Las calles de Piel del Río ascendían poco a poco hacia el Invernadero. Las casas eran viejas y altas, con estructuras de madera carcomida y paredes de yeso húmedo. Cada lluvia las saturaba y ampollaba, haciendo caer placas de pizarra desde los techos apuntados al disolverse los clavos oxidados. Todo el distrito parecía sudar ante aquel lento calor.
La parte meridional era indistinguible del Tábano, una circunscripción adyacente. Se trataba de un lugar barato y no demasiado violento, multitudinario, por lo general amable. Era una zona híbrida, con una gran mayoría humana y pequeñas colonias de vodyanoi junto al tranquilo canal, algunos pocos cactos proscritos y solitarios, incluso una pequeña colmena khepri de dos calles, una rara comunidad tradicional lejos de Kinken y Ensenada. El sur de Piel del Río también era hogar de los pocos miembros de las razas más exóticas. Había una tienda regida por una familia hotchi en la avenida Bekman, enromadas cuidadosamente sus espinas para no intimidar a sus vecinos. Había un indigente llorgiss con su cuerpo de barril lleno de alcohol, trastabillando por las calles sobre tres piernas inestables.
Pero el norte era muy diferente. Era más tranquilo, más apagado. Era la reserva de los cactos.
Grande como era el Invernadero, no podía contener a todos los cactos de la ciudad, ni siquiera a aquellos que honraban la tradición. Al menos dos tercios del pueblo cacto de Nueva Crobuzon vivían fuera del vidrio protector. Se apiñaban en los barrios bajos de Piel del Río y otros pocos distritos en lugares como Siriac y el Parque Abrogate. Pero Piel del Río era el centro de su ciudad, y allí se mezclaban en igual número con los humanos. Eran la clase baja de su raza, y entraban en el Invernadero para comprar y rezar, aunque forzados a vivir en la ciudad infiel.
Algunos se rebelaban. Los jóvenes furiosos juraban no volver a pisar el hogar que los había traicionado. Se referían irónicos a él con un nombre antiguo, obsoleto: el Semillero. Llenaban sus cuerpos de cicatrices y combatían con sus bandas en brutales y emocionantes peleas sin sentido. A veces aterrorizaban al vecindario, atacando o robando a los humanos y a sus propios ancianos que compartían sus calles.
Fuera, en Piel del Río, el pueblo cacto era hosco y silencioso. Trabajaban para sus jefes humanos o vodyanoi sin objeciones ni entusiasmos. No se comunicaban con los obreros de otras razas sino con breves gruñidos. Se desconocía su comportamiento dentro de las murallas del Invernadero.
El propio Invernadero era una enorme cúpula aplanada. En el encuentro con el suelo, su diámetro era de más de cuatrocientos metros. La coronación alcanzaba los ochenta metros de altura. La base estaba inclinada para acomodarse a la pendiente de Piel del Río.
La estructura, confeccionada con hierro negro, era un grueso esqueleto decorado con rizos y filigranas ocasionales. Se alzaba gigantesco sobre las casas del distrito, y era visible desde una gran distancia en lo alto de su otero. Emergiendo en círculos concéntricos desde la cáscara había dos colosales vigas, casi del tamaño de las Costillas, que sostenían el peso de la cúpula con grandes cables de metal retorcido.
Cuanto más se alejaba uno del Invernadero, más impresionante parecía. Desde la cima boscosa de la Colina de la Bandera, mirando más allá de dos ríos, las vías férreas, los trenes elevados y seis kilómetros y medio de grotesca conurbación, las caras de la cúpula resplandecían como límpidos fragmentos de luz. Sin embargo, desde las calles adyacentes se podía apreciar la multitud de grietas y espacios oscuros allá donde faltaba el cristal. La cúpula había sido reparada una sola vez en sus tres siglos de existencia.
Desde su base, la edad de la estructura era claramente perceptible: estaba decrépita. La pintura se descascarillaba en largas lenguas y se separaba de una carpintería metálica que el óxido devoraba como pequeños gusanos. Hasta los cinco metros de altura, los paneles (cada uno, de casi un metro cuadrado, menguaba en anchura como los trozos de un pastel a medida que se acercaban a la coronación) estaban cegados con el mismo hierro mal pintado. Por encima de ese nivel, el cristal era sucio e impuro, tintado de verde, azul y beige en un patrón aleatorio. Estaba reforzado, y se suponía que tenía que soportar el peso de al menos dos cactos de buen tamaño. Aun así, varios de los paneles estaban rotos y huecos, y muchos más mostraban una filigrana de grietas.
La cúpula había sido construida sin reparar en las casas a su alrededor. El patrón de calles que la rodeaban proseguía hasta alcanzar la base sólida de metal. Las dos, tres o cuatro casas que se habían encontrado en los límites de la cúpula habían sido aplastadas y seguían después los bloques bajo la cobertura del cristal en una variedad de ángulos azarosos.
Los cactos se habían limitado a encerrar una zona ya existente de las calles de Nueva Crobuzon.
A lo largo de las décadas, la arquitectura interior de la cúpula había sido alterada y adaptada a sus nuevos dueños habían derribado algunos edificios para reemplazarlos por otros nuevos y extraños. Pero la distribución general y gran parte de las estructuras seguían siendo exactamente iguales que antes de la construcción.
Había una entrada en la punta meridional de la base, en la Plaza Yashur. Al lado opuesto de la circunferencia estaba la salida de la calle Labasura, una vía empinada que moría en el río. La ley cacta indicaba que la entrada y la salida del Invernadero solo se podían realizar, respectivamente, por estos puntos. Era desafortunado aquel que vivía en el exterior y a la vista de uno de estos portales. La entrada le podría llevar dos minutos, pero la salida sería un largo y complejo paseo hasta casa.
Cada mañana, a las cinco, se abrían las puertas de los cortos pasadizos de independencia y se cerraban a medianoche. Las entradas estaban protegidas por una pequeña unidad de guardias blindados con grandes cuchillos de combate y el poderoso arco hueco de los cactos.
Como sus mudos primos enraizados, el pueblo cacto disponía de una piel vegetal gruesa y fibrosa. Era tensa y se perforaba con facilidad, pero sanaba rápido, aunque con feas cicatrices; casi todos los cactos estaban cubiertos por inofensivos ganglios costrosos. Hacía falta mucha fuerza o mucha suerte para alcanzar sus órganos y causar algún daño significativo. Las balas, flechas y virotes solían ser ineficaces contra ellos, motivo por el que sus soldados portaban arcos huecos.
Los primeros diseñadores de aquella arma habían sido humanos. Fueron usadas durante el terrorífico mandato de Callodd, blandidas por los guardas humanos de la granja de cactos del alcalde. Pero, después de que la reforma del Acta de Sapiencia disolviera la granja y concediera a los xenianos algo que se aproximaba a la ciudadanía, los pragmáticos ancianos cactos comprendieron que aquella era un arma imprescindible para mantener a raya a su propio pueblo. Desde entonces, el arco había sido mejorado muchas veces, ahora por ingenieros cactos.
Se trataba de una enorme ballesta, demasiado grande y pesada para que un humano la empleara con efectividad. No disparaba virotes, sino chakris (discos planos de metal con bordes serrados o afilados) o estrellas metálicas de brazos curvados. Un orificio practicado en el centro del chakri encajaba en un vástago metálico que emergía del cuerpo del arco. Al activar el gatillo, el cable saltaba violentamente y propulsaba el vástago con fuerza increíble, mientras unos complejos mecanismos lo hacían girar a toda velocidad. Al final del canal cerrado, el vástago descendía de golpe y abandonaba el orificio del chakri, que era descargado con el mismo impulso que la piedra de una honda, girando como la hoja de una sierra circular.
La fricción del aire disipaba su inercia muy rápido, por lo que no tenía el alcance de un arco largo o un mosquete. Pero podía arrancarle la cabeza o el brazo a un cacto (y a un humano) a casi treinta metros, y provocar graves cortes más allá. Los guardias cactos miraban con el ceño fruncido, mostrando sus arcos huecos con seca arrogancia.
Los últimos rayos del sol brillaban sobre los picos lejanos. La zona occidental de la cúpula del Invernadero resplandecía como el rubí.
Sobre una escalera corroída que ascendía hasta la cima de la bóveda, una figura de silueta humana se aferraba al metal. El hombre subía lentamente los escalones y ascendió hacia el firmamento curvo del domo como si fuera la luna.
Aquella escalera era una de las tres que se extendían a intervalos regulares desde el ápice, preparadas para unos equipos de reparaciones que nunca aparecieron. La curva de la cúpula parecía romper la superficie de la tierra como la punta de un espinazo doblado, sugiriendo un vasto cuerpo bajo tierra. La figura cabalgaba el lomo de una ballena gargantuesca, sostenida por la luz atrapada en los cristales y proyectada hacia el interior que hacía brillar todo el edificio. El intruso se mantenía lo más agachado posible y se movía muy lento para evitar ser visto. Había elegido la escalera del lado noroeste para evadirse de los trenes del ramal Salacus de la línea Sur. Las vías pasaban cerca del cristal al otro lado de la cúpula, y cualquier pasajero observador hubiera podido ver al hombre que se arrastraba por su superficie curva.
Al fin, tras varios minutos de escalada, el intruso alcanzó el labio metálico que rodeaba el ápice de la gran estructura. La clave misma era un globo de cristal límpido, de casi dos metros y medio de diámetro. Se asentaba perfectamente en el agujero circular del apogeo, suspendido medio dentro y medio fuera como una gran tapa. El hombre se detuvo y contempló la ciudad a través de los puntales de apoyo y los gruesos cables de suspensión. El viento restallaba a su alrededor, y se sujetaba a los asideros con terror vertiginoso. Alzó la vista al cielo oscuro, las estrellas apagadas por la luz espesa que lo rodeaba, que fluía a través del vidrio a sus pies.
Devolvió su atención al cristal y escudriñó la superficie, paño por paño.
Tras algunos minutos, se incorporó y comenzó a moverse hacia atrás por los raíles. Bajó tanteando con los pies, buscando con cuidado los asideros, comprobando con los dedos de los pies, arrastrándose poco a poco hacia el suelo. La escala terminaba a cuatro metros del suelo, pero el hombre se deslizó por el gancho que había empleado para subir. Tocó el suelo polvoriento y miró a su alrededor.
—Lem —oyó sisear a alguien—. Aquí.
Los compañeros de Lemuel Pigeon estaban escondidos en un edificio destripado al borde del erial de escombros que flanqueaba la cúpula. Isaac apenas era visible y gesticulaba desde detrás del umbral desnudo.
Lemuel se acercó con premura a través de la maleza, sorteando ladrillos y afloramientos de hormigón anclados por la hierba. Volvió la espalda a las primeras luces de la noche y se deslizó hacia la penumbra del cascarón quemado.
En las sombras frente a él se ocultaban Isaac, Derkhan, Yagharek y los tres aventureros. Tras ellos había una pila de restos de equipo, tuberías de vapor y cables conductores, pinzas para tubos de ensayo y lentes marmóreas. Lemuel sabía que aquel caos se resolvería en cinco constructos simiescos en cuanto se movieran.
—¿Y bien? —demandó Isaac.
Lemuel asintió.
—La información era correcta —dijo en bajo—. Hay una gran grieta justo en el ápice de la cúpula, en el cuadrante noreste. Desde mi posición era difícil calcular el tamaño, pero creo que son al menos… dos metros por uno y medio. Parecía resistente desde allí arriba, y fue el único boquete que vi lo bastante grande como para que algo de tamaño humano entre o salga. ¿Habéis podido echar un vistazo a la base?
Derkhan asintió.
—Nada —dijo—. Es decir, hay montones de pequeñas grietas, incluso algunas zonas donde falta buena parte del cristal, especialmente arriba, pero no son lo bastante grandes como para colarse. Tiene que ser por ahí.
Isaac y Lemuel asintieron.
—Así que por ahí es por donde entran y salen —dijo el primero—. Bueno, me parece que el mejor modo de rastrearlas es deshacer su camino. Por mucho que me reviente proponerlo, creo que deberíamos subir. ¿Cómo es por dentro?
—No se ve mucho —dijo Lemuel, encogiéndose de hombros—. El cristal es grueso, viejo y sucio de la leche. Creo que solo lo limpian cada tres o cuatro años. Se distinguen las formas básicas de las casas y las calles, pero eso es todo. Habría que mirar desde dentro para saber cómo es.
—No podemos subir todos —dijo Derkhan—. Nos verían. Tendríamos que haberle pedido a Lemuel que entrara. Es el hombre adecuado.
—No hubiese ido —respondió tenso el aludido—. No me hace gracia estar tan alto, y desde luego no pienso colgar boca abajo decenas de metros sobre treinta mil cactos cabreados…
—Vale, ¿qué vamos a hacer, pues? —Derkhan estaba irritada—. Podríamos esperar hasta el anochecer, pero es entonces cuando las malditas polillas se activan. Creo que tenemos que subir de uno en uno. Si es seguro, claro. ¿Quién sube primero?
—Iré yo —se ofreció Yagharek.
Se produjo el silencio. Isaac y Derkhan lo miraban.
—¡Estupendo! —dijo Lemuel con decisión, dando dos palmadas—. Decidido. Lo que tienes que hacer es subir, y entonces… eh… echa un vistazo por nosotros y mándanos un mensaje…
Isaac y Derkhan ignoraban a Lemuel. Aún miraban a Yagharek.
—Es lógico que suba yo —explicó el garuda—. Estoy familiarizado con las alturas. —Su voz tembló ligeramente, como sacudida por una repentina emoción—. Estoy familiarizado con las alturas y soy un cazador. Puedo observar el interior y averiguar dónde podrían anidar las polillas. Puedo valorar las posibilidades desde dentro.
Yagharek rehizo los pasos de Lemuel a lo largo de la cáscara del Invernadero.
Se había desatado los fétidos vendajes de los pies, y las garras se estiraron con delicioso reflejo. Había ascendido el tramo inicial de metal desnudo con la cuerda de Lemuel, trepando después con mucha más rapidez y confianza que el humano. Se detenía de vez en cuando y se alzaba mecido por el cálido viento, sus dedos de pájaro aferrados a las traviesas de metal con total firmeza. Se inclinaba de forma alarmante hacia los cielos brumosos, extendía un poco los brazos, sentía el viento llenar su cuerpo extendido como una vela.
Yagharek pretendía estar volando.
De su escueto cinto colgaban el estilete y el látigo que había robado el día anterior. El látigo era tosco, muy distinto al que había hecho restallar en el cálido aire del desierto, azotando y apresando, pero era un arma que su mano recordaba.
Se deslizó rápido, seguro. Todas las naves aéreas visibles estaban lejos. Permanecía oculto.
Desde lo alto del Invernadero, la ciudad le parecía un regalo listo para ser tomado. Allá donde miraba, dedos y manos y puños y pinchos arquitectónicos se alzaban toscos hacia los cielos. Las Costillas, que se alzaban como tentáculos osificados; la Espiga, clavada en el corazón como una daga; el complejo vórtice mecánico del Parlamento, con su oscuro fulgor; Yagharek los cartografió todos con ojo frío y estratégico. Miró hacia el este, hacia donde zumbaba el tren elevado que conectaba la torre del Tábano con la Espiga.
Cuando hubo alcanzado el extremo del enorme globo de cristal en la cima de la cúpula, solo le llevó un instante localizar la grieta. Parte de él se sorprendió por que sus ojos, los ojos de un pájaro de presa, aún pudieran servirle como antaño habían hecho.
Bajo él, a medio metro bajo la suave curva de la escala, el cristal del domo estaba seco, cubierto de deposiciones de pájaro y draco. Trató de ver a su través, pero apenas distinguía las sugerencias de cubiertas y calles.
Decidió entrar.
Se movía con cuidado, tanteando con las garras, golpeando el cristal para probarlo, deslizándose lo más rápido que pudo hacia una viga de metal para asirse a ella. Mientras se movía, reparó en lo fácil que le resultaba trepar. Todas aquellas semanas interminables de escaladas nocturnas en el tejado del taller de Isaac, por torres desiertas en busca de los acantilados de la ciudad, le habían dado seguridad y confianza. Parecía ser más un simio que un pájaro.
Se deslizó nervioso sobre los sucios paneles, hasta que superó la última barrera de vigas que lo separaba de la grieta en el cristal. Tenía la abertura frente a él.
Al inclinarse, pudo sentir el calor procedente del interior iluminado. La noche era cálida, pero la temperatura en el domo debía de ser bastante alta.
Ató con cuidado el gancho alrededor de la pieza metálica que rodeaba la grieta y tiró con fuerza para comprobar el anclaje. Después dio tres vueltas con la cuerda alrededor de su cintura y ató el otro extremo cerca del gancho. Metió la cabeza entre los bordes cortantes de cristal.
Era como introducir la cara en un recipiente de té fuerte. El aire en el interior del Invernadero era tórrido, casi sofocante, lleno de humo y vapor. Brillaba con una áspera luz blanquecina.
Yagharek parpadeó para limpiarse los ojos, los escudó y miró hacia la ciudad de los cactos.
En el centro, bajo el enorme cristal del ápice, se habían derribado los edificios para construir un templo de piedra. Era de piedra rojiza, un zigurat que se alzaba hasta un tercio de la altura de la cúpula. Cada uno de los niveles estaba cubierto por la vegetación del desierto y la sabana, floreciente de rojos y naranjas contra las pieles enceradas, verdosas.
A su alrededor se había limpiado un pequeño anillo de tierra de unos seis metros de anchura, más allá del cual se habían conservado las casas y calles de Piel del Río. El conjunto consistía en un rompecabezas, una colección de calles sin salida y comienzos de avenidas, allí la esquina de un parque y allá media iglesia, incluso el muñón de un canal, ahora un arroyuelo de agua estancada, cortado por el borde de la cúpula. Las calles cuajaban la pequeña ciudad con ángulos extraños y quedaban cortadas las carreteras allá donde había caído el domo. En el interior había quedado un aleatorio grupo de callejuelas y avenidas selladas bajo el cristal. Su contenido había cambiado, aunque las figuras eran más o menos las mismas.
El caótico agregado de tocones urbanos había sido reformado por los cactos. Lo que hacía años había sido una amplia avenida era ahora un jardín botánico, cuyos extremos derramaban hierba sobre las casas adyacentes, como caminos desde las puertas de entrada que indicaran las rutas entre las huertas de calabazas y rábanos.
Los techos se habían eliminado hacía cuatro generaciones, para convertir las casas humanas en hogares para sus nuevos y más altos habitantes. En las azoteas y los patios se habían añadido piezas con la extraña forma de la pirámide escalonada en el centro del Invernadero. En todos los espacios posibles se habían encajado construcciones adicionales para atestar el domo de cactos; extrañas aglomeraciones de arquitectura humana y monolíticos edificios de losas de piedra se extendían en grandes bloques de color diverso. Algunos alcanzaban varias plantas de altura.
Puentes goteantes de madera y cuerda se mecían entre muchos de los pisos superiores, enlazando salas y edificios en lados opuestos de las calles. En muchos de los patios y en la cubierta de algunos edificios, unos muros bajos encerraban jardines del desierto, con pequeñas zonas de hierbajos, algunos cactos diminutos y arena ondulante.
Pequeñas bandadas de pájaros cautivos, que nunca habían hallado las ventanas rotas al exterior, volaban bajas sobre las casas, chillando hambrientas. Con una descarga de adrenalina y nostalgia, Yagharek reconoció la llamada del Cymek. Eran águilas de las dunas, advirtió, que anidaban en uno o dos tejados.
Alzándose a su alrededor por todos lados, la cúpula refractaba Nueva Crobuzon como un cielo sucio, tornando las casas cercanas en una confusión de oscuridad y luz reflejada. Todo el diorama bajo él era una aglomeración de hombres cacto. Yagharek escudriñó lentamente, pero no divisaba otras razas inteligentes.
Los sencillos puentes se balanceaban cuando los moradores pasaban sobre ellos en todas direcciones. En los jardines de arena vio cactos con grandes rastrillos y palas de madera, esculpiendo cuidadosamente el sastrugi que imitaba las dunas onduladas por el viento. Allí, en aquel espacio atestado, encerrados por todas partes, no había corrientes que labraran sus patrones, y el paisaje del desierto tenía que ser tallado a mano.
Las calles y sendas estaban atiborradas de cactos que compraban y vendían en el mercado, discutiendo malhumorados en voz demasiado baja como para que Yagharek la distinguiera. Tiraban de sus carros de madera, dos al tiempo si el vehículo o la carga eran especialmente grandes. No había constructos a la vista, ni taxis, ni animales de ninguna clase aparte de los pájaros y los pocos conejos de las rocas que Yagharek pudo distinguir en las cornisas de los edificios.
En la ciudad exterior, las cactas vestían grandes trajes sin forma, similares a sábanas. Allí, en el Invernadero, no llevaban más que taparrabos de trapo blancos o beige, igual que los hombres. Sus pechos eran algo más grandes que los de los varones, terminados en pezones de color verde oscuro. En algunos lugares, Yagharek alcanzaba a divisar a una mujer amamantando a su hijo, sin preocuparse por los pinchazos que pudiera sufrir el pequeño por las espinas de la madre. Pequeñas y ruidosas bandas de niños jugaban en las esquinas, ignorados por los adultos de paso.
Por todo el templo piramidal había ancianos cactos leyendo, fumando, hablando o dedicados a la jardinería. Algunos vestían fajas rojas y azules alrededor de los hombros, que destacaban fuertemente contra la pálida piel verdosa.
La propia piel de Yagharek comenzaba a picarle por el sudor. Las corrientes de humo nublaban su visión. El vapor que se alzaba desde cientos de chimeneas a distintas alturas, ascendía hacia el cielo en lentas bocanadas. Algunas volutas brumosas encontraban el camino hasta arriba y se filtraban por las grietas y agujeros en el cristal. Pero con el viento atrapado en el exterior y el sol magnificado por la burbuja traslúcida de la cúpula, no había brisas que disiparan los humos. Yagharek reparó en que la cáscara interior del cristal estaba cubierta por un hollín grasiento.
Aún quedaba más de una hora para la puesta del sol. El garuda observó a su izquierda y vio que el orbe de cristal sobre la bóveda parecía arder bajo la luz. Estaba absorbiendo cada mínima emisión solar, concentrándola y enviándola con viveza hacia todos los rincones del Invernadero, inundándolo con luz y calor despiadados. Vio que el armazón de metal que lo sostenía disponía de cables de energía que serpenteaban por el interior de la cúpula y se perdían de vista.
El jardín de arena sobre la gran pirámide escalonada estaba cubierta por una compleja maquinaria. Exactamente bajo la clave de cristal se encontraba un enorme artefacto con lentes y gruesas tuberías comunicadas con las tinas que había a su alrededor. Un cacto con faja de color pulimentaba sus mecanismos de cobre.
Yagharek recordó los rumores que había oído en Shankell, historias sobre un motor helioquímico de inmenso poder taumatúrgico. Observó cuidadosamente el artefacto reluciente, aunque su propósito le era desconocido.
Mientras observaba, cobró conciencia del gran número de pelotones armados presentes. Entrecerró los ojos. Los observaba como un dios que oteara cada superficie de la pequeña ciudad cacta bajo la feroz luz del globo de cristal. Casi alcanzaba a ver todos los jardines elevados, y le parecía que en al menos la mitad de ellos había estacionado un grupo de tres o cuatro cactos. Estaban sentados o de pie, sus expresiones ilegibles a aquella distancia, pero los enormes y pesados arcos huecos que portaban eran evidentes. De los cintos colgaban destrales, y algunas hachas de batalla relucían bajo una luz cada vez más rojiza.
Había más de aquellas patrullas junto a los puestos del enorme mercado, concentrados en el nivel inferior del templo y recorriendo las calles con paso lento, sus arcos cargados y preparados.
Yagharek vio las miradas que recibían aquellos guardias armados por parte de la población, los saludos nerviosos, las frecuentes ojeadas al cielo.
No pensaba que aquella situación fuese muy normal.
Algo inquietaba al pueblo cacto. Podían ser truculentos y taciturnos, pero aquel apagado aire amenazador era ajeno a todo cuanto había conocido en Shankell. Quizá, reflexionó, aquellos cactos fueran distintos, una raza más sombría que sus hermanos del sur. Pero sentía pinchazos en la piel. El aire estaba cargado.
Se concentró y comenzó a escudriñar el interior de la cúpula con ojo severo y riguroso. Abarcó toda la circunferencia interior con un largo y lento barrido, trazó después una espiral hacia el centro, examinó e investigó el círculo de casas y calles un poco más hacia el interior, acercándose cada vez más.
De aquel modo exacto y metódico podía revisar cada rincón y nicho de las superficies del Invernadero. Sus ojos se detenían un instante en las imperfecciones de la piedra roja antes de proseguir.
A medida que el día se acercaba a su fin, el nerviosismo del pueblo cacto pareció aumentar.
Yagharek terminó con su exploración. No había nada inmediato, nada claramente sospechoso que le llamara la atención. Volvió su vigilancia hacia el interior del tejado en sus alrededores inmediatos, en busca de alguna pista.
No iba a ser fácil. A cierta distancia de él, las vigas se coagulaban alrededor del globo de cristal, pero en la parte inferior no eran tan protuberantes. Creía que, con cierto esfuerzo, podría escalarlas; como probablemente pudieran Lemuel y quizá Derkhan, y uno o dos de los aventureros. Pero era difícil imaginarse a Isaac suspendiendo su peso, arrastrándose por cientos de metros de peligroso metal hasta llegar al suelo.
El sol estaba muy bajo. Aun en las lánguidas noches de verano, el tiempo era corto.
Sintió a alguien tocándole la espalda. Alzó la mirada, sacando la cabeza por la grieta; el aire de Nueva Crobuzon resultaba frío por el contraste.
Tras él, Shadrach se acuclillaba sobre el cristal. Llevaba puesto un casco con espejos y traía otro para el garuda, fabricado con placas de hierro.
El casco de Shadrach parecía distinto. Era intrincado, con cables y válvulas de cobre y bronce. En lo alto tenía un enchufe con orificios para conectar algún aparato. Solo los espejos parecían improvisados. El de Yagharek era una tosca pieza de metal de desecho.
—Olvidaste esto —le dijo con voz suave—. Ni escribes, ni nos visitas, ni nada. He subido para ver si estabas vivo o si te había pasado algo.
Yagharek le mostró las vigas interiores de la cúpula. Discutieron el problema de Isaac con susurros urgentes.
—Debes bajar —dijo el garuda—. Tenéis que ir por las cloacas, con Lemuel como guía. Encontrad la entrada tan rápido como podáis. Enviadme alguno de los monos mecánicos para ayudarme si me atacan. Voy a echar un vistazo.
Shadrach se inclinó cuidadosamente y miró al interior oscurecido. Yagharek señaló un punto de la ciudad, un edificio derruido junto al extremo del canal ciego. El agua, los caminos de sirga y un pequeño dedo de tierra rota sobre el que se levantaba la casa destrozada estaban rodeados por una valla accidental de escombros, cañas y alambre de espino oxidado. Aquella franja rechazada se encontraba en el mismo extremo de la bóveda, que se alzaba sobre ella como una nube plana.
—Debéis abriros paso hasta allí. —Shadrach comenzó a protestar, farfullando que era imposible, pero el garuda lo cortó—. Es difícil. Será duro. Pero no podréis descender desde aquí por el interior, Isaac desde luego no. Lo necesitamos dentro. Tenéis que meterlo lo antes posible. Yo bajaré por aquí y os buscaré. Después encontraremos a las polillas. Esperadme.
Mientras hablaba, Yagharek se ajustó el casco improvisado en la cabeza e investigó el campo de visión a su espalda.
Capturó los ojos de Shadrach en uno de los grandes fragmentos de espejo.
—Tienes que irte ya. Sed pacientes. Os encontraré antes de que caiga la noche. Las polillas tienen que salir por esta abertura, de modo que esperaré a ver si consigo descubrirlas.
La expresión de Shadrach era firme. Yagharek tenía razón. Era impensable que Isaac fuera capaz de bajar por aquella peligrosa estructura de hierro.
Asintió, hizo un gesto de despedida a los espejos del garuda y regresó hacia la escalera, descendiendo a buena velocidad hasta perderse de vista.
Yagharek se volvió y miró los últimos rayos del sol. Inspiró profundamente y giró los ojos a izquierda y derecha para comprobar su visión en los espejos. Se calmó por completo.
Respiró con el ritmo lento del yajhu-saak, el ensueño del cazador, el trance marcial de los garuda del Cymek. Se compuso.
Tras algunos minutos llegó el sonido del metal y el cable sobre el cristal, y, uno tras otro, tres constructos simiescos aparecieron, acercándose desde distintas direcciones. Se reunieron a su alrededor y aguardaron, mientras sus lentes de cristal brillando rosadas en el ocaso y sus pequeños pistones siseaban al moverse.
Yagharek giró y los valoró a través de los espejos. Después, aferrando la cuerda con cuidado, comenzó a descender por el boquete en el cristal. Gesticuló a los constructos para que lo siguieran y se perdió por la grieta. El calor del domo lo rodeó, se cerró sobre su cabeza a medida que descendía hacia la ciudad abovedada, hacia las casas sumergidas en luz roja, a medida que el prístino globo magnificaba y dispersaba los rayos de poniente hacia la guarida de las polillas.