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Hombres y mujeres vestidos con mugrientos monos se desperdigaban desde el vertedero del Meandro Griss.

Marchaban a pie y en carros, en pequeños grupos de cuatro o cinco. Se movían lentamente, sin llamar la atención. Aquellos que iban a pie cargaban grandes ringleras de cable sobre los hombros, o enrolladas alrededor de su cuerpo y del de un colega. En las partes traseras de los carros, los hombres y las mujeres transportaban enormes rollos de cable deshilachado.

Se dirigían a la ciudad a intervalos irregulares, cada dos o más horas, espaciando su salida según un plan desarrollado por el Consejo de los Constructos. Estaba calculado para ser fortuito.

Un pequeño carromato tirado por caballos y conducido por cuatro hombres se puso en marcha, se sumó al traficó junto al Puente Celosia y se dirigió por las sinuosas calles en dirección a Hogar de Esputo. Avanzaba sin prisa y torció para entrar en el amplio Bulevar San Dragonne, flanqueado por vainillas. Se balanceaba con un traqueteo sordo sobre los tablones de madera que cubrían la calle: el legado del excéntrico alcalde Waldemyr, a quien disgustaba la cacofonía que levantaban las ruedas de los carromatos contra los adoquines de piedra al pasar bajo su ventana.

El conductor esperó a que hubiera un respiro en el tráfico y entonces giró a la derecha y entró en un pequeño patio. Ya no podían ver el bulevar, pero sus sonidos seguían rodeándolos por todas partes. El carromato se detuvo frente a un alto muro de ladrillos de color rojo intenso, desde detrás del cual les llegaba un exquisito aroma a madreselva. Sobre el muro asomaban en pequeños racimos la hiedra y la flor de la pasión, agitados por la brisa. Eran los jardines del monasterio Vedneh Gehantock, atendidos por los disidentes cactos y los monjes humanos de esta deidad floral.

Los cuatro hombres descendieron de un salto del carromato y comenzaron a descargar herramientas y fardos de pesado cable. Los transeúntes pasaban a su lado, los observaban un momento y los olvidaban.

Uno de los hombres sostuvo el cable en alto contra el muro del monasterio. Su compañero levantó una gruesa abrazadera de hierro y un martillo, y con tres golpes rápidos lo ancló al muro el extremo del cable, a casi dos metros y medio de altura. Los dos siguieron adelante, repitieron la operación tres metros más hacia el oeste y luego una vez más, moviéndose a lo largo de la pared a cierta velocidad.

Sus movimientos no eran furtivos. Eran funcionales y discretos. Los martillazos no eran más que otro ruido en el montaje del sonido de la ciudad.

Los hombres desaparecieron al otro lado de una esquina de la plaza y se encaminaron hacia el oeste. Arrastraban el pesado fardo de cable aislante con ellos. Los otros dos hombres se quedaron en el mismo lugar, esperando junto al extremo del cable, cuyas entrañas de cobre y aleación sobresalían como pétalos metálicos.

La primera pareja transportó el cable a lo largo del sinuoso muro que se internaba en Hogar de Esputo, alrededor de las entradas traseras de los restaurantes y las entradas de servicio de las boutiques y los talleres de los carpinteros, hacia la zona de los burdeles y hacia el Cuervo, el bullicioso núcleo de Nueva Crobuzon.

Movían el cable arriba y abajo por toda la longitud de ladrillo u hormigón, alrededor de las imperfecciones de la estructura del muro, uniéndolo a la maraña de otras conducciones, canalones y cañerías, tuberías del gas, conductores taumatúrgicos y canales oxidados, circuitos de oscuro y olvidado propósito. El monótono cable era invisible. Era una fibra nerviosa que atravesaba los ganglios de la ciudad, una cuerda gruesa entre otras muchas.

Al cabo de un rato, no les quedó más remedio que cruzar la calle cuando esta se alejó, curvándose lentamente en dirección este. Bajaron el cable hasta el suelo y lo aproximaron a un surco que unía ambos lados del pavimento. Era un canalón, concebido originalmente para los excrementos y ahora para el agua de lluvia, un canal de quince centímetros de anchura entre las tablas del suelo, y que discurría cubierto por una reja en dirección a la ciudad subterránea.

Colocaron el cable en la ranura y lo aseguraron firmemente. Cruzaron a toda prisa, haciéndose a un lado en los ocasionales momentos en los que el tráfico interrumpía su trabajo, pero aquella no era una calle concurrida y pudieron tender el cable sin demasiadas interrupciones.

Su comportamiento no llamaba la atención. Después de subir el cable por el muro del otro lado de la calle (en esta ocasión el de un colegio, desde cuyas ventanas llegaban hasta ellos didácticos ladridos), la ordinaria pareja pasó junto a otro grupo de trabajadores. Estos estaban cavando en la esquina opuesta de la calle, reemplazando losas rotas. Levantaron la mirada hacia los recién llegados, gruñeron una especie de saludo tosco y luego los ignoraron.

Mientras se aproximaban a la zona de los burdeles, los seguidores del Consejo de los Constructos entraron en un patio, arrastrando el pesado cable tras de sí. En tres de los lados se alzaban paredes sobre ellos, cinco o más pisos de ladrillos sucios, manchados y mohosos con las señales de años de esmog y lluvia. Había ventanas a intervalos irregulares, como si las hubieran soltado desde el punto más alto del edificio y hubieran caído al azar entre el tejado y el suelo.

Podían escucharse gritos, juramentos, conversaciones con risotadas y el ruido de los utensilios de cocina. Un hermoso niño de sexo indefinido los observaba desde una ventana del tercer piso. Los dos hombres se miraron nerviosos durante un momento y examinaron el resto de las ventanas. El del niño era el único rostro visible: por lo demás, nadie los observaba.

Dejaron caer el rollo de cable y uno de ellos miró al niño a los ojos, le hizo un guiño travieso y sonrió. El otro se apoyó sobre una rodilla y miró tras los barrotes del pozo de visita circular que había en el suelo del patio.

Desde la oscuridad que reinaba abajo, una voz lo saludó con sequedad. Una mano mugrienta se levantó hacia el sello de metal.

El primer hombre le dio un apretón a su compañero en la pierna y siseó:

—Están aquí… ¡Este es el lugar correcto! —y luego cogió el cable por el extremo y trató de meterlo entre los barrotes de la entrada a la alcantarilla. Era demasiado grueso. Profirió una imprecación y registró el interior de su caja de herramientas en busca de una sierra para metales, empezó a trabajar en la dura reja, encogiéndose ante el chirriar del metal.

—Deprisa —dijo la figura invisible que había debajo—. Alguien ha estado siguiéndonos.

Cuando hubo terminado de cortar la reja, el hombre del patio introdujo el cable en el irregular agujero. Su compañero observaba la perturbadora escena. Era como una especie de grotesca inversión de un parto.

Los hombres del subterráneo sujetaron el cable y lo arrastraron a la oscuridad de las alcantarillas. Los metros de cable enrollado que aguardaban en el tranquilo y apartado patio empezaron a desplegarse por las venas de la ciudad.

El niño observaba con curiosidad mientras los dos hombres se secaban las manos en los monos. Cuando el cable estuvo tirante, cuando hubo desaparecido por completo bajo el suelo, tendido en un ángulo agudo y tenso alrededor de la esquina del pequeño callejón, se alejaron rápidamente de aquel agujero sombrío.

Mientas doblaban el recodo, uno de ellos levantó la mirada, volvió a guiñar un ojo y desapareció de la vista del pequeño.

En la calle principal, los dos hombres se separaron sin decir palabra y se alejaron en direcciones diferentes bajo el sol poniente.

En el monasterio, los dos hombres que esperaban junto al muro estaban mirando hacia arriba. En el edificio situado al otro lado de la calle, una mole de hormigón moteada por manchas de humedad, habían aparecido tres hombres sobre la desmoronada cornisa del tejado. Traían su propio cable, los últimos quince metros más o menos de un rollo mucho más largo que ahora serpenteaba detrás de ellos, deshaciendo la travesía que habían realizado por los tejados desde la esquina sur del Hogar de Esputo.

El rastro de cable que habían dejado discurría sinuoso entre los tejados de las chabolas. Se unía a la legión de cañerías que describían erráticas sendas entre los palomares. Se enroscaba alrededor de los capiteles y se pegaba contra las tejas de pizarra como un feo parásito. Se inclinaba ligeramente sobre las calles, siete, catorce o más metros sobre el suelo, cerca de los pequeños puentes tendidos entre las cornisas. Aquí y allá, donde la distancia era de dos metros o menos, el cable simplemente se extendía sobre un vacío que sus portadores habían atravesado de un salto.

El cable se perdía en dirección suroeste, después de descender abruptamente y sumergirse, a través de un canalón de drenaje mugriento, en las alcantarillas.

Los hombres se dirigieron hacia la salida de incendios de su edificio y empezaron a descender. Transportaron el cable hasta el primer piso y observaron el jardín del monasterio y a los dos hombres que los observaban desde el suelo.

—¿Preparados? —gritó uno de los recién llegados antes de hacer un gesto de lanzamiento en su dirección. La pareja que estaba mirando para arriba asintió. El trío que se encontraba en la escalera de incendios hizo una pausa y empezó a balancear el extremo del cable.

Cuando lo lanzaron, se agitó en el aire como una monstruosa serpiente voladora y descendió con un sonido fuerte y sordo sobre los brazos del hombre que había corrido a cogerlo. Este soltó un aullido pero lo sostuvo. Mantuvo el extremo por encima de su cabeza y tiró de él hasta tensarlo todo lo que pudo a lo largo del espacio que separaba ambos edificios.

Sostuvo el pesado cable contra la pared del monasterio y se colocó de tal modo que correspondiese perfectamente con el pedazo que ya estaba asegurado al muro del jardín de Vedneh Gehantock. Su compañero lo fijó con varios martillazos.

El negro cable cruzaba la calle sobre las cabezas de los transeúntes, descendiendo en un ángulo empinado.

Los tres hombres de la escalera de incendios se inclinaron hacia abajo y observaron la frenética laboriosidad de sus compañeros. Uno de estos empezó a enroscar las marañas de enormes alambres para conectar los materiales conductores. Trabajó rápidamente hasta que los dos extremos del fibroso metal estuvieron unidos en un nudo grueso pero funcional.

Abrió su caja de herramientas y extrajo dos pequeñas botellas. Las sacudió durante breves instantes, abrió el tapón de una de ellas y vertió rápidamente su contenido sobre los alambres. El viscoso líquido se filtró y saturó la conexión. El hombre repitió la operación con la segunda botella. Cuando los dos líquidos se encontraron se produjo una audible reacción química. El hombre retrocedió, extendiendo el brazo para poder seguir vertiendo el líquido, y cerró los ojos mientras empezaba a brotar humo del metal cada vez más caliente.

Los dos productos químicos se encontraron, se mezclaron, entraron en combustión y empezaron a despedir gases tóxicos con un estallido rápido de calor lo suficientemente intenso como para convertir los alambres en una malla sellada.

Una vez que la temperatura hubo descendido, los dos hombres empezaron el trabajo final: envolver la nueva conexión con jirones deshilachados de arpillera y cubrirla con una mano de pintura espesa y bituminosa que, al secarse rápidamente, cubrió el sello de metal y lo aisló.

Los hombres de la escalera de incendios estaban satisfechos. Se volvieron y regresaron al tejado, desde donde se dispersaron por la ciudad tan rápidamente como el humo en la brisa, sin dejar el menor rastro.

A lo largo de toda una línea que discurría entre el Meandro Griss y el Cuervo, tenían lugar operaciones similares.

En las alcantarillas, hombres y mujeres avanzaban furtivamente a través de los siseos y el goteo de los túneles subterráneos. Cuando era posible, estos grupos grandes eran conducidos por trabajadores que conocían algo sobre la ciudad subterránea: operarios de las alcantarillas, ingenieros, ladrones. Todos ellos estaban provistos de mapas, antorchas, armas e instrucciones precisas. Diez o más figuras, algunas de ellas cargadas con rollos de pesado cable, avanzarían juntas a lo largo de la ruta que les había sido encomendada. Cuando uno de los rollos de cable se agotase, lo sustituirían por otro y continuarían.

Se producían retrasos peligrosos cuando los grupos se perdían o se extraviaban en dirección a zonas letales: nidos de gules y guaridas de infrabandas. Pero se corregían unos a otros, siseaban pidiendo ayuda y regresaban guiados por las voces de sus camaradas.

Cuando por fin se encontraban con el extremo final de otro grupo en alguno de los nodos principales de un túnel, algún centro distribuidor de las alcantarillas, conectaban los dos enormes extremos de cable utilizando productos químicos, antorchas de calor o un poco de taumaturgia de andar por casa. Entonces el cable se unía a las enormes arterias de tuberías que recorrían las alcantarillas en toda su longitud.

Una vez el trabajo estaba terminado, la compañía se desperdigaba y desaparecía.

En lugares discretos, alargadas calles secundarias o grandes extensiones de tejados interconectados, el cable abandonaba las alcantarillas y era arrastrado por los grupos que trabajaban en las calles. Lo desenrollaban sobre montoncillos de juncos podridos en las partes traseras de los almacenes, por escaleras de ladrillos húmedos, sobre los tejados y a lo largo de calles caóticas, donde su laboriosidad pasaba inadvertida por su banalidad.

Se encontraban con otros, los cables se empalmaban. Los hombres y las mujeres desaparecían.

Consciente de la posibilidad de que algunos grupos (especialmente aquellos que operaban en la ciudad subterránea) se perdieran y no llegaran a los puntos de encuentro asignados, el Consejo de los Constructos había estacionado equipos de reserva a lo largo de la ruta. Esperaban en solares de obras y junto a las orillas de canales con su serpentina carga a un lado, a la espera de la noticia de que alguna de las conexiones no había sido hecha.

Pero la obra parecía bendecida. Hubo problemas, momentos perdidos, tiempo desperdiciado y breves pánicos, pero ninguno de los equipos desapareció o falto a su cita. Los equipos de reserva permanecieron ociosos.

Un gran circuito sinuoso fue construido a lo largo de la ciudad. Discurría a lo largo de más de tres kilómetros de texturas: su piel de goma color negro mate se deslizaba bajo limos fecales; a lo largo de moho y papel putrefacto; a través de la maleza, de franjas de hierba cubiertas de ladrillos, perturbando los rastros de gatos salvajes y niños de las calles; sembrando los surcos de la piel de la arquitectura, empapada con los coágulos granulados de polvo de ladrillo húmedo.

El cable era inexorable. Avanzaba, desviando su camino aquí y allá brevemente con pequeñas curvas, abriendo una vereda por el mismo centro de la ciudad. Estaba tan resuelto como esos peces que van a desovar, abriéndose camino con todas sus fuerzas a través del monolito erguido del centro de Nueva Crobuzon.

El sol que empezaba a hundirse tras las colinas del oeste, las tornaba magnificentes y portentosas. Pero ni siquiera ellas podían competir con la majestad de la estación de la calle Perdido.

Las luces parpadeaban a lo largo de su topografía, vasta e indigna de confianza, mientras recibía los ahora brillantes trenes en sus entrañas como ofrendas. La Espiga perforaba las nubes como una lanza presta, pero no era nada comparada a la estación: una pequeña addenda de hormigón al gran leviatán de mala fama que se desparramaba en obsesa satisfacción sobre el mar de la ciudad.

El cable serpenteaba hacia él sin pausa, alzándose y descendiendo sobre la superficie de Nueva Crobuzon en alas de su oleaje.

La fachada oeste de la estación de la calle Perdido miraba a la Plaza BilSantum. La plaza estaba abarrotada y era hermosa, con los carruajes y los transeúntes que circulaban constantemente alrededor de los parques que había en su centro. En medio de este verde exuberante, los malabaristas, los magos y los vendedores de los puestos entonaban cantos ruidosos y ofrecían a gritos sus mercancías. La ciudadanía era despreocupadamente ajena a la monumental estructura que dominaba el cielo. Solo reparaban en su fachada, con placer distraído, cuando al atardecer los rayos del sol caían de plano sobre ella y aquella colección de arquitecturas brillaba como un calidoscopio: el estuco y la madera pintada eran del color de las rosas; los ladrillos adquirían un tono sanguinolento; las vigas de hierro se tornaban lustrosas de untuosa luz.

La calle BilSantum se inclinaba bajo el enorme arco elevado que conectaba el cuerpo principal de la estación a la Espiga. La estación de la calle Perdido no era discreta. Sus extremos eran permeables. De su parte trasera brotaba una osamenta de torretas que se extendía sobre la ciudad y acababa convirtiéndose en los tejados de casas toscas y vulgares. Los bloques de cemento que la cubrían se tornaban cada vez más achaparrados conforme se extendían en todas direcciones, hasta convertirse repentinamente en las feas paredes de un canal. Allí donde las cinco líneas de ferrocarril se desenrollaban sostenidas sobre grandes arcos y discurrían a lo largo de los tejados, los ladrillos de la estación las soportaban y las rodeaban, abriendo a cuchillo un camino a través de las calles. La arquitectura se derramaba más allá de sus límites.

La propia calle Perdido era una vía estrecha y alargada que discurría perpendicular a la calle BilSantum y se encaminaba sinuosamente hacia el este, en dirección a Gidd. Nadie sabía por qué antaño había sido lo bastante importante como para darle su nombre a la estación. Estaba empedrada y sus casas no eran demasiado escuálidas, aunque estaban en mal estado de conservación. Puede que una vez hubiera señalado el límite norte de la estación, pero había sido superada hacía mucho tiempo. Los almacenes y las salas de la estación se habían extendido y abierto una brecha en la pequeña calle.

Habían saltado sobre ella sin esfuerzo y se habían extendido como el moho sobre el paisaje de tejados que se abría más allá, transformando la hilera de edificios adosados que se extendía al norte de la calle BilSantum. En algunos lugares, la calle Perdido estaba abierta al cielo: en todos los demás, quedaba cubierta por techos alargados, con bóvedas de ladrillos ornamentadas con gárgolas o enrejados de madera o hierro. Allí, a la sombra del vientre de la estación, estaba iluminada permanentemente por lámparas de gas.

La calle Perdido seguía siendo residencial. Cada día, las familias se levantaban bajo el oscuro cielo de la arquitectura, recorrían el sinuoso paseo que los separaba del trabajo, entrando y saliendo de las sombras.

El ruido de las botas pesadas resonaba a menudo desde arriba. La entrada de la estación y gran parte de su superficie superior estaban custodiadas. Guardias de seguridad, soldados extranjeros y milicianos, algunos de uniforme y otros de paisano, patrullaban por la fachada y el montañoso paisaje de arcilla y pizarra que la rodeaba, protegiendo los bancos y las tiendas, las embajadas y las oficinas gubernamentales que ocupaban los numerosos pisos del interior. Como exploradores, recorrían rutas cuidadosamente trazadas a través de las torres y las escaleras de hierro en espiral, junto a las ventanas de las buhardillas y a través de patios escondidos en los tejados, viajaban a través de las capas inferiores del tejado de la estación, vigilando la plaza y los lugares secretos y la enorme ciudad.

Pero más hacia el este, cerca de la parte trasera de la estación, salpicada por un centenar de entradas de servicio y establecimientos menores, la seguridad se relajaba y se volvía más fortuita. Allí, la colosal construcción era más oscura. Cuando el sol se ponía, proyectaba su gran sombra sobre una enorme franja del Cuervo.

A cierta distancia de la masa principal de edificios, entre la calle Perdido y la estación Gidd, la línea Dexter pasaba a través de un laberinto de oficinas antiguas que hacía mucho tiempo habían sido destruidas por un incendio menor.

El fuego no había dañado la estructura pero había bastado para llevar a la bancarrota a la compañía que operaba en el edificio. Las chamuscadas habitaciones llevaban mucho tiempo abandonadas por todos salvo los vagabundos a quienes no molestaba el olor del carbón, que todavía, al cabo de una década, reinaba tenaz en el lugar.

Después de más de dos horas de avanzar a un ritmo de tortura, Isaac y Yagharek llegaron a esta cáscara vacía y se desplomaron agradecidos en su interior. Soltaron a Andrej, volvieron a atarle las manos y los pies y lo amordazaron antes de que despertara. Luego devoraron la poca comida que tenían, se sentaron en silencio y esperaron.

Aunque el cielo era luminoso, su refugio estaba sumido en la oscuridad que proyectaba la estación. Al cabo de poco más de una hora llegaría el crepúsculo, seguido muy de cerca por la noche.

Hablaron en voz baja. Andrej despertó y volvió a hacer sus ruidos, al tiempo que lanzaba miradas horrorizadas a su alrededor y suplicaba que lo liberasen, pero Isaac lo miró con ojos demasiado cansados y desdichados como para sentir culpa.

A las siete en punto se escuchó el ruido de alguien que trasteaba con la puerta, ampollada a causa del calor. Resultó audible de inmediato sobre el traqueteo callejero proveniente del Cuervo. Isaac sacó su pistola e indicó a Yagharek con un gesto que guardara silencio.

Era Derkhan, exhausta y sucia, el rostro manchado de polvo y grasa. Contuvo el aliento mientras entraba por la puerta y la cerraba detrás de sí, y entonces, al dejarse caer sobre ella, exhaló un suspiro sollozante. Avanzó y le estrechó la mano a Isaac y luego a Yagharek. Ellos la saludaron con murmullos.

—Creo que alguien está vigilando este lugar —dijo Derkhan con voz teñida de urgencia—. Está bajo el toldo del estanco del otro lado de la calle, vestido con una capa verde. No he podido verle la cara.

Isaac y Yagharek se pusieron tensos. El garuda se deslizó bajo la ventana tapiada y acercó su ojo de ave a un agujero en uno de los tablones. Exploró la calle situada frente a la ruina.

—Ahí no hay nadie —dijo con voz neutra. Derkhan se acercó y miró por el agujero.

—Puede que no estuviera haciendo nada —dijo ella al fin—. Pero me sentiría más segura un piso o dos más arriba, por si oímos llegar a alguien.

Era mucho más fácil moverse ahora que Isaac podía obligar a Andrej a avanzar a punta de pistola sin miedo a ser visto. Subieron por las escaleras, dejando huellas en los peldaños cubiertos de carbonilla.

En el piso más alto las ventanas no estaban cubiertas por cristal o madera y podían contemplar, al otro lado de un corto trecho de pizarra, el escalonado monolito de la estación. Esperaron hasta que la oscuridad del cielo se hizo más densa. Por fin, bajo el parpadeo tenue de los chorros de gas de color naranja, Yagharek salió por la ventana y se dejó caer con suavidad frente al muro cubierto de moho que había más allá. Recorrió sigilosamente los apenas dos metros que lo separaban de la ininterrumpida sucesión de tejados que a su vez conectaba el puñado de edificios a la línea Dexter y la estación de la calle Perdido. Esta se alzaba, pesada y enorme, hacia el oeste, moteada por racimos irregulares de luces, como una constelación confinada a la tierra.

Yagharek era una figura apenas visible en el perfil de la ciudad. Escudriñó el paisaje de chimeneas y tejas de pizarra. Nadie lo estaba vigilando. Se volvió hacia la oscura ventana y les indicó a los demás que lo siguieran.

Andrej era viejo, tenía el cuerpo rígido y le resultaba difícil caminar por los estrechos caminos que seguían. No podía superar los saltos de metro y medio que de tanto en cuanto habían de atravesar. Isaac y Derkhan lo ayudaban, sosteniéndolo o sujetándolo con una gentil y macabra asistencia mientras su compañero le apuntaba al cerebro con el arma.

Le habían desatado los miembros para que pudiese caminar y trepar, pero habían dejado la mordaza en su lugar para acallar sus sollozos y gemidos.

El anciano avanzaba tambaleándose, confuso y miserable como un alma en la antesala del Infierno, acercándose más y más a su inevitable fin con pasos agonizantes.

Los cuatro recorrían aquel paisaje de tejados que discurría paralelo a la línea Dexter. Pasaron junto a ellos en ambas direcciones unos trenes de hierro que aullaban y expulsaban grandes bocanadas de humo mugriento a la luz menguante. Continuaron lentamente su marcha, hacia la estación que se erguía frente a ellos.

No pasó mucho tiempo antes de que la naturaleza del terreno cambiara. Los tejados en ángulo cedieron su lugar conforme la masa de la estación se alzaba a su alrededor. Ahora tenían que utilizar las manos para avanzar. Se abrieron camino por pequeños caminos de hormigón, rodeados por muros cubiertos de ventanas; se agacharon bajo enormes portillas y tuvieron que subir cortas escalerillas que serpenteaban entre torres achaparradas. La maquinaria oculta hacía zumbar el enladrillado. Para ver el tejado de la estación de la calle Perdido ya no tenían que mirar hacia delante, sino hacia arriba. Habían atravesado la nebulosa frontera en la que terminaban las calles de casas adosadas y comenzaban las primeras estribaciones de la estación.

Trataron de no tener que trepar, arrastrándose alrededor de los bordes de promontorios de ladrillo semejantes a dientes afilados y siguiendo accidentales pasajes. Isaac empezó a mirar en derredor de forma intermitente, nerviosa. El pavimento había desaparecido tras una elevación de tejados y chimeneas que tenía a la derecha.

—Guardad silencio y tened cuidado —susurró—. Podría haber guardias.

Desde el nordeste, una curva hendida en la alargada silueta de la estación era una calle que se aproximaba a ellos, medio cubierta por el edificio. Isaac la señaló.

—Allí —susurró—. La calle Perdido.

Trazó su línea con la mano. Un poco más adelante se intersecaba con la Vía Cefálica, en la dirección en la que ellos estaban caminado.

—Donde se encuentran —susurró—. Ese es el lugar convenido. Yag… ¿puedes ir?

El garuda se alejó corriendo hacia la parte trasera de un alto edificio situado unos pocos metros delante de ellos, donde una serie de canalones cubiertos de herrumbre formaban una escalera inclinada hasta el suelo.

Isaac y Derkhan avanzaron con lentitud, empujando a Andrej delante de ellos con las pistolas. Cuando llegaron a la intersección de las dos calles se sentaron pesadamente y esperaron.

Isaac levantó la mirada hacia el cielo, donde solo las nubes más altas recibían ya los rayos del sol. Bajó la vista y contempló la miseria de Andrej y la mirada suplicante que arrugaba el rostro del anciano. Por todas partes empezaban a escucharse los ruidos nocturnos de la ciudad.

—Aún no hay pesadillas —murmuró Isaac. Levantó la vista hacia Derkhan y extendió la mano como si estuviera comprobando si llovía—. No siento nada. Todavía no deben de haber salido.

—Puede que se estén lamiendo las heridas —dijo ella con aire sombrío—. Puede que no vengan y todo esto… —sus ojos parpadearon y se posaron momentáneamente sobre Andrej—… todo esto no sirva de nada.

—Vendrán —dijo Isaac—. Eso te lo prometo —no estaba dispuesto a considerar la posibilidad de que las cosas fueran mal. No estaba dispuesto a admitir la derrota.

Guardaron silencio durante un minuto. Isaac y Derkhan se percataron simultáneamente de que los dos estaban observando a Andrej. Este respiraba lentamente mientras sus ojos pestañeaban, moviéndose de acá para allá. Su miedo se había convertido en una presencia paralizante. Podríamos quitarle la venda, pensó Isaac, y no gritaría… pero entonces podría hablar. Dejó la venda en su lugar.

Se escuchó un ruido de arañazos cerca de ellos. Con calmada velocidad, Isaac y Derkhan levantaron sus armas. La cabeza emplumada de Yagharek emergió desde detrás de la arcilla y bajaron los brazos. El garuda se dirigió hacia ellos cruzando la agrietada extensión del tejado. Transportaba sobre el hombro un gran rollo de cable.

Isaac se puso en pie para abrazarlo mientras caminaba encorvado.

—¡Lo has conseguido! —siseó—. ¡Estaban esperando!

—Empezaban a ponerse nerviosos —dijo Yagharek—. Llegaron por las alcantarillas hace una hora más o menos: tenían miedo de que nos hubiesen capturado o matado. Este es el extremo del cable —dejó caer el rollo delante de ellos. Era más delgado que muchas de las otras secciones, de unos seis centímetros de sección, con un revestimiento de goma fina. Debían de quedar unos veinte metros, desparramados en tensas espirales junto a sus tobillos.

Isaac se arrodilló para examinarlo. Derkhan, la pistola todavía apuntando al acobardado Andrej, lo contempló con la mirada entornada.

—¿Está conectado? —preguntó—. ¿Funciona?

—No lo sé —dijo Isaac con voz entrecortada—. No lo averiguaremos hasta que lo conecte, hasta que cierre el circuito —levantó el cable y se lo cargó sobre el hombro—. No hay tanto como yo esperaba —dijo—. No vamos a poder acercarnos mucho al centro de la estación de Perdido —miró a su alrededor y frunció los labios. No importa, pensó. La elección de la estación no era más que la excusa para el Consejo, para salir del vertedero y alejarse de él antes de… la traición. Pero descubrió que deseaba poder llegar hasta el corazón mismo de la estación, como si de hecho hubiera un poder real contenido en sus ladrillos.

Señaló en dirección sudeste, un poco más allá, hacia lo alto de una pequeña ladera formada por tejadillos de lados inclinados y extremos superiores planos. Se extendían como una exagerada escalera de pizarra dominada por un muro enorme de hormigón, desnudo y sucio. La pequeña estribación de altozanos de tejado terminaba a unos quince metros por encima de ellos, en lo que Isaac esperaba que fuera una superficie llana. El enorme muro de hormigón en forma de «L» que se elevaba unos siete metros más sobre ella la contenía en dos de sus lados.

—Allí —dijo Isaac—. Allí es a donde nos dirigimos.