Justo antes de las cuatro, mientras se preparaban para marcharse, Derkhan abrazó a Isaac y a Yagharek, uno detrás de otro. Solo titubeó un instante antes de apretar con fuerza al garuda. Él no respondió, pero tampoco se apartó.
—Os veré en la cita —murmuró.
—¿Sabes lo que tienes que hacer? —dijo Isaac. Ella asintió y lo empujó hacia la puerta.
Ahora fue él el que titubeó, frente a lo más difícil. Su mirada voló hasta donde yacía Andrej, sumido en un exhausto estupor de miedo, los ojos vidriosos y la mordaza pegajosa de mocos.
Tenían que llevárselo y no debía dar la alarma.
Había discutido con Yagharek sobre esto, en susurros fácilmente amortiguados por el terror del anciano. No tenían drogas e Isaac no era un biotaumaturgo, no podía insinuar brevemente sus dedos en el interior del cráneo de Andrej y apagar temporalmente su consciencia.
En vez de eso, se vieron forzados a utilizar las habilidades más salvajes de Yagharek.
Los recuerdos del garuda volaron de vuelta a los pozos de la carne, a los «combates lechales»: aquellos que terminaban con la sumisión o la inconsciencia y no con la muerte. Recordó las técnicas que había aprendido y las aplicó a su oponente humano.
—¡Es un anciano! —siseó Isaac—. Y está muriéndose, es frágil… sé suave…
Yagharek se deslizó a lo largo de la pared hasta el lugar en el que Andrej yacía, mirándolo con cansino y repugnado presentimiento.
Hubo un movimiento rápido y salvaje, y al instante Yagharek estuvo inclinado tras Andrej, apoyado sobre una rodilla, sujetando la cabeza del anciano con el brazo izquierdo. Andrej miró a Isaac, con los ojos tan hinchados como si fueran a salírsele de las órbitas, incapaz de gritar a través de la mordaza. Isaac (horrorizado, culpable y degradado) no pudo por menos que aceptar su mirada. Observó a Andrej, supo que el anciano estaba pensando que iba a morir.
El codo derecho de Yagharek descendió trazando un acusado arco y golpeó con brutal precisión la parte trasera de la cabeza del anciano, donde el cráneo se juntaba con el cuello. Andrej soltó un corto y constreñido ladrido de dolor que sonó muy parecido a un vómito. Sus ojos parpadearon, parecieron desenfocarse y luego se cerraron. Yagharek no dejó que su cabeza cayera: mantuvo los brazos tensos, al tiempo que apretaba su huesudo codo contra la suave carne y contaba los segundos.
Al cabo de un rato, dejó que el cuerpo de Andrej quedara fláccido.
—Despertará —dijo—. Quizá dentro de veinte minutos, quizá dentro de dos horas. Debo vigilarlo. Puedo hacerle dormir de nuevo. Pero debemos tener cuidado… si nos excedemos su cerebro se quedará sin sangre.
Envolvieron el cuerpo inmóvil de Andrej en harapos. Lo levantaron entre los dos, cada uno con un brazo sobre su hombro. Estaba consumido, las entrañas devoradas a lo largo de muchos años. Pesaba sorprendentemente poco.
Se movieron juntos, llevando entre los dos el enorme saco que contenía el equipo, tan cuidadosamente como si se tratase de una reliquia religiosa, del cuerpo de algún santo.
Todavía seguían ataviados con sus absurdos y pesados disfraces, caminaban encorvados y arrastrando los pies como mendigos. Bajo su capucha, la oscura piel de Isaac estaba todavía moteada por las diminutas costras del salvaje afeitado al que se había sometido. Yagharek llevaba la cabeza envuelta, al igual que los pies, en una tela podrida que no le dejaba más que una diminuta apertura para ver. Parecía un leproso sin cara que tratase de ocultar su putrefacta piel.
Los tres aparentaban formar una especie de repugnante caravana de vagabundos, una marcha de desposeídos.
Al llegar a la puerta, volvieron las cabezas una vez, rápidamente. Los dos levantaron la mano para despedirse de Derkhan. La mirada de Isaac se dirigió hacia el lugar en el que Pengefinchess los observaba plácidamente. Con vacilación, alzó la mano hacia ella mientras enarcaba las cejas en una pregunta muda: ¿Volveré a verte?, podía ser o, ¿Vas a ayudarnos? Pengefinchess alzó su gran mano palmeada en una respuesta evasiva y apartó los ojos.
Isaac se volvió, con los labios fruncidos.
Yagharek y él comenzaron su peligrosa travesía por la ciudad.
No se arriesgaron a cruzar el puente del ferrocarril. Tenían miedo de que un iracundo conductor de tren pudiera hacer algo más que advertirlos con un silbido mientras pasaba a su lado como una exhalación. Podría mirarlos y fichar sus rostros, o informar a sus superiores de la estación Malicia o de la estación del Bazar de Esputo, o de la misma estación de la calle Perdido, de que tres estúpidos desarrapados se habían colado en las vías y se encaminaban al desastre.
El peligro de interceptación era demasiado grande. De modo que, en vez de eso, Isaac y Yagharek bajaron con dificultades por la cuesta que había junto a las vías, sujetando el cuerpo de Andrej mientras se deslizaba despatarrado hacia las silenciosas veredas.
El calor era intenso pero no sofocante: parecía más bien una especie de ausencia, una enorme falta que se sentía por toda la ciudad. Era como si el sol hubiera languidecido, como si sus rayos blanqueasen las sombras y las frescas zonas interiores que proporcionaban su realidad a la arquitectura. El calor del sol amortiguaba los sonidos y les sangraba la sustancia. Isaac sudaba y profería maldiciones en voz baja tras sus pútridos harapos. Se sentía como si estuviese vagando por algún sueño apenas advertido de calor.
Sosteniendo a Andrej entre ambos como si fuera algún amigo paralizado por el licor barato, Isaac y Yagharek caminaban pesadamente por las calles, en dirección al Puente Celosía.
Allí eran extraños. Aquello no era la Perrera o Malado o los suburbios de Páramo del Queche. En todos esos lugares habrían sido invisibles.
Cruzaron el puente nerviosamente. Se sentían acosados por sus coloridas piedras, rodeados por las burlas y las sonrisas despectivas de los tenderos y los clientes.
Yagharek mantenía una mano cerrada subrepticiamente alrededor de un racimo de tejido nervioso y arterial en un lado del cuello de Andrej, preparado para pinzarlo con fuerza si el anciano daba la menor señal de estar a punto de despertar. Isaac murmuraba, un balbuceo seco lleno de juramentos que sonaba como las divagaciones de cualquier borracho. Formaba parte de su disfraz, al menos a medias. También estaba tratando de reunir fuerzas.
—Vamos, cabrón —gruñó, tenso y con la voz muy baja—, vamos, vamos. Cabrón. Gilipollas. Escoria. Bastardo —no sabía a quién estaba insultando.
Isaac y Yagharek cruzaron el puente lentamente, arrastrando a su compañero y su preciosa bolsa de equipo. El tráfico de peatones se abría delante de ellos, los dejaba pasar seguidos tan solo por mofas. No podían dejar que el oprobio creciera y se tornara confrontación. Si algunos matones aburridos decidían pasar el rato acosando a unos vagabundos, para ellos podía ser catastrófico.
Pero lograron atravesar el Puente Celosía, donde se sentían aislados y a campo abierto, donde el sol parecía grabar sus perfiles y señalarlos para un ataque, y se perdieron en el interior de la Aduja. La ciudad pareció envolverlos con sus labios y volvieron a sentirse a salvo.
Allí había otros mendigos, caminando en medio de los notables locales, los villanos con pendientes, los gordos prestamistas y las señoras de labios apretados.
Allí había calles secundarias. Isaac y Yagharek podían apartarse de las vías principales y marchar por avenidas cubiertas de sombras. Pasaron bajo los tendederos de ropa que unían las terrazas de los altos y estrechos edificios. Eran observados por hombres y mujeres vestidos en ropa interior que se apoyaban con aire holgazán sobre los balcones mientras flirteaban o charlaban con sus vecinos. Pasaron junto a montones de desperdicios y tapas rotas de alcantarillas y desde arriba los niños se inclinaban sobre ellos y les escupían o les arrojaban pequeñas piedras y salían corriendo.
Como siempre, buscaban la vía del tren. La encontraron en la estación Malicia, donde los trenes de los Campos Salacus se separaban de la línea Sur. Subieron furtivamente al paso elevado y abovedado que pendía de forma inestable sobre los arcos del Hogar de Esputo. Sobre las ruidosas multitudes, la atmósfera empezaba a enrojecerse conforme el sol ascendía en dirección a su cenit. Los arcos estaban manchados de aceite y hollín e invadidos por un microbosque de moho y tenaces plantas trepadoras. Estaban inundados de lagartijas e insectos, alimañas que buscaban refugio del calor.
Isaac y Yagharek entraron en un asqueroso callejón sin salida que había junto a los cimientos de hormigón y ladrillo de las vías. Descansaron. La vida se ajetreaba en la urbana espesura que había sobre ellos.
Andrej era muy liviano pero empezaba a pesarles, y a cada segundo que transcurría su masa parecía incrementarse. Estiraron los doloridos brazos y hombros, respiraron profundamente. A pocos metros de distancia, las muchedumbres que emergían de la estación se agolpaban para cruzar la salida y dirigirse a sus pequeñas guaridas.
Una vez hubieron descansado y reordenado su carga, se prepararon y volvieron a ponerse en marcha, de nuevo por callejuelas secundarias, a la sombra de la línea Sur, en dirección al corazón de la ciudad, cuyas torres no eran todavía visibles por encima de los kilómetros de casas que los rodeaban: la Espiga y las torres de la estación de la calle Perdido.
Isaac empezó a hablar. Le contó a Yagharek lo que creía que ocurriría esa noche.
Derkhan se abría camino a través de los desechos provenientes del Meandro Griss en dirección al Consejo de los Constructos.
Isaac había advertido a la gran Inteligencia Construida de que ella aparecería. La periodista sabía que la esperaban. La idea le resultaba incómoda.
Mientras se aproximaba a la hondonada que era la guarida del Consejo, creyó escuchar un coro de voces susurradas. Se puso tensa al instante y sacó su pistola. Comprobó que estuviera cargada y que la cazoleta estuviera llena.
Empezó a caminar de puntillas, pisando con cuidado y tratando de no hacer el menor ruido. A la entrada de un canal de desperdicios, vio la abertura de la hondonada. Alguien caminó fugaz por el extremo de su campo de visión. Se acercó furtiva y cuidadosamente.
Entonces otro hombre atravesó el borde del barranco de basura aplastada y vio que vestía un mono de trabajo y que caminaba ligeramente encorvado por el peso de una carga. Llevaba sobre el hombro un enorme rollo de cable negro que se enroscaba por completo alrededor de su cuerpo, como una especie de alimaña constrictora.
Ella se enderezó ligeramente. No era la milicia, nadie la estaba esperando. Se dirigió a la presencia del Consejo.
Entró en el claro, mirando nerviosamente hacia lo alto para asegurarse de que no había aeróstatos sobre su cabeza. Entonces se volvió hacia la escena que había delante de ella y la magnitud de la reunión la hizo exhalar un jadeo.
Por todos lados, entregados a diferentes tareas cuyo objeto se le escapaba, había casi un centenar de hombres y mujeres. La mayoría de ellos eran humanos, aunque había también un puñado de vodyanoi e incluso dos khepri. Todos vestían con ropas baratas y sucias. Y casi todos ellos estaban transportando enormes rollos de cable industrial o se sentaban en cuclillas delante de otros tantos.
Los había de muchos estilos diferentes. La mayoría era negra, pero los otros tenían revestimiento marrón y azul, o rojo y gris. Había parejas de personas que se tambaleaban bajo el peso de unos cables que tenían casi la anchura del muslo de un hombre. Otros llevaban marañas de apenas seis centímetros de diámetro.
La tenue barahúnda de las conversaciones se apagó rápidamente al entrar Derkhan; todos los ojos del lugar se volvieron hacia ella. El cráter de escombros estaba lleno de cuerpos. Derkhan tragó saliva y lo contempló cuidadosamente. Vio al avatar que se dirigía tambaleante hacia ella, caminando sobre sus vacilantes y frágiles piernas.
—Derkhan Blueday —dijo con voz tranquila—. Estamos preparados.
Derkhan pasó algún tiempo con el avatar, consultando un mapa garabateado.
La sanguinolenta concavidad del cráneo abierto del avatar emitía un extraordinario hedor. Con el calor, su peculiar tufo a muerte se tornaba por completo insoportable, y Derkhan contuvo la respiración tanto como pudo, inhalando a través de la manga de su asquerosa camisa cuando no le quedaba más remedio.
Mientras ella y el Consejo conferenciaban, el resto de los presentes mantenía una respetuosa distancia.
—Esta es casi la totalidad de mi congregación de vidas con sangre —dijo el avatar—. Envié constructos móviles con mensajes urgentes y, como puedes ver, los fieles se han reunido —se detuvo y emitió un cloqueo inhumano—. Debemos proceder —dijo—. Son las cinco y diecisiete minutos.
Derkhan levantó la mirada hacia el cielo, que se oscurecía lentamente anticipando el anochecer. Estaba segura de que el reloj que utilizaba el Consejo, algún dispositivo enterrado profundamente en los intestinos del vertedero, era preciso al segundo.
En respuesta a una orden del avatar, la congregación comenzó a abandonar el vertedero con paso tambaleante, doblándose bajo el peso que transportaba. Antes de marcharse, cada uno de sus miembros, uno detrás de otro, se volvió hacia el lugar en el muro del vertedero en el que estaba escondido el Consejo de los Constructos. Se detuvieron un instante y realizaron con las manos los gestos devotos, ese movimiento vago que sugería la imbricación de unas ruedas, dejando el cable en el suelo cuando era necesario.
Derkhan los observaba con una sensación de desesperación.
—Nunca lo lograrán —dijo—. Carecen de la fuerza necesaria.
—Muchos de ellos han traído carros —respondió el avatar—. Se marcharán por turnos.
—¿Carros…? —dijo Derkhan—. ¿De dónde los han sacado?
—Algunos de ellos ya los poseían —dijo el avatar—. Otros los han comprado o alquilado respondiendo a mis órdenes. Ni uno solo ha sido robado. No podemos arriesgarnos a atraer la atención ni las detenciones que podrían producirse.
Derkhan apartó la mirada. El control que el Consejo ejercía sobre sus seguidores humanos la perturbaba.
Mientras los últimos harapientos abandonaban el vertedero, Derkhan y el avatar se acercaron a la cabeza inmóvil del Consejo de los Constructos. El autómata yacía de lado, convertido en un estrato más de basura, invisible.
Un rollo grueso y corto de cable aguardaba a su lado. Su extremo estaba desgarrado, el grueso revestimiento de goma carbonizado y partido en dos en los últimos treinta centímetros, aproximadamente. De él sobresalía una cabuyería de alambres sueltos.
Había un vodyanoi inmóvil en la cuenca de basura. Derkhan lo vio, de pie, a pocos metros de distancia, observando al avatar con nerviosismo. Le indicó con un gesto que se aproximara. Él se les acercó anadeando, ora sobre cuatro patas, ora sobre dos, las grandes patas palmeadas muy extendidas para permanecer firme sobre aquel suelo traicionero. Su mono estaba fabricado en el ligero y encerado material que los vodyanoi utilizaban a veces: repelía el líquido, para que no se saturasen o se volviesen pesados cuando los vodyanoi entraban en el agua.
—¿Estás preparado? —dijo Derkhan. El vodyanoi asintió rápidamente.
Derkhan lo estudió, pero sabía muy poco de aquellas criaturas. No podía ver nada en él que le diera la menor pista de por qué se consagraba a esta insólita y exigente secta, a la adoración de aquella extraña inteligencia, el Consejo de los Constructos. Era evidente para ella que el Consejo trataba a sus adoradores como peones, que no extraía satisfacción de su reverencia, solo un cierto grado de… utilidad.
No podía comprender, ni tan siquiera empezar a imaginar, qué liberación o servicio ofrecía a su congregación esta Iglesia herética.
—Ayúdame a llevar esto hasta el río —dijo, y tomó el grueso cable por uno de sus extremos. Su peso la desequilibraba, y el vodyanoi se apresuró a acudir a su lado y la ayudó a sostenerlo.
El avatar estaba inmóvil. Observó mientras Derkhan y el vodyanoi se alejaban de él, en dirección a las grúas inmóviles y amenazantes que se erguían al noroeste, desde detrás del montículo bajo de basura que rodeaba al Consejo de los Constructos.
El cable era enorme. Derkhan tuvo que detenerse varias veces y dejar el extremo en el suelo y luego reunir fuerzas para continuar. A su lado, el vodyanoi, que avanzaba impasible, se detenía cuando ella lo hacía y esperaba a que ella reanudara la marcha. Tras ellos, el achaparrado pilar de cable menguaba lentamente mientras se desenrollaba.
Derkhan elegía su camino, moviéndose como un prospector entre las pilas de desperdicios en dirección al río.
—¿Sabes de qué va todo esto? —preguntó rápidamente al vodyanoi, sin levantar la vista. Él le lanzó una mirada brusca y luego se volvió hacia la delgada figura del avatar, todavía visible frente a un telón de basura. Sacudió la cabeza de grandes quijadas.
—No —respondió con rapidez—. Solo oí que… que el MecaDios reclamaba nuestra presencia para una tarde de trabajo. Oí sus órdenes al llegar aquí —su voz sonaba bastante normal. El tono era seco pero despreocupado. Nada de celos. Parecía un trabajador quejándose filosóficamente por la pretensión de la dirección de la empresa de que trabajara horas extra sin cobrar.
Pero cuando Derkhan, resollando a causa del esfuerzo, empezó a preguntar más («¿Cada cuánto tiempo os reunís? ¿Qué otras cosas os pide que hagáis?»), la miró con miedo y suspicacia y sus respuestas se tornaron monosílabos, luego gestos de la cabeza y luego, rápidamente, nada en absoluto.
Derkhan también guardó silencio. Se concentró en cargar con el enorme cable.
Los vertederos se extendían sin orden ni concierto hasta la misma orilla del río. En torno al Meandro Griss, las riberas eran paredes verticales de ladrillos resbaladizos que se alzaban desde las negras aguas. Cuando el río bajaba crecido, no más de un metro de la desmoronada arcilla prevenía una inundación. En las demás ocasiones, había casi hasta tres metros entre el borde del dique y la superficie agitada del Alquitrán.
Desde el borde de los ladrillos mellados se alzaba una valla de hierro y maderos y hormigón, construida años atrás para contener a los vertederos en su infancia. Pero ahora el peso de los desperdicios acumulados había provocado que la vieja verja metálica se inclinara peligrosamente sobre el agua. Con el paso de las décadas, secciones enteras de la cerca habían cedido y se habían soltado de sus mojones de hormigón, con lo que la basura se había vertido sobre el río que discurría por debajo. Nadie se había molestado en repararla, y en aquellos lugares ahora era solo la solidez de la propia basura acumulada lo que mantenía en su lugar el vertedero.
Regularmente, bloques de porquería prensada caían en cascada al agua como grasientos corrimientos de una tierra hecha de escombros.
Las enormes grúas que descargaban las barcazas de la basura habían estado originalmente separadas de los desperdicios por algunos metros de tierra de nadie —una franja de tierra aplanada cubierta de maleza—, pero esta no había tardado en desaparecer mientras aumentaba la basura. Ahora los trabajadores del vertedero y los operarios de las grúas tenían que caminar por un paisaje de escorias para dirigirse a las grúas que sobresalían directamente de la vulgar geología del vertedero.
Era como si la basura fuera fértil y engendrase grandes estructuras.
Derkhan y el vodyanoi doblaron varios recodos entre los desperdicios hasta que ya no pudieron ver el escondite del Consejo. Dejaron un rastro de cable que se volvía invisible en el momento mismo en que tocaba la tierra, transformado en un pedazo insignificante de basura en medio de un paisaje completo de desechos mecánicos.
Los altozanos de desperdicios empezaron a retroceder conforme se aproximaban al Alquitrán. Delante de ellos, la oxidada cerca se alzaba aproximadamente un metro y medio sobre la capa superior de los detritos. Derkhan cambió de dirección ligeramente y se dirigió hacia una amplia brecha de la valla, donde el vertedero se abría directamente al río.
Al otro lado del escuálido curso de agua, Derkhan podía ver Nueva Crobuzon. Por un instante, las agujas grumosas de las torres de la estación de la calle Perdido se hicieron visibles, perfectamente enmarcadas en el agujero de la valla, alzándose en la lejanía sobre la ciudad. Podía distinguir las vías del tren saltando entre las torres que se elevaban al azar desde el lecho de roca. Los feos puntales de la milicia sobresalían frente al horizonte.
Al otro lado, Hogar de Esputo brotaba grueso de la misma orilla del río. A este lado del Alquitrán no había ningún paseo marítimo, solo secciones de calle que discurrían paralelas a él durante un corto tiempo, seguidas por jardines privados, las paredes verticales de los almacenes y las tierras baldías. No había nadie para observar los preparativos de Derkhan.
A pocos metros de la orilla, dejó caer el extremo del cable y se acercó cautelosamente a la grieta de la valla. Tanteó el suelo con los pies para asegurarse de que no cedería y la arrojaría al asqueroso río que discurría dos o más metros más abajo. Se inclinó todo lo que pudo y examinó la superficie del agua, que discurría plácidamente.
El sol se aproximaba lentamente a los tejados del oeste, barnizando el negro sucio del río de luz rojiza.
—¡Penge! —siseó Derkhan—. ¿Estás ahí?
Después de un momento, se escuchó un pequeño chapoteo. Uno de los restos indistintos que flotaban en el río empezó repentinamente a acercarse. Se movía contra corriente.
Lentamente, Pengefinchess alzó la cabeza del agua. Derkhan sonrió. Sentía un extraño y desesperado alivio.
—Muy bien —dijo Pengefinchess—. Ha llegado la hora de mi último trabajo.
Derkhan asintió con una gratitud extraña.
—Está aquí para ayudar —dijo Derkhan al otro vodyanoi que miraba a Pengefinchess con alarmada suspicacia—. Este cable es demasiado grueso y pesado para que lo manejes por ti solo. Si te metes en el agua, os lo iré bajando a los dos.
Tardó unos pocos segundos en decidir que los riesgos que suponía la recién llegada eran menos importantes que el trabajo que tenían entre manos. Miró a Derkhan presa de un miedo nervioso y asintió. Anadeó rápidamente hasta la grieta de la valla, se detuvo allí una fracción de segundo y entonces dio un salto elegante y se sumergió en las aguas. Su zambullida fue tan controlada que solo provocó un chapoteo casi imperceptible.
Pengefinchess lo observó con suspicacia mientras se acercaba nadando a ella.
Derkhan miró rápidamente a su alrededor y vio una tubería metálica cilíndrica más gruesa que su muslo. Era muy larga e increíblemente pesada pero, trabajando con urgencia, ignorando sus músculos torturados, logró arrastrarla centímetro a centímetro hasta la grieta de la valla y la encajó a lo largo de la misma. Extendió los brazos, mientras el ardor ácido de sus músculos la hacía encogerse. Regresó tambaleándose junto al cable y lo arrastró hasta el borde del agua.
Comenzó a dejarlo caer sobre la parte superior de la tubería, hacia los dos vodyanoi que esperaban abajo, sosteniéndolo con las pocas fuerzas que le quedaban. Soltó más y más cable del rollo que aguardaba, escondido en el corazón del vertedero, y luego hizo descender el extremo hacia las aguas. Finalmente, logró bajarlo lo suficiente como para que Pengefinchess se elevara sacudiendo las piernas hasta casi salir del agua y se agarrase al extremo suelto que bailaba sobre ella. Su peso arrastró varios metros de cable al agua. El borde del vertedero se inclinó peligrosamente sobre el río, pero el cable se deslizaba sobre la suave superficie de la tubería, haciendo que se tensara contra la valla a ambos lados y corriendo sin encontrar resistencia sobre ella.
Pengefinchess volvió a elevarse y a tirar, se sumergió y tiró hacia el fondo del río. Liberado de las presas y ángulos del suelo inorgánico que lo aprisionaban, el cable la siguió con rápidos espasmos, deslizándose de forma tosca sobre la superficie del vertedero y zambulléndose en las aguas.
Derkhan observaba su intermitente progreso, repentinas convulsiones de movimiento que se producían mientras los vodyanoi sumergidos en el fondo del río coleaban con las piernas y nadaban con todas sus fuerzas. Sonrió, un pequeño y fugaz momento de triunfo, y se dejó caer, exhausta, contra un pilar de hormigón roto.
En la superficie del agua no se veía nada que permitiera adivinar la operación que estaba llevándose a cabo debajo de ella. El gran cable se deslizaba a espasmos por la pared del canal y penetraba en el agua, cortando su superficie con un ángulo de noventa grados. Los vodyanoi, se percató Derkhan, debían de estar sumergiendo primero gran cantidad de cable, en vez de empezar a tirar directamente de él en dirección a la otra orilla, lo que habría hecho que un extremo sobresaliese por encima de la superficie del agua.
Al cabo de un rato, el cable dejó de moverse. Derkhan observó en silencio, esperando alguna señal que le indicase lo que estaba ocurriendo bajo el agua.
Pasaron los minutos. Algo emergió en el centro del río.
Era un vodyanoi, que alzaba un brazo a modo de celebración o saludo o señal. Derkhan le devolvió el gesto, entornó la mirada para poder ver de quién se trataba y para distinguir si le estaban tratando de enviar un mensaje.
El río era muy ancho y la figura no se distinguía con claridad. Entonces Derkhan vio que la figura empuñaba un arco compuesto y supo que debía de tratarse de Pengefinchess. Vio que el saludo era una seca despedida y respondió con más entusiasmo, mientras arrugaba el entrecejo.
Tenía muy poco sentido, se dio cuenta Derkhan, haber rogado a Pengefinchess que los ayudara en esta última etapa de la cacería. Indudablemente les había facilitado las cosas pero hubieran podido arreglárselas sin ella, recurriendo a la ayuda de algunos más de los seguidores vodyanoi del Consejo. Y tenía asimismo poco sentido sentirse afectada por su marcha, siquiera de forma remota; desearle suerte a Pengefinchess; despedirse con aquellos sentimientos y sentir una vaga pérdida. La mercenaria vodyanoi los estaba abandonando, desaparecía en busca de contratos más lucrativos y seguros. Derkhan no le debía nada, y mucho menos agradecimientos o afecto.
Pero las circunstancias las habían hecho camaradas, y Derkhan sentía verla marchar. Ella había sido parte, una pequeña parte, de aquella caótica lucha de pesadilla, y lamentaba su desaparición.
El brazo y el arco desaparecieron. Pengefinchess volvió a sumergirse.
Derkhan le dio la espalda al río y regresó al laberinto del Consejo.
Siguió el rastro del cable estropeado a través de los recovecos de aquel escenario de desechos, hasta llegar a la presencia del constructo. El avatar esperaba junto al menguado rollo de cable con revestimiento de goma.
—¿Ha tenido éxito el cruce? —preguntó tan pronto como la vio. Avanzó con paso tambaleante mientras el cable que emergía de su cavidad cerebral saltaba delante de él. Derkhan asintió.
—Tenemos que preparar las cosas aquí —dijo ella—. ¿Dónde está la salida?
El avatar se volvió y le indicó que lo siguiera. Se detuvo un momento y recogió el otro extremo del cable. Se tambaleó a causa de su peso pero no se quejó ni pidió ayuda, y Derkhan tampoco se la ofreció voluntariamente.
Con el grueso cable aislante bajo el brazo, el avatar se aproximó a la constelación de desperdicios que Derkhan reconoció como la cabeza del Consejo de los Constructos (con un leve estremecimiento de incomodidad, como si estuviese mirando el libro de trucos ópticos de un niño, como si la silueta dibujada con tinta del rostro de una joven se hubiese trocado de pronto por la de una bruja). Todavía seguía inclinado de lado, sin dar señales de vida.
El avatar extendió el brazo sobre la doble reja que hacía las veces de metálica dentadura del Consejo. Detrás de una de las enormes luces que Derkhan supo que eran sus ojos, un nudo enmarañado de cables y tubos y tuberías se soltó de un compartimiento, en cuyo interior operaban las válvulas tartamudeantes de un motor analítico de vasta complejidad.
Era la primera señal de que el gran constructo era consciente. Derkhan creyó ver el tenue resplandor de una luz, creciendo y menguando, en el interior de los enormes ojos del Consejo.
El avatar colocó el cable en posición, a un lado del cerebro analógico, uno de los muchos que formaban la peculiar e inhumana consciencia del Consejo. Desenroscó varios de sus gruesos alambres y otros tantos del violento despliegue de metal que era la cabeza del autómata. Derkhan apartó la mirada, asqueada, mientras el avatar ignoraba plácidamente el modo en que el afilado metal provocaba profundos desgarrones en su carne y la sangre espesa y gris se derramaba en espesos borbotones sobre su piel putrefacta.
Comenzó a enlazar el Consejo con el cable, enroscando alambres del grosor de un dedo para convertirlos en un todo conductor, introduciendo conexiones en enchufes que chisporroteaban con negros destellos, examinando los brotes de cobre, plata y cristal, aparentemente carentes de sentido, que emergían del cerebro del Consejo de los Constructos, eligiendo algunos, girando y descartando otros, trenzando el mecanismo en una configuración de una complejidad imposible.
—El resto es sencillo —susurró—. Alambre con alambre, cable con cable, en todos los empalmes por toda la ciudad, todo eso es fácil. Esta es la única parte costosa, canalizar las exudaciones, imitar la operación de los cascos de los comunicadores para conseguir un modelo alternativo de consciencia.
Sin embargo, y a pesar de las dificultades, seguía siendo de día cuando el avatar levantó la mirada hacia ella, se limpió las laceradas manos en los muslos y le dijo que había terminado.
Derkhan contempló con asombro los pequeños destellos y chispas que brotaban de las conexiones. Era una belleza. Resplandecía como una especie de joya mecánica.
La cabeza del Consejo (vasta y todavía inmóvil, como la de un demonio dormido) estaba conectada al cable a través de una masa de tejido conectivo, una cicatriz elictromecánica y taumatúrgica. Derkhan estaba maravillada. Al cabo de un rato, levantó la vista.
—Muy bien —dijo con aire vacilante—. Será mejor que me vaya y le diga a Isaac que… que estás preparado.
Con grandes brazadas de agua negra, Pengefinchess y su compañero avanzaban a través de la arremolinada oscuridad del Alquitrán.
Permanecían cerca del fondo. Este resultaba apenas visible como una oscuridad desigual, menos de un metro por debajo de ellos. El cable se desenrollaba lentamente de la gran pila que habían dejado al fondo del río junto al borde del dique.
Era muy pesado y lo arrastraban trabajosamente a través de las asquerosas aguas.
Estaban solos en esa zona del río. No había otros vodyanoi: solo unos pocos peces, enanos y muy resistentes, que se escurrían nerviosamente cuando ellos se acercaban. Como si, pensó Pengefinchess, hubiera algo en todo Bas-Lag que pudiera inducirme a comérmelos.
Pasaron los minutos y su invisible avance continuó. Pengefinchess no pensaba en Derkhan ni en lo que iba a ocurrir aquella noche, no consideraba el plan que había llegado hasta sus oídos. No evaluaba sus posibilidades de éxito. No era algo de su incumbencia.
Shadrach y Tansell estaban muertos y ahora para ella había llegado la hora de marcharse.
De una manera vaga, deseaba suerte a Derkhan y a los demás. Habían sido compañeros, si bien durante breve tiempo. Y ella comprendía, de una forma laxa, que era mucho lo que se jugaba en aquella partida. Nueva Crobuzon era una ciudad rica, con un millar de patronos potenciales. Le interesaba que siguiera sana y salva.
Delante de ella apareció la grasienta oscuridad de la cada vez más próxima pared del dique. Pengefinchess frenó su marcha. Flotó un momento en las aguas y le dio un pequeño empujón al cable, lo suficientemente fuerte como para hacerlo subir a la superficie. Entonces vaciló un momento y empezó a ascender dando patadas. Indicó al vodyanoi macho que la siguiera y nadó a través de las tinieblas en dirección a la fracturada luminosidad que señalaba la superficie del Alquitrán, donde un millar de rayos de sol se filtraban en todas direcciones a través del pequeño oleaje.
Salieron a la superficie al mismo tiempo y recorrieron los escasos metros que los separaban del muro del dique.
Había anillos de hierro oxidado clavados en los ladrillos, formando una especie de tosca escalerilla hasta el paseo fluvial que discurría por encima de ellos. El sonido de los carruajes y los transeúntes flotaba a su alrededor.
Pengefinchess se ajustó ligeramente el arco sobre el hombro para estar más cómoda. Miró al hosco macho y le habló en lubbock, el lenguaje polisilábico y gutural que compartía la mayoría de los vodyanoi orientales. Él hablaba un dialecto urbano, contaminado por el ragamol de los humanos, pero a pesar de todo podían entenderse.
—¿Tus compañeros saben cómo encontrarte aquí? —inquirió Pengefinchess con brusquedad. Él asintió (otro rasgo humano que los vodyanoi de la ciudad habían adoptado)—. Yo ya he terminado —le anunció—. Debes encargarte del cable por ti solo. Puedes esperarlos. Yo me marcho —él la miró, todavía hosco y volvió a asentir, alzando la mano en un movimiento agitado que tal vez fuera alguna forma de saludo—. Sé fecundo —dijo ella. Era la despedida tradicional.
Se sumergió bajo la superficie del Alquitrán y se impulsó para alejarse.
Pengefinchess nadó hacia el este, siguiendo la corriente del río. Estaba en calma, pero una excitación creciente se apoderaba de ella. No tenía planes ni lazos. De pronto, se preguntó qué era lo que iba a hacer.
La corriente la impulsaba hacia la Isla Strack, donde el Alquitrán y el Cancro se encontraban en una confusa corriente y se convertían en el Gran Alquitrán. Pengefinchess sabía que la base sumergida del Parlamento en la isla estaba vigilada por patrullas de soldados vodyanoi, y mantuvo las distancias. Se apartó de la corriente, se dirigió abruptamente hacia el noroeste y, nadando contra corriente, pasó al Cancro.
La corriente era más fuerte que la del Alquitrán, y también más fría. Se sintió estimulada, durante un breve instante, hasta que entró en una zona de polución.
Eran los efluvios procedentes de la Ciénaga Brock, lo sabía, y nadó rápidamente para escapar de la suciedad. Su familiar ondina temblaba contra su piel cuando se acercaban a determinadas masas de agua, y tuvo que alejarse describiendo un arco y escoger otra ruta para atravesar la zona del asqueroso río que pasaba a través del barrio de los brujos. Respiraba el asqueroso líquido con tragos poco profundos, como si de esa manera pudiese evitar la contaminación.
Al cabo de un rato, el agua pareció volverse más limpia. Un kilómetro más o menos río arriba desde la convergencia de ambos cursos, el Cancro se volvió de pronto más claro y puro.
Pengefinchess sintió algo semejante a un regocijo tranquilo.
Empezó a notar el paso junto a ella de otros vodyanoi. Nadaba despacio, sentía aquí y allá el elegante flujo de túneles que conducía a la casa de algún vodyanoi adinerado. Estas no eran las absurdas chabolas del Alquitrán, de Vado de Manes y Gran Aduja: allí, edificios pegajosos y cubiertos de brea, de diseño palpablemente humano, habían sido construidos sin más en el propio río, décadas atrás, para que se fueran desmoronando de manera muy poco sanitaria en las aguas. Aquellos eran los barrios bajos de los vodyanoi.
Aquí, por el contrario, el agua fría y clara que descendía desde las montañas podía conducir a través de algún pasadizo cuidadosamente tallado que discurría bajo la superficie, hasta llegar a una casa de la ribera del río construida por completo en mármol blanco. Su fachada estaría diseñada con sumo gusto para asemejarse a las de las casas humanas situadas a ambos lados, pero en su interior sería un hogar vodyanoi: portales vacíos que conectaban habitaciones enormes por encima y por debajo del agua; esclusas que cambiaban el agua cada día.
Pengefinchess cruzó el barrio rico de los vodyanoi nadando a mucha profundidad. Conforme el centro de la ciudad quedaba más y más lejos de ella, su felicidad iba en aumento y se permitía relajarse. Experimentaba un gran placer en su marcha.
Extendió los brazos y envió un pequeño mensaje mental a su ondina; esta se desprendió de su piel atravesando los poros del vestido suelto de algodón que llevaba. Después de días entre sequedad, alcantarillas y desperdicios fluviales, el elemental se alejó ondulando a través de las aguas más puras, dando vueltas de gozo, libre, una extensión de agua cuasi viva en medio de la corriente del río.
Pengefinchess la sintió nadando delante de sí y la siguió con ánimo juguetón, extendió la mano hacia ella y cerró los dedos alrededor de su sustancia. La criatura se revolvió con alegría.
Iré hacia la costa, decidió, rodearé las montañas. A través de las Colinas Brezhek, quizá, y los alrededores de los Montes del Ojo del Gusano. Me dirigiré al Mar de la Garra Fría.
Con aquella súbita decisión, Derkhan y los demás se transformaron instantáneamente en su mente y se convirtieron en algo pasado y acabado, algo sobre lo que algún día podría contar historias.
Abrió su enorme boca, dejó que el Cancro fluyera a su través. Pengefinchess continuó nadando, a través de los suburbios, alejándose de la ciudad.