Las farolas se apagaron con un parpadeo por toda la ciudad y el sol apareció sobre el Cancro. Dibujó la forma de una pequeña barcaza, poco más que una balsa, que se balanceaba en el frío oleaje.
Era una de las muchas que atestaban los ríos gemelos de Nueva Crobuzon. Abandonadas en el agua para pudrirse, las carcasas de los antiguos botes flotaban al azar con la corriente, tirando sin demasiada convicción de olvidadas amarraderas. Había muchas de estas embarcaciones en el corazón de Nueva Crobuzon, y los moradores del barro se desafiaban entre sí a atreverse a nadar hasta ellas o a caminar por los viejos cabos que las ataban sin que hubiera ya razón alguna para ello. A algunas de ellas las evitaban susurrando que eran la morada de monstruos, las guaridas de los ahogados que no aceptarían que estaban muertos a pesar de estar pudriéndose.
Esta estaba cubierta por un tejido antiguo y rígido que olía a aceite, podredumbre y grasa. Su vieja piel de madera estaba empapada de agua del río.
Escondido bajo la sombra del alquitranado, Isaac yacía contemplando el rápido paso de las nubes. Estaba desnudo y casi por completo inmóvil.
Había permanecido allí durante algún tiempo. Yagharek lo había acompañado hasta la orilla del río. Se habían arrastrado durante más de una hora a través de la agitada y cambiante ciudad, a través de las calles familiares de la Ciénaga Brock y por todo Gidd, sobre las líneas de tren subterráneas y junto a las torres de la milicia, hasta llegar por fin a los márgenes exteriores de Cuña del Cancro. A menos de tres kilómetros del centro de la ciudad, pero en un mundo diferente. Calles silenciosas y estrechas y modestos edificios de viviendas, pequeños parques apologéticos, iglesias y monumentos que eran verdaderos adefesios, oficinas con falsas fachadas en una cacofonía de estilos mutables.
Aquí había avenidas. No se parecían en nada a las calles flanqueadas por vainillos de Galantina o a la Rué Conifer del Páramo del Queche, magníficamente ornamentada por hileras de pinos. Sin embargo, en las afueras de Cuña del Cancro había robles y otros árboles oscuros que escondían los defectos de la arquitectura. Isaac y Yagharek, cuyos pies estaban envueltos de nuevo en vendajes y cuya cabeza se cubría con una capa que acababan de robar, le habían dado gracias al amparo ofrecido por la sombra de las copas de los árboles mientras se encaminaban hacia el río.
No había grandes aglomeraciones industriales a lo largo del Cancro. Las fábricas y talleres y almacenes y puertos se agolpaban a ambos lados del Alquitrán y del Gran Alquitrán en el que se convertía la confluencia de los dos ríos. Hasta el último kilómetro y medio de su existencia, cuando pasaba junto a la Ciénaga Brock y el millar de desagües de los laboratorios, el Cancro no se volvía infecto y turbio.
En el norte de la ciudad, en Gidd y el Anillo y aquí, en Cuña del Cancro, los residentes podían remar en las aguas del río por placer, un pasatiempo que resultaba inconcebible más hacia el sur. De modo que Isaac se había dirigido hacia aquí, donde el tráfico fluvial era mucho menor, para obedecer las órdenes de la Tejedora.
Habían encontrado una pequeña callejuela que discurría entre las partes traseras de dos bloques de casas, una fina tajada de espacio que discurría cuesta abajo hacia las arremolinadas aguas. No les había sido difícil encontrar un bote abandonado, aunque en aquel lugar no había ni una pequeña fracción de los muchos que poblaban las riberas de la zona industrial de la ciudad.
Después de dejar a Yagharek vigilando desde debajo de su andrajosa capa como una especie de vagabundo inmóvil, Isaac había seguido su camino hasta la orilla del río. Había una franja de hierba y otra de grueso barro entre el agua y él, y mientras caminaba se había ido quitando la ropa y guardándola bajo el brazo. Cuando por fin llegó al Cancro, estaba completamente desnudo bajo la menguante oscuridad.
Sin vacilar, reuniendo todas sus fuerzas, había entrado en el agua.
Había sido una travesía corta y fría hasta el bote. La había disfrutado, solazándose en la sensación, en el río negro que le limpiaba la porquería de la alcantarilla y los días de mugre. Había arrastrado la ropa detrás de sí, confiando en que el agua empapase las fibras y la limpiase.
Había trepado por un costado de la balsa, y mientras se secaba le había hormigueado la piel. Yagharek era apenas visible, inmóvil, vigilante. Isaac había dejado sus ropas a su alrededor y había tirado un poco del alquitranado para extenderlo sobre él, de modo que pudiera tenderse bajo su sombra.
Contempló la llegada de la luz por el este y tiritó mientras la brisa le ponía la piel de gallina.
—Aquí estoy —murmuró—. Desnudo como un muerto al amanecer del río. Como se me ordenó.
No sabía si la proclama de la Tejedora, canturreada aquella noche fantasmal en el Invernadero, había sido una especie de invitación. Pero esperaba que al responder a ella pudiese convertirla en una, cambiando los patrones de la tela del mundo, tejiéndola en una conjunción que pudiera, confiaba, complacer a la diosa.
Tenía que ver a la magnífica araña. Necesitaba la ayuda de la Tejedora.
A mitad de la noche pasada, Isaac y sus camaradas se habían percatado de que la tensión de la oscuridad, la enfermiza e incómoda sensación que flotaba en el aire, la oleada de pesadillas, había regresado. El ataque de la Tejedora había fallado, tal como ella había predicho. Las polillas seguían con vida.
A Isaac se le había ocurrido que su sabor debía de serles conocido ahora, que lo reconocerían como el que había destruido sus huevos. Quizá debería haber estado petrificado de miedo, pero no era así. Se había marchado a solas de la casucha junto a las vías.
Puede que sean ellas las que me temen, pensó.
Flotaba a la deriva sobre el río. Una hora pasó y los sonidos de la ciudad crecieron invisibles a su alrededor.
Un sonido burbujeante lo perturbó.
Se apoyó con lentitud sobre un codo mientras su mente recuperaba a toda velocidad la lucidez. Se inclinó sobre la barandilla del bote.
Yagharek todavía era visible, su postura no había cambiado siquiera un ápice, aguardando en la ribera del río. Ahora había algunos paseantes detrás de él, ignorándolo mientras se sentaba allí, encapuchado y apestando a suciedad.
Junto al bote, hervían desde las profundidades burbujas y agua agitada y levantaban ondas que se extendían hasta un metro de distancia. La mirada de Isaac se ensanchó un instante al darse cuenta de que el círculo de ondas era exactamente circular y contenido, que cuando cada una de las ondas llegaba a su extremo, se disolvía de forma imposible, dejando sin perturbar el agua que había más allá.
Mientras Isaac retrocedía ligeramente, una curva suave y negra se hizo visible en las aguas oscuras y removidas. El río se apartó de la forma que se elevaba y chapoteó dentro de los límites del pequeño círculo.
Isaac estaba mirando fijamente al rostro de la Tejedora.
Dio un respingo y se apartó, mientras el corazón le latía de forma agresiva. La araña levantó la mirada hacia él. Tenía la cabeza en ángulo, de modo que solo eso emergía de las aguas y no el corpachón, que se erguía sobre ella cuando estaba de pie.
La Tejedora estaba canturreando, hablando en las profundidades del cráneo de Isaac.
…HERMOSO NECIO EL UNO EL DESNUDOMUERTO COMO SE TE ORDENÓ PEQUEÑO TEJEDOR DE CUATRO PATAS QUE PODRÍAS SER… dijo en un monólogo continuo… RÍO Y AMANECER AMANECE SOBRE MÍ LAS NOTICIAS SON DESNUDAS… Las palabras decayeron hasta que ya no resultaron inteligibles como tales y entonces Isaac aprovechó la oportunidad para hablar.
—Me alegro de verte, Tejedora. Recordaba nuestro acuerdo —respiró profundamente—. Necesitaba hablar contigo —dijo. El canturreo zumbante de la Tejedora se reinició e Isaac se esforzó por comprender, por traducir el hermoso galimatías en algo que tuviera sentido, en responder, en hacerse oír.
Era como mantener una conversación con un durmiente o con un loco. Era difícil, agotador. Pero podía hacerse.
Yagharek escuchó el apagado parloteo de unos niños que iban al colegio. Caminaban en algún lugar detrás de él, donde una senda cruzaba la hierba de la ribera.
Sus ojos parpadearon y se posaron sobre el otro lado del agua, donde los árboles y las amplias y blancas calles de la Colina de la Bandera se alejaban de las aguas en una suave inclinación. También allí el río estaba bordeado por una franja de hierba, pero en ella no había sendas ni niños. Solo las silenciosas casas separadas por vallas.
Yagharek juntó ligeramente las rodillas y se embozó en su apestosa capa. Quince metros más allá, en el río, la embarcación de Isaac parecía inmóvil de una manera casi sobrenatural. La cabeza de Isaac había aparecido temerosamente sobre la borda hacía algunos minutos y ahora permanecía asomada ligeramente sobre el borde del viejo bote, mirando en dirección contraria a Yagharek. Parecía como si estuviera absorto en la contemplación de una extensión de agua, algún resto flotante.
Debía de ser, se percató Yagharek, la Tejedora, y sintió que la excitación lo conmovía.
Estiró el cuello para oír, pero la ligera brisa no le trajo nada. Solo escuchó el rumor de las aguas y los sonidos abruptos de los niños que había a su espalda. Lloraban con facilidad.
Pasó el tiempo, pero el sol parecía congelado. La pequeña corriente de niños no fluía. Yagharek contempló cómo discutía Isaac de forma incomprensible con la invisible presencia arácnida que se encontraba bajo la superficie del río. Esperó.
Y entonces, algún tiempo después del amanecer pero antes de las siete en punto, Isaac se volvió de forma furtiva en el bote, buscó a tientas sus ropas y volvió a sumergirse con torpeza, como una pequeña rata de agua, en el Cancro.
La anémica luz de la mañana bañaba la superficie del río mientras Isaac avanzaba por el agua en dirección a la ribera. Al llegar a los bajíos realizó una grotesca danza acuática para volver a ponerse la ropa antes de subir, pesadamente y chorreando, por el barro y la maleza de la ribera.
Se dejó caer junto a Yagharek, resoplando.
Los escolares reían entre dientes y susurraban.
—Creo… creo que vendrá —dijo—. Creo que ha comprendido.
Eran más de las ocho cuando regresaron a la cabaña de las vías. Reinaba el silencio y hacía calor, un calor lleno de partículas que se deslizaban indolentes hacia el suelo. Los colores de los desperdicios y la madera caliente brillaban con intensidad allí donde la luz del sol atravesaba las paredes hechas astillas.
Derkhan no había regresado todavía. Pengefinchess dormía en una esquina o fingía hacerlo.
Isaac reunió las tuberías vitales y las válvulas, los motores y baterías y transformadores y los metió en un saco asqueroso. Extrajo sus notas, las revisó brevemente y volvió a guardarlas dentro de su camisa. Garabateó una nota para Derkhan y Pengefinchess. Yagharek y él comprobaron el estado de sus armas y las limpiaron, contaron sus escasas reservas de munición. Entonces Isaac se asomó por la ventana hecha añicos, a la ciudad que había despertado a su alrededor.
Ahora debían ser muy cuidadosos. El sol había cobrado todas sus fuerzas, la luz era intensa. Cualquiera podía ser un soldado y todos los oficiales debían de haber visto su heliotipo. Se embozaron en sus capas. Isaac vaciló y entonces le tomó prestado su cuchillo a Yagharek; se afeitó en seco con él. La afilada hoja le rasgó dolorosamente los nódulos y granos de la piel que eran la principal razón de que se hubiera dejado crecer la barba. Fue descuidado y rápido y no tardó en encontrarse frente a Yagharek con una barbilla pálida, cubierta por inexpertos trasquilones, sangrando y salpicada de bosquecillos de pelusa.
Tenía un aspecto deplorable, pero al menos parecía otra persona. Se acarició la ensangrentada piel mientras salían a la luz de la mañana.
Hacia las nueve, después de pasar varios minutos paseando con aire indiferente junto a las tiendas y los transeúntes que discutían, caminando por calles traseras siempre que les era posible, los dos compañeros se encontraban en el vertedero del Meandro Griss. El calor era atroz y parecía todavía más intenso en aquellos cañones de metal de desecho. A Isaac le picaba la barbilla.
Se abrieron camino entre las basuras hacia el corazón del laberinto, hacia la guarida del Consejo de los Constructos.
—Nada —Bentham Rudgutter apretó los puños sobre el escritorio—. Hace dos noches que tenemos los aeróstatos en vuelo y buscando. Y nada. Una nueva cosecha de cadáveres cada mañana y ni una maldita cosa en toda la noche. El rescate fracasado, no hay señal de Grimnebulin, no hay señal de Blueday… —alzó una mirada con los ojos inyectados en sangre y miró al otro lado de la mesa, donde Stem-Fulcher inhalaba de forma elegante el pungitivo aire de su pipa—. Esto no está yendo bien —concluyó.
Stem-Fulcher asintió lentamente. Estaba reflexionando.
—Dos cosas —dijo con lentitud—. Está claro que lo que necesitamos es una tropa especialmente entrenada. Ya le he hablado de los oficiales de Motley —Rudgutter asintió. Se frotaba los ojos sin descanso—. Podemos encargarnos de estas con facilidad. Podemos pedirle a las fábricas de castigo que nos proporcionen un escuadrón de soldados rehechos, con espejos y armas para la espalda y todo lo demás, pero lo que de verdad necesitamos es tiempo. Necesitamos entrenarlos. Eso supone tres o cuatro meses como mínimo. Y mientras esperamos a que llegue el momento adecuado, las polillas asesinas van a seguir atrapando ciudadanos. Haciéndose más fuertes. Así que tenemos que desarrollar estrategias para mantener la ciudad bajo control. Un toque de queda, por ejemplo. Sabemos que las polillas pueden entrar en las casas, pero no hay duda de que la mayoría de las víctimas proviene de las calles. Luego tenemos que acallar las especulaciones de la prensa sobre lo que está ocurriendo. Barbile no era el único científico que trabajaba en ese proyecto. Tenemos que estar capacitados para sofocar cualquier conato de sedición peligroso, necesitamos detener a todos los demás científicos involucrados. Y ahora que la mitad de la milicia está ocupada en labores relacionadas con las polillas, no podemos arriesgarnos a una nueva huelga en los muelles o algo similar. Eso podría dañarnos seriamente. Le debemos a la ciudad el poner fin a toda demanda poco razonable. Básicamente, alcalde, esta es una crisis mayor que cualquiera otra que hayamos vivido desde las Guerras Piratas. Creo que ha llegado la hora de declarar el estado de emergencia. Necesitamos poderes extraordinarios. Necesitamos una ley marcial.
Rudgutter frunció los labios ligeramente y reflexionó sobre ello.
—Grimnebulin —dijo el avatar. El propio Consejo permanecía oculto. No se puso en pie. Resultaba imposible de distinguir de las montañas de porquería y desperdicios que lo rodeaban.
El cable que entraba en la cabeza del avatar emergía del suelo de virutas de metal y escombros de piedra. El avatar apestaba. Su piel estaba cubierta de moho.
—Grimnebulin —repitió con su voz incómoda y temblorosa—. ¿Qué sucede? El motor de crisis que me dejaste está incompleto. ¿Dónde se encuentran los constructos que te acompañaron al Invernadero? Las polillas asesinas han vuelto a salir esta noche. ¿Acaso has fracasado?
Isaac alzó las manos para detener el interrogatorio.
—Basta —dijo de forma perentoria—. Te lo explicaré.
Isaac sabía que el pensar que el Consejo de los Constructos estaba provisto de emociones resultaba engañoso. Mientras relataba al avatar la historia de la espantosa noche pasada en el Invernadero de los cactos (la noche en la que habían obtenido una victoria tan parcial a un precio tan horrendo) sabía que no eran la cólera ni la rabia las que hacían que el cuerpo del hombre se sacudiese y su rostro se convulsionase adoptando al azar muecas grotescas.
El Consejo de los Constructos poseía consciencia, pero no sentimientos. Estaba asimilando nuevos datos. Eso era todo. Estaba calculando posibilidades.
Le dijo que los constructos habían sido destruidos y el cuerpo del avatar sufrió un espasmo particularmente violento, mientras la información discurría por el cable en dirección a los escondidos motores analíticos del Consejo. Sin aquellos constructos no podía descargar la experiencia. Dependía de los informes de Isaac.
Como ya le ocurriera en una ocasión. Isaac creyó haber visto una figura humana escondiéndose entre los desperdicios que lo rodeaban, pero la aparición desapareció en un suspiro.
Isaac habló al Consejo de la intervención de la Tejedora y luego, por fin, empezó a explicarle su plan. El Consejo, por supuesto, no tardó en comprender.
El avatar asintió. Isaac creyó poder sentir movimientos infinitesimales en el suelo que lo rodeaba, conforme el Consejo mismo empezaba a moverse.
—¿Comprendes lo que necesito de ti? —dijo Isaac.
—Por supuesto —replicó el Consejo con la trémula y aflautada voz del avatar—. ¿Y estaré conectado directamente al motor de crisis?
—Sí —dijo Isaac—. Así es como va a funcionar. Olvidé algunos de los componentes del motor de crisis cuando lo dejé contigo, razón por la cual no está completo. Pero eso está bien, porque cuando los vi me dieron la idea para todo esto. Pero escucha: necesito tu ayuda. Si queremos que esto funcione, necesitamos que los cálculos matemáticos sean exactos. He traído conmigo desde el laboratorio mi máquina analítica, pero no es ni mucho menos un modelo de primerísima categoría. Tú, Consejo, eres una red de motores de cálculo sofisticados de la hostia… ¿verdad? Necesito que hagas algunas sumas para mí. Que resuelvas algunas funciones, que imprimas algunas tarjetas de programación. Y necesito que sean perfectas. Con un grado de error infinitesimal. ¿De acuerdo?
—Muéstramelo.
Isaac extrajo dos hojas de papel. Caminó hasta el avatar y se las tendió. En medio de los olores a aceite y moho químico y metal caliente del vertedero, el hedor orgánico del cuerpo del avatar al descomponerse con lentitud resultaba espantoso. Isaac arrugó la nariz, asqueado. Pero extrajo fuerzas de flaqueza y permaneció junto a la carcasa putrefacta y medio viva, explicándole las funciones que había descrito a grandes rasgos.
—Esta página de aquí contiene varias ecuaciones para las que no he podido encontrar solución. ¿Puedes leerlas? Tienen que ver con la descripción matemática de la actividad mental. Esta segunda página es más complicada. Esta es la serie de tarjetas de programación que necesito. He tratado de disponer cada función con toda la exactitud que me ha sido posible. De modo que aquí, por ejemplo… —el rechoncho dedo de Isaac se movió a lo largo de una complicada serie de símbolos—. Esta es «busca datos de la entrada uno; ahora describe los datos». Luego viene la misma orden para la entrada dos… y esta tan complicada de aquí: «compara datos primarios». Y luego, aquí están las funciones constructivas de remodelación. ¿Te resulta comprensible todo esto? —dijo, mientras retrocedía un paso—. ¿Y puedes hacerlo?
El avatar tomó las hojas y examinó su contenido cuidadosamente. Los ojos del muerto se movieron suavemente a lo largo de la página siguiendo un fluido patrón izquierda-derecha-izquierda. Se prolongó hasta que el avatar hizo una pausa y se estremeció mientras los datos fluían por el cable en dirección al oculto cerebro del Consejo.
Se produjo un movimiento imperceptible y entonces el avatar dijo:
—Todo esto puede hacerse.
Isaac asintió en seco triunfo.
—Lo necesitamos… vaya… ahora. Cuanto antes. Puedo esperar. ¿Puedes hacerlo?
—Lo intentaré. Y luego, cuando caiga la tarde y regresen las polillas, darás la potencia y me conectarás. Me conectarás con tu motor de crisis.
Isaac asintió.
Registró el fondo de su bolsillo y extrajo otro pedazo de papel, que le tendió al avatar.
—Esta es una lista de todo lo que necesitamos —dijo—. Todo ello debe de estar en alguna parte del vertedero o puede ser fabricado. ¿Tienes algunos de esos… eh… pequeños yoes que puedan buscar todo este material? Otro par de esos cascos que nos disteis, esos que utilizan los comunicadores; un par de baterías; un pequeño generador; cosas de esas. Y de nuevo, lo necesitamos ya. Lo más importante que necesitamos es el cable. Cable conductor grueso, del que puede transmitir corriente eléctrica o taumatúrgica. Necesitamos cuatro o cinco kilómetros. No en uno solo, evidentemente… puede ser en partes, siempre que puedan conectarse fácilmente entre sí, pero lo necesitamos en enormes cantidades. Tenemos que enlazarte con nuestro… con nuestro foco —bajó la voz mientras decía esto y su rostro adoptó un aire decidido—. El cable tiene que estar preparado esta tarde, hacia las seis, creo.
El rostro de Isaac estaba impasible. Hablaba con tono neutro. Miraba cuidadosamente al avatar.
—Nosotros solo somos cuatro y en uno de ellos no podemos confiar —continuó—. ¿Puedes contactar con tu… congregación? —el avatar asintió lentamente mientras esperaba una explicación—. Verás, necesitamos gente para conectar esos cables por toda la ciudad —Isaac recuperó la lista de las manos del avatar y empezó a dibujar en la cara trasera: una Y desigual de costado para los dos ríos, pequeñas cruces para el Meandro Griss, el Cuervo y unos trazos que delineaban la Ciénaga Brock y Hogar de Esputo entre ellos. Enlazó las primeras dos cruces con un rápido trazo del lápiz. Levantó la mirada hacia el avatar—. Vas a tener que organizar a tu congregación. Deprisa. Necesitamos que estén en su lugar con el cable a las seis.
—¿Por qué no llevas a cabo la operación aquí? —preguntó el avatar. Isaac sacudió la cabeza de manera vaga.
—No funcionaría. Este es un lugar apartado. Tenemos que canalizar la potencia a través del punto focal de la ciudad, en el que todas las líneas convergen. Tenemos que ir a la estación de la calle Perdido.