En el exterior de la cúpula, el cielo se oscurecía inexorable. Con la llegada de la noche, los brillantes rayos que emanaban desde el globo de cristal del ápice quedaron apagados. El Invernadero se tornaba de repente más oscuro y fresco, aunque se conservaba gran parte del calor. En el domo, la temperatura seguía siendo mucho más alta que en el resto de la ciudad. Las luces de las antorchas y los edificios del interior se reflejaban sobre el vidrio. Para los viajeros que contemplaban la ciudad desde la Colina de la Bandera, para los moradores de los suburbios que oteaban desde las torres de pisos del Queche, para el oficial que observaba desde el tren elevado y para el conductor de los trenes de la línea Sur, el Invernadero parecía hincharse y tensarse distendido por la luz a través de las columnas de humo, sobre el brumoso paisaje de tejados de la ciudad.
A medida que llegaba el ocaso, el lugar comenzaba a brillar.
Aferrándose al metal en la piel interior de la cúpula, discreto como el chasquido más infinitesimal, Yagharek flexionó lentamente los brazos. Estaba sujeto a un pequeño nudo de hierros a un tercio de la altura de la cúpula. Su altitud todavía le permitía ver con facilidad las azoteas y la mezcolanza de arquitecturas por todas partes.
Su mente estaba sumida en el yajhu-saak. Respiraba despacioso, regular. Seguía con su búsqueda predadora, moviéndose sus ojos sin descanso de un punto a otro, sin perder más de un instante en cada lugar, construyendo un cuadro compuesto. En ocasiones desenfocaba para contemplar el conjunto de los tejados, alerta ante cualquier movimiento extraño. Devolvía su atención a menudo hacia la trinchera de agua estancada donde habían fijado su punto de reunión.
No había señal de la banda de intrusos.
A medida que la noche se hacía más profunda, las calles se limpiaron a extraordinaria velocidad. Los cactos volvían a sus casas. El bullicioso asentamiento se vació y quedó reducido a un pueblo fantasma en poco más de media hora. Las únicas figuras que quedaban en las calles eran las patrullas armadas, que se movían nerviosas. Las luces de las ventanas se apagaban al cerrarse los postigos y echarse las cortinas. No había farolas de gas en aquellas avenidas. Yagharek observó a los lampareros recorrer las calles, alzando sus pértigas encendidas para prender antorchas empapadas de aceite, colgadas a tres metros del pavimento.
Cada uno de ellos era acompañado por una patrulla inquieta, pugnaz y furtiva.
En lo alto del templo central, un grupo de ancianos se movía alrededor del mecanismo, activando palancas y tirando de manubrios. Las enormes lentes en la coronación del artefacto giraban hacia abajo sobre sus enormes bisagras. Yagharek se fijó con cuidado, pero no podía discernir lo que estaban haciendo o para qué era la máquina. Espiaba sin comprender mientras los cactos giraban el objeto sobre los ejes vertical y horizontal, comprobando y ajustando niveles según oscuras calibraciones.
Sobre la cabeza del garuda, dos de los constructos chimpancé se aferraban firmes al metal. El otro se encontraba unos metros más abajo, colgado de una viga paralela a la del garuda. Estaban inmóviles, esperando a que él reanudara la marcha.
Yagharek esperó.
Dos horas tras la puesta del sol, el cristal de la cúpula parecía negro. Las estrellas eran invisibles.
Las arterias del Invernadero cacto relucían con una inhóspita luz sepia. Las patrullas se tornaron sombras en las calles oscuras.
No había más sonido que las connotaciones del fuego, las suaves protestas de la arquitectura y los susurros. Luces ocasionales brillaban como fuegos fatuos entre los ladrillos, para enfriarse poco a poco.
Seguía sin haber señal de Lemuel, Isaac y los otros. Una pequeña parte de Yagharek se sentía infeliz por ello, pero en su mayoría seguía enclaustrado, concentrado en la técnica de relajación del trance cazador.
Aguardó.
En algún momento entre las diez y las once, oyó un sonido.
Su atención, que se había extendido hasta bañarlo por completo, para saturar su consciencia, se concentró al instante. Contuvo el aliento.
Otra vez. El más leve murmullo, un chasquido como el de la ropa al viento.
Giró el cuello y miró en dirección al ruido, hacia la masa de calles, hacia la temible oscuridad.
No hubo respuesta desde la torre de vigía en el centro del Invernadero. La imaginación de Yagharek comenzó a correr desbocada. Quizá lo hubieran abandonado, pensó una voz en su interior. Quizá la cúpula estuviera vacía, salvo por él y los constructos simiescos, y algunas luces sobrenaturales flotando en la profundidad de las calles.
No volvió a oír el sonido, pero una profunda sombra negra pasó frente a sus ojos. Algo enorme había revoloteado a través de las tinieblas.
Aterrado en un nivel semiconsciente, muy por debajo de la calma superficial de sus pensamientos, Yagharek se sintió tensarse y aferrar el metal con sus dedos, pegarse dolorido a los soportes de la bóveda. Giró la cabeza al instante, encarándose con el perfil metálico al que se sujetaba. Lenta, cuidadosamente, miró por los espejos frente a sus ojos.
Una temible criatura se abría camino por la piel del Invernadero.
La forma era casi su propio opuesto, al menos por lo que podía divisar. Había surgido de algún edificio inferior y había volado una pequeña distancia hasta el cristal, para arrastrase desde allí con sus garras en dirección al aire más fresco y la oscuridad incontenida.
Aun a través del yajhu-saak, el corazón de Yagharek dio un vuelco. Observaba a la cosa progresar por los espejos. Le fascinaba de un modo impío. Estudió la oscura silueta alada, como un ángel demente armado con carnes peligrosas, rezumantes. Las alas estaban plegadas, aunque la polilla las abría y cerraba suavemente, como si quisiera secarlas en la tórrida atmósfera.
Ascendía con un horrible aletargamiento hacia el vigorizante aire nocturno.
Yagharek no había logrado situar el nido, lo que era vital. Sus ojos cambiaban constantemente entre la insidiosa criatura y el retal de oscuridad abovedada donde la había visto por primera vez.
Y mientras observaba atento a través de sus espejos, se cobró la pieza.
Mantenía la atención en un viejo enredo arquitectónico en el límite suroeste del Invernadero. Los edificios, arreglados y modificados tras siglos de ocupación por parte de los cactos, habían sido en su día un grupo de astutas casas. Prácticamente no había nada que las distinguiera de sus alrededores. Eran algo más altas que los edificios vecinos y sus coronaciones habían sido serradas por la curva descendente de la cúpula. Pero, en vez de demolerlos directamente, los edificios habían sido cortados de modo selectivo, eliminando las plantas que molestaban y dejando el resto intacto. Cuanto más lejos del centro del Invernadero estaban las casas, más bajaba el domo sobre ellas y más plantas habían tenido que ser destruidas.
El conjunto había sido la cuña edificada en el punto en el que una calle se ramificaba. El vértice de la terraza había quedado prácticamente intacto, y solo había perdido una planta. Tras él había una cola menguante de plantas de ladrillo que se encogía bajo la masa del domo y se evaporaba en el borde de la ciudad de los cactos.
Desde la ventana superior de aquel viejo edificio emergían las inconfundibles fauces de otra polilla.
De nuevo el corazón de Yagharek dio un vuelco, y solo con un decidido esfuerzo recuperó su ritmo regular. Experimentó todas sus emociones en un instante, a través del brumoso filtro de su trance de cazador. Y aquella vez era difusamente consciente de la euforia, así como del miedo.
Sabía dónde anidaban las polillas.
Ahora que había descubierto lo que buscaba, Yagharek quería descender lo más rápido posible por las entrañas de la cúpula, retirarse del mundo de las polillas, salir de las alturas expuestas y ocultarse en tierra, bajo los grandes aleros. Pero moverse rápido, comprendió, era arriesgarse a atraer la atención de las criaturas. Tenía que esperar, balanceándose apenas, sudando, silencioso e inmóvil, mientras los seres monstruosos se arrastraban hacia la profunda oscuridad.
La segunda polilla saltó sin el menor sonido al aire, planeando sobre las alas extendidas durante un segundo antes de aterrizar sobre los huesos de metal del Invernadero.
Yagharek aguardó, paralizado.
Pasaron varios minutos antes de que apareciese la tercera.
Sus hermanas casi habían alcanzado el ápice de la bóveda, tras una larga y sigilosa escalada. La recién llegada estaba demasiado ansiosa para eso. Se incorporó sobre la misma ventana de la que habían surgido las otras, aferrando el marco, equilibrando su masa compleja en el borde de madera. Entonces, con un chasquido audible, aleteó hacia arriba, hacia el cielo.
Yagharek no estaba seguro de dónde procedió el siguiente sonido, pero creyó oír el susurro de las otras dos polillas, desaprobando o advirtiendo a su apresurada hermana.
Hubo un zumbido de respuesta. En la quietud del toque de queda del Invernadero, se oyó fácilmente el sonido de los engranajes mecánicos desde lo alto del templo.
Yagharek permaneció inmóvil.
Una luz surgió desde la cima de la pirámide, un cegador rayo lechoso, tan áspero y definido que casi parecía sólido. Procedía de las lentes de la extraña máquina.
El garuda observó por sus espejos. En la débil radiación ambiental que emanaba desde el foco resplandeciente, podía ver a una dotación de ancianos cactos estacionados detrás del ingenio, ajustando frenéticos los diales, las válvulas, aferrando uno de ellos dos enormes mangos que sobresalían de la máquina lumínica, con los que giraba y retorcía el aparato para dirigir el astil luminoso.
La luz rugió sobre una zona del cristal de la cúpula y fue después desplazada a otra posición, al principio al azar, hasta clavarse en la impaciente polilla, que ya alcanzaba los paneles rotos.
El ser volvió sus cuencas astadas hacia la luz, siseando monstruosa.
Yagharek oyó gritos de los cactos en el zigurat, una lengua que le era familiar. Era una aleación, un híbrido bastardo de palabras que había oído por última vez en Shankell junto con el ragamol de Nueva Crobuzon y otras influencias que no alcanzaba a reconocer. Como gladiador de la ciudad del desierto, había aprendido algo de la lengua de los apostadores cactos. Las formulaciones que oía ahora eran extrañas, caducas y corrompidas con dialectos alienígenas, pero casi comprensibles para él.
—¡…allí! —oyó, y alguien movió la luz. Entonces, mientras la polilla se retiraba del cristal para alejarse de la luz, distinguió con claridad—: ¡Está viniendo!
El monstruo había descendido fácilmente fuera del alcance de la enorme antorcha, cuyo haz oscilaba dementado como el farol de un loco, mientras los cactos trataban de apuntarlo en la dirección correcta. Desesperados, iluminaban las calles, los techos bajo la cúpula.
Las otras dos polillas permanecían invisibles, aplastadas contra las vigas.
Desde abajo llegaba el ruido de discusiones.
—…preparado… cielo… —distinguió, y entonces alguna palabra que sonaba como las palabras de Shankell para «sol» y «lanza» unidas. Alguien pedía precaución y decía algo sobre la lanza solar y el hogar. Demasiado lejos, gritaban, demasiado lejos.
Llegó una orden seca del cacto directamente detrás de la gran antorcha, y su equipo ajustó los movimientos de forma arcana. El cabecilla demandó «límites», algo que Yagharek no comprendía.
Mientras la luz vagaba a uno y otro lado, encontró de nuevo su objetivo. Durante un instante, la presencia desmañada de la polilla envió una espectral sombra sobre el interior de la bóveda.
—¿Listos? —gritó el director, a lo que respondió un coro de confirmaciones.
Siguió girando la lámpara, tratando desesperado de clavar a la polilla voladora con su haz. El ser descendía y se arqueaba sobre las azoteas, trazando espirales en una tétrica demostración de virtuosas acrobacias, un circo de sombras.
Y entonces, por un segundo, la criatura fue asaeteada por la luz, su figura capturada durante un instante en el que el tiempo pareció detenerse ante la visión de aquel ser terrible, inenarrable en su terrorífica hermosura.
Ante aquella visión, el cacto que apuntaba la luz tiró de un manubrio oculto y un vómito incandescente salió disparado de la lente y recorrió la senda del foco. Yagharek abrió aún más los ojos. El nudo de luz concentrada y calor murió justo antes de alcanzar el cristal de la cúpula.
Aquel relámpago momentáneo pareció acallar todos los sonidos del Invernadero.
Yagharek parpadeó para aclarar la imagen del salvaje proyectil de sus ojos.
Los cactos comenzaron a hablar de nuevo.
—¿…tenemos? —preguntó uno. Hubo una confusión de preguntas inciertas.
Miraban, igual que Yagharek, invisible sobre ellos, la zona por la que había volado la polilla. Escudriñaron el suelo, girando el poderoso haz hacia el pavimento.
Por las calles, el garuda vio a las patrullas quietas, observando el foco, implacables al ser bañadas por la luz.
—Nada —gritó uno de los ancianos en lo alto, mientras su informe era repetido desde todos los sectores en la noche claustrofóbica.
Tras las gruesas cortinas y los postigos de madera de las ventanas del Invernadero, las hebras de luz se derramaban sobre el aire al encenderse las antorchas y las luces de gas. Pero aun despertados por la crisis, los cactos no se asomaron a las tinieblas, no se arriesgaron a ver lo que no debían. Los guardias estaban solos.
Y entonces, con un soplido de viento y una respiración lasciva, sexual, los cactos en la cima del templo descubrieron que no habían alcanzado a la polilla: esta se había apartado en una cerrada maniobra zigzagueante y se había situado fuera del alcance de la lanza solar. Había volado tan cerca de los edificios que hubiera podido tocarlos, para escalar hasta la pirámide, lentamente, y aparecer de forma magistral con las alas extendidas en su totalidad, sus patrones brillando a su alrededor como feroces y complejos fuegos oscuros.
Hubo un instante en que uno de los ancianos chilló. Hubo una fracción de segundo en la que el cabecilla trató de situar la lanza solar en posición para convertir al monstruo en fragmentos chamuscados. Pero no podían hacer otra cosa que mirar las alas desplegadas ante ellos; sus gritos, sus planes, se evaporaron al ser invadidas sus mentes.
Yagharek observaba por los espejos, sin querer ver lo que sucedía.
Las dos polillas que aún se aferraban al techo de la cúpula se descolgaron de repente y se dejaron caer hacia el suelo para reírse en el último momento de la gravedad con un sorprendente planeo curvo. Ascendieron por los empinados escalones de la pirámide roja como diablos surgidos de la tierra y se manifestaron junto a la transfigurada horda cacta.
Uno se acercó con sus zarcillos de carne y los empleó para enredar la gruesa pierna de uno de los cactos. Sus brazos delgados, cuajados de garras avariciosas, mordieron sin respuesta la carne; cada polilla eligió a una de las víctimas hechizadas.
En tierra, las luces se agitaban confusas. Las patrullas corrían en círculos, gritándose las unas a las otras, apuntando sus armas hacia el cielo antes de bajarlas entre maldiciones. No podían ver casi nada. Lo único que sabían era que había vagas figuras aladas revoloteando como hojas en lo alto del templo, y que los ancianos habían dejado de disparar la lanza solar.
Un grupo de duros y valientes guerreros corrió hacia la entrada del zigurat y ascendió por las escaleras hacia sus comandantes. Eran demasiado lentos. Estaban vendidos. Las polillas se alejaron del edificio, deslizándose suavemente hacia el cielo con las alas aún extendidas, volando de algún modo con las alas inmóviles en una hipnótica vista. Cada polilla descendía un poco al ser arrastrada su presa por el borde de ladrillo. Los tres ancianos cactos colgaban presos, acunados en los bestiales brazos de los monstruos, observando estupefactos la mareante tormenta de colores nocturnos en las alas de sus captores.
Varios segundos antes de que la patrulla cacta apareciera por la trampilla que daba a la coronación, las polillas desaparecieron. Una tras otra, de acuerdo con alguna orden exacta y silenciosa, volaron disparadas hacia arriba y salieron por la grieta de la cúpula. Se movían siguiendo un vertiginoso encantamiento, atravesando sin pausa alguna una abertura por la que apenas cabían sus alas.
Se llevaron con ellas a sus presas comatosas, arrastrando los pesos muertos hacia la noche con facilidad repulsiva.
Los ancianos que habían quedado en el zigurat sacudían la cabeza confusos, exclamando atónitos e incómodos al recuperar sus mentes. Sus gritos se tornaron horripilados al comprobar que habían secuestrado a sus compañeros. Aullaban de rabia y apuntaban la lanza solar hacia arriba, escudriñando sin sentido los cielos vacíos. Los guerreros más jóvenes aparecieron con los arcos huecos y los machetes preparados. Miraron a su alrededor, confusos por la triste escena, y bajaron sus armas.
Solo entonces, con las víctimas profiriendo juramentos de sangre y gimiendo de furia, con la noche preñada de sonidos confusos, con las polillas volando por la oscura metrópolis, emergió Yagharek de su trance marcial y siguió descolgándose por la estructura interior del Invernadero. Los constructos lo vieron moverse y lo siguieron en su descenso.
Se movía lateralmente por las vigas horizontales, asegurándose de llegar al suelo detrás de los edificios en la pequeña zona yerma que rodeaba el fétido muñón del canal.
Yagharek se descolgó el último tramo y aterrizó en silencio, rodando sobre los ladrillos rojos. Se agazapó y escuchó.
Se produjeron tres leves crujidos cuando los simios mecánicos se descolgaron a su lado, esperando órdenes o sugerencias.
Yagharek miró el agua hedionda. Los ladrillos estaban resbaladizos por el limo orgánico de muchos años. En un extremo, a unos diez metros de las paredes de la cúpula, el canal llegaba a un abrupto fin de mampostería. Aquello debió de ser el comienzo de un pequeño afluente del sistema principal de canales. Allí donde se encontraba con la bóveda, el canal se cortaba en un tosco dique de hormigón y hierro. La presa había sido encajada en el agua para sellar los bordes lo mejor posible No obstante, en la obra aún había las suficientes grietas e imperfecciones como para que la trinchera se mantuviera anegada desde el exterior. El agua se filtraba por la piedra avejentada hasta detenerse, espesa, sucia, atracada de cosas muertas, como un caldo coagulado de podredumbre.
Yagharek podía olerlo mientras se arrastraba lentamente hacia los tocones de muro que se alzaban de la arquitectura rota. Los gritos proseguían en las calles del Invernadero. La atmósfera estaba cuajada de estúpidas demandas de acción.
Estaba a punto de pararse para esperar a Shadrach y los demás, cuando vio los montones de ladrillo desmenuzado alzarse a su alrededor. Las piezas caían al suelo como una pequeña lluvia. Isaac y Shadrach, Pengefinchess y Derkhan y Lemuel y Tansell aparecieron cubiertos de polvo cerámico. Yagharek reparó en que una pila de cables y cristal tras ellos eran otros dos constructos, que avanzaban para unirse a sus compañeros.
Durante un instante, nadie habló. Entonces Isaac se acercó a él, dejando caer polvo y suciedad. El moco de las cloacas que cubría sus ropas estaba ahora adornado por restos de escombro y cemento. Su casco, otro como el de Shadrach, complejo y de aspecto mecánico, se bamboleaba absurdo en su cabeza.
—Yag —dijo en bajo—. Me alegro de verte, viejo. Genial… estás bien. —Tomó la mano de Yagharek y el garuda, desconcertado, no se alejó del contacto.
Se sentía emerger de una ensoñación de la que no había sido consciente, mirando a su alrededor, viendo a Isaac y a los otros claramente por primera vez. Sintió una tardía oleada de alivio. Estaban sucios y arañados, pero nadie parecía herido.
—¿Lo viste? —preguntó Derkhan—. Acabábamos de subir. Nos llevó una eternidad llegar hasta el maldito alcantarillado, no dejábamos de oír cosas… —sacudió la cabeza ante el recuerdo—. Salimos por un pozo en una calle cercana. ¡Fue el caos, el caos más absoluto! Todas las patrullas corrían hacia el templo y vimos… esa luz. Nos resultó muy sencillo llegar hasta aquí. A nadie le interesábamos… En realidad no vimos lo que sucedió —concluyó.
Yagharek inspiró profundamente.
—Las polillas están aquí —dijo—. He visto su nido. Puedo llevaros allí.
El grupo estaba electrizado.
—¿Y esos malditos cactos no saben dónde andan? —preguntó Isaac. Yagharek negó con la cabeza (un gesto humano, el primero que había aprendido).
—No saben que las polillas duermen en sus casas. Los oí gritar: creen que entran para atacarlos. Creen que son intrusos del exterior. No… —se detuvo, pensando en la escena aterrada sobre el templo solar, en los ancianos sin cascos, en los valientes y estúpidos soldados cargando escaleras arriba, con la suerte suficiente como para no haberse encontrado con los monstruos, librándose de una muerte sin sentido—. No tienen ni idea de cómo enfrentarse a las polillas.
La ondina de Pengefinchess se desplazaba bajo la camisa, humedeciendo la piel, limpiándola del polvo y la suciedad hasta dejarla incongruentemente limpia.
—Tenemos que encontrar su nido —dijo Yagharek—. Puedo llevaros hasta él.
Los aventureros asintieron y comenzaron una revisión automática de sus armas y equipo. Isaac y Derkhan parecían nerviosos, pero decididos. Lemuel apartaba la vista sardónico y se limpiaba las uñas con un cuchillo.
—Hay algo que debéis saber —dijo Yagharek. Se dirigía a todos ellos, y en su tono había un dejo de urgencia, algo imposible de ignorar. Tansell y Shadrach, que estaban revisando sus mochilas, alzaron la vista. Pengefinchess depositó en el suelo el arco que estaba tensando. Isaac miraba al garuda con terrible y desesperada resignación—. Tres polillas abandonaron la cúpula por el cristal, arrastrando a cactos capturados. Pero había cuatro. Eso dijo Vermishank. Quizá estuviera equivocado, o quizá mintiera. Quizá una haya muerto. O quizá una haya quedado atrás. Quizá una nos esté esperando.