A medio camino de los tejados escalonados, Isaac y sus compañeros perturbaron a alguien.
Se produjo de pronto un escandaloso sonido, una voz embriagada. Isaac y Derkhan buscaron a tientas sus pistolas, en un movimiento nervioso. Era un borracho harapiento, que se levantó con inhumana agilidad y desapareció a toda velocidad pendiente abajo. Detrás de él revolotearon jirones de ropa destrozada.
Después de eso, Isaac empezó a reparar en los habitantes del tejado de la estación. Pequeñas fogatas chisporroteaban en patios secretos, cuidadas por figuras oscuras y hambrientas. Hombres que dormían acurrucados en las esquinas, al pie de antiguas torres. Era una sociedad alternativa, atenuada. Pequeñas tribus de vagabundos que vivaqueaban. Una ecología por completo diferente.
Muy por encima de las cabezas de la gente de los tejados, los hinchados aeróstatos recorrían pesados el cielo. Depredadores ruidosos. Mugrientas motas de luz y oscuridad que se movían de forma inquieta bajo el manto de la noche.
Para alivio de Isaac, la zona situada en lo alto de la colina de tejados era llana y medía unos cinco metros cuadrados. Lo bastante grande. Sacudió el arma para indicarle a Andrej que se sentara, cosa que el anciano hizo, dejándose caer lenta y precipitadamente en la esquina más lejana. Se acurrucó sobre sí mismo y se abrazó las rodillas.
—Yag —dijo Isaac—. Vigílalo, amigo —Yagharek soltó el extremo final del cable que había estado transportando y montó guardia en el borde del pequeño espacio abierto, mirando hacia abajo a lo largo del gradiente del masivo tejado. Isaac se tambaleó bajo el peso del saco. Lo dejó en el suelo y empezó a descargar su contenido.
Tres cascos acristalados, uno de los cuales se puso. Derkhan tomó otro y le dio un tercero a Yagharek. Cuatro motores analíticos del tamaño de grandes máquinas de escribir. Dos grandes baterías, químico-taumatúrgicas. Otra batería, esta un modelo de metarrelojería de diseño khepri. Varios cables de conexión. Dos grandes cascos de comunicación, del tipo utilizado en Isaac por el Consejo de los Constructos para atrapar a la primera polilla. Antorchas. Pólvora negra y munición. Un haz de tarjetas de programación. Un puñado de transformadores y convertidores taumatúrgicos. Circuitos de cobre y peltre de propósito desconocido. Pequeños motores mecánicos y dinamos.
Todo estaba estropeado. Abollado, agrietado y sucio. Era una triste visión. No parecía nada. Basura.
Isaac se agachó junto a ello y empezó a prepararse.
Su cabeza se tambaleaba bajo el peso del casco. Conectó dos de los motores de cálculo para convertirlos en una red poderosa. Entonces empezó una tarea mucho más complicada: conectar las demás piezas en un circuito coherente.
Los motores mecánicos estaban unidos a los cables y estos a los motores analíticos, más grandes. Revisó las entrañas del otro motor, comprobando ajustes sutiles. Había cambiado su circuitería. Las válvulas de su interior ya no eran solo interruptores binarios. Estaban sintonizadas especifica y cuidadosamente a todo lo incierto y lo cuestionable; las áreas grises de la matemática de crisis.
Introdujo pequeños enchufes en los receptores y conectó el motor de crisis a las dinamos y transformadores que convertían una asombrosa forma de energía en otra. Un circuito insólito y dislocado empezó a desperdigarse por el pequeño espacio plano del tejado.
La última cosa que extrajo del saco y conectó a la extendida maquinaria era una caja de latón negro toscamente soldado, del tamaño aproximado de un zapato. Tomó el extremo del cable, el enorme trabajo de ingeniería guerrillera que se extendía a lo largo de más de tres kilómetros, hasta la enorme inteligencia oculta del vertedero en el Meandro Griss. Desenrolló hábilmente los extremos de los alambres y los conectó a la caja negra. Levantó la vista hacia Derkhan, que lo estaba observando mientras apuntaba con la pistola a Andrej.
—Esto es un rompiente —dijo—, una válvula circuito. Solo fluye en un sentido. Estoy cortando el acceso del Consejo a todo esto —dio unas palmadas a las diversas piezas del motor de crisis. Derkhan asintió con lentitud. El cielo se había vuelto negro por completo. Isaac levantó la mirada hacia ella y frunció los labios—. No podemos dejar que esa cosa de mierda acceda al motor de crisis. Tenemos que evitarlo —le explicó mientras conectaba los dispares componentes de la máquina—. ¿Recuerdas lo que nos dijo? ¿Que el avatar era un cuerpo que había sacado del río? ¡Y una mierda! Ese cuerpo está vivo… carece de mente, sí, pero el corazón late y los pulmones respiran aire. El Consejo de los Constructos tuvo que sacarle el cerebro a ese cuerpo mientras aún estaba vivo. Esa es la cuestión. Si no fuera así, simplemente se pudriría. No sé… puede que fuera un miembro de esa congregación demente que se ofreciera en sacrificio, puede que fuera algo voluntario. Pero puede que no. Sea como sea, al Consejo no le preocupa asesinar a seres humanos o de otras especies si eso le es… útil. Carece de empatía y de moral —continuó Isaac mientras empujaba con fuerza una resistente pieza de metal—. No es más que una… una inteligencia calculadora. Costes y beneficios. Está tratando de… maximizarse. Hará lo que sea necesario… nos mentirá, nos matará, para incrementar su poder.
Isaac se detuvo un momento y miró a Derkhan.
—Y tú sabes —dijo con voz suave— que esa es la razón de que quiera el motor de crisis. No dejaba de pedirlo. Eso me hizo pensar. Para eso sirve esto —dio unas palmaditas a la válvula circuito—. Si conectara directamente al Consejo, él podría obtener retroalimentación del motor, hacerse con su control. No sabe que estoy utilizando esto, razón por la cual está tan interesado en que lo conectemos. No sabe cómo fabricar su propio motor: te apuesto el culo de Jabber a que por eso está tan interesado en nosotros. Dee, Yag, ¿sabéis lo que este motor puede hacer? Quiero decir, es un prototipo… pero si funciona como debería, si entrarais en su interior, vierais el diseño, lo hicierais más sólido, solventaseis los problemas… ¿sabéis lo que podría hacer? Todo —guardó silencio durante un momento mientras sus manos conectaban los cables—. Las crisis están por todas partes y si este motor puede detectar el campo, aprovecharse de él, canalizarlo… podrá hacerlo todo. Yo estoy limitado a causa de las matemáticas implicadas. Tienes que expresar en términos matemáticos lo que quieres que el motor haga. Para eso son las tarjetas de programación. Pero el puto cerebro del Consejo lo expresa todo de manera matemática. Si ese hijo de puta logra enlazarse con el motor de crisis, sus seguidores dejarán de estar locos. Porque, ¿sabéis que lo llaman el MecaDios? Bueno… pues si eso ocurre, tendrán razón.
Los tres guardaron silencio. Andrej movía los ojos de un lado a otro, sin comprender una sola palabra.
Isaac trabajaba en silencio. Trataba de imaginarse la ciudad sometida al Consejo de los Constructos. Pensó en él, conectado al pequeño motor de crisis, construyendo más y más motores de una escala cada vez mayor, conectándolos a su propio tejido, alimentándolos con su propia potencia taumatúrgica y elictroquímica y de vapor. Válvulas monstruosas martilleando en las profundidades del vertedero, doblando y sangrando el tejido de la realidad con la facilidad de un pezón hilador de la Tejedora, al servicio de la voluntad de una inteligencia vasta y fría, puro cálculo consciente, caprichosa como un bebé.
Acarició la válvula circuito, la sacudió ligeramente y rezó para que su mecanismo fuera sólido.
Isaac suspiró y extrajo el grueso haz de tarjetas de programación que el Consejo había impreso. Cada una de ellas estaba marcada con la tambaleante letra de máquina de escribir del Consejo. Isaac levantó la mirada con aire burlón.
—Todavía no son las diez, ¿verdad? —dijo. Derkhan sacudió la cabeza—. Aún no hay nada en el aire, ¿no te parece? Las polillas no han salido todavía. Preparémonos para cuando lo hagan.
Bajó la vista y apretó los interruptores de dos de las baterías químicas. Los reactivos de su interior se mezclaron. El sonido de la efervescencia resultaba apenas audible; se produjo un súbito coro de válvulas castañeteantes y aumentos de tensión mientras la corriente empezaba a fluir. La maquinaria del tejado cobró vida con un brusco chasquido.
El motor de crisis empezó a zumbar.
—Solo está calculando —dijo Isaac nerviosamente mientras Derkhan y Yagharek se volvían hacia él—. Todavía no está procesando. Le estoy dando instrucciones.
Isaac empezó a alimentar cuidadosamente con las tarjetas de programación los diferentes motores analíticos que tenía frente a sí. La mayoría de ellas estaba destinada al propio motor dé crisis, pero otras correspondían a los circuitos subsidiarios de cálculo conectados a él por pequeños haces de cable. Isaac examinaba cada tarjeta, la comparaba con sus notas, garabateaba rápidos cálculos antes de introducirla en cualquiera de las ranuras de entrada.
Los motores despedían un escándalo mientras sus finas dentaduras de trinquetes se deslizaban sobre las tarjetas y mordían las perforaciones cuidadosamente realizadas; las instrucciones, las órdenes y la información se descargaban en sus cerebros analógicos. Isaac procedía con lentitud, aguardaba hasta sentir el clic que marcaba que el procesamiento había tenido éxito antes de sacar la tarjeta e introducir la siguiente.
Tomaba notas, mensajes incomprensibles garabateados para sí mismo sobre trozos desgarrados de papel. Respiraba con rapidez.
Empezó a llover de forma repentina. Eran gotas gruesas y untuosas que caían de forma indolente y estallaban al tocar el suelo, espesas y cálidas como el pus. La noche era muy cerrada y las glutinosas nubes de tormenta contribuían a ello todavía más. Isaac trabajaba deprisa, sintiendo de pronto los dedos muy torpes, muy grandes.
Flotaba en el ambiente una sensación de resistencia, un peso que se prendía del espíritu y empezaba a saturar los huesos. La percepción de lo insólito, de lo terrible y de lo oculto, que se cernía sobre ellos como si lo hiciese desde dentro, una hinchada nube de tinta que ascendía desde las profundidades de la mente.
—Isaac —dijo Derkhan mientras se le rompía la voz—, tienes que darte prisa. Está empezando.
Un enjambre de sensaciones de pesadilla descendía tamborileando entre ellos junto con la lluvia.
—Están despiertas y han salido —dijo Derkhan, aterrorizada—. Están cazando. Han salido. Deprisa, tienes que darte prisa…
Isaac asintió sin decir nada y continuó con lo que estaba haciendo, al tiempo que sacudía la cabeza como si con ese gesto pudiera dispersar el empalagoso miedo que se había apoderado de él. ¿Dónde está la puta Tejedora?
—Alguien nos está observando desde abajo —dijo Yagharek repentinamente—, algún vagabundo que no ha salido huyendo. No se mueve.
Isaac volvió a levantar la mirada y luego devolvió su atención al trabajo.
—Coge mi pistola —siseó—. Si se acerca, haz un disparo de advertencia. Confiemos en que mantenga la distancia —sus manos se apresuraban a girar, a conectar, a programar. Pulsó códigos numéricos en tableros digitales y metió tarjetas perforadas en las ranuras—. Casi está —murmuró—. Casi está.
La sensación de premura nocturna, de estarse deslizando hacia un sueño amargo, se incrementaba.
—Isaac… —siseó Derkhan. Andrej se había sumido en una especie de sopor aterrorizado y exhausto y comenzó a gemir y a balancearse, los ojos muy abiertos y empapados de cansina vaguedad.
—¡Hecho! —exclamó Isaac y retrocedió un paso.
Sobrevino un momento de silencio. El entusiasmo de Isaac se disipó rápidamente.
—¡Necesitamos a la Tejedora! —dijo—. Se suponía que… ¡Dijo que estaría aquí! No podemos hacer nada sin ella…
No podían hacer nada salvo esperar.
El hedor de la pervertida imaginería onírica crecía y crecía, y por toda la ciudad, en lugares fortuitos, empezaron a escucharse aullidos breves, conforme el sufrimiento de los durmientes en su sueño les hacía gritar su miedo o su desafío. La lluvia se hizo más intensa, hasta que el suelo de hormigón estuvo resbaladizo. Isaac trató de cubrir con el grasiento saco algunas secciones del circuito de crisis, moviéndose presa de la agitación, en un vano intento por proteger su máquina del agua.
Yagharek contemplaba el resplandeciente paisaje de los tejados. Cuando su cabeza estuvo demasiado llena de sueños terroríficos y empezó a tener miedo de lo que pudiera ver, giró sobre sus talones y empezó a observar a través de los cristales de su casco. Seguía vigilando la figura tenue e inmóvil que esperaba allá abajo.
Isaac y Derkhan arrastraron a Andrej para acercarlo un poco al circuito (de nuevo con aquella gentileza horripilante, como si estuvieran preocupados por su bienestar). Bajo el arma de Derkhan, Isaac volvió a atar las manos y las piernas del anciano y le colocó en la cabeza uno de los cascos de comunicador. No le miró a la cara.
El casco estaba ajustado. Junto a la salida ensanchada de la parte alta, tenía tres entradas. Una de ellas lo conectaba con el segundo casco. Otra estaba enlazada a través de varios cables enmarañados a los cerebros calculadores y los generadores del motor de crisis.
Isaac limpió el agua de lluvia sucia de la tercera de las conexiones y enchufó en ella el grueso cable que se extendía desde la válvula circuito, unido a la cual estaba el grueso cable que se extendía hasta llegar al Consejo de los Constructos, al sur del río. La corriente podía fluir desde el cerebro analítico del Consejo hasta el casco de Andrej, pasando a través del interruptor de una sola dirección.
—Eso es, eso es —dijo Isaac con voz tensa—. Ahora solo necesitamos a la puta Tejedora…
Pasó otra media hora de lluvia y crecientes pesadillas antes de que las dimensiones del paisaje de tejados se rasgaran y se agitaran salvajemente y pudiera oírse el canturreante monólogo de la Tejedora:
…MIENTRAS TÚ Y YO CONCURRÍAMOS EL GORDO EMBUDO-ESPACIO EL COÁGULO DEL CENTRO DE TELACIUDAD NOS VE ENGORDAR… en el interior de sus cráneos; la enorme araña atravesó con suavidad el desgarro que pendía del aire y danzó hacia ellos, enanos en comparación con su resplandeciente cuerpo.
Isaac dejó escapar un suspiro agudo, un afilado gemido de alivio. Su mente trepidaba con la maravilla y el terror que inducía la Tejedora.
—¡Tejedora! —exclamó—. ¡Ayúdanos ahora! —tendió el otro casco comunicador hacia la extraordinaria presencia.
Andrej había levantado la mirada y trataba de apartarse, sumido en un paroxismo de terror. Los ojos sobresalían de las órbitas a causa de la presión de la sangre, y empezó a vomitar dentro de la máscara. Se arrastró tan rápidamente como pudo hacia la cornisa del tejado, impelido por un terrible miedo inhumano que sacudía su cuerpo.
Derkhan lo sujetó y lo sostuvo en su lugar. Él ignoró su arma, los ojos vacíos de todo lo que no fuera la vasta araña que se cernía sobre él con movimientos lentos y portentosos. Derkhan podía someterlo con facilidad. Sus gastados músculos se flexionaban y se retorcían en vano. Ella lo arrastró de vuelta y lo inmovilizó.
Isaac no los miraba. Le tendió el casco a la Tejedora, suplicante.
—Necesitamos que te pongas esto —dijo—. ¡Póntelo ya! Podemos acabar con todas. Dijiste que nos ayudarías… a reparar la tela… por favor.
La lluvia tamborileaba sobre el duro caparazón de la Tejedora. Cada segundo más o menos, una o dos gotas al azar crepitaban violentamente y se evaporaban al entrar en contacto con ella. La Tejedora seguía hablando, como siempre, un murmullo inaudible que Isaac y Derkhan y Yagharek no podían comprender.
Alargó las patas, tomó el casco con sus manos suaves, humanas, y se lo colocó sobre la segmentada cabeza.
Isaac cerró los ojos con un alivio breve y exhausto y luego volvió a abrirlos.
—¡No te lo quites! —siseó—. ¡Ajústatelo!
Con dedos que se movían con tanta elegancia como los de un maestro sastre, la araña lo hizo.
…HARÁS COSQUILLAS Y BROMAS… farfullaba de forma ininteligible… COMO LAS CRÍAS PENSANTES GOTEAN POR METAL CHAPOTEANTE Y MEZCLAN EN EL FANGO MI CÓLERA MI ESPEJO UNA MIRÍADA DE BURBUJAS DE FORMAS DE ONDAS CEREBRALES QUE EXPLOTAN Y TEJEN PLANES MÁS Y MÁS Y MÁS AÚN MI INGENIOSO MAESTRO ARTESANO…
Y mientras la Tejedora continuaba canturreando con proclamas incomprensibles y oníricas, Isaac vio que la última de las correas se tensaba bajo sus terroríficas mandíbulas: giró los interruptores que abrían las válvulas del casco de Andrej y apretó la sucesión de palancas que hacían funcionar toda la potencia de procesamiento de las calculadoras analíticas y el motor de crisis. Retrocedió.
Corrientes extraordinarias recorrieron a toda velocidad la maquinaria que había frente a ellos.
Se produjo un momento de inmovilidad casi total, en el que incluso la lluvia pareció detenerse.
Chispas de colores diversos y extraordinarios saltaron de las conexiones.
Un arco masivo de potencia tensó de pronto por completo el cuerpo de Andrej. Una corona de luz inestable lo rodeó durante un instante. El asombro y el miedo cristalizaban su cuerpo.
Isaac, Derkhan y Yagharek lo observaban, paralizados.
Mientras las baterías enviaban grandes esputos de partículas cargadas y aceleradas por el intrincado circuito, flujos de potencia y órdenes procesadas interactuaban en complejos bucles de retroalimentación, un drama infinitamente veloz que se desarrollaba a escala femtoscópica.
El casco de comunicaciones empezó su labor, absorbiendo las emanaciones de la mente de Andrej y amplificándolas en un flujo de taumaturgones y ondas. Recorrieron el circuito a la velocidad de la luz y se encaminaron hacia el embudo invertido que las enviaría en silencio hacia el éter.
Pero fueron desviadas.
Fueron procesadas, leídas, matematizadas por el ordenado martilleo de diminutas válvulas e interruptores.
Al cabo de un momento infinitamente pequeño, dos nuevas emisiones de energía irrumpieron en el circuito. Primero vino la que procedía de la Tejedora, fluyendo en tropel desde el casco que llevaba. Una diminuta fracción de segundo más tarde, llegó con un chispazo la corriente del Consejo de los Constructos, a través del tosco cable que los comunicaba con el vertedero del Meandro Griss, dando tumbos arriba y abajo por las calles, a través de las válvulas-circuito en un gran despliegue de potencia, hasta los circuitos del casco de Andrej.
Isaac había visto cómo las polillas asesinas babeaban y pasaban sus lenguas indiscriminadamente por el cuerpo de la Tejedora. Las había visto embriagadas, pero no saciadas.
Todo el cuerpo de la Tejedora emanaba ondas mentales, se había dado cuenta de ello, pero no eran como las de ninguna otra raza inteligente. Las polillas asesinas lamían ansiosamente y probaban su sabor… pero no encontraban sustento en ella.
La Tejedora pensaba en un continuo, incomprensible, giratorio torrente de consciencia. No había capas en su mente, no había ego que controlase las funciones inferiores ni córtex animal que mantuviera la mente asentada. Para la Tejedora, no había sueños durante la noche, no habían mensajes ocultos provenientes de las esquinas secretas de la mente, no había limpieza a fondo de la basura acumulada con el material sobrante de una consciencia ordenada. Para la Tejedora, el sueño y la vigilia eran una misma cosa. La Tejedora soñaba con ser consciente y su consciencia era su sueño, en una interminable e insondable sucesión de imagen, deseo, cognición y emoción.
Para las polillas asesinas, era como la espuma de una bebida efervescente. Era embriagadora y deliciosa pero carecía de principio organizador, de sustrato. De sustancia. Aquellos sueños no bastaban para alimentarlas.
La extraordinaria ráfaga de la consciencia de la Tejedora irrumpió a través de los cables en los sofisticados motores.
Y justo detrás de ella vino el torrente de partículas proveniente del cerebro del Consejo de los Constructos.
En extremo contraste con el frenesí viral que lo había engendrado, el Consejo de los Constructos pensaba con estremecedora exactitud. Los conceptos se reducían a una multiplicidad de interruptores encendido-apagado, un solipsismo privado de alma que procesaba la información sin la complicación arcana de los deseos o la pasión. Una voluntad de existencia y engrandecimiento, desprovisto de toda psicología, una mente contemplativa e infinita, circunstancialmente cruel.
Para las polillas asesinas era completamente invisible, pensamiento sin consciencia. Era carne sin sabor ni olor, calorías-pensamiento vacías, inconcebibles como nutrientes. Como cenizas.
La mente del Consejo se derramó en la máquina… y hubo un momento de intensa actividad mientras se enviaban órdenes por las conexiones de cobre desde el vertedero, mientras el Consejo trataba de absorber de vuelta a sí la información y el control del motor. Pero el circuito rompeolas era sólido. El flujo de partículas solo se producía en un sentido.
Fue asimilado al pasar a través del motor analítico.
Se alcanzó un grupo de parámetros. Instrucciones complejas tamborilearon a través de las válvulas.
En el transcurso de un séptimo de segundo, había comenzado una rápida secuencia de actividad procesadora.
La máquina examinó la forma de la primera entrada x, la firma mental de Andrej.
Simultáneamente, dos órdenes subsidiarias se enviaron por los tubos y los cables. Modelo de forma de entrada y, decía una, y los motores cartografiaron la extraordinaria corriente mental de la Tejedora; Modelo de forma de entrada z, e hicieron lo mismo con las vastas y poderosas ondas cerebrales del Consejo de los Constructos. Los motores analíticos calcularon el factor de escala de la salida y se concentraron en los paradigmas, las formas.
Las dos líneas de programación se fundieron para conformar una orden terciaria: Duplicar forma de onda de entrada x con entradas y, z.
Los comandos eran extraordinariamente complejos. Dependían de las máquinas avanzadas de cálculo que había proporcionado el Consejo de los Constructos y la intrincación de sus tarjetas de programación.
Los mapas matemático-analíticos de la realidad (incluso simplificados e imperfectos, defectuosos como inevitablemente eran) se convirtieron en plantillas. Las tres fueron comparadas.
La mente de Andrej, como la de cualquier humano cuerdo, cualquier vodyanoi o khepri o cacto cuerdo o cualquier otra criatura inteligente, era una unidad de consciencia y subconsciencia sumida en una dialéctica constantemente convulsa, la supresión y canalización de los sueños y los deseos, la recurrente recreación de lo subliminal a través de lo contradictorio, el ego racional-caprichoso. Y viceversa. La interacción de diferentes niveles de consciencia para formar un todo inestable y en permanente estado de auto-renovación.
La mente de Andrej no era como la fría racionalización del Consejo ni como la poética oneiroconsciencia de la Tejedora.
x, reseñaron los motores, era diferente a y y diferente a z.
Pero, dotada de estructura subyacente y flujo subconsciente, de racionalidad calculadora y deseo impulsivo, de análisis auto-maximizador y carga emocional, x, calcularon los motores analíticos, era igual a y más z.
Los motores psicotaumatúrgicos siguieron las órdenes recibidas. Combinaron y con z. Crearon un duplicado de la forma de onda de xy la emitieron por la salida del casco de Andrej.
Los flujos de partículas cargadas que se vertían en el casco desde el Consejo y la Tejedora se añadieron para formar un único y vasto todo. Los sueños de la Tejedora, los cálculos del Consejo, se alearon para imitar un subconsciente y un consciente, la mente humana en funcionamiento. Los nuevos ingredientes eran más poderosos que las débiles emanaciones de Andrej en un factor de enorme magnitud. La inmensidad de este poder no menguó mientras la nueva y enorme corriente se precipitaba hacia la ensanchada trompeta que apuntaba al cielo.
Poco más de un tercio de segundo había pasado desde que el circuito hubiera cobrado vida. Mientras el enorme flujo combinado de y+z se precipitaba hacia la salida, se cumplió una nueva serie de condiciones. El propio motor de crisis se encendió lanzando chispazos.
Utilizó las inestables categorías de las matemáticas de crisis, al mismo tiempo una visión persuasiva y una categorización objetiva. Su método deductivo era holístico, totalizador e inconstante.
Mientras las exudaciones del Consejo y de la Tejedora reemplazaban al flujo de Andrej, el motor de crisis recibió la misma información que los procesadores originales. Rápidamente evaluó los cálculos que estos habían realizado y examinó el nuevo flujo. En su asombrosamente compleja inteligencia tubular, una masiva anomalía se hizo evidente. Algo que las funciones estrictamente aritméticas de los otros motores nunca hubieran podido descubrir.
Las formas de los flujos de datos sometidos a análisis no correspondían exactamente con la suma de sus partes constituyentes.
Tanto y como z eran todos unificados, coherentes. Y, lo que resultaba más crucial todavía, también lo era x, la mente de Andrej, el punto de referencia para todo el modelo. Y el hecho de que fueran totalidades era capital para la forma de cada una de ellas.
Las capas de la consciencia que contenía x dependían las unas de las otras, eran mecanismos interconectados de un motor de consciencia autoalimentado. Lo que aritméticamente podía discernirse como racionalismo más sueños era en realidad un todo, cuyas partes constitutivas no podían ser separadas.
Ni y ni z eran la mitad de un modelo de x. Eran cualitativamente diferentes.
El motor aplicó una rigurosa lógica de crisis a la operación original. Un comando matemático había creado la analogía aritmética perfecta de un código fuente obtenido a partir de material dispar, y esa analogía era al mismo tiempo idéntica y radicalmente divergente del original al que imitaba.
Tres quintas partes de segundo después de que el circuito hubiera cobrado vida, el motor de crisis llegó a dos conclusiones simultáneas: x era igual a y+z y x era distinto a y+z.
La operación llevada a cabo resultaba profundamente inestable. Era paradójica, imposible de sostener y en ella se derrumbaba la aplicación de la lógica.
El proceso estaba, desde los primeros principios absolutos del análisis, desde la elaboración de modelos y desde la conversión, profundamente preñado de crisis.
Una fuente masiva de energía de crisis fue descubierta al instante. El hallazgo de la crisis la liberó para que pudiera ser aprovechada: los pistones metafísicos se alargaron y convulsionaron y enviaron destellos controlados de la volátil energía a través de los amplificadores y los transformadores. Los circuitos subsidiarios se agitaron y trepidaron. El motor de crisis empezó a dar vueltas como una dinamo, chisporroteando de energía y despidiendo complejas cargas de cuasivoltaje.
El comando definitivo atravesó en forma binaria las entrañas del motor de crisis. Canalizar energía, decía, y amplificar la salida.
Justo menos de un segundo después de que la potencia hubiera recorrido los cables y los mecanismos, el flujo imposible y paradójico de las consciencias reunidas, el flujo combinado de Tejedora y Consejo, se concentró e irrumpió masivamente por el casco comunicador de Andrej.
Sus propias emanaciones, desviadas, discurrían por un bucle retroalimentador de referencia, siendo constantemente comparadas al flujo de y+z por los motores analógicos y el de crisis. Privadas de una salida, empezaron a sufrir escapes, pequeños y peculiares arcos de plasma taumatúrgico. Goteaban invisibles sobre el rostro contorsionado de Andrej, mezclándose con el chorro continuo de la emisión Tejedora/ Consejo.
La mayor parte de la inmensa e inestable consciencia creada brotaba de las pestañas del casco en enormes goterones. Una columna creciente de ondas mentales y partículas ardía sobre la estación y se elevaba hacia el cielo. Era invisible, pero Isaac y Derkhan y Yagharek podían sentirla, un hormigueo en la piel, un sexto y un séptimo sentidos que despedían un zumbido sordo como una tinnitus psíquica.
Andrej se retorcía y se convulsionaba con la potencia del proceso que lo estaba recorriendo. Su boca se movía. Derkhan apartó la mirada, llena de repugnancia culpable.
La Tejedora danzaba adelante y atrás sobre los estiletes de sus pies mientras emitía suaves gemidos y tamborileaba sobre su casco.
—Cebo… —exclamó Yagharek con dureza, y se apartó del flujo de energía.
—Apenas acaba de empezar —gritó Isaac sobre el estruendo de la lluvia.
El motor de crisis zumbaba y se estaba calentando, mientras absorbía recursos enormes y cada vez mayores. Enviaba oleadas de corriente transformadora a través de los cables aislantes en dirección a Andrej, que se agitaba y se zarandeaba presa del terror y de la agonía.
El motor drenaba la energía de la inestable situación y la canalizaba, obedeciendo sus instrucciones, derramándola en una forma transmutadora sobre el flujo Tejedora/Consejo. Alimentándolo. Incrementando su intensidad, su alcance y su potencia. Y volviendo a incrementarla.
Comenzó un bucle de retroalimentación. El flujo artificial se hacía más fuerte; y como una enorme torre fortificada sobre unos cimientos inestables, el incremento de su masa lo hacía más precario. Su ontología paradójica se volvía más frágil conforme aumentaba la potencia del flujo. La crisis se agudizaba. La potencia transformadora del motor aumentaba exponencialmente; alimentaba el flujo mental; la crisis volvía a intensificarse…
El hormigueo de la piel de Isaac empeoró. Una nota parecía estar sonando en su cráneo, un pitido que incrementaba su agudeza como si algo muy cercano estuviera dando vueltas y más vueltas, fuera de control.
Se encogió.
…BUENA PENA Y GRACIA FUENTE QUE SE DERRAMA COBRA MENTE PERO MENTE ES NO MENTE… continuaba murmurando la Tejedora… UNO Y UNO EN UNO NO SERVIRÁ PERO ESTO ES UNO Y DOS A LA VEZ GANAREMOS CÓMO GANAREMOS QUÉ HERMOSO…
Mientras Andrej se estremecía como la víctima de una tortura bajo la siniestra lluvia, la potencia que recorría su cabeza y se vertía al cielo ganaba en intensidad y se incrementaba a un ritmo terrorífico, geométrico. Era un proceso invisible pero podía sentirse: Isaac, Derkhan y Yagharek se apartaron de la convulsa figura tanto como se lo permitía el pequeño espacio. Sus poros se abrían y se cerraban, su pelo o sus plumas se erizaban violentamente por toda su piel.
Y mientras tanto, el bucle de crisis continuó y la emanación se incrementó, hasta que casi resultó visible, un brillante pilar de éter perturbado de setenta metros de altura, que hacía que la luz de las estrellas y la de los aeróstatos se combara de forma imprecisa a su alrededor mientras se erguía como un invisible infierno sobre la ciudad.
Isaac se sentía como si sus encías se estuviesen pudriendo, como si sus dientes estuviesen tratando de escapar de sus mandíbulas.
La Tejedora continuaba danzando, extasiada.
Un enorme faro ardía en el éter. Una enorme columna de energía, rápidamente creciente, una consciencia fingida, el mapa de una mente falsificada que se hinchaba y engordaba en una terrible curva de aumento, imposible y vasta en aquel lugar, el portento de un dios inexistente.
Por toda Nueva Crobuzon, más de novecientos de los mejores comunicadores y taumaturgos de la ciudad se detuvieron y se volvieron repentinamente en dirección al Cuervo, los rostros arrugados de confusión y nebulosa alarma. Los más sensitivos se llevaron las manos a la cabeza y gimieron con inexplicable dolor.
Doscientos siete de ellos empezaron a farfullar un galimatías compuesto de códigos numerológicos y poesía exuberante. Ciento cincuenta y cinco sufrieron hemorragias nasales masivas, dos de las cuales, imposibles de contener, acabarían por resultar fatales.
Once, que trabajaban para el gobierno, arañaron las mesas de sus talleres en lo alto de la Espiga y corrieron, mientras trataban en vano de contener con pañuelos y papeles el fluido sanguinolento que se derramaba por sus narices y orejas, hacia la oficina de Eliza Stem-Fulcher.
—¡La estación de la calle Perdido! —fue todo lo que pudieron decir. Lo repitieron como idiotas durante varios minutos a la secretaria de Interior y al alcalde, que se encontraba con ella, mientras los sacudían con frustración, los labios temblando en busca de otros sonidos, y manchaban de sangre los inmaculados trajes a medida de sus jefes.
—¡La estación de la calle Perdido!
Muy arriba, sobre las amplias y desiertas calles de Chnum, planeando lentamente junto a las torres del templo de Cuña del Alquitrán, rodeando el río sobre el Aullido y remontándose en toda su longitud sobre los depauperados suburbios del Cantizal, se movían unos cuerpos complejos.
Con desplazamientos lentos y lenguas babeantes, las polillas asesinas buscaban presas.
Estaban hambrientas, ansiosas por darse un festín y preparar sus cuerpos y volver a procrear. Debían cazar.
Pero en cuatro súbitos, idénticos y simultáneos movimientos (separados por kilómetros en diferentes cuadrantes de la ciudad) las cuatro polillas asesinas levantaron la cabeza mientras volaban.
Batieron sus complejas alas y frenaron su marcha, hasta que estuvieron casi inmóviles en el aire. Cuatro rezumantes lenguas se desenroscaron y lamieron el aire.
En la lejanía, sobre el horizonte que brillaba con manchones de luz sucia, en los exteriores de la masa central de edificios, una columna se elevaba desde el suelo. Crecía y crecía mientras ellas lamían y saboreaban, y empezaron a aletear frenéticas conforme el aire les traía el aroma, el olor suculento de aquello que hervía y se arremolinaba en el éter.
Las demás fragancias y esencias de la ciudad se disiparon en la nada. Con asombrosa velocidad, el extraordinario rastro dobló su intensidad, y excitó a las polillas asesinas hasta volverlas locas.
Una por una emitieron un gorjeo de asombrada y deleitada codicia, un anhelo que no conocía límites.
Desde los extremos de la ciudad, desde los cuatro puntos cardinales, convergieron en un frenesí de batir de alas, cuatro cuerpos famélicos, exultantes y poderosos que descendían para alimentarse.
Hubo una diminuta emisión de luces en la pequeña consola. Isaac se aproximó lentamente, con el cuerpo encorvado, como si pudiera agacharse bajo el faro de energía que emanaba desde el cráneo de Andrej. El anciano se convulsionaba y se retorcía en el suelo.
Isaac tuvo mucho cuidado de no mirar su cuerpo despatarrado. Consultó la consola, tratando de encontrarle sentido al leve juego de luces de los diodos.
—Creo que es el Consejo de los Constructos —dijo por encima del monótono sonido de la lluvia—. Está enviando instrucciones para tratar de rodear la barrera, pero no creo que lo consiga. Esto es demasiado simple para él —dijo, mientras daba una palmaditas a la válvula circuito—. No hay nada de cuyo control pueda apoderarse —Isaac se imaginó una lucha en las femtoscópicas autopistas del cableado.
Levantó la mirada.
La Tejedora lo ignoraba, a él y a todos los demás, mientras tamborileaba con sus pequeños dedos contra el resbaladizo hormigón en ritmos complicados. Su baja voz resultaba incomprensible.
Derkhan estaba observando a Andrej con cansancio asqueado. Su cabeza se movía lentamente de adelante atrás como si el oleaje la estuviera balanceando. Movía la boca. Hablaba en una lengua muda. No te mueras, pensó Isaac fervientemente mientras miraba al malogrado anciano, viendo cómo se contorsionaba su rostro, sacudido por la extraña retroalimentación, no puedes morir todavía. Tienes que aguantar.
Yagharek, que estaba de pie, señaló repentinamente hacia lo alto, hacia un lejano cuadrante del cielo.
—Han cambiado su rumbo —dijo simplemente. Isaac levantó la mirada y vio lo que Yagharek les estaba indicando.
Muy lejos, a medio camino desde el extremo de la ciudad, tres de los dirigibles que flotaban a la deriva habían virado a propósito. Apenas eran visibles para el ojo humano, grumos negros contra el cielo de la noche, identificables tan solo por sus luces de navegación. Pero resultaba evidente que su perezoso y fortuito movimiento había cambiado; que se estaban dirigiendo pesadamente hacia la estación de Perdido, convergiendo.
—Vienen a por nosotros —dijo Isaac. No sentía miedo, solo tensión y una extraña tristeza—. Se acercan. ¡Fosos de los dioses, mierda! Son casi las diez, tenemos quince minutos antes de que lleguen. Solo podemos confiar en que las polillas sean más rápidas.
—No. No —Yagharek estaba sacudiendo la cabeza con rápida violencia. La inclinó y movió rápidamente los brazos para indicarles que guardaran silencio. Isaac y Derkhan se quedaron paralizados. La Tejedora prosiguió con su demente monólogo, pero era algo lejano y amortiguado. Isaac rezó para que no se aburriese y desapareciese. El dispositivo, el simulacro de mente, la crisis, todo ello se vendría abajo.
A su alrededor la atmósfera se estaba ribeteando, partiéndose como piel vieja mientras la fuerza de aquella impensable y floreciente oleada de potencia continuaba creciendo.
Yagharek estaba completamente concentrado en escuchar por encima del rumor de la lluvia.
—Se acerca gente por el tejado —dijo con urgencia. Con un movimiento diestro sacó su látigo del cinturón. Su alargado cuchillo pareció bailar en su mano izquierda y se detuvo, brillando bajo las luces refractadas de sodio. De nuevo se había convertido en guerrero y cazador.
Isaac se puso en pie y sacó su pistola. Comprobó rápidamente que estuviera limpia y llenó la cazoleta de pólvora, tratando de protegerla de la lluvia. Buscó a tientas la pequeña bolsa que contenía las balas y su cuerno de pólvora. Su corazón, se percató, solo se había acelerado ligeramente.
Vio a Derkhan, que estaba preparándose también. Ella sacó sus dos pistolas y las comprobó con la mirada fría.
Sobre la llanura de tejados, quince metros por debajo de ellos, había aparecido una pequeña tropa de figuras vestidas con uniformes oscuros. Corrían nerviosamente entre los afloramientos de la arquitectura, haciendo traquetear sus picas y sus rifles. Debían de ser unos doce, los rostros invisibles tras los cascos reflectantes, equipados con armaduras segmentadas que aleteaban contra sus cuerpos y las sutiles insignias que indicaban su rango. Se dispersaron y empezaron a aproximarse a la pendiente de tejados desde diferentes ángulos.
—Oh, buen Jabber —Isaac tragó saliva—. Estamos jodidos.
Cinco minutos, pensó, presa de la desesperación. Eso es todo lo que necesitamos. Las polillas no podrán resistirse, ya se están dirigiendo hacia aquí, ¿no podríais haber tardado un poco más?
Los dirigibles seguían aproximándose más y más, pesados e inevitables.
La milicia había llegado al extremo inferior de la ladera de pizarra. Comenzaron a trepar, agachados, escondiéndose tras las chimeneas y las ventanas abuhardilladas. Isaac se apartó del borde sin perderlos de vista.
La Tejedora estaba pasando su dedo índice sobre el agua del tejado, dejando un rastro de piedra seca y chamuscada en forma de patrones y dibujos de flores, mientras seguía susurrando para sí. El cuerpo de Andrej se sacudía recorrido por la corriente. Sus ojos giraban en las órbitas de forma desconcertante.
—¡Joder! —gritó Isaac, desesperado y furioso.
—Cierra la boca y pelea —siseó Derkhan. Se tendió sobre el suelo y se asomó cuidadosamente sobre el borde del tejado. Los soldados, muy bien entrenados, se encontraban demasiado cerca como para estar tranquilos. Apuntó y disparó con la mano izquierda.
Hubo una explosión súbita que pareció amortiguada por la lluvia. El oficial más próximo, que había ascendido casi la mitad de la pendiente, retrocedió tambaleándose mientras la bala golpeaba su armadura a la altura del pecho, rebotaba y se perdía en la oscuridad. Se balanceó momentáneamente sobre el borde del pequeño tejado-escalón en el que se encontraba y logró enderezarse. Mientras se relajaba y daba un paso hacia delante, Derkhan disparó su otra arma.
La placa del rostro del oficial se hizo añicos en una explosión sangrienta. Una nube de carne estalló en la parte trasera de su casco. Su rostro se hizo visible un instante, una mirada de asombro salpicada de fragmentos de cristal reflectante, cubierto por la sangre que brotaba de un agujero bajo su ojo derecho. Pareció saltar de espaldas como un campeón deportivo y descendió de forma elegante siete metros hasta chocar con un estruendo sordo contra la base del tejado.
Derkhan rugió triunfante y su grito se convirtió en palabras:
—¡Muere, puerco! —bramó. Retrocedió para apartarse de la vista mientras una rápida salva de disparos destrozaba el ladrillo y la piedra que había encima y debajo de ella.
Isaac se dejó caer sobre cuatro patas a su lado y la miró. Resultaba imposible de asegurar en medio de la pesada lluvia, pero creía que estaba sollozando furiosamente. Ella se apartó rodando del borde del tejado para recargar sus pistolas. Advirtió la mirada de Isaac.
—¡Haz algo! —le gritó.
Yagharek estaba de pie, un poco apartado del borde, porque se asomaba cada pocos segundos, esperando a que los hombres estuvieran al alcance de su látigo. Isaac avanzó a rastras y se asomó sobre el bordillo de la pequeña plataforma. Los hombres se estaban aproximando, ahora con más cautela, escondiéndose en cada nivel, sin dejarse ver, pero moviéndose a pesar de ello con increíble rapidez.
Isaac apuntó y disparó. Su bala impactó contra la pizarra sin hacer nada y manchó de polvo al soldado que marchaba en vanguardia.
—¡Maldita sea! —siseó y retrocedió para recargar su arma.
Una fría certeza de derrota se estaba apoderando de él. Había demasiados hombres y se acercaban demasiado deprisa. En cuanto la milicia llegase arriba, no tendrían defensa. Si la Tejedora acudía en su ayuda, perderían su cebo y las polillas asesinas escaparían. Podrían llevarse uno, dos o tres de los oficiales con ellos, pero no podrían escapar.
Andrej se sacudía arriba y abajo, arqueando la espalda y debatiéndose contra sus ligaduras. Los nervios entre los ojos de Isaac cantaban mientras el flujo de energía continuaba escaldando el éter. Los aeróstatos se estaban acercando. Isaac arrugó el rostro y se asomó por el borde de la plataforma. En la extensión quebrada de tejados que había debajo de ellos, los borrachos y los vagabundos se escabullían como animales asustados.
Yagharek chilló como un cuervo y señaló con el cuchillo.
Tras los soldados, en el aplanado paisaje de tejados que habían superado, una figura embozada surgió de una sombra, semejante a un eidolón, como si se hubiese materializado de la nada.
Su arremolinada capa despidió un destello verde botella.
Algo escupió intenso fuego y ruido desde la mano extendida de la figura, tres, cuatro, cinco veces. Isaac vio como un soldado, a medio camino de la pendiente, se inclinaba y se desplomaba en una fea cascada orgánica por toda la extensión de ladrillo. Mientras caía, dos hombres más se tambalearon y lo siguieron. Uno estaba muerto, la sangre se acumuló bajo su cuerpo tendido y se diluyó con la lluvia. El otro se arrastró unos metros y profirió un chillido horrendo desde debajo de la máscara mientras se llevaba las manos a sus sangrantes costillas.
Isaac contempló asombrado la escena.
—¿Quién coño es ese? —gritó—. ¿Qué coño está pasando? —debajo de ellos, su misterioso benefactor se había cobijado en un charco de sombra. Parecía estar haciendo algo con su arma.
Debajo de ellos, los soldados se habían quedado paralizados. Alguien vociferó órdenes bruscas, incomprensibles. Era evidente que estaban confusos y asustados.
Derkhan escudriñaba la oscuridad con una mirada de esperanza perpleja.
—Que los dioses te bendigan —gritó a la noche. Volvió a disparar con la mano izquierda, pero la bala impactó ruidosamente y sin causar daño en los ladrillos.
Diez metros por debajo de ellos, el herido seguía gritando. Trataba en vano de desabrocharse la máscara.
La unidad se dividió. Un hombre se agachó tras un afloramiento de ladrillos, alzó su rifle y apuntó a la oscuridad en la que se escondía el recién llegado. Varios de los hombres restantes empezaron a descender hacia el nuevo atacante. Los otros volvieron a ascender, a velocidad redoblada.
Mientras los dos pequeños grupos se movían arriba y abajo por la resbaladiza pendiente de los tejados, la figura extraña volvió a salir y disparó con extraordinaria rapidez. Tiene una especie de pistola repetidora, pensó Isaac con asombro, y entonces se sobresaltó al ver que dos oficiales más retrocedían desde el tejado, un poco más abajo de donde él se encontraba, y caían dando vueltas, gritando y rebotando brutalmente por la pendiente.
Isaac se dio cuenta de que el hombre no estaba disparando a los oficiales que se habían vuelto hacia él, sino que estaba concentrándose en proteger la pequeña plataforma, eligiendo como objetivos a los que más se aproximaban con magnífica pericia. Ahora era vulnerable a un ataque masivo.
Tres metros por debajo de Isaac, los soldados se estaban acercando. Volvió a disparar y logró robarle el resuello a un hombre, pero no atravesó su armadura. Derkhan disparó y, más abajo, el tirador apostado profirió una imprecación y soltó su rifle, que cayó ruidosamente.
Isaac recargó su arma con velocidad desesperada. Volvió la mirada hacia su máquina, vio que Andrej estaba hecho un ovillo bajo el muro. Tiritaba y su cara estaba manchada de saliva. La cabeza de Isaac latía siguiendo un extraño ritmo que provenía del creciente incendio de ondas mentales. Levantó la vista al cielo. Vamos, pensó, vamos, vamos. Volvió a mirar hacia abajo mientras recargaba, tratando de encontrar al misterioso recién llegado.
Estuvo a punto de gritar de miedo por su desconocido protector al ver que cuatro fornidos y bien armados soldados avanzaban al trote hacia la sombra en la que se había escondido.
Algo emergió de la oscuridad a gran velocidad, saltando de sombra en sombra y esquivando el fuego de los oficiales con extraordinaria facilidad. Sonó una patética descarga de disparos y los rifles de los cuatro hombres quedaron vacíos. Mientras se apoyaban sobre una rodilla para recargar, la figura embozada abandonó las tinieblas que la cobijaban y se irguió a unos pocos pasos de ellos.
Isaac la veía desde detrás, iluminada por la brusca y fría luz de alguna lámpara de flogisto. Su rostro estaba vuelto hacia la milicia. Su capa estaba desgastada y llena de parches. Isaac podía ver a duras penas una pequeña y gruesa pistola en su mano izquierda. Mientras las impasibles máscaras de cristal resplandecían bajo la luz y los cuatro oficiales parecían ceder a una momentánea inmovilidad, algo se extendió desde la mano derecha del hombre. Isaac no podía verlo con claridad, así que entornó la mirada hasta que el desconocido se movió ligeramente y alzó el brazo para mostrar la cosa dentada, mientras la manga de su prenda se hacía a un lado.
Era una enorme hoja serrada que se abría y cerraba ligeramente, como un par de crueles tijeras. Del codo del hombre sobresalía quitina nudosa, y en el extremo de la pinza prensil brillaba la punta de una cuchilla curvada.
El brazo derecho del hombre había sido reemplazado, rehecho, con una vasta garra de mantis.
Derkhan e Isaac lo miraron boquiabiertos y gritaron a un tiempo su nombre:
—¡Jack Mediamisa!
Mediamisa, el Fugado, el Jefe de los libertos, el hombre mantis, avanzó rápidamente hacia los soldados.
Estos levantaron las armas y sacaron las brillantes bayonetas.
Mediamisa los esquivó con velocidad de bailarina, cerró su miembro rehecho y retrocedió para alejarse con facilidad. Uno de los oficiales cayó, mientras la sangre manaba a borbotones de su lacerado cuello y se derramaba por detrás de su máscara.
Mediamisa había vuelto a marcharse y acechaba, dejándose ver solo en parte.
La atención de Isaac se vio distraída por un oficial que apareció sobre el alfeizar de una ventana, apenas dos metros por debajo de él. Disparó con demasiada rapidez y falló, pero algo sobre él serpenteó y golpeó violentamente el yelmo del soldado. Este se tambaleó, cayó hacia atrás y al instante se preparó para un nuevo ataque. Yagharek recogió rápidamente su pesado látigo, presto para utilizarlo de nuevo.
—¡Vamos, vamos! —le gritó Isaac al cielo.
Los navíos aerostáticos eran ahora figuras gruesas y amenazantes que descendían sobre ellos, preparadas para atacar. Mediamisa describía círculos alrededor de los atacantes, se precipitaba sobre ellos para mutilar a alguno y volvía a disolverse en la oscuridad. Derkhan estaba gritando, un pequeño aullido desafiante, cada vez que disparaba. Yagharek permanecía en posición, el látigo y el cuchillo temblando en sus manos. La milicia los tenía rodeados pero avanzaba lentamente, acobardada, temerosa, esperando a que llegasen los refuerzos.
Poco a poco, el monólogo de la Tejedora fue ganando en volumen, desde un susurro en el fondo del cráneo hasta una voz que avanzaba reptando a través de la carne y el hueso, llenando el cerebro.
…LO ES LO ES ESOS ASQUEROSOS ASESINOS ESOS ABURRIDOS VAMPIROS DEL PATRÓN QUE CHUPAN LA SANGRE AL PAISAJE DE LA TELA LO ES VIENEN SILBAN POR ESTE TORRENTE ESTA CORNUCOPIA ESTA ABUNDANCIA DE COMIDA QUE NO ES CUIDADO Y VIGILAD… decía… RICA DESTILACIÓN QUE SABE INCÓMODA EN EL PALADAR…
Isaac levantó la vista con un grito mudo. Escuchó un batir de alas, un golpeteo de aire agitado. Aquella lluvia de resplandores, la explosión de ondas mentales inventadas que hacían temblar su espina dorsal, continuaba batiendo mientras se aproximaba un sonido, oscilando de forma frenética entre la materia y el éter.
Un brillante carapacho descendió a través de las ondas termales: patrones agitados de color atravesaron violentamente el cielo en dos pares reflejados de alas de formas mutables. Miembros enrevesados y espinosas púas orgánicas trepidaron de impaciencia.
Famélica y temblorosa, la primera de las polillas asesinas había llegado.
El pesado cuerpo segmentado descendió describiendo una espiral, muy pegado a la columna de ardiente éter, como si estuviese en una montaña rusa. La lengua de la polilla la lamió ávidamente: estaba inmersa en un embriagador licor cerebral.
Mientras Isaac alzaba la mirada exultante hacia el cielo, vio otra forma que se acercaba revoloteando y luego otra, negro sobre negro. Una de las polillas descendió describiendo un arco brusco para pasar directamente bajo un grueso y pesado aeróstato, y se abalanzó sobre la tormenta de ondas metales que enviaba emisiones por todo el tejido de la ciudad.
El grupo de soldados desplegado sobre el tejado decidió que era el momento de renovar su ataque, y el chasquido sulfuroso de las pistolas de Derkhan despertó a Isaac al peligro. Miró a su alrededor y vio a Yagharek, agazapado en una postura animal, desenrollando su látigo como una mamba medio entrenada hacia el oficial cuya cabeza acababa de aparecer sobre el borde de la plataforma. El arma se cerró alrededor de su cuello y Yagharek tiró con fuerza, haciendo chocar la frente del hombre contra las húmedas tejas de pizarra.
Soltó el látigo con un movimiento brusco mientras el oficial, casi ahogado, caía hacia atrás con gran estruendo.
Isaac empuñó con torpeza su voluminosa arma. Se asomó y vio que dos de los oficiales que se habían vuelto hacia Jack Mediamisa estaban en el suelo, agonizando, mientras manaba la sangre de enormes desgarrones en su carne. Un tercero retrocedía cojeando y se agarraba con una mano el muslo lacerado. Mediamisa y el cuarto hombre habían desaparecido.
Por todo el paisaje de tejados, sonaban los gritos de los soldados, medio en fuga, aterrorizados y confusos. Urgidos por su teniente, reanudaron el avance.
—Mantenedlos a raya —gritó Isaac—. ¡Las polillas se acercan!
Las tres polillas asesinas descendían formando una larga hélice entrelazada, arremolinándose las unas por encima y por debajo de las otras, rotando en orden descendente alrededor de la masiva estela de energía que emergía en un vasto torrente del casco de Andrej. En el suelo, debajo de ellas, la Tejedora bailaba una comedida y pequeña jiga, pero las polillas asesinas no la veían. No advertían nada que no fuera la forma convulsa de Andrej, la fuente del enorme y dulce festín que se derramaba precipitadamente a la atmósfera. Estaban frenéticas.
Los depósitos de agua y las torres de ladrillos se irguieron hacia ellas como manos extendidas mientras, una por una, rompían el horizonte y descendían sobre el nimbo iluminado por las luces de gas de la ciudad.
Tenues ondas de ansiedad brotaban de ellas mientras avanzaban. Había algo fraccionalmente erróneo en el aroma que las rodeaba… pero era tan poderoso, tan increíblemente poderoso y estaban tan borrachas de ello, inestables sobre sus alas y agitándose de codicioso deleite, que no podían detener su vertiginoso descenso.
Isaac oyó que Derkhan profería una obscena imprecación. Yagharek había saltado sobre el tejado hasta ella y con un experto latigazo había hecho caer rodando a su atacante. Isaac disparó a la figura y la oyó gruñir de dolor al ser el músculo de su hombro desgarrado por la bala.
Los aeróstatos estaban ya casi sobre ellos. Derkhan estaba sentada, ligeramente apartada del borde, parpadeando, con los ojos llenos del polvo de ladrillo que había levantado el impacto de una bala en el muro junto a ella.
Quedaban unos cinco soldados en los tejados y seguían avanzando, lenta y sigilosamente.
Una última forma de insecto planeó hacia el tejado desde el sureste de la ciudad. Describió una gran curva en forma de «S» bajo el paso elevado del ferrocarril de Hogar de Esputo y volvió a ascender, volando en alas de las corrientes de la cálida noche, en dirección a la estación.
—Están todas aquí —susurró Isaac.
Mientras recargaba su arma, derramando la pólvora sobre ella a causa de su inexperiencia, levantó la vista. Abrió mucho los ojos: la primera de las polillas se aproximaba. Estaba a unos treinta metros sobre él y luego a veinte y entonces, repentinamente, a siete y a tres. La contempló con pavoroso asombro. Parecía moverse de forma deslizante mientras el tiempo se extendía a su alrededor, fino y muy lento. Isaac vio las patas, medio simiescas y prensiles, y la cola dentada, la enorme boca y los dientes castañeteantes, las cavidades oculares con sus torpes racimos de antenas como gusanos aturdidos, un centenar de extrusiones de carne que lanzaban latigazos y se desplegaban y apuntaban y retrocedían en un centenar de movimientos misteriosos… y las alas, aquellas prodigiosas, temibles alas, constantemente cambiantes, empapadas con un oleaje de colores inauditos que brotaban y retrocedían como bruscas tormentas.
Observó a la polilla directamente, olvidando los espejos que había frente a sus ojos. La cosa no tenía tiempo para él. Lo ignoró.
Se quedó helado un instante, sumido en un terror de recuerdos.
La polilla asesina pasó volando a su lado y levantó una gran ráfaga de viento que hizo aletear sus cabellos y su abrigo.
La embriagada criatura de innúmeros miembros se precipitó hacia delante, desenrolló su enorme lengua, escupió y castañeteó de hambre obscena. Cayó sobre Andrej como un espíritu de pesadilla, se aferró a él y trató desesperadamente de beber.
Mientras su lengua se deslizaba con rapidez por todos los orificios del anciano, cubriéndolo con una espesa saliva cítrica, otra polilla se escoró en el aire, chocó contra la primera y luchó con ella por la posición sobre el cuerpo de Andrej.
El anciano se sacudía nerviosamente mientras sus músculos trataban de encontrarle sentido a la oleada de estímulos absurdos que los envolvían. El torrente de las ondas mentales de Tejedora/Consejo se derramaba en su cráneo y brotaba de él.
El motor que yacía sobre la plataforma traqueteó. Se estaba calentando peligrosamente mientras sus pistones luchaban por retener el control de la enorme oleada de energía de crisis. La lluvia se evaporaba en cuanto lo tocaba.
Mientras la polilla se acercaba para aterrizar, la pugna por alimentarse en la boca de la fuente, en la seudomente que brotaba del cráneo de Andrej, continuaba. En un movimiento irritado y convulso, la primera polilla apartó de un golpe a la otra un par de metros y, desde donde había caído, esta lamió ansiosamente la parte trasera de la cabeza de Andrej.
La primera polilla introdujo su lengua en la boca babeante del anciano y luego la sacó con un repulsivo plop para buscar otra entrada. Por fin encontró la pequeña salida en el casco, desde la cual brotaba la riada de energía, cada vez más intensa. Deslizó la lengua por la entrada y alrededor de las esquinas dimensionales, entrando y saliendo del éter, haciendo rodar el sinuoso órgano alrededor de los múltiples planos del fluido.
Chilló de placer.
Su cráneo vibraba en su carne. Goterones de intensas ondas mentales artificiales chorreaban por su garganta y goteaban invisibles por las comisuras de su boca, un chorro ardiente de dulces e intensas calorías-pensamiento que se derramaba y se derramaba en su vientre, más poderoso, más concentrado que su alimento cotidiano en un factor vasto y cada vez mayor, un torrente de energía incontrolable que se extendió por su esófago y llenó su estómago en cuestión de segundos.
La polilla no podía soltarse. Se quedó allí, atracándose, paralizada. Podía sentir la inminencia de un peligro pero no le importaba, no podía pensar en nada que no fuera el embriagador y hechizante flujo de alimento que la inmovilizaba, que la enfocaba. Estaba atrapada allí con la intensidad imbécil de un insecto nocturno que se arroja una vez tras otra contra un cristal agrietado, tratando de encontrar un camino hasta la llama letal.
La polilla asesina se inmolaba a sí misma, inmersa en un torrente incontenible de poder.
Su estómago se hinchó y la quitina se quebró. El masivo fluir de emanaciones mentales la abrumaba. La enorme e inconcebible criatura se convulsionó una vez; su vientre y su cráneo estallaron con sonidos húmedos y explosivos.
Instantáneamente se desplomó hacia atrás y murió en dos rociadas de icor y piel desgarrada, mientras de sus masivas heridas manaban entrañas y pedazos de cerebro empapados con licor mental no digerido, imposible de digerir.
Se desparramó, muerta, sobre la forma insensible de Andrej, sacudida por movimientos espasmódicos, goteante, rota.
Isaac bramó de deleite, un enorme grito de asombrado triunfo. Andrej fue olvidado por un instante.
—¡Sí! —exclamó Derkhan exultante, y Yagharek emitió el ululante chillido sin palabras de un cazador que se ha cobrado su presa. Debajo de ellos, los milicianos se detuvieron. No podían ver lo que había ocurrido, pero los repentinos gritos de triunfo les habían alarmado.
La segunda polilla estaba trepando sobre el cuerpo de su hermana muerta, lamiendo y chupando. El motor de crisis seguía sonando; Andrej todavía se arrastraba, agonizante, bajo la lluvia, ajeno a lo que estaba ocurriendo. La polilla asesina arañaba el aire en busca del continuo flujo.
La tercera polilla llegó, rociando agua de lluvia en todas direcciones con el furioso batir de sus alas. Se detuvo durante una fracción de segundo, mientras saboreaba en el aire la muerte de la otra polilla, pero el tufo de aquellas asombrosas ondas Tejedora/Consejo resultaba irresistible. Se arrastró sobre los pegajosos y resbaladizos intestinos de la polilla caída.
Su hermana fue más rápida. Encontró la tubería de salida del casco, hundió la boca en el embudo y ancló su lengua al tubo como una especie de vampírico cordón umbilical.
Tragó y chupó, hambrienta y excitada, borracha, devorada por el deseo.
Estaba presa. No pudo resistirse cuando la potencia del alimento empezó a abrir un agujero en las paredes de su estómago. Gimió y vomitó, mientras los glóbulos metadimensionales de patrones cerebrales volvían a ascender por su esófago y se encontraban con el torrente que seguía succionando como si fuera néctar, convergían en su garganta y la ahogaban, hasta que la suave piel de su cuello se distendió y desgarró.
Empezó a sangrar y a morir por la descuartizada traqueotomía, sin dejar de beber del casco y acelerando así su propia muerte. La marejada de energía era demasiado intensa: destruyó a la polilla tan deprisa como su propia sangre sin adulterar hubiera hecho con un humano. La mente de la criatura ardió por completo, como una gran ampolla de sangre.
Cayó de espaldas y su lengua se retrajo perezosamente como un elástico viejo.
Isaac volvió a rugir mientras la tercera polilla apartaba el cadáver convulso de su hermana y se alimentaba.
Los soldados estaban llegando al último de los tejados que precedía a la plataforma. Yagharek se movió en una danza letal. Su látigo cortó el aire; varios oficiales se tambalearon y retrocedieron, desaparecieron de la vista, buscaron cautelosamente el refugio de las chimeneas.
Derkhan volvió a disparar, esta vez a la cara de un soldado que acababa de aparecer frente a ella, pero la carga principal de pólvora de la cazoleta de su pistola no prendió como era debido. Soltó una imprecación y alejó de sí la pistola todo cuanto le permitía la longitud de su brazo, tratando al mismo tiempo de seguir apuntando al oficial. Este avanzó y entonces la pólvora estalló por fin y lanzó una bala sobre su cabeza. Se agachó y uno de sus pies resbaló en la superficie húmeda del tejado.
Isaac apuntó su arma, disparó mientras el hombre trataba de recuperar el equilibrio y le metió una bala en la parte posterior de la cabeza. El oficial dio una sacudida y su cabeza chocó contra el suelo. Isaac alargó el brazo hacia su cuerno de pólvora y entonces retrocedió. No tenía tiempo para recargar, advirtió. Los últimos supervivientes se abalanzaban sobre él. Habían estado esperando a que disparara.
—¡Retrocede, Dee! —gritó, y se apartó del borde.
Yagharek derribó a un hombre con un latigazo en las piernas, pero la llegada de los oficiales lo obligó a retroceder. Los tres se retiraron del borde de la cornisa y miraron desesperadamente a su alrededor en busca de armas.
Isaac tropezó sobre la pata segmentada de una polilla muerta. Detrás de él, la tercera polilla estaba emitiendo pequeños chillidos de placer mientras bebía. Se fundieron en un solo aullido, un prolongado sonido animal de deleite o miseria.
El sonido gimiente hizo volverse a Isaac, que se vio atrapado en una húmeda detonación de carne. Los intestinos se desparramaron ruidosamente sobre el tejado y lo volvieron traicionero.
La tercera polilla había sucumbido.
Isaac contempló la oscura y repantigada forma, dura y jaspeada, grande como un oso. Estaba completamente despatarrada en un estallido radial de miembros, y parte del cuerpo y su vaciado tórax goteaba. La Tejedora se inclinó hacia delante como un niño y palpó el extendido exoesqueleto con un dedo vacilante.
Andrej seguía moviéndose, aunque sus patadas eran cada vez más intermitentes y débiles. Las polillas no habían bebido de él, sino de la masiva riada de pensamientos que burbujeaba desde su casco. Su mente todavía operaba, perpleja, aterrada y atrapada en el terrible bucle de retroalimentación del motor de crisis. Cada vez se movía con más lentitud, y su cuerpo se estaba colapsando como consecuencia de la terrible tensión. Su boca se abría en bostezos exagerados para limpiarse de la espesa saliva que apestaba a podredumbre.
Directamente sobre él, la última de las polillas describía una espiral sobre la fuente de energía que brotaba de su casco. Sus alas estaban inmóviles, ladeadas para contener su descenso, mientras se dejaba caer desde el cielo como una monstruosa arma homicida hacia la enmarañada carnicería. Se precipitaba sobre la fuente del festín, un racimo de patas y manos y garfios extendidos en frenética depredación.
El teniente de la milicia se alzó treinta centímetros sobre el canalón de la cornisa del tejado. Titubeó y gritó algo a sus hombres:
—¡…dida Tejedora!
Y luego disparó a Isaac sin apuntar. Este saltó a un lado y lanzó un brusco gruñido de alivio al darse cuenta de que no había sido herido. Cogió una llave inglesa del montón de herramientas que había a sus pies y la arrojó contra el reflectante casco.
Algo se balanceaba en el aire de manera inestable alrededor de Isaac. Sus entrañas se tensaron y vibraron. Miró a su alrededor, salvaje.
Derkhan caminaba hacia atrás alejándose de la cornisa del tejado, con el rostro arrugado de horror inefable. Miraba a su alrededor presa de un miedo indefinido. Yagharek se había llevado la mano izquierda a la cabeza y el largo cuchillo bailaba de forma incierta en sus dedos. Su mano derecha y el látigo estaban inmóviles.
La Tejedora levantó la mirada y musitó algo.
Había un pequeño agujero redondo en el pecho de Andrej, donde la bala del oficial le había alcanzado. La sangre, que manaba en perezosos impulsos, se derramó sobre su vientre y saturó sus mugrientas ropas. Tenía el rostro blanco y los ojos cerrados.
El patrón de sus ondas cerebrales vaciló. Los motores que combinaban las exudaciones de la Tejedora y del Consejo titubearon, inseguros, mientras su plantilla, su referencia, decaía repentinamente.
Andrej era tenaz. Era un anciano cuyo cuerpo se estaba desplomando bajo el opresivo peso de una enfermedad degenerativa que lo pudría y cuya mente estaba rígida como consecuencia de las emisiones oníricas coaguladas. Pero incluso con una bala alojada bajo el corazón y una hemorragia pulmonar, tardó casi diez segundos en morir.
Isaac lo sostuvo mientras el anciano respiraba de forma sanguinolenta. La cabeza con el voluminoso casco se ladeó de forma absurda. Isaac apretó los dientes mientras el anciano moría. En el mismo final, en lo que puede que fuera un espasmo de sus agonizantes nervios, Andrej se puso tenso, sujetó a Isaac y lo abrazó con lo que el científico deseó desesperadamente que fuera perdón.
Tenía que hacerlo lo siento lo siento, pensó, aturdido.
Detrás de Isaac, la Tejedora seguía trazando dibujos con los derramados fluidos de las polillas asesinas. Yagharek y Derkhan estaban llamando a Isaac a gritos, mientras los soldados trepaban por la cornisa del tejado.
Uno de los dirigibles había descendido y ahora pendía a veinte o veinticinco metros sobre la plataforma del tejado. Se cernía sobre ellos como un tiburón hinchado. Una maraña de cables se estaba desenrollando desordenadamente a través de la oscuridad, en dirección a la gran extensión de arcilla.
El cerebro de Andrej se apagó como una bombilla rota.
Una confusa mezcolanza de información recorrió las entrañas de los motores analíticos.
Sin contar con la mente de Andrej como referencia, la combinación de las ondas de la Tejedora y del Consejo de los Constructos se volvió repentinamente fortuita y sus proporciones variaron y se balancearon sin orden ni concierto. Ya no formaban nada: eran solamente un chapoteo desordenado de partículas y ondas oscilantes.
La crisis había pasado. La cada vez más gruesa mezcla de ondas mentales no era más que la suma de sus partes y había dejado de tratar de ser otra cosa. La paradoja, la tensión, desaparecieron. El vasto campo de energía crítica se evaporó.
Los ardientes engranajes y los equipos mecánicos del motor de crisis parpadearon y se detuvieron abruptamente.
Con un crujiente colapso implosivo, la enorme marejada de energía mental se disolvió en un instante.
Isaac, Derkhan, Yagharek y los oficiales que había en un radio de diez metros a la redonda lanzaron gritos de dolor. Se sentían como si, caminando bajo una brillante luz de sol, hubiesen de pronto emergido a una oscuridad tan brusca y tan absoluta que dolía. Una agonía gris estalló detrás de sus ojos.
Isaac dejó que el cuerpo de Andrej cayera lentamente al suelo mojado.
En el húmedo calor de la noche, un poco por encima de la estación, la última polilla asesina daba vueltas, confusa. Batía sus alas en complejos patrones de cuatro movimientos, enviaba remolinos de aire en todas direcciones. Flotaba.
El untuoso pensamiento nutriente, la inimaginable efusión, había desaparecido. El frenesí que se había apoderado de ella, la terrible voracidad sin sentido, se había esfumado.
Extendió la lengua y sus antenas temblaron. Había un puñado de mentes debajo de ella pero, antes de que pudiera atacar, la polilla sintió el burbujeo caótico de la consciencia de la Tejedora y recordó sus agónicas batallas, y entonces chilló de miedo y furia, retrajo el cuello y enseñó sus monstruosos dientes.
Y entonces el inconfundible aroma de sus hermanas de raza se arrastró hasta ella. Giró en el aire, conmocionada, mientras percibía una, dos, tres hermanas muertas, todas sus hermanas, cada una de ellas, destripadas, aniquiladas y destrozadas, consumidas.
Estaba loca de dolor. Lanzó un agudo gemido ultrasónico y describió un giro acrobático mientras enviaba pequeñas llamadas de socorro, tratando de encontrar por el eco otras polillas, palpando con sus antenas a través de capas de percepción poco claras y aferrándose a cualquier cosa que remedase una respuesta.
Estaba completamente sola.
Se alejó girando del tejado, de la estación de la calle Perdido, de aquel osario en el que yacían sus hermanas destrozadas, del recuerdo de aquel aroma imposible, se alejó girando del Cuervo y de las garras de la Tejedora y de los grandes dirigibles que la acechaban, de la sombra de la Espiga tendida en dirección a la intersección de los ríos.
La polilla asesina volaba sumida en la miseria, en busca de un lugar para descansar.