Las patrullas cactas, agolpadas en la base del Invernadero, discutían con los ancianos supervivientes.
Shadrach estaba agazapado en un callejón, lejos de la vista, y sacaba un telescopio en miniatura de un bolsillo oculto. Lo extendió en toda su longitud y observó a los soldados congregados.
—No tienen ni idea de lo que hacer —musitó en silencio. El resto de la banda se apiñaba tras él, pegados a la pared húmeda. Trataban de pasar lo más desapercibidos que era posible en las sombras danzantes arrojadas por las antorchas que parpadeaban y ardían sobre ellos—. Por eso habrán decretado el toque de queda. Las polillas los están capturando. Por supuesto, es posible que siempre sea así. Da igual —se volvió hacia los otros—. Nos va a ser de ayuda.
No era difícil escabullirse invisibles por las calles oscuras del Invernadero. Su paso no encontraba obstáculos. Seguían a Pengefinchess, que se mecía con un extraño andar, a medio camino entre el salto de una rana y el paso de un ladrón en la noche. Sostenía el arco en una mano, en la otra una flecha de punta ancha, alabeada, eficaz contra los cactos; aunque no tuvo que emplearla. Yagharek avanzaba un poco detrás de ella, dándole instrucciones. En ocasiones la vodyanoi se detenía y hacía gestos a su espalda apretándose contra la pared o escondiéndose detrás de un carro o un puesto, mientras observaba cómo retiraban las cortinas de las ventanas los más valientes e insensatos para mirar a la calle.
Los cinco constructos simiescos caminaban tras sus compañeros orgánicos. Sus pesados cuerpos de metal eran silenciosos, y no emitían más que algunos sonidos extraños. Isaac no dudaba de que, para los cactos de la cúpula, la dieta regular de pesadillas sería aliñada aquella noche con extraños ruidos metálicos, como si una amenaza mecánica recorriera las calles.
A Isaac le resultaba profundamente inquietante caminar bajo la bóveda. Aun con las adiciones de piedra roja y las luces de las antorchas, las calles parecían más o menos normales; podían encontrase en cualquier parte de la ciudad. Pero extendiéndose sobre ellos, curvándose hacia el interior de horizonte a horizonte, envolviendo el mundo como un cielo claustrofóbico, el enorme domo lo definía todo. Destellos de luz llegaban desde el exterior, retorcidos por el grueso cristal, inciertos y vagamente amenazadores. La celosía negra de hierro que sostenía los paneles envolvía la ciudad como una red, como una vasta telaraña.
Ante aquel pensamiento, sintió en repentino escalofrío.
Lo asaltó una vertiginosa incertidumbre.
La Tejedora estaba cerca, en algún sitio.
Vaciló mientras corría y miraba arriba. Había visto el mundo como una telaraña durante una fracción de segundo, había vislumbrado la red global en sí misma y había presentido la proximidad de aquel poderoso espíritu arácnido.
—¡Isaac! —susurró Derkhan, pasando a su lado. Lo arrastró hacia ella. Se había quedado quieto en medio de la calle, mirando hacia arriba, intentando desesperadamente encontrar un camino de vuelta a la consciencia. Trató de susurrarle, de hacerle saber lo que había descubierto mientras trastabillaba hacia ella, pero no podía ser claro y ella no escucharía. Derkhan lo arrastró a través de las calles oscuras.
Tras un laberíntico recorrido, ocultándose de las patrullas y vigilando el reluciente techo de cristal, se detuvieron frente a un grupo de edificios oscuros en la intersección de dos calles desiertas. Yagharek aguardó hasta que todos estuvieron lo bastante cerca como para oírlo; entonces se giró y se explicó gesticulando.
—Desde esa ventana de allí.
La cúpula descendía inexorable sobre la terraza, destruyendo tejados y reduciendo la masa de las calles a pilas de escombros, pero Yagharek señalaba el extremo más alejado de la cáscara, donde los edificios estaban casi intactos.
Las tres plantas bajo el ático estaban ocupadas. Destellos de luz se derramaban desde los bordes de las cortinas.
Yagharek se ocultó en una pequeña callejuela y arrastró a los demás tras él. Hacia el norte podían oír los gritos consternados de las patrullas confusas, desesperadas por decidir qué hacer.
—Aunque no fuera demasiado arriesgado tener a los cactos de nuestro lado —susurró Isaac—, estaríamos jodidos si tratáramos de conseguir ahora su ayuda. Están como locos. En cuanto nos vieran nos destrozarían con sus arcos huecos, antes de que nos diéramos cuenta.
—Tenemos que pasar frente a las habitaciones donde duermen los cactos —dijo Yagharek—. Tenemos que llegar hasta arriba, y descubrir de dónde vienen las polillas.
—Tansell, Penge —dijo Shadrach con decisión—, vigilad la puerta. —Lo miraron un momento antes de asentir—. ¿Profesor? Supongo que será mejor que vengas conmigo. Y estos constructos… Crees que son útiles, ¿no?
—Pienso que serán esenciales —respondió Isaac—. Pero escuchad… Creo que… creo que la Tejedora está aquí.
Todos se quedaron mirándolo.
Derkhan y Lemuel parecían incrédulos. Los aventureros, impasibles.
—¿Qué le hace creer eso, profesor? —preguntó Pengefinchess con suavidad.
—Yo… creo que… que la sentí. Ya nos las hemos visto antes con ella. Dijo que nos encontraríamos de nuevo…
Pengefinchess miró a Tansell y a Shadrach. Derkhan habló con premura.
—Es cierto —dijo—. Preguntadle a Pigeon. Él la vio. —Reluctante, Lemuel admitió que así había sido.
—Pero no hay mucho que podamos hacer al respecto —dijo—. No podemos controlar a esa cabrona, y si viene a por nosotros o a por ellas, estamos a merced de los acontecimientos. Podría no actuar. Como dijiste, Isaac, hará lo que quiera hacer.
—Bien —replicó Shadrach precavido—, de todos modos vamos a entrar. Tú, garuda. Las has visto. Viste de dónde salieron. Deberías venir. Así que estamos yo, el profesor, el pájaro y los constructos. El resto os quedaréis aquí y haréis exactamente lo que Tansell y Penge os digan, ¿de acuerdo?
Lemuel asintió, ausente. Derkhan frunció el ceño, pero se tragó su resentimiento. El tono duro y autoritario de Shadrach era impresionante. Podía no gustarle, podía considerarlo escoria sin valor, pero conocía su negocio. Era un asesino, y eso era lo que necesitaban en aquellos momentos. Asintió.
—A la primera señal de problemas, salís de aquí. Volvéis a las cloacas y desaparecéis. Reagrupamiento en el vertedero mañana, si es necesario. ¿Entendido? —Esa vez hablaba con Pengefinchess y Tansell, que asintieron con brusquedad. La vodyanoi susurraba a su elemental y comprobaba su aljaba. Algunas de las flechas tenían puntas complejas, con hojas delgadas cargadas con un mecanismo que se abría al contacto e infligía unas heridas casi tan brutales como las de un arco hueco.
Tansell revisaba sus armas. Shadrach titubeó un instante antes de desatar el mosquetón y entregárselo a su compañero, que lo aceptó con un gesto de agradecimiento.
—Va a ser casi cuerpo a cuerpo —dijo Shadrach—. No lo voy a necesitar. —Sacó la pistola tallada. El rostro demoníaco en el extremo de la bocacha parecía moverse bajo la luz. Susurró; parecía que le hablara al arma. Isaac sospechaba que estaba mejorada mediante taumaturgia.
Shadrach, Yagharek e Isaac se alejaron lentamente del grupo.
—¡Constructos! —susurró el último—. Con nosotros. —Se produjo un siseo de pistones y el temblor del metal cuando cinco compactos y pequeños cuerpos simiescos se unieron a ellos.
Isaac y Shadrach miraron a Yagharek, que comprobaba sus espejos para asegurar la claridad de la visión reflejada.
Tansell se encontraba frente al pequeño grupo, tomando notas en una libreta. Alzó la mirada, apretó los labios y miró a Shadrach, con la cabeza inclinada hacia un lado. Observó las antorchas, valoró el ángulo de los tejados que se cernían sobre ellos. Trazó oscuras fórmulas.
—Voy a intentar un hechizo de velo —dijo—. Sois demasiado visibles. No tiene sentido buscar problemas. —Shadrach asintió—. Es una pena que no podamos incluir a los constructos. —Señaló a los simios autómatas para que se apartaran—. ¿Me ayudas, Penge? Canaliza un poco de energía, anda. Esto es agotador.
La vodyanoi se inclinó un poco y situó la mano izquierda sobre la derecha de su compañero. Los dos se concentraron, cerrando los ojos. Durante un minuto no hicieron movimiento ni sonido alguno. Entonces Isaac vio cómo sus ojos se abrían nerviosos al mismo tiempo.
—Apagad esas malditas luces —siseó Tansell, y la boca de Pengefinchess se movió en silencio con él. Shadrach y los otros miraron a su alrededor, inseguros de a qué se refería, cuando vieron el fulgor de una farola ardiente sobre ellos.
De inmediato, Shadrach hizo un gesto a Yagharek. Se acercó a la lámpara más cercana y unió sus manos, formando un escalón. Flexionó las piernas.
—Usa tu capa —le dijo—. Sube y ahoga la llama.
Probablemente fuera Isaac el único en percibir la infinitesimal vacilación del garuda. Comprendió la valentía en la obediencia de Yagharek, preparado para echar a perder su último tapujo. Desabrochó el cierre de la garganta y apareció ante todos ellos, con la cabeza emplumada y el pico al descubierto, la enorme vacuidad a su espalda voceando la evidencia, sus cicatrices y muñones cubiertos por una delgada camisa.
Posó con cuidado su pie cubierto de garras sobre las manos de Shadrach y se incorporó. El aventurero alzó al garuda de huesos huecos con facilidad. Yagharek arrojó su capa sobre la llama pegajosa, que se apagó con una breve humareda negra. Las sombras cayeron sobre ellos como predadores.
Bajó al suelo y Shadrach se movió rápidamente a la izquierda, hacia otra llama que iluminaba el callejón sin salida en el que se encontraban. Repitieron la operación hasta que la pequeña trinchera quedó anegada con tinieblas.
Cuando hubo terminado, Yagharek abrió su capa arruinada, chamuscada y manchada de alquitrán. Se detuvo un instante antes de arrojarla a un lado. Con su camisa sucia, tenía un aspecto diminuto y triste. Sus armas colgaban a la vista.
—Moveos hacia las sombras más profundas —susurró Tansell con voz agradecida. De nuevo, la boca de Pengefinchess imitó la suya, sin emitir sonido alguno.
Shadrach dio un paso atrás, encontró un pequeño nicho en el ladrillo, arrastró a Yagharek y a Isaac con él, y se pegó a la vieja pared.
Se arrodillaron, se acomodaron y permanecieron quietos.
Tansell movía con rigidez el brazo izquierdo mientras balanceaba el extremo de un carrete de cobre hacia ellos. Shadrach cogió la punta con facilidad y la enroscó alrededor de su cuello, y luego hizo lo mismo con sus compañeros antes de volver a la oscuridad. En el otro extremo, Isaac vio que el cable estaba adosado a una máquina de mano, una especie de motor de cuerda. Tansell liberó el retentor y la inercia activó el mecanismo, que empezó a sacudirse.
—Listo —dijo Shadrach.
Tansell empezó a tararear y canturrear, escupiendo extraños sonidos. Era casi invisible. Isaac lo observaba, pero no pudo ver más que una figura embozada en la oscuridad, temblando por el esfuerzo. El murmullo aumentó.
Recibió una sacudida y notó cómo Shadrach lo sujetaba. Le picaba todo el cuerpo y sentía una aguijoneante corriente recorrer todos sus poros, allá donde el cable tocaba la piel.
La sensación continuó durante un minuto, antes de disiparse cuando el motor comenzó a enrollar el cable.
—Muy bien —croó Tansell—. Veamos si ha funcionado.
Shadrach salió del nicho a la calle.
Las sombras lo siguieron.
Lo envolvían con una indistinta aura de oscuridad, la misma que lo había cubierto al encontrarse en las profundas sombras. Isaac lo contempló, vio la mancha negra en los ojos de Shadrach, bajo su mentón. El mercenario dio un paso adelante y apareció ante la luz arrojada por la antorcha en un cruce cercano.
Las sombras de su rostro y su cuerpo no se alteraron. Permanecían fijas en la configuración asumida al agacharse en la oscuridad, como si siguiera oculto del brillo parpadeante, junto a la pared. Las sombras que se aferraban a él se extendían unos centímetros desde su piel y decoloraban el aire que lo rodeaba como un halo caliginoso.
Había algo más, un contrapunto de quietud que se arrastraba con él aun cuando se movía. Era como si la furtiva heladura de su ocultación alimentara a las sombras que lo cubrían. Caminaba hacia delante, pero daba la sensación de permanecer quieto. Confundía al ojo. Era posible seguir su progreso si se sabía que estaba allí y se prestaba gran atención, pero era más sencillo no reparar en él.
Hizo un gesto a Isaac y a Yagharek para que se le unieran.
¿Soy como él?, pensó Isaac mientras salía de las tinieblas. ¿Me deslizo por el límite de la visión? ¿Soy medio invisible, arrastrando conmigo una cobertura de sombras?
Miró a Derkhan, y vio en su estupefacción boquiabierta que así era. A su izquierda, Yagharek era otra figura indistinta.
—A la primera señal del sol, os largáis —susurró Shadrach a sus compañeros. Tansell y Pengefinchess asintieron. Se habían separado y sacudían la cabeza exhaustos. El primero alzó una mano en señal de buena suerte.
Shadrach llamó con un gesto a Isaac y a Yagharek y salió del oscuro callejón, hacia la luz parpadeante frente a las casas. Tras ellos caminaban los monos, moviéndose lentamente, lo más en silencio que les era posible. Aguardaron junto a los dos humanos y el garuda, con la luz rojiza brillando violenta sobre sus abolladas cáscaras metálicas. La misma luz resbalaba alrededor de los tres intrusos hechizados, como el aceite sobre una hoja. No conseguía aferrarse a ellos. Las tres figuras borrosas atravesaron junto a los cinco autómatas la calle desierta y se dirigieron hacia el umbral.
Los cactos no cerraban sus puertas con llave, por lo que fue fácil entrar en el edificio. Shadrach comenzó a subir las escaleras. Mientras Isaac lo seguía, percibió el exótico y pungitivo olor de la savia y la extraña comida de los xenianos. Por todo el vestíbulo de entrada había macetas con tierra arenosa de la que brotaban distintas variedades de plantas del desierto, la mayoría en mal estado, menguantes en aquella atmósfera artificial.
El mercenario se giró para mirar a sus compañeros. Lentamente, se llevó un dedo a los labios y reanudó su ascensión.
Mientras se acercaban a la quinta planta, oyeron una silenciosa discusión con la profunda voz de los cactos. Yagharek les traducía lo que entendía con un débil susurro, algo sobre estar asustados, una exhortación para confiar en los ancianos. El pasillo estaba desnudo. Shadrach se detuvo e Isaac miró por encima del hombro del gigante: la puerta del cuarto de los cactos estaba abierta de par en par.
Dentro divisó una gran sala de techo alto, conseguido al demoler el forjado de la planta superior. Había encendida una pálida luz de gas. Algo alejados de la puerta, Isaac vio a varios cactos dormidos, en pie, con las piernas cerradas, inmóviles e impresionantes. Dos figuras cercanas la una a la otra seguían despiertas, algo inclinadas, susurrando.
Lentamente, como un predador, Shadrach se acercó a la puerta y se detuvo junto a ella. Miró atrás y señaló a uno de los constructos, y después a su lado. Repitió los gestos. Isaac comprendió, se acercó a las entradas auditivas de uno de los autómatas y le susurró sus instrucciones.
El simio ascendió los últimos escalones con un ruido apagado que hizo a Isaac apretar los dientes, pero los cactos no lo notaron. El constructo se situó junto a Shadrach para ocultarse tras su forma anegada de sombras. Isaac envió a otro detrás, haciéndole una señal al mercenario para que se moviera.
Arrastrándose lentamente sobre cuatro patas, el hombretón pasó por delante de la puerta, escudando a los constructos con su cuerpo. Las formas metálicas, presa fácil para la luz, brillarían de otro modo al pasar frente al umbral. Shadrach se movió sin pausa hasta desaparecer de la línea de visión de los cactos, con los constructos ocultos a su vera y se perdió después en la oscuridad del pasillo que había al otro lado.
Después fue el turno de Isaac.
Indicó a dos constructos más que se escondieran tras su peso, y después comenzó a arrastrarse sobre el suelo de madera. La panza le colgaba mientras gateaba lentamente.
Era una sensación aterradora abandonar la protección de la pared y aparecer a la vista de la pareja, que hablaba en el interior mientras se preparaba para dormir. Isaac se apretaba contra el pasamanos del pasillo, lo más lejos posible de la puerta, pero hubo unos intolerables segundos, antes de alcanzar la seguridad del otro lado, en los que se vio sumido en el débil cono de luz.
Tuvo tiempo para mirar a los dos cactos, de pie sobre la tierra compactada del suelo, charlando. Sus ojos pasaron sobre él mientras se deslizaba frente a la puerta, haciéndole contener el aliento; pero sus sombras taumatúrgicas aumentaban la oscuridad de la casa, por lo que permaneció invisible.
Después fue Yagharek, con su cuerpo enjuto haciendo lo posible por ocultar al último de los constructos, el que pasó gateando hacia el otro lado.
Se reagruparon junto a las escaleras.
—Esta sección es más fácil —explicó Shadrach—. No hay nadie en la planta superior, solo es el techo de esta. Más arriba… está la guarida de las polillas.
Antes de que llegaran a la siguiente planta, Isaac tiró de Shadrach para detenerlo; observado por sus dos compañeros, volvió a susurrar a uno de los monos. Retuvo al mercenario mientras el autómata se arrastraba con mecánico sigilo escaleras arriba y desaparecía en la sala oscura que había más allá.
Contuvo el aliento. Tras un minuto, el constructo emergió y agitó el brazo con torpeza, indicándoles que subieran.
Ascendieron lentamente hasta un alargado y desierto ático. Una ventana sin cristal, con el marco cuajado de extrañas hendiduras, daba al encuentro de las calles. A través de aquel pequeño rectángulo entraba la luz, una pálida y cambiante exudación de las antorchas del exterior.
Yagharek señaló lentamente la abertura.
—Por ahí. Salieron por ahí.
El suelo estaba cubierto de suciedad añeja y una gruesa capa de polvo. Las paredes aparecían arañadas con inquietantes diseños.
Una enojosa corriente de aire bañaba la estancia. Era un tiro débil, casi indetectable, pero en el calor inmóvil del domo resultaba molesto, violento. Isaac miró a su alrededor, tratando de localizar su fuente.
La vio. Aun sudando por el calor nocturno, sintió un escalofrío.
Directamente frente a la ventana, el yeso de la pared se amontonaba en capas desgarradas sobre el suelo. Había caído desde un agujero, un boquete de aspecto recién creado, una cavidad irregular en los ladrillos que ascendía hasta la altura de sus muslos.
Era una herida manifiesta y amenazadora. La brisa la conectaba con la ventana, como si alguna criatura impensable respirara en las entrañas de la casa.
—Es ahí dentro —dijo Shadrach—. Ahí debe de ser donde se ocultan. Tiene que ser el nido.
Desde el boquete se abría un complejo túnel quebrantado, tallado en la sustancia del edificio. Isaac y Shadrach parpadearon en su lobreguez.
—No parece lo bastante ancho para una de esas hijas de puta —dijo Isaac—. No creo que trabajen de acuerdo con… en… el espacio regular.
El túnel tenía un metro veinte de anchura media, era profundo y estaba toscamente tallado. Su interior se perdía de inmediato. Isaac se arrodilló en la entrada y olfateó las tinieblas. Alzó la vista hacia Yagharek.
—Tienes que quedarte aquí —le dijo. Antes de que el garuda pudiera protestar, Isaac le señaló la cabeza—. Shad y yo llevamos los cascos que nos dio el Consejo. Y con esto —palmeó su bolsa— podríamos acercarnos a lo que sea que se oculte ahí, si es que hay algo. Buscó y sacó una dinamo. Era la misma máquina que el Consejo había empleado para amplificar sus ondas mentales y atraía al ansioso redrojo. También llevaba un gran cuajo de tubos enrollados, forrados de metal.
Shadrach se arrodilló junto a él y bajó la cabeza. Isaac enchufó el extremo de uno de los tubos en su lugar en la base del casco y giró los tornillos para asegurarlo.
—Según el Consejo, los canalizadores usan un dispositivo similar a una técnica llamada… ontolografía de desplazamiento —musitó Isaac—. No me preguntes. El caso es que estos tubos de escape liberan nuestros… eh… efluvios psíquicos… y los descargan por aquí. —Miró a Yagharek—. Así no hay huella mental, ni sabor, ni rastro. —Afianzó el último perno y dio unos suaves golpecitos en el casco de Shadrach. Luego bajó su propia cabeza y el mercenario repitió la operación—. Si resulta que ahí abajo hay una polilla, Yag, y te acercas a ella, te saboreará. Pero a nosotros no debería poder. Esa es la teoría.
Cuando Shadrach hubo terminado, Isaac se incorporó y le entregó a Yagharek los extremos de los tubos.
—Cada uno tiene unos… ocho, diez metros. Sostenlos hasta que se tensen, y después libéralos para que los arrastremos detrás. ¿De acuerdo? —Yagharek asintió. No le gustaba que lo dejaran atrás, pero aceptaba sin duda alguna que no había otra elección.
Isaac tomó dos cables enrollados y los adosó primero a la máquina que portaba, y después a las válvulas de sus respectivos cascos.
—Esto es una pequeña batería antiácida —explicó, agitando la máquina—. Trabaja junto a un diseño mecánico basado en la tecnología khepri. ¿Estamos listos? —Shadrach comprobó rápidamente su pistola, tocó por orden todas las demás armas y asintió. Isaac tanteó su pistola y el extraño cuchillo en el cinturón—. Muy bien, pues.
Activó la pequeña palanca de la dinamo y desde la máquina llegó un zumbido siseante. Yagharek sostuvo precavido los escapes y miró en su interior. Notaba vagas sensaciones, una extraña colada que fluía hasta él desde el borde de los tubos. Un ligero temblor lo recorrió desde las manos, la reverberación de un temor que no era el suyo.
Isaac señaló a tres de los constructos.
—Entrad —dijo—. Metro y medio por delante de nosotros. Moveos lentamente. Deteneos si hay peligro. Tú —dijo señalando a otro—, marcha tras nosotros. El otro, que se quede con Yag.
Lentamente, uno tras otro, los autómatas se sumergieron en las tinieblas.
Isaac apoyó una mano sobre el hombre de Yagharek.
—Volveremos pronto, viejo —dijo—. Vigila por nosotros.
Se arrodilló, precediendo a Shadrach por la gruta de ladrillo roto, avanzando acuclillados por el agujero estigio.
El túnel era parte de una topografía subversiva.
Se arrastraba en ángulos extraños entre las paredes del edificio y giraba bruscamente, inundado por el ruido de las respiraciones y el traqueteo de los monos. A Isaac le dolían las manos y las rodillas por la presión de la piedra tallada bajo ellas. Estimó que estaban retrocediendo hacia las plantas derruidas. Se desplazaban hacia abajo, e Isaac recordó cómo la curva de la cúpula había decapitado las casas en un punto cada vez más bajo a medida que se acercaban al cristal. Cuanto más cercanas estaban las habitaciones a la cáscara exterior, cuanto más bajas se encontraban, más cuajadas aparecían de restos y escombros.
Se abrían paso por el pequeño muñón de la calle, hacia la bóveda, por plantas desiertas que formaban una madriguera intersticial. Isaac tembló un instante en la oscuridad. Sudaba por el calor y el miedo; estaba aterrado. Había visto a las polillas. Las había visto alimentarse. Sabía lo que podía esperarles en las profundidades de aquella cuña de cascotes.
Tras un corto tiempo arrastrándose, Isaac sintió un tirón y una liberación. El tubo había alcanzado toda su extensión y Yagharek lo había soltado.
No dijo nada. Podía oír a Shadrach a su espalda, respirando con dificultades, gruñendo. Los dos hombres no podían alejarse más de metro y medio, ya que los cables de sus cascos estaban conectados a un único motor.
Isaac alzó la cabeza y miró a su alrededor, buscando desesperado una luz.
Los constructos simiescos seguían avanzando. Cada pocos momentos, uno encendía un instante los focos de sus ojos y, por una fracción de segundo, Isaac podía distinguir la siniestra gruta de añicos y el metal reluciente del cuerpo de los constructos. Entonces las luces se apagaban e Isaac trataba de seguir la imagen fantasmal que se difuminaba lentamente ante sus ojos.
En la oscuridad absoluta era fácil sentir hasta el más leve brillo. Isaac supo que se dirigían hacia una fuente de luz cuando alzó la mirada y vio la silueta gris del túnel, más adelante. Algo le apretó el pecho y dio un respingo al reconocer los dedos de peltre y la masa oscura de un constructo. Isaac dio orden a Shadrach de que se detuviera.
La máquina gesticulaba a Isaac de forma exagerada. Señalaba hacia delante, hacia los dos compañeros que aguardaban en el extremo del túnel visible, que se inclinaba de repente y comenzaba a ascender.
Isaac indicó que Shadrach tendría que esperar. Después se arrastró hacia delante con un paso casi inmóvil. Un miedo glacial comenzaba a inundarlo, desde el estómago hacia el resto de su cuerpo. Trató de calmar su respiración. Movió un pie lentamente, avanzándolo poco a poco, hasta que sintió un picor al emerger a un pozo levemente iluminado.
El túnel terminaba en un murete de ladrillo de metro y medio de altura que lo rodeaba por tres lados. Una pared se alzaba a su espalda, sobre la boca de la gruta. Isaac alzó la mirada y vio el techo muy a lo alto. Un hedor pestilente comenzaba a gotear hacia el agujero. Torció el gesto.
Estaba agazapado en un hoyo junto a la pared, un socavón embebido en el suelo de cemento de una habitación. No podía ver nada de la cámara por encima del murete o más allá, pero sí oír débiles sonidos. Un ligero crujido, como el del viento sacudiendo el papel. El más leve murmullo de adhesión líquida, como unos dedos embadurnados de pegamento juntándose y separándose.
Tragó saliva tres veces y murmuró para sí, dándose ánimos, infundiéndose valor para seguir. Volvió la espalda a los ladrillos ante él y la estancia que había al otro lado. Vio a Shadrach, mirándolo a cuatro patas, con expresión decidida. Observó por sus espejos; tiró levemente de la tubería adosada a lo alto de su casco, que se perdía por el túnel bajo el cuerpo de su compañero y las profundidades de la gruta, desviando los pensamientos delatores.
Entonces comenzó a incorporarse, muy lentamente. Miraba por los espejos con violento fervor, como si intentara demostrarle algo a algún dios (¡Fíjate, no miro a mi espalda, puedes verlo!). La parte superior de su cabeza superó el labio del hoyo y al mismo tiempo aumentaron la luz y la pestilencia.
Su terror no dejaba de crecer. El sudor ya no era caliente.
Inclinó la cabeza y se incorporó un poco más, hasta que vio la propia habitación bajo la luz sepia que se abría paso por un sucio ventanuco.
Era una estancia larga y estrecha, con menos de tres metros de anchura por unos siete de profundidad. Estaba cubierta de polvo, abandonada hacía mucho, sin entradas ni salidas visibles, sin trampillas ni puertas.
Contuvo la respiración. En el extremo más lejano, sentada, al parecer mirándolo directamente, la celosía de complejos brazos y miembros asesinos moviéndose con atónito descontrol, las alas medio abiertas en lánguida amenaza, había una polilla.
Isaac tardó un momento en comprender que no había gemido. Le llevó algunos segundos más, contemplando las trémulas cuencas de las antenas de aquel ser vil, darse cuenta de que no lo había detectado. La polilla se giró un poco, moviéndose hasta mostrar tres cuartos de su superficie.
Con absoluto silencio, Isaac exhaló. Giró la cabeza una fracción de milímetro para abarcar el resto de la estancia.
Cuando vio sus contenidos, tuvo que luchar con todas sus fuerzas para no emitir sonido alguno.
Tirados a intervalos regulares por todo el suelo, la habitación estaba atestada de cuerpos.
Comprendió que aquella era la fuente del inenarrable hedor. Giró la cabeza y se llevó la mano a la boca al ver junto a él a un niño cacto descomponiéndose, separándose la carne putrefacta de los duros y fibrosos huesos. Un poco más allá estaba la carcasa hedionda de un humano, y detrás vio otro cadáver más reciente, también humano, y a un vodyanoi hinchado. Casi todos los cuerpos eran de cactos.
Para su desdicha, que no su sorpresa, vio que algunos aún respiraban. Estaban allí abandonados: cáscaras, botellas vacías. Pasaban sus últimos días de idiocia babeando, orinándose y defecándose encima en aquel agujero mefítico, hasta que morían de hambre y sed y se pudrían del mismo modo que habían hecho durante sus últimos días.
Abatido, Isaac pensó en que no podían estar ni en el Paraíso ni en el Infierno. Sus espíritus no podrían vagar en forma espectral. Habían sido metabolizados. Habían sido absorbidos y apagados, convertidos por un vil proceso oneiroquímico en combustible del vuelo de las polillas.
Vio que, en una de sus manos agarrotadas, la polilla arrastraba el cuerpo de un anciano cacto, con la faja aún colgando pomposa y absurda del hombro. El monstruo era torpe. Alzó el brazo indolente y dejó que el cuerpo cayera con pesadez sobre el suelo de mortero.
Entonces la polilla se desplazó un poco y buscó bajo su cuerpo con las patas traseras. Se arrastró hacia delante, deslizando los pesados huesos por el firme polvoriento. Desde debajo de su abdomen, la polilla extrajo un globo grande y blando. Tenía un diámetro de un metro, y mientras Isaac parpadeaba ante los espejos para ver con mayor claridad, pensó reconocer la textura gruesa y mucosa, el color grisáceo de la mierda onírica.
Sus ojos se abrieron como platos.
La polilla midió el objeto con las patas traseras, extendiéndolas para abarcar el grueso glóbulo de leche monstruosa. Eso debe de valer miles de…, pensó. No. Si se corta para hacerla más suave, probablemente haya allí millones de guineas. No me extraña que todo el mundo esté intentando recuperar a esas malditas cosas…
Entonces, frente a sus ojos, un trozo del abdomen de la polilla se desplegó. Apareció una larga jeringa orgánica, una extrusión segmentada que se doblaba hacia atrás desde la cola del monstruo con una bisagra de quitina. Casi tenía la longitud del brazo de Isaac. Con la boca seca por la revulsión y el espanto, este vio cómo la polilla acercaba la cánula a la esfera de droga cruda y se detenía un instante antes de clavarla hasta el centro del cuajo pegajoso.
Bajo la armadura abierta, donde se apreciaba la zona blanda del bajo vientre y de donde surgía la caña, Isaac vio que el abdomen de la criatura se convulsionaba con movimientos peristálticos e inyectaba algo invisible por toda la cánula hasta el centro de la mierda onírica.
Isaac sabía lo que estaba viendo. La droga era una fuente de alimento, una reserva de energía para las crías famélicas. Aquella jeringa orgánica de carne era un ovipositor.
La polilla estaba poniendo sus huevos.
Isaac se deslizó de nuevo bajo la superficie del muro. Estaba hiperventilando. Llamó a Shadrach con urgencia.
—Una de esas hijas de puta está ahí mismo y está poniendo huevos, de modo que tenemos que cargárnosla ahora mismo… —Shadrach le tapó la boca y sostuvo su mirada hasta que el científico se calmó un poco. El mercenario se giró como había hecho Isaac y se incorporó lentamente, contemplando por su cuenta la siniestra escena. Isaac se recostó contra los ladrillos, esperando.
Shadrach se agachó. Tenía expresión decidida.
—Hmmm. Ya veo. Bien. ¿Dijiste que esa cosa no puede sentir a los constructos? —Isaac asintió.
—No, por lo que sabemos —dijo.
—Muy bien. Has hecho un trabajo de la leche programándolos, y son de un diseño extraordinario. ¿Estás seguro de que sabrán cuándo atacar si les damos instrucciones? ¿Pueden comprender variables tan complejas?
Isaac asintió de nuevo.
—Entonces tengo un plan. Atiende.