinte, treinta plantas horadaban el cielo. Estallaban como gruesos dedos, como puños, como el muñón de miembros que se agitaban frenéticos sobre la marejada de las casas inferiores. Las toneladas de hormigón que conformaban la urbe cubrían la antigua geografía, los oteros y las vaguadas, ondulaciones todas aún visibles. Las casuchas hendían como un cono de desmoronamiento las faldas de la Colina Vaudois, el Tábano, la Colina de la Bandera y el Montículo de San Jabber.
Los negros muros ahumados del Parlamento se alzaban en la Isla Strack como los dientes de un tiburón o la cola de una raya, como monstruosas armas orgánicas desgarrando el firmamento. El edificio estaba maniatado por tubos siniestros y vastos remaches y palpitaba con las viejas calderas de sus entrañas. Habitaciones empleadas con propósitos inciertos surgían del cuerpo principal del coloso, sin mucho respeto por los refuerzos o los arbotantes. En algún lugar del interior, en la Cámara, lejos del alcance del cielo, se pavoneaban Rudgutter y su hueste de aburridos zánganos. El Parlamento era como una montaña en el límite de la avalancha arquitectónica.
No era un reino más puro que vigilase vasto sobre la ciudad. Las salidas de humo perforaban la membrana entre la tierra y el aire y regurgitaban despechadas toneladas de aire venenoso al mundo. En la caliginosa y mefítica bruma sobre las azoteas, el detritus de un millón de chimeneas vagaba a la deriva. Los crematorios oreaban cenizas de voluntades quemadas por verdugos celosos, mezcladas con el polvo del carbón consumido para mantener calientes a los amantes moribundos. Miles de sórdidos espectros humeantes se abrazaban a Nueva Crobuzon con un hedor que asfixiaba como la culpa.
Las nubes se enroscaban en el malsano microclima de la ciudad. Parecía como si todo el tiempo de Nueva Crobuzon lo formara un inmenso huracán reptante centrado en el corazón de la urbe, en el colosal edificio mestizo que se alzaba en el núcleo de la zona comercial conocida como el Cuervo, coágulo de kilómetros de línea férrea y años de violaciones arquitectónicas: la estación de la calle Perdido.
Era un castillo industrial cuajado de parapetos aleatorios. La torre occidental de la estación era la Espiga de la milicia, que se alzaba sobre las demás torretas y las empequeñecía, y que se encontraba solicitada en siete direcciones por los tensos raíles aéreos. Pero, a pesar de su altura, la Espiga no era más que un anejo de la enorme estación.
El arquitecto había sido encerrado, completamente loco, siete años después de terminada la estación de la calle Perdido. Se dijo que era un hereje que pretendía construir su propio dios.
Cinco gigantescas fauces de ladrillo se abrían para fagocitar cada una de las líneas férreas de la ciudad. Las vías se desplegaban bajo los arcos como lenguas gigantescas. Las tiendas, cámaras de tortura, talleres, despachos y espacios vacíos llenaban el grueso vientre del edificio, que, desde cierto ángulo, con una luz determinada, parecía agazaparse sosteniendo el peso de la Espiga, preparándose para saltar sobre el cielo infinito para invadirlo.
El romance no nublaba la visión de Isaac. Veía el vuelo allá donde mirara (tenía los ojos hinchados: tras ellos zumbaba un cerebro lleno de nuevas fórmulas y hechos diseñados para evadirse de la garra de la gravedad) y era consciente de que no se trataba de una huida hacia un lugar mejor. El vuelo era algo secular, profano: poco más que el paso de una zona de Nueva Crobuzon a otra.
Aquello le alegraba. Era un científico, no un místico.
Se tumbó en la cama y miró por la ventana. Siguió una mota de polvo tras otra con la mirada. A su alrededor, en la cama, desparramados sobre el suelo como una marea de papel, había libros y artículos, notas mecanografiadas y pliegos de diagramas entusiastas, las clásicas monografías anidadas en los delirios de un loco. La Biología y la Filosofía luchaban por el espacio en su mesa.
Había seguido como un sabueso la retorcida pista bibliográfica. No podía ignorar algunos títulos: Sobre la gravedad o La teoría del vuelo. Otros eran tangenciales, como Aerodinámica del enjambre.
Y otros no eran más que caprichos de los que sus respetados colegas sin duda se reirían; por ejemplo, aún tenía que hojear las páginas de Moradores sobre las nubes o ¿Y qué pueden contarnos?
Se rascó la nariz y bebió con pajita un sorbo de la cerveza que se balanceaba sobre su pecho.
Solo llevaba dos días trabajando en el encargo de Yagharek, y para él la ciudad había cambiado por completo. Se preguntaba si regresaría a su anterior estado.
Giró sobre un costado y revolvió entre los papeles que tenía debajo y que le incomodaban. Liberó una colección de oscuros manuscritos y un fajo de los heliotipos que había tirado de Teparadós. Isaac sostenía las imágenes frente a él, examinando las complejidades de la musculatura del draco, al que había pedido que forzara sus movimientos.
Espero que no lleve demasiado, pensó.
Había pasado el día leyendo y tomando notas, gruñendo educadamente cuando David o Lublamai le saludaban, le preguntaban o le ofrecían salir a comer. Había tomado algo de pan, queso y pimiento que Lublamai le había dejado en la mesa. A medida que el día avanzaba había ido quitándose más y más ropa, pues las pequeñas calderas del equipo calentaban el aire. El suelo a su alrededor estaba cubierto de camisas y pañuelos.
Estaba esperando un envío de suministros. Al comienzo de su lectura había comprendido que, en lo tocante a su encargo, sus conocimientos científicos eran insuficientes. De todos los arcanos, la Biología era el que tenía más descuidado. Se sentía cómodo leyendo sobre levitación, taumaturgia contrageotrópica o su querida teoría unificada de campos, pero las imágenes de Teparadós le hicieron comprender lo poco que sabía sobre la biomecánica del simple vuelo.
Lo que necesito son algunos dracos muertos… no, alguno vivo para poder experimentar con él… Isaac divagaba sin rumbo, observando los heliotipos de la noche pasada. No… uno muerto para disecarlo y otro vivo para estudiar el vuelo…
Aquella idea fugaz había adoptado de repente una forma más seria. Se sentó y lo sopesó un tiempo sentado en la mesa, antes de salir a la oscuridad de la Ciénaga Brock.
El pub más notorio entre el Alquitrán y el Cancro acechaba en las sombras de una enorme iglesia Palgolak. Estaba a unas pocas calles húmedas del puente Danechi, que conectaba Brock con el Barrio Oseo.
Casi todos los habitantes de la Ciénaga, por supuesto, eran tahoneros o maleantes o prostitutas, o cualquier otra profesión de la que no se esperase que invocara un hechizo o mirara un tubo de ensayo en toda su vida. Del mismo modo, los del Barrio Oseo, en su mayor parte, no estaban más interesados en burlar la ley de forma sistemática que el resto de Nueva Crobuzon. No obstante, Brock siempre sería el Distrito Científico, y Oseo el de los Ladrones. Y, allí donde aquellas dos influencias se encontraban (esotérica, furtiva, romántica y, en ocasiones, peligrosa), estaba el Hijas de la Luna.
Con un cartel que mostraba los dos pequeños satélites que orbitaban la Luna como hermosas y engoladas jóvenes, y una fachada pintada de escarlata, el Hijas de la Luna era destartalado pero atractivo. En el interior, la clientela consistía en los bohemios más aventureros de la ciudad: artistas, ladrones, científicos proscritos, yonquis e informadores de la milicia que se codeaban ante la mirada de la dueña del local, Kate la Roja.
El mote de Kate hacía referencia a su cabello de jengibre e, Isaac había creído siempre, a la acusación pendiente sobre la creativa bancarrota de sus patrones. Era muy fuerte, con un buen ojo para saber a quién sobornar y a quién rehuir, a quién sacudir y a quién ablandar con una cerveza gratis. Por ese motivo (y, según sospechaba Isaac, por una cierta capacidad con un par de sutiles encantamientos taumatúrgicos), el Hija de la Luna negociaba una senda tan exitosa como precaria, evadiendo las mafias de protección de la zona. La milicia no hacía muchas redadas en el local de Kate, y solo de forma superficial. La cerveza era buena, y no hacía preguntas sobre lo que se trataba en las mesas.
Aquella noche, Kate saludó a Isaac con un breve movimiento de la mano, que él devolvió. Revisó el local, cubierto de humo, pero no dio con la persona a la que buscaba. Se acercó a la barra.
—¡Eh, Kate! —gritó por encima del estruendo—. ¿Sabes algo de Lemuel?
Ella negó con la cabeza y le sirvió, sin abrir, una Kingpin. Isaac pagó y se giró para encararse con el resto del local.
Se sentía defraudado. El Hijas de la Luna era prácticamente el despacho de Lemuel Pigeon. Se podía dar por hecho que estaría allí todas las noches cerrando tratos, ganando unas monedas. Sospechó que estaría fuera, desarrollando algún turbio negocio. Vagó sin rumbo entre las mesas, en busca de conocidos.
En una esquina, sonriendo beatífico a alguien, vestido con las túnicas amarillas de su orden, estaba Gedrecsechet, el bibliotecario de la iglesia Palgolak. Isaac se animó y se acercó a él.
Sonrió al ver que los antebrazos de la joven ceñuda que discutía con Ged estaban tatuados con las ruedas entrelazas que la proclamaban como Engranaje del MecDios, sin duda tratando de convertir al infiel. A medida que se acercaba, pudo distinguir la conversación.
—¡…y si te acercas al mundo y a Dios con una fracción del «rigor» y el «análisis» que proclamas, verías que tu ilógico sentientomorfismo es simplemente insostenible!
Ged sonrió a la chica, llena de granos, y abrió la boca para replicar. Isaac lo interrumpió.
—Discúlpame por inmiscuirme, Ged. Solo quería decirle a la joven Ruedecitas, o como te llames… —El Engranaje trató de protestar, pero Isaac la cortó—. No, calla la boca. Te lo diré clarito: vete a tomar por el culo. Y llévate tu rigor contigo. Quiero hablar con Ged.
El bibliotecario reía entre dientes. Su oponente tragaba saliva, intentando mantener la ira, pero se sentía intimidada por el tamaño de Isaac y por su despreocupada agresividad. Trató de marcharse con un semblante de dignidad.
Al ponerse en pie, abrió la boca para despedirse con alguna réplica ingeniosa, pero Isaac se le adelantó.
—Abre la boca y te salto los dientes —le aconsejó amable.
El Engranaje guardó silencio y se marchó.
Cando desapareció de la vista, tanto él como Ged rompieron a reír.
—¿Por qué los aguantas, Ged? —gritó Isaac.
Ged, agazapado como una rana frente a la mesita, se mecía adelante y atrás con las piernas y los brazos, metiendo y sacando la larga lengua de una boca inmensa, fofa.
—Es que me dan tanta pena… —rió entre dientes—. Son tan… intensos…
A Ged solía conocérsele como una anomalía, como el vodyanoi de mejor humor que se podía uno encontrar. Carecía por completo de la eléctrica hosquedad de su arisca raza.
—De todos modos —siguió, calmándose un poco—, los Engranajes no me molestan tanto como otros. No tienen ni la mitad del rigor que proclaman, por supuesto, pero al menos se toman la cosa en serio. Y por lo menos no son… no sé, Complínea, o Progenie Divina, o algo así.
Palgolak era un dios del conocimiento. Se le representaba bien como un hombre grueso y achaparrado leyendo en una bañera, bien como un esbelto vodyanoi en la misma actitud; o, de algún modo místico, como ambas cosas. Su congregación constaba de humanos y vodyanoi a partes más o menos iguales. Era una deidad amistosa y afable, un sabio cuya existencia estaba por completo dedicada a la obtención, catalogación y diseminación de información.
Isaac no adoraba a dios alguno. No creía en la omnisciencia o la omnipotencia proclamada por unos pocos, o incluso en la existencia de muchos. Desde luego, había criaturas y esencias que moraban en distintos aspectos de la existencia, y sin duda algunos serían poderosos, en términos humanos. Pero adorarlos le parecía una actividad pávida. No obstante, incluso él tenía un lugar en su corazón para Palgolak. En realidad esperaba que ese gordo hijo de puta existiera, en una u otra forma. Le gustaba la idea de una entidad interaspectual tan enamorada del conocimiento que no hiciera más que rondar de reino en reino, metido en una bañera, murmurando con interés ante todo lo que encontrara.
La biblioteca de Palgolak era por lo menos igual a la de la universidad de Nueva Crobuzon. No hacía prestamos, pero sí admitía lectores a cualquier hora del día y de la noche, y había muy, muy pocos libros a los que no permitiera el acceso. Los palgolaki eran proselitistas, y sostenían que todo aquello que un fiel conociera era de inmediato conocido por Palgolak, motivo por el que tenían el deber religioso de leer con avidez. Pero la gloria de Palgolak era su misión secundaria. La principal era la del conocimiento, por lo que habían jurado admitir en su biblioteca a cualquiera que deseara consultarla.
Y por aquello protestaba Ged con suavidad. La biblioteca palgolaki de Nueva Crobuzon disponía de la mejor colección de manuscritos místicos de todo Bas-Lag, y atraía a peregrinos de una enorme variedad de tradiciones y facciones religiosas. Todas las razas creyentes se apiñaban en los límites septentrionales de la Ciénaga Brock y Hogar de Esputo, ataviados con túnicas y máscaras, portando látigos, correas, lupas, toda la gama de parafernalias devotas.
Algunos de los peregrinos no eran precisamente agradables. La Progenie Divina y su violenta aversión por lo xenianos, por ejemplo, crecían en la ciudad, y Ged veía como un desgraciado deber divino el asistir a aquellos racistas que le escupían y llamaban «sapo» o «puerco acuático» mientras les buscaba pasajes en los textos.
Comparados con ellos, los igualitarios Engranajes del MecDios eran una secta inofensiva, por mucha energía que pusieran en su mensaje sobre la mecanicidad del Único Dios Verdadero.
Isaac y Ged habían discutido largamente a lo largo de los años, sobre todo de teología, pero también acerca de literatura, arte y política. Isaac respetaba a aquel vodyanoi afectuoso. Sabía de su fervor en el deber religioso de la lectura, y, por tanto, estaba enormemente preparado en cualquier tema que pudieran tratar. Al principio siempre se mostraba circunspecto acerca de las opiniones sobre la información que compartían («Solo Palgolak posee conocimientos suficientes como para ofrecer un análisis», proclamaba pío al comienzo de un debate), hasta que el alcohol nublaba su dogmatismo religioso y comenzaba a perorar a voz en grito.
—Ged —comenzó Isaac—, ¿qué puedes decirme sobre los garuda?
El otro se encogió de hombros y sonrió ante el placer de impartir su saber.
—No mucho. Hombres pájaro. Viven en el Cymek, y en el norte de Shotek, y al oeste de Mordiga, se dice. Puede que también en alguno de los otros continentes. Huesos huecos. —Sus ojos estaban fijos, concentrados en recordar las páginas de la obra xentropológica que estuviera citando—. Los del Cymek son igualitarios… completamente igualitarios, y completamente individualistas. Cazadores y recolectores, sin división del trabajo según sexos. Sin dinero, sin rangos, aunque poseen cierta jerarquía… extraoficial. Solo se aplica para saber quién merece más respeto, cosas así. No veneran a dios alguno, aunque poseen una figura diabólica que puede o no ser un verdadero eidolón. Su nombre es Dahnesch. Cazan y pelean con látigos, arcos, lanzas, hojas ligeras. No emplean escudos, ya que su peso impide el vuelo. Tienen encontronazos ocasionales con otras bandas o especies, probablemente por el control de los recursos. ¿Sabes algo sobre su biblioteca? —Isaac asintió, y los ojos de Ged se iluminaron con un brillo hambriento, casi obsceno—. Por el esputo divino, me encantaría ponerle las manos encima, pero es imposible —parecía melancólico—. El desierto no es precisamente el territorio de los vodyanoi. Demasiado seco…
—Bueno, viendo que no tienes ni puta idea sobre ellos, mejor que lo dejemos —respondió Isaac. Para sorpresa del humano, Ged se abatió aún más—. ¡Era una broma, Ged! ¡Ironía! ¡Sarcasmo! Sabes un huevo, hombre, al menos comparado conmigo. He estado hojeando el Shacrestialchit, y ya has superado la suma de mis conocimientos. ¿Sabes algo sobre… um… sobre su código criminal?
Ged lo observó, entrecerrando los ojos.
—¿En qué andas metido, Isaac? Son tan igualitarios… Bueno, su sociedad está por completo basada en potenciar la capacidad de elección del individuo, lo que los hace comunistas. Aceptan las elecciones más extrañas de cualquiera y, por lo que puedo recordar, su único crimen es privar de elección a otro garuda. Todo esto queda exacerbado o apaciguado por el hecho de que sean o no dignos de respeto, un concepto que adoran…
—¿Cómo puedes robarle la elección a alguien?
—Ni idea. Supongo que, si le robas la lanza a alguien, le quitas la opción de emplearla… ¿Y si te tumbas encima de unos suculentos líquenes, de modo que prives a los demás de la opción de comérselos?
—Es posible que algunos de estos «robos» sean analogías de lo que nosotros consideramos delitos, mientras que otros no tengan nada que ver —añadió Isaac.
—Supongo.
—¿Qué es un individuo abstracto y uno concreto?
Ged contemplaba estupefacto a su compañero.
—Joder, Isaac, ¿tienes un amigo garuda, o qué?
Isaac enarcó una ceja y asintió con rapidez.
—¡Mierda! —gritó Ged. La gente de las mesas cercanas se volvió hacia él, con sorpresa—. ¡Y del Cymek…! ¡Isaac, tienes que conseguir que venga a hablarme sobre el Cymek!
—No sé. Es algo… taciturno.
—Oh, por favor, por favor…
—Bueno, bueno. Se lo preguntaré, pero no tengas muchas esperanzas. Ahora dime qué diferencia hay entre los abstractos y los concretos.
—Oh, es tan fascinante… Supongo que no estás autorizado a hablarme del trabajo, ¿no? No, no creo. Bueno, para concretar, y por lo que alcanzo a comprender, son igualitarios porque respetan en grado sumo al individuo, ¿no? Y no puedes respetar la individualidad de los demás si te concentras en tu propia individualidad de una forma abstracta, aislada. La idea es que eres un individuo siempre que existas en una matriz social de otros que respetan tu individualidad y tu derecho a elegir. Eso es la individualidad concreta: una que reconoce que debe su existencia a una especie de respeto comunal por parte de las demás individualidades, a las que por tanto respeta.
—Así que un individuo abstracto es un garuda que olvida, por un tiempo, que es parte de una unidad mayor, que debe respeto a otros individuos electores.
Se produjo una larga pausa.
—¿Sabes algo más, Isaac? —preguntó Ged con suavidad, rompiendo en risitas.
Isaac no estaba seguro de si debía seguir.
—A ver, Ged. Si te dijeran «robo de elección en segundo grado con falta de respeto», ¿sabrías lo que había hecho un garuda?
—No… —Ged quedó pensativo—. No. Suena grave… No obstante, creo que en la biblioteca hay algunos libros que podrían explicar…
En ese momento, Lemuel Pigeon apareció delante de Isaac.
—Lo siento, Ged —interrumpió el humano con premura—. Lo lamento y todo eso, pero tengo que hablar ahora mismo con Lemuel. ¿Podemos seguir después?
Ged sonrió sin rencor y despidió a Isaac con la mano.
—Lemuel, tenemos que hablar. Podría ser rentable.
—¡Isaac! Siempre es un placer tratar con un hombre de ciencia. ¿Cómo va la vida de la mente?
Lemuel se recostó en su silla. Vestía sin gusto, con chaqueta borgoña y chaleco amarillo, además de un pequeño sombrero. Una masa de rizos amarillos surgía de debajo en una coleta con la que estaba en franco desacuerdo.
—La vida de la mente, Lemuel, ha llegado a una especie de callejón sin salida. Y ahí, amigo mío, es donde entras tú.
—¿Yo? —Lemuel Pigeon sonrió ladeado.
—Sí, Lemuel —replicó Isaac ominoso—. También tú puedes contribuir a la causa del saber.
A Isaac le gustaba charlar con Lemuel, aunque el joven le hacía sentirse algo incómodo. Se trataba de un buscavidas, de un estafador, de un perista… el pícaro quintaesencial. Se había labrado un provechoso nicho siendo el más eficaz intermediario. Paquetes, información, ofertas, mensajes, refugiados, bienes: para cualquier cosa que dos personas quisieran intercambiar sin reunirse, Lemuel era el mensajero adecuado. Era imprescindible para la gente como Isaac, que quería tratar con los bajos fondos de Nueva Crobuzon sin mancharse las manos. Del mismo modo, los moradores de la otra ciudad usaban a Lemuel para alcanzar el reino de la «legalidad» sin encallar en la puerta de la milicia. No todos los trabajos de Lemuel involucraban a ambos mundos: algunos eran por completo legales o ilegales. Pero cruzar la frontera era su especialidad.
Su existencia era precaria. No tenía escrúpulos y actuaba de forma brutal, despiadada de ser necesario. Si había peligro, no dudaba en echar a los perros a quien le acompañara con tal de escapar indemne. Todo el mundo lo sabía, pues nunca lo ocultaba. Disponía de cierta honestidad, y nunca pretendía ser alguien de fiar.
—Lemuel, pequeño demonio de la ciencia, estoy desarrollando una pequeña investigación, y necesito conseguir algunos especímenes. Hablo de cualquier cosa que vuele. Ahí es donde entras tú. Mira, un hombre en mi posición no puede andar vagando por Nueva Crobuzon en busca de… bichos. Un hombre en mi posición tiene que ser capaz de pasar la voz y ver cómo los monstruitos alados llegan a su regazo.
—Pues pon un anuncio en un periódico, tío. ¿Para qué me quieres a mí?
—Porque hablo de muchos, de muchos, y no quiero saber de dónde vienen. Y hablo de variedad. Quiero disponer de tantos monstruitos alados como sea posible, y no es fácil conseguir a alguno de ellos. Por ejemplo: si quisiera obtener, digamos, un aspis, podría pagar bien al capitán de un barco por un espécimen sarnoso y moribundo… o podría pagarte a ti para arreglar que uno de tus honorables socios liberara a un pobre y pequeño aspis de alguna jaula dorada en Gidd Este o en el Anillo. ¿Capiche?
—Isaac, viejo… comenzamos a entendernos.
—Por supuesto, Lemuel. Eres un hombre de negocios. Estoy interesado en monstruos voladores raros. Quiero cosas que nunca antes haya visto. Quiero criaturas originales. No voy a pagar una pasta por una cesta llena de mirlos, aunque no te tomes esto como una indicación de que no quiero mirlos, por favor. Claro que los quiero, igual que chovas, tordos, lo que sea. Y palomas, Lemuel, como tu apellido. Pero claro, prefiero, digamos, serpientes libélula.
—Raros —repitió Lemuel, contemplando su pinta.
—Muy raros —asintió Isaac—. Por eso se pagarían grandes sumas por un buen espécimen. ¿Captas la idea? Quiero pájaros, insectos, murciélagos… también huevos, capullos, larvas, cualquier cosa que vaya a convertirse en algo volador. De hecho, eso sería más útil. Cualquier cosa que vaya a convertirse en algo no mayor que un perro. Nada que pueda ser más grande, ni nada peligroso. Por impresionante que sea atrapar un drudo o un eoloceronte, no los quiero.
—¿Y quién querría?
Isaac introdujo un billete de cinco guineas en el bolsillo de la chaqueta de Lemuel. Acto seguido, los dos alzaron sus vasos y bebieron juntos.
Aquello había sido la noche anterior. Isaac estaba sentado, imaginando cómo su petición se abría paso hacia los barrios criminales de Nueva Crobuzon.
Ya había usado antes los servicios de Lemuel cuando había necesitado compuestos raros o proscritos, o un manuscrito del que quedaran muy pocas copias en la ciudad, o información sobre la síntesis de sustancias ilegales. Le hacía gracia pensar en los más duros elementos criminales de los bajos fondos empeñados en capturar pájaros y mariposas, entre sus guerras de bandas y sus ventas de droga.
Reparó en que al día siguiente era Día de la huida. Hacía mucho que no veía a Lin, que ni siquiera sabía nada sobre su trabajo. Recordó que tenían una cita para cenar. Podría parar su investigación unas horas para contarle a su amante todo cuanto había sucedido. Disfrutaba vaciando su mente de los muchos giros y salidas acumuladas, ofreciéndoselos a Lin.
Lublamai y David se habían marchado. Estaba solo.
Onduló como una morsa, esparciendo papeles e impresiones por todas partes. Apagó la lámpara de gas y echó un vistazo al oscuro almacén. A través de la mugrienta ventana alcanzaba a divisar el frío círculo de la Luna y las lentas piruetas de sus dos hijas, satélites de roca yerma brillando como orondas luciérnagas mientras giraban alrededor de su madre.
Cayó dormido observando aquella enrevesada maquinaria lunar, bañado por la luz del satélite, soñando con Lin: un sueño tenso, sexual, amoroso.