Llevando entre los dos un saco manchado lleno de tecnología abandonada, Isaac y Yagharek regresaban arrastrándose por las tranquilas calles del Meandro Griss, en dirección a la escalinata de piedra rota de la línea Sur. Como confusos vagabundos con ropas poco apropiadas al sofocante calor, caminaban penosamente frente al horizonte de Nueva Crobuzon, de regreso a su desmoronado escondite junto a las vías. Esperaron a que pasara el tumulto aullante de un tren, que soplaba enérgicamente por su humeante chimenea, y entonces avanzaron a través de los biombos de aire trepidante que ascendía desde los ardientes raíles de hierro.
Era mediodía y el aire se enroscaba a su alrededor como una cataplasma caliente.
Isaac dejó en el suelo su lado del saco y tiró de la desvencijada puerta. Desde el interior, Derkhan la abrió de un empujón. Se deslizó por la abertura hasta encontrarse frente a él y la cerró a medias tras de sí. Isaac se asomó sobre ella y pudo ver que alguien permanecía en una esquina, con aire incómodo.
—He encontrado a alguien, Isaac —susurró Derkhan. Su voz estaba tensa. Tenía los ojos inyectados en sangre y casi empañados de lágrimas sobre el mugriento rostro. Señaló un instante al interior de la habitación—. Hemos estado esperándoos.
Isaac se encontraría con el Consejo; Yagharek podía inspirar asombro y confusión, pero no confianza, en aquellos a quienes se aproximara; Pengefinchess no estaba dispuesta a ir; varias horas atrás, Derkhan había sido obligada a marchar a la ciudad en una misión horripilante y monstruosa. No estaba de humor.
Al principio, cuando dejó la cabaña y se encaminó a su destino, caminando rápidamente entre la oscuridad tardía que llenaba las calles, había llorado de forma monótona para disminuir la presión de su torturada cabeza. Había mantenido los hombros en alto, sabiendo que de las pocas figuras con las que se encontraba, caminando deprisa a cualquier lugar, lo más probable era que una gran proporción perteneciera a la milicia. La pesada atmósfera de pesadilla que se respiraba en el aire la agotaba.
Pero entonces, mientras salía el sol y la noche se hundía lentamente en las alcantarillas, su marcha se había vuelto más fácil. Se había movido con más rapidez, como si el mismo material de la oscuridad se le hubiera estando resistiendo.
Su tarea no resultaba menos horrenda, pero la urgencia apagó su espanto hasta que quedó reducido a una cosa anémica. Sabía que no podía esperar.
Le quedaba camino por recorrer. Se estaba dirigiendo hacia el hospital de beneficencia del Pozo Siríaco, a través de seis o más kilómetros de barrios bajos intrincadamente serpenteantes y arquitecturas en ruinas. No se atrevió a tomar un taxi por si el conductor era un espía de la milicia, un agente dedicado a detener criminales como ella. De modo que caminó tan rápidamente como se atrevió a hacer en las sombras de la línea Sur. Su camino la elevó más y más sobre los tejados mientras se alejaba del corazón de la ciudad. Arcos muy abiertos de ladrillos calados se extendían sobre las achaparradas calles de Siriac.
Al llegar a la estación Salida de Siriac, se había separado de las vías del tren y se había internado en la maraña de calles que se extendía al sur del ondulado Gran Alquitrán.
Le había sido fácil seguir el ruido de los vendedores ambulantes y los dueños de los puestecillos hasta la miseria que era el Paseo de los Tintoreros, la amplia y mugrienta calle que enlazaba Siriac, los Campos Pelorus y el Pozo Siríaco. Seguía el Gran Alquitrán como un eco impreciso, cambiando su nombre conforme avanzaba para convertirse en la avenida Wynion y más tarde en la calle del Lomo Plateado.
Derkhan había rodeado la turbamulta que reinaba en él, los carros de dos ruedas y los resistentes y ruinosos edificios de las calles laterales. Lo había recorrido como un cazador en dirección nordeste. Hasta que finalmente, cuando la calle viraba y se dirigía al norte en un ángulo más abrupto, había reunido el coraje necesario para atravesarla a hurtadillas, con la mirada ceñuda de un mendigo furioso y se había sumergido en el corazón del Pozo Siríaco, en dirección al Hospital de Verulino.
Era una montaña antigua y extendida, llena de torreones y decorada con diversas molduras de ladrillo y cemento: dioses y demonios se observaban mutuamente desde lo alto de sus ventanas, y de los múltiples niveles del techo asomaban dragoks rampantes en ángulos insólitos. Tres siglos antes, había sido una grandiosa casa de reposo para ricos dementes, en medio de lo que por entonces era un suburbio no muy populoso de la ciudad. Los barrios marginales se habían extendido como la gangrena y habían terminado por tragarse el Pozo Siríaco: el asilo había cerrado y se había transformado en un almacén de lana de baja calidad; luego la bancarrota lo había vaciado; había sido ocupado por una banda de ladrones y más tarde por una fallida unión de taumaturgos; y finalmente comprado por la Orden de Verulino y convertido una vez más en hospital.
Una vez más en un lugar de curación, decían.
Privado de fondos o medicamentos, con doctores y boticarios voluntarios que trabajaban en horarios extraños cuando sus conciencias no los dejaban descansar, y un personal de monjas y monjes, píos pero carentes de instrucción, el Hospital de Verulino era el lugar en el que los pobres acudían a morir.
Derkhan había pasado junto al portero, ignorando sus quejas como si fuese sorda. Él había levantado la voz pero no la había seguido. Ella había subido las escaleras hasta el primer piso, hacia las tres salas de trabajo.
Y allí… allí había cazado.
Recordaba haber paseado arriba y abajo junto a camas limpias y gastadas, bajo enormes ventanas coronadas por arcos e inundadas de luz fría, junto a cuerpos que resollaban, agonizantes. Al atareado monje que se plantó delante de ella y le preguntó qué quería, le había respondido farfullando sobre su padre agonizante y desaparecido (había salido en plena noche para morir) que, según había oído ella, podía encontrarse allí, con aquellos ángeles de misericordia; el monje, aplacado y un poco envanecido por aquel relato de su propia bondad, le había dicho a Derkhan que podía quedarse y buscarlo. Y ella, de nuevo deshecha en lágrimas, le había preguntado dónde se encontraban los enfermos terminales porque su padre, le había explicado, estaba a punto de morir.
El monje, sin decir nada, había señalado las dobles puertas situadas al final de la enorme habitación.
Y Derkhan las había cruzado y había penetrado en un infierno en el que la muerte era prolongada, en el que lo único que había para aliviar el dolor y la degradación eran sábanas sin chinches. La joven monja que caminaba por la sala con los ojos abiertos en una perpetua y horrorizada conmoción se detenía ocasionalmente y revisaba la hoja pegada al extremo de cada cama para verificar que sí, el paciente estaba agonizando, y que no, no estaba muerto todavía.
Derkhan bajó la mirada y abrió una de las hojas. Encontró el diagnóstico y la prescripción. «Podredumbre pulmonar», había leído. «2 dosis de láudano/3 horas para el dolor. Y luego, con otra letra: láudano no disponible».
En la siguiente cama, el fármaco no disponible era agua-sporr. En la siguiente, sudifilo calciach que, si Derkhan leía correctamente la hoja, habría curado al paciente de la desintegración intestinal que sufría a causa de ocho tratamientos diferentes. Y así continuaba, a lo largo de toda la sala, una interminable e inútil lista de información sobre lo que habría aliviado el sufrimiento de una manera u otra.
Derkhan empezó a hacer lo que había venido a hacer.
Examinó a los pacientes con ojo necrófago, como un cazador de los que están a punto de morir. Había sido vagamente consciente de los criterios con los que había regido su búsqueda (de mente sana y no tan enfermo como para que no sobreviva al día) y eso la había hecho sentirse enferma hasta el alma. La monja la había visto, se había aproximado a ella con una curiosa falta de urgencia y había demandado saber a quién estaba buscando.
Derkhan la había ignorado, había continuado con su fría y terrible evaluación. Había recorrido la sala por completo y finalmente se había detenido frente a la cama de un fatigado anciano cuyas notas le concedían todavía una semana de vida. Dormía con la boca abierta, babeando ligeramente y haciendo muecas en su sueño.
Se había producido un horripilante momento de reflexión, en el que ella se había encontrado a sí misma aplicando una ética tortuosa e insostenible a su elección (¿Quién es aquí un informador de la milicia?, quería gritar. ¿Quién es aquí un violador? ¿Quién un asesino de niños? ¿Quién un torturador?). Había acallado tales pensamientos. No podía permitírselos, se había dado cuenta. Podían volverla loca. Esto tenía que ser una obligación. No podía ser una elección.
Derkhan se había vuelto hacia la monja que la seguía emitiendo un constante flujo de tonterías que no resultaban difíciles de ignorar.
Derkhan recordaba sus propias palabras como si nunca hubiesen sido reales.
Este hombre se está muriendo, había dicho. El ruido de la monja se había acallado y luego había asentido. ¿Puede caminar?, había preguntado.
Con lentitud, había dicho la monja.
¿Está loco?, había preguntado Derkhan. No lo estaba.
Me lo llevo conmigo, había dicho. Lo necesito.
La monja había empezado a mostrar su enfado y su perplejidad, y las cuidadosamente sofocadas emociones de Derkhan se habían liberado por un momento, y su rostro se había inundado de lágrimas con asombrosa rapidez y se había sentido como si pudiese aullar de miseria, así que había cerrado los ojos y había siseado con un dolor animal, sin palabras, hasta que la monja volvió a guardar silencio. Derkhan había vuelto a mirarla y había contenido sus propias lágrimas.
Había sacado el arma del interior de su capa y había apuntado con ella al vientre de la monja. Esta había bajado la mirada y había chillado de sorpresa y miedo. Mientras la monja seguía con la incrédula mirada puesta en el arma, Derkhan había sacado con la mano izquierda la bolsa de dinero, lo poco que quedaba del dinero de Isaac y Yagharek. La había sostenido en alto hasta que la monja la había visto y había comprendido lo que se esperaba de ella y había extendido su mano. Entonces Derkhan había vertido los billetes y el polvo de oro y las gastadas monedas sobre ella.
Toma esto, había dicho con voz temblorosa y cuidadosa. Señaló vagamente por toda la sala, a las figuras gimientes de las camas. Compra láudano para ese y calciach para ella, había dicho Derkhan, cura a ese y pon a dormir en silencio a ese otro; haz que uno o dos o tres o cuatro de ellos vivan y haz más fácil la muerte para uno o dos o tres o cuatro de ellos, no lo sé, no lo sé. Tómalo, hazle las cosas un poco más fáciles a cuantos de ellos puedas, pero a este, a este debo llevármelo. Despiértalo y dile que tiene que venir conmigo. Dile que puedo ayudarlo.
La pistola de Derkhan tembló, pero la mantuvo vagamente apuntada a la otra mujer. Cerró los dedos de la monja alrededor del dinero y observó cómo se arrugaban y abrían sus ojos de asombro e incomprensión.
En lo más profundo de su interior, en aquella parte de sí que todavía era capaz de sentir, que no podía acallar del todo, Derkhan había sido consciente de una quejumbrosa defensa, de un argumento de justificación: ¿Ves?, sentía que estaba diciendo. ¡Nos llevamos a este, pero mira a cuántos salvamos!
Pero ninguna contabilidad moral podía disminuir el horror de lo que estaba haciendo. Solo podía ignorar este ansioso discurso. Miró profunda y fervientemente a los ojos de la monja. Cerró con más fuerza su mano alrededor de sus dedos.
Ayúdalos, había siseado. Esto puede ayudarlos. Puedes ayudarlos a todo excepto a este o no podrás ayudar a ninguno. Ayúdalos.
Y después de un largo, larguísimo momento de silencio, de mirar a Derkhan con ojos atribulados, de mirar el mugriento tesoro y la pistola y luego a los agonizantes enfermos que la rodeaban por todas partes, la monja había guardado el dinero en el delantal blanco con mano temblorosa. Y mientras se alejaba para despertar al paciente, Derkhan la había observado sintiendo un mezquino y terrible triunfo.
¿Ves?, había pensado, enferma de autocompasión. ¡No he sido solo yo! ¡Ella también ha decidido hacerlo!
Su nombre era Andrej Shelbornek. Tenía sesenta y cinco años. Sus órganos internos estaban siendo devorados por alguna clase de germen virulento. Era apacible y estaba muy cansado de preocuparse, y después de dos o tres preguntas iniciales había seguido a Derkhan sin quejarse.
Ella le habló someramente sobre el tratamiento que iban a utilizar con él, las técnicas experimentales que pretendían probar en su cuerpo destrozado. Él no había dicho nada sobre ello, ni tampoco sobre su repugnante apariencia o cualquier otra cosa. ¡Debe de saber lo que está ocurriendo!, había pensado ella. Está cansado de vivir de esta manera, me está poniendo las cosas fáciles. Aquello no era más que una racionalización de la peor especie y no estaba dispuesta a perder el tiempo así.
Enseguida se hizo evidente que el anciano no podría caminar los kilómetros que los separaban de Griss Bajo. Derkhan había vacilado. Había sacado algunos billetes sueltos de su bolsillo. No tenía otra elección que coger un taxi. Había bajado la voz hasta convertirla en un gruñido irreconocible mientras daba la dirección con el rostro oculto tras la capa.
El carro de dos ruedas estaba tirado por un buey, reconstruido en un bípedo para acomodarse con facilidad a los serpenteantes callejones y los estrechos paseos de Nueva Crobuzon, para poder doblar esquinas agudas y retroceder sin pararse. Se sostenía sobre sus dos patas en un constante estado de sorpresa y avanzaba con paso incómodo y extraño. Derkhan se había reclinado en el asiento y había cerrado los ojos. Cuando volvió a abrirlos, Andrej estaba dormido.
No habló ni frunció el ceño ni pareció preocupado hasta que ella le había pedido que subiera por la empinada cuesta de tierra y fragmentos de hormigón que había junto a la línea Sur. Entonces había arrugado el rostro y la había mirado, confundido.
Con aire despreocupado, Derkhan le había dicho algo sobre un laboratorio secreto experimental, un lugar situado sobre la ciudad, con acceso a los ferrocarriles. Él había parecido preocupado, había sacudido la cabeza, había mirado a su alrededor en busca de una vía de escape. En la oscuridad que había bajo el puente del ferrocarril, Derkhan había sacado su pistola. Aunque agonizante, él todavía le temía a la muerte y ella le había obligado a trepar por la cuesta a punta de pistola. A mitad de camino, él había empezado a llorar. Derkhan lo había observado y le había empujado con la pistola, había sentido todas sus emociones desde muy lejos. Se mantenía a distancia de su propio horror.
En el interior de la cabaña, Derkhan había esperado pacientemente, apuntando a Andrej con la pistola hasta que por fin había escuchado el sonido de unos pies arrastrados que señalaba el regreso de Isaac y Yagharek. Cuando Derkhan les abrió la puerta, Andrej empezó a llorar y a gritar pidiendo ayuda. Para ser un hombre tan enfermo tenía una voz asombrosamente fuerte. Isaac, que había empezado a preguntar a Derkhan qué le había contado al hombre, dejó de hablar y entró apresuradamente para acallarlo.
Hubo medio segundo, una fracción diminuta de tiempo, en la que Isaac abrió la boca y pareció que iba a decir algo que calmase los temores del anciano, que iba a asegurarle que nadie le haría daño, que estaba en buenas manos, que había una razón de peso para aquel extraño encarcelamiento. Los gritos de Andrej vacilaron un momento mientras miraba a Isaac, ansioso por ser tranquilizado.
Pero Isaac estaba cansado y no podía pensar, y las mentiras que se le ocurrían le hacían sentirse como si hubiera vomitado. Sus excusas se desvanecieron en silencio y caminó hasta el anciano, lo dominó por la fuerza sin dificultades y ahogó sus nasales aullidos con una mordaza de tela. Lo ató con cuerdas viejas y lo sujetó tan confortablemente como le fue posible contra una pared. El agonizante anciano gemía y exhalaba, presa de un terror incrédulo.
Isaac trató de mirarlo a los ojos, de murmurar alguna disculpa, de decirle lo mucho que lo sentía, pero el miedo impedía oír a Andrej. Isaac se apartó, horrorizado y Derkhan lo miró a los ojos y tomó rápidamente su mano, agradecida de que alguien compartiera por fin su carga.
Había mucho que hacer.
Isaac empezó los cálculos y preparativos finales.
Andrej profería agudos gritos a través de la venda e Isaac levantó una mirada desesperada hacia él.
Entre susurros secos y protestas bruscas, le explicó a Derkhan y a Yagharek lo que estaba haciendo.
Observó los destartalados motores que contenía el saco, sus máquinas analíticas. Revisó sus notas, comprobando y volviendo a comprobar los cálculos y comparándolos por referencias cruzadas con las hojas de cifras que el Consejo le había entregado. Extrajo el corazón del motor de crisis, el enigmático mecanismo que se había negado a dejar con el Consejo de los Constructos. Era una caja opaca, un artilugio sellado de cables entretejidos, circuitos elictrostáticos y taumatúrgicos.
Lo limpió lentamente, examinando sus partes móviles.
Isaac se preparaba a sí mismo y a su equipo.
Cuando Pengefinchess regresó de algún recado que no les había explicado, Isaac levantó la mirada un instante. La vodyanoi habló en voz baja, sin atreverse a mirar a ninguno de ellos a los ojos. Se preparó para marcharse, comprobó su equipo y lubricó su arco para que estuviera a salvo bajo el agua. Preguntó qué había sido de la pistola de Shadrach y cloqueó con aire pesaroso cuando Isaac le contestó que no lo sabía.
—Es una pena. Era un arma potente —dijo con aire abstraído mientras se asomaba por la ventana y su mirada se perdía en la lejanía—. Encantada. Un arma de poder.
Isaac la interrumpió. Derkhan y él le imploraron que los ayudara una vez más antes de marcharse. Ella se volvió y miró fijamente a Andrej, pareció verlo por vez primera, ignoró los ruegos de Isaac y demandó saber qué demonios se creía que estaba haciendo. Derkhan se la llevó lejos de los bufidos aterrorizados de Andrej y de los siniestros preparativos de Isaac, y se lo explicó.
Entonces Derkhan volvió a preguntarle si haría una última cosa para ayudarlos. Solo podía suplicárselo.
Isaac las escuchaba a medias, pero no tardó en cerrar los oídos a aquellos ruegos siseados. Se concentró en vez de ello en la tarea que tenía entre manos, en el complicado problema de las matemáticas de crisis.
Detrás de él, Andrej lloriqueaba de forma incesante.