Isaac aguardó, mirando a su invitado. El garuda guardaba silencio. Isaac podía verlo concentrándose. Se preparaba para hablar.
La voz del extraño era áspera y monótona.
—Tú eres el científico. Eres… Grimnebulin.
Tenía dificultades para pronunciar su nombre. Como un loro adiestrado para hablar, la forma de las consonantes y vocales procedía de la garganta, sin ayuda de labios versátiles. Isaac solo había conversado con dos garudas en su vida. Uno era un viajero que llevaba mucho tiempo practicando la formación de los sonidos humanos; el otro era un estudiante, uno de la diminuta comunidad garuda nacida y criada de Nueva Crobuzon, que crecía farfullando la germanía de la ciudad. Ninguno había sonado humano, pero tampoco tan animal como aquel enorme hombre pájaro pugnando con una lengua extraña. Isaac tardó un momento en comprender lo que acababa de decir.
—Lo soy. —Extendió una mano y habló con lentitud—. ¿Cómo te llamas?
El garuda observó imperioso la mano, antes de sacudirla con un apretón extrañamente frágil.
—Yagharek… —Se produjo una tensión aguda en la primera sílaba. La gran criatura hizo una pausa y se movió incómodo antes de seguir. Repitió el nombre, pero esta vez añadiendo un complejo sufijo.
Isaac asintió con la cabeza.
—¿Es ese todo tu nombre?
—Nombre… y título.
Isaac enarcó una ceja.
—¿Estoy, pues, en presencia de la nobleza?
El garuda lo contempló con mirada inerte. Al final respondió lentamente, sin apartar los ojos.
—Soy Persona Demasiado Demasiado Abstracta Yagharek No Digno de Respeto.
Isaac parpadeó. Se frotó la cara.
—Um… bien. Tendrás que perdonarme, Yagharek. No estoy familiarizado con… eh… los honores garuda.
Yagharek asintió lentamente con su gran cabeza.
—Comprenderás.
Isaac le pidió que subiera con él, lo que hizo, lenta y cuidadosamente, dejando marcas en los escalones de madera allá donde los apresaba con sus garras. Pero Isaac no pudo persuadirlo para que se sentara, o para que comiera o bebiera.
El garuda permaneció en pie junto al escritorio, mientas su anfitrión lo contemplaba.
—Bien. ¿Por qué estás aquí?
De nuevo, Yagharek se concentró un momento antes de hablar.
—Llegué a Nueva Crobuzon hace unos días. Porque aquí están los científicos.
—¿De dónde eres?
—Cymek.
Isaac silbó. Había acertado. Se trataba de un larguísimo viaje. Al menos de mil quinientos kilómetros, a través de una tierra penosa y ardiente, de la llanura seca, del mar, de ciénagas y estepas. Yagharek tenía que haber sido empujado por una pasión realmente fuerte.
—¿Qué sabes sobre los científicos de Nueva Crobuzon? —preguntó Isaac.
—Hemos leído sobre la universidad. Sobre la ciencia y la industria que se mueve y se mueve como en ningún otro sitio. Sobre la Ciénaga Brock.
—¿Pero dónde oís todas estas cosas?
—En nuestra biblioteca.
Isaac estaba asombrado. Abrió la boca antes de recuperarse.
—Perdóname —dijo—. Creía que erais nómadas.
—Sí. Nuestra biblioteca viaja.
Y Yagharek le contó a Isaac, para mayor asombro de este, sobre la gran biblioteca del Cymek, sobre el clan de bibliotecarios que preparaba los miles de volúmenes en sus baúles y los transportaba cuando volaban, siguiendo la comida y el agua en el cruel y perpetuo verano del desierto; sobre la enorme aldea de tiendas que surgía allá donde aterrizaban, y sobre las bandadas de garudas que se congregaban en aquel vasto centro de saber siempre que podían.
La biblioteca tenía cientos de años de antigüedad, con manuscritos en incontables lenguas, tanto vivas como muertas: el ragamol, del que el idioma de Nueva Crobuzon era un dialecto; el hotchi; el vodyanoi félido y el del sur; el alto khepri; y muchos otros. Incluso contenía un códice, aseguró Yagharek con evidente orgullo, escrito en el secreto dialecto de los recuerdos manuales.
Isaac no dijo palabra, avergonzado por su ignorancia. Su imagen de los garuda se desmoronaba minuto a minuto. Eran algo más que salvajes dignificados. Ya es hora de que consulte mi propia biblioteca y aprenda algo sobre ellos. Cerdo ignorante, hijo de puta, se reprochó.
—Nuestra lengua carece de forma escrita, pero hemos aprendido a leer y escribir muchas otras lenguas a lo largo del tiempo —decía Yagharek—. Comerciamos con libros con viajeros y mercaderes, muchos de los cuales pasan por Nueva Crobuzon. Algunos son nativos de esta ciudad. Es un lugar que conocemos bien. He leído la historia, los relatos.
—Entonces ganas, compañero, porque yo no sé una mierda de tu hogar —respondió abatido Isaac. Se produjo un silencio. Volvió a mirar a Yagharek.
—Aún no me has dicho por qué estás aquí.
El garuda apartó la vista y miró por la ventana. Abajo, las barcazas flotaban sin rumbo.
Era difícil discernir emociones en la voz rasposa del garuda, pero Isaac creyó percibir disgusto.
—Me he arrastrado como una sabandija de agujero en agujero durante dos semanas. He buscado diarios y rumores, información, y me ha conducido hasta la Ciénaga Brock, y de ahí a ti. La pregunta que me ha traído aquí es: «¿Quién puede cambiar las capacidades del material?». «Grimnebulin, Grimnebulin», dice todo el mundo. Me dicen: «Si tienes oro es tuyo, o si no tienes oro pero le interesas, o si le aburres pero te compadece, o si se encapricha». Dicen que eres un hombre que conoce los secretos de la materia, Grimnebulin. —Yagharek lo miraba directamente—. Tengo algo de oro. Te interesaré. Compadécete de mí, suplico tu ayuda.
—Dime qué necesitas.
El garuda volvió a apartar la mirada.
—Quizá hayas volado en un globo, Grimnebulin. Quizá hayas mirado los tejados, la tierra. Yo crecí cazando desde los cielos. Los garuda somos un pueblo cazador. Llevamos nuestros arcos y lanzas y largos látigos, y surcamos el aire de los pájaros, el terreno de caza. Eso es lo que nos hace garudas. Mis pies no están hechos para caminar por vuestros suelos, sino para cerrarse sobre cuerpos pequeños y destrozarlos. Para aferrarse a árboles secos, y a salientes rocosos entre la tierra y el sol.
Hablaba como un poeta. Su vocalización era horrenda, pero su lengua era la de las épicas y relatos que había leído, la oratoria curiosa y elevada de alguien que había aprendido una lengua a partir de libros antiguos.
—El vuelo no es un lujo, sino lo que me hace un garuda. Mi piel se echa a temblar cuando contemplo los tejados que me constriñen. Quiero ver esta ciudad desde los cielos antes de abandonarla, Grimnebulin. Quiero volar no una vez, sino siempre que lo desee. Quiero que me devuelvas el vuelo.
Yagharek se desabrochó la capa y la arrojó al suelo. Observó a Isaac avergonzado y desafiante. El humano sofocó un gemido.
Yagharek carecía de alas.
Atado alrededor de la espalda portaba un intrincado armazón de puntales de madera y tiras de cuero que se bambolearon torpes al girarse. Dos grandes planchas labradas surgían de una especie de jubón de cuero bajo sus hombros, sobresaliendo por encima de la cabeza, donde se articulaban y bajaban hasta las rodillas, imitando la estructura ósea de unas alas. No había ni piel ni plumas, ni lienzo ni cuero entre ellas. No existía sistema alguno para planear. No eran más que un disfraz, un truco, un engaño oculto por la capa incongruente de Yagharek para simular que tenía alas.
Isaac se acercó. El garuda se tensó, pero permitió que el científico las tocara.
Isaac sacudió la cabeza atónito. Alcanzó a ver la cicatriz rugosa en la espalda, hasta que el garuda se giró hosco para encararse con él.
—¿Por qué? —suspiró Isaac.
La expresión de Yagharek se arrugó lentamente mientras entornaba los ojos. Emitió un débil gemido, totalmente humano, que creció y creció hasta convertirse en el melancólico grito de guerra de un pájaro de presa, estruendoso y monótono, triste y solitario. Isaac se alarmó cuando el lamento se convirtió en un gañido apenas comprensible.
—¡Porque esta es mi vergüenza! —aulló. Quedó en silencio unos instantes antes de volver a hablar con tono normal—. Esta es mi vergüenza.
Desabrochó el incómodo maderamen de su espalda y lo dejó caer al suelo con un sonido sordo.
Estaba desnudo hasta la cintura. Su cuerpo era enjuto y tenso, con una delgadez saludable. Sin el amenazador peso de sus falsas alas detrás, parecía pequeño y vulnerable.
Se giró lentamente e Isaac contuvo el aliento al ver, ahora claramente, las cicatrices.
Dos largas trincheras de carne en los omoplatos de Yagharek mostraban un tejido retorcido y enrojecido que parecía hervir. Unas feas grietas, heridas mal curadas, se extendían como pequeñas venas desde las erupciones. Las tiras de carne malfadada a ambos lados de la espalda medían unos cuarenta y cinco centímetros, y quizá diez en su punto más ancho. La expresión de Isaac estaba torcida con simpatía: las oquedades estaban cuajadas con toscos cortes, lo que le hizo comprender que le habían serrado las alas. No se trataba de un único corte repentino, sino de una larga y tortuosa desfiguración. Se encogió.
Unos delgados nudos óseos se movían y flexionaban; los músculos se estiraban, grotescamente visibles.
—¿Quién hizo esto? —dijo Isaac entre dientes apretados. Las historias eran ciertas, pensó. El Cymek es una tierra realmente salvaje.
Se produjo un largo silencio antes de que Yagharek respondiera.
—Yo… yo lo hice.
Al principio, Isaac pensó que no había oído bien.
—¿Qué quieres decir? ¿Cómo coño… podrías…?
—Yo lo provoqué —gritó el garuda—. Es justicia. Fui yo quien hizo esto.
—¿Es un castigo? Joder, la hostia, ¿qué… qué hiciste?
—¿Juzgas la justicia garuda, Grimnebulin? Me cuesta oír eso sin pensar en los rehechos…
—¡No trates de darle la vuelta! Sí, tienes razón, no tengo estómago para la ley de esta ciudad… Solo intento comprender qué te sucedió.
Yagharek lanzó un suspiro con un encogimiento de hombros de asombrosa humanidad. Cuando habló lo hizo con voz baja y dolida, como un deber que lamentara.
—Era demasiado abstracto. No era digno de respeto. Hubo… una locura… Estaba loco. Cometí un acto detestable, un acto detestable…
Sus palabras rompieron en gemidos de pájaro.
—¿Qué hiciste? —Isaac se aceró ante la posible atrocidad.
—Esta lengua no puede expresar mi crimen. En mi idioma… —Se detuvo unos instantes—. Trataré de traducirlo. En mi idioma decían… tenían razón… fui culpable de robo de elección… robo de elección en segundo grado… con total falta de respeto. —Yagharek volvía a mirar por la ventana. Alzó la cabeza de nuevo, pero no buscó la mirada del humano—. Por filo me consideraron Demasiado Demasiado Abstracto. Por ello no soy ya digno de respeto. Por ello soy lo que soy ahora. Ya no soy Persona Concreta y Respetada Yagharek. Ya no existe. Te dije mi nombre, y mi título. Soy Demasiado Demasiado Abstracto Yagharek No Digno de Respeto. Eso es lo que siempre seré, lo suficiente como para decírtelo.
Isaac sacudió la cabeza cuando el garuda se sentó poco a poco al borde de su cama. Parecía una figura desesperada. Lo miró largamente antes de responder.
—Tengo que decirte que… en realidad… eh… muchos de mis clientes son… no están en el lado correcto de la ley, por así decirlo. Mira, no voy a pretender que empiezo siquiera a comprender lo que hiciste, pero por lo que a mí respecta, no es asunto mío. Como dijiste, en esta ciudad no hay palabras para tu crimen; no creo poder entender lo que hiciste mal. —Isaac hablaba con lentitud y seriedad, pero su mente ya corría en otra dirección. Comenzó a hablar con más ánimo—. Y tu problema… es interesante. —Representaciones de fuerzas y líneas de energía, de resonancias femtomórficas y campos energéticos, comenzaban a saltar a su consciencia—. Ponerte en el aire es fácil: globos, manipuladores de fuerza, etc. No hay problema ni siquiera para hacerlo varias veces. Pero subirte siempre que quieras, con tu propio vapor… Porque eso es lo que quieres, ¿no? —Yagharek asintió e Isaac se rascó el mentón—. ¡Por los dioses! Sí… ahora es mucho más… ahora es un enigma mucho más interesante.
Comenzaba a retirarse a sus computaciones. Una zona prosaica de su cabeza le recordaba que no había tenido encargos desde hacía un tiempo, lo que significaba que podía sumergirse en la investigación. Un nivel más pragmático hacía el trabajo, evaluando la importancia y la urgencia de una labor tan notable. Un par de sencillos análisis de compuestos que podía posponer de forma casi indefinida; media promesa para sintetizar un elixir o dos, sin problemas para escaquearse… Aparte de eso, solo le quedaba su investigación personal sobre la acuartesanía vodyanoi, que podía dejar a un lado.
¡No, no, no!, se contradijo de repente. No hay por qué dejar la acuartesanía a un lado… ¡Puedo integrarla! Todo consiste en elementos tocando las narices, haciendo lo que quieren… líquido que se mantiene solo, materia pesada que invade el aire… tiene que haber algo ahí, un denominador común…
Con un esfuerzo, se devolvió al laboratorio y comprobó que Yagharek lo observaba impasible.
—Estoy interesado en tu problema —dijo simplemente. Sin dudarlo un instante, el garuda buscó en una bolsa y extrajo un enorme puñado de pepitas de oro retorcidas y sucias. Isaac abrió los ojos como platos.
—Bueno… eh, gracias. Desde luego, acepto algunos gastos, tarifas por hora, etc.
Yagharek entregó la bolsa al científico.
Isaac consiguió no lanzar una exclamación cuando la sopesó. Miró el interior, que contenía una capa tras otra de oro tamizado. Era indigno, pero se sintió casi hechizado. Aquello representaba más dinero del que nunca había visto reunido, el bastante para cubrir el coste de muchos experimentos y seguir viviendo bien durante meses.
Yagharek no era un negociador, eso estaba claro. Podía haberle ofrecido la tercera parte, la cuarta parte, y seguiría teniendo a sus pies a casi cualquiera en la Ciénaga Brock. Tendría que haber guardado una fracción, para usarla si el interés se desvanecía.
Puede que ya lo haya hecho, pensó Isaac, abriendo aún más los ojos.
—¿Cómo puedo contactar contigo? —dijo, aún mirando el oro—. ¿Dónde vives?
Yagharek sacudió la cabeza sin decir palabra.
—Bueno, tendré que poder ponerme en contacto contigo…
—Yo vendré a ti —replicó el garuda—. Cada día, cada dos días, cada semana… Me aseguraré de que no olvides mi caso.
—Por eso no te preocupes, te lo aseguro. ¿Me estás diciendo en serio que no podré enviarte mensajes?
—No sé dónde estaré, Grimnebulin. Aborrezco esta ciudad. Me acosa. Debo mantenerme en marcha.
Isaac se rindió con un encogimiento de hombros y Yagharek se incorporó para marcharse.
—¿Comprendes lo que quiero decir, Grimnebulin? No quiero tener que tomar una poción. No quiero tener que portar un arnés. No quiero tener que meterme en un artefacto. No quiero un viaje glorioso a las nubes seguido por una eternidad encadenado al suelo. Quiero que me dejes saltar de la tierra con la facilidad con la que tú pasas de un cuarto a otro. ¿Puedes conseguirlo, Grimnebulin?
—No lo sé —respondió con cuidado Isaac—, pero creo que sí. Por lo que sé, soy tu mejor apuesta. No soy químico, ni biólogo, ni taumaturgo… Soy un diletante, Yagharek, un indagador. Pienso en mí… —hizo una pausa y rió brevemente. Hablaba con espeso entusiasmo—. Pienso en mí como en la estación principal de todas las escuelas de pensamiento. Como la estación de la calle Perdido. ¿La conoces? —Yagharek asintió—. Inevitable, ¿no es así? Enorme, la hija puta. —Se palmeó la barriga para mantener la analogía—. Todas las líneas férreas se encuentran allí: la Sur, la Dexter, la Verso, la Principal y la Hundida: todas tienen que pasar por ella. Así soy yo. Ese es mi trabajo. Esa es la clase de científico que soy. Estoy siendo franco contigo. Como ves, creo ser aquel al que necesitas.
Yagharek asintió. Su rostro predador era anguloso, duro. Las emociones eran invisibles. Había que descodificar sus palabras. No era su expresión, ni sus ojos, ni su porte (antaño orgulloso e imperioso), ni su voz lo que permitían a Isaac percibir su desespero. Eran sus palabras.
—Sé un diletante, un estafador, un canalla… mientras me devuelvas los cielos, Grimnebulin.
Yagharek se detuvo para recoger su feo disfraz de madera. Se lo abrochó con evidente vergüenza, vencido por la indignidad del acto. Isaac lo contempló mientras se vestía con la enorme capa y empezaba a bajar las escaleras.
Isaac se apoyó pensativo sobre la barandilla y observó el espacio polvoriento. El garuda pasó junto al inmóvil constructo, junto a las pilas de papeles, sillas y pizarras. Los rayos de luz que se infiltraran por los agujeros horadados por el tiempo habían desaparecido. El sol estaba bajo, oculto tras los edificios frente al almacén, bloqueado por las hileras de ladrillos, deslizándose sobre la vieja ciudad, iluminando las laderas ocultas de las montañas del Zapato Danzante, la Cima Vertebral y los despeñaderos del Paso del Penitente, convirtiendo el paisaje quebrado en siluetas que acechaban kilómetros al oeste de Nueva Crobuzon.
Cuando Yagharek abrió la puerta, salió a una calle en sombras.
Isaac trabajó toda la noche.
En cuanto Yagharek se marchó, abrió la ventana y colgó una larga cuerda roja de unos clavos en el ladrillo. Desplazó la pesada máquina calculadora del centro de la mesa al suelo. Resmas de tarjetas de programación se derramaron desde el estante de almacenamiento, lo que provocó una maldición. Las juntó con el pie y las devolvió a su sitio. Entonces llevó la máquina de escribir a la mesa y comenzó a redactar una lista. En ocasiones se incorporaba de un salto y se acercaba a las estanterías improvisadas, o revolvía las pilas de libros en el suelo, hasta que daba con el volumen que buscaba. Entonces se lo llevaba a la mesa y hojeaba las últimas páginas en busca de la bibliografía. Copiaba detalles laboriosamente, atacando las teclas de la máquina de escribir con dos dedos.
Mientras escribía, los parámetros de su plan comenzaban a ampliarse. Cada vez buscaba más libros y sus ojos se abrían cuando comprendía el potencial de su investigación.
Al fin se detuvo y se recostó en la silla, pensativo. Tomó unas hojas sueltas y pergeñó diagramas, mapas mentales, planes sobre cómo proceder.
Una y otra vez regresaba al mismo modelo: un triángulo con una cruz firmemente plantada en su centro. No podía evitar sonreír.
—Me gusta —murmuró.
Alguien dio unos golpes en la ventana. Se incorporó y se acercó.
Desde el exterior lo saludó un rostro estúpido y escarlata. Dos cuernos puntiagudos surgían del mentón prominente, y los nudos y líneas óseas imitaban de forma poco convincente el cabello. Ojos acuosos observaban desde detrás de un feo rostro sonriente.
Isaac abrió la ventana, dando paso a la luz mortecina del ocaso. En las aguas del Cancro, las bocinas discutieron cuando dos barcazas industriales trataron de sobrepasarse. La criatura colgada del alféizar saltó al marco abierto de la ventana, apresando los bordes con manos retorcidas.
—¡C′ay, capitán! —cacareó. Su acento era fuerte y extraño—. He visto el clavo ese con la bufanda roja, y me digo, «¡A ver al jefe!». —Parpadeaba y ladraba su risa estúpida—. ¡Qué quiere, capitán! ¡Su servicio!
—Buenas noches, Teparadós. Has recibido mi mensaje.
La criatura batió sus rojas alas de murciélago.
Teparadós era un draco, seres de amplio pecho, como el de un gorrión, con gruesos brazos similares a los de un enano humano bajo aquellas alas tan feas como útiles. Los dracos surcaban los cielos de Nueva Crobuzon. Sus manos eran los pies, cuyos miembros sobresalían de la panza de sus cuerpos achatados, como las patas de un cuervo. Podían dar unos cuantos pasos torpes aquí y allí equilibrándose sobre las palmas, pero preferían volar sobre la ciudad, chillando y haciendo picados sobre los transeúntes.
Los dracos eran más inteligentes que los perros o los simios, pero claramente menos que los humanos. Prosperaban con una dieta intelectual de escatología, bufonadas e imitación, eligiendo nombres absurdos para los demás a partir de canciones populares, catálogos de muebles o libros de texto que apenas podían leer. Isaac sabía que la hermana de Teparadós se llamaba Chapa, y uno de sus hijos Sarna.
Los dracos vivían en cientos de miles de nichos, en áticos, en anejos, detrás de los carteles. La mayoría vivía en los márgenes de la sociedad. Los enormes depósitos de basura en las afueras del Cantizal y el Parque Abrogate, el vertedero junto al río en el Meandro Griss, todos ellos estaban infestados de dracos peleando y riendo, bebiendo de los canales estancados, fornicando en el aire y en tierra. Algunos, como Teparadós, complementaban esta vida con un empleo informal. Cuando las bufandas ondeaban en los tejados o se realizaban marcas de tiza junto a las ventanas de los áticos, lo más probable era que alguien estuviera llamando a un draco para algún trabajo.
Isaac buscó en su bolsillo y extrajo un shekel.
—¿Te gustaría ganarte esto, Teparadós?
—¡Claro, capitán! —gritó el ser—. ¡Cuidado abajo! —añadió gritando. El guano salpicó por la calle mientras el draco rompía a carcajadas.
Isaac le entregó la lista que había elaborado, enrollada como un pergamino.
—Llévalo a la biblioteca de la universidad. ¿La conoces? ¿Al otro lado del río? Muy bien. Está abierta hasta tarde, así que deberías encontrarla abierta. Dale esto al bibliotecario. He firmado, así que no debes de tener ningún problema. Te cargarán con algunos libros. ¿Crees que podrás traérmelos? Pesarán bastante.
—¡No pasa nada, capitán! —dijo Teparadós golpeándose el pecho como un tambor—. ¡Tipo fuerte!
—Estupendo. Consíguelo en un solo viaje y te daré algo más.
Teparadós cogió la lista y se giró para marcharse con un tosco grito infantil, cuando de repente Isaac lo asió por el borde de un ala. El draco se giró, sorprendido.
—¿Problemas, jefe?
—No, no… —Isaac contemplaba pensativo la base del ala. Abrió y cerró con cuidado el fuerte apéndice con las manos. Bajo la piel de un rojo vivido, ósea, moteada y rígida como el cuero, pudo sentir los músculos especializados del vuelo recorriendo la carne de las alas. Se movían con magnífica economía. Trazó un círculo completo con el ala, sintiendo los músculos tensarse en un movimiento de cucharón que servía para sacar el aire de debajo del draco. Teparadós rió entre dientes.
—¡Capitán cosquillas! ¡Diablo burlón! —gritó.
Isaac se acercó a coger unas hojas, obligándose a no arrastrar a Teparadós con él. Estaba visualizando de forma matemática el ala de la criatura como simples planos compuestos.
—Teparadós, ¿sabes qué te digo? Cuando vuelvas, te daré otro shekel si me dejas tirarte unos cuantos heliotipos y hacer un par de experimentos. Solo será una media hora. ¿Qué me dices?
—¡Estupendo, capitán!
El draco saltó al alféizar, y de ahí a la penumbra. Isaac entrecerró los ojos, estudiando el movimiento giratorio de las alas, observando aquellos fuertes músculos reservados a los voladores, que enviaban más de cuarenta kilos de carne y hueso retorcidos por los aires.
Cuando Teparadós hubo desaparecido de la vista, Isaac se sentó y redactó otra lista, esta vez a mano, escribiendo a toda prisa.
«Investigación», escribió en la parte superior. Y debajo: «física; gravedad; fuerzas/planos/vectores; CAMPO UNIFICADO». Y un poco más abajo, escribió: «Vuelo i) natural ii) taumatúrgico iii) quimicofísico iv) combinado v) otros».
Por fin, subrayado y en mayúsculas, escribió «FISONOMÍAS DEL VUELO».
Se echó hacia atrás no para descansar, sino listo para saltar. Estaba tarareando abstraído, desesperadamente emocionado.
Trató sin éxito de coger uno de los libros que había rescatado de debajo de la cama, un enorme y antiguo volumen. Lo dejó tropezar sobre la mesa, disfrutando del ruido. La cubierta estaba grabada con un dorado muy poco realista.
Bestiario de los sabios ocultos: Las razas inteligentes de Bas-Lag.
Golpeó la cubierta del clásico de Shacrestialchit, traducido por el vodyanoi Lubbock y actualizado hacía cien años por Benkerby Carnadine, comerciante humano, viajero y erudito de Nueva Crobuzon. Había sido reimpreso e imitado en incontables ocasiones, pero nadie lo había superado. Puso los dedos sobre la G del índice lateral y hojeó las páginas, hasta dar con el exquisito boceto en acuarela de los hombres pájaro del Cymek que prologaba el ensayo acerca de los garuda.
Cuando la luz desapareció de la estancia, encendió la lámpara de gas que descansaba sobre su escritorio. Fuera, en la noche fresca, al este, Teparadós batía sus alas mientras aferraba un saco de libros que colgaba bajo él. Podía ver el fulgor de la lámpara de Isaac, y justo más allá, fuera de la ventana, el marfil escupido de la lámpara de la calle. Una corriente constante de insectos nocturnos se arracimaba a su alrededor como elictrones. Algunos encontraban el camino por la grieta en el cristal y se inmolaban en la luz con una pequeña descarga. Sus restos carbonizados oscurecían el vidrio.
La lámpara era un faro, un fanal en aquella ciudad implacable, que dirigía el vuelo del draco sobre el río, lejos de la noche predadora.