Un caballero y un… un jovencito desean verle, señor alcalde —dijo Davinia a través del tubo comunicador—. El caballero me pidió que le dijera que le envía el señor Rescue a propósito de… la fontanería en I+D —su voz vaciló nerviosa ante el evidente código.
—Déjalos pasar —respondió Rudgutter al instante, reconociendo las contraseñas de los manecros.
Estaba agitándose en su asiento, meciéndose nervioso de un lado a otro. Las pesadas puertas de la Sala Lemquist se abrieron poco a poco, y un hombre fuerte y espantado entró, llevando de la mano a un niño de aspecto aún más aterrado. El niño vestía un conjunto de harapos, como si lo acabaran de recoger en la calle. Uno de sus brazos estaba cubierto por una gran quemadura tratada mediante vendas sucias. Las ropas del hombre eran de calidad decente, pero estilo extraño. Llevaba unos voluminosos pantalones, casi como los de las khepri, que le daban un aspecto peculiarmente femenino, a pesar de su tamaño.
Rudgutter lo miró con ojos cansados y enfadados.
—Sentaos —dijo. Señaló un montón de papeles a la extraña pareja, hablando con rapidez—. Un cadáver decapitado sin identificar, atado a un perro sin cabeza, acompañados por dos manecros muertos. Un par de anfitriones, atados espalda contra espalda, sin intelecto. Un… —consultó el informe de la milicia— un vodyanoi cubierto por graves heridas, y una joven humana. Logramos extraer a los manecros matando a los anfitriones, una muerte biológica, no ese ridículo estado medio, y les ofrecimos nuevos anfitriones. Los pusimos en una jaula con un par de perros, pero ni se movieron. Como sospechábamos. Si secas al anfitrión, secas también al manecro.
Se recostó en la silla y observó a las dos figuras traumatizadas ante él.
—Así que… —dijo lentamente, después de un pequeño silencio—. Yo soy Bentham Rudgutter. Vamos a suponer que me decís quiénes sois, dónde está Montjohn Rescue y qué ha sucedido.
En una sala de reuniones cerca de la cima de la Espiga, Eliza Stem-Fulcher miraba al cacto que estaba sentado al otro lado de la mesa. Era bastante más alto que ella, y su cabeza se alzaba desde los hombros sin cuello aparente. Los brazos estaban inmóviles sobre la mesa, enormes trancas como las ramas de un árbol. La piel era moteada y estaba marcada por cientos, miles de heridas cicatrizadas, al estilo de los cactos, que formaban gruesos nudos de materia vegetal.
El xeniano podaba sus espinas de forma estratégica. Los interiores de los brazos y las piernas, las palmas… Allá donde la piel pudiera frotarse o apretarse contra la carne, estaba desprovista de puntas. Una tenaz flor roja permanecía en su mejilla desde la primavera. En su pecho y sus hombros se adivinaban nudos y brotes.
Esperaba en silencio a que hablara Stem-Fulcher.
—Hemos sabido —dijo ella con cuidado— que vuestras patrullas de tierra fueron ineficaces anoche. Como las nuestras, debería añadir. Aún tenemos que verificarlo, pero parece que puede haber habido cierto contacto entre las polillas y una… una de vuestras pequeñas unidades aéreas —hojeó rápidamente los papeles—. Es cada vez más evidente —aventuró— que limitarse a surcar los cielos de la ciudad no ofrece resultados. No obstante, por muchas razones que ya hemos discutido, siendo una muy importante nuestros divergentes métodos de trabajo, no creemos que combinar las patrullas sea especialmente provechoso. Sin embargo, es sin duda necesario que coordinemos nuestros esfuerzos. Por eso hemos extendido la amnistía legal para vuestra organización durante esta misión conjunta. Del mismo modo, estamos dispuestos a ofrecer una tregua temporal a la estricta regla que prohíbe los aeróstatos no gubernamentales. —Se aclaró la garganta. Estamos desesperados, pensó. Pero apuesto lo que sea a que vosotros también—. Podemos llegar a prestar dos naves aéreas, tras discutir sobre rutas y horarios de utilización. El objetivo es multiplicar nuestros esfuerzos en la caza aérea. Nuestras condiciones siguen siendo las ya mencionadas: todos los planes deben discutirse y aprobarse por adelantado. Además, todas las investigaciones sobre la metodología de la caza serán compartidas. —Se recostó en la silla y depositó un contrato sobre la mesa—. Entonces, ¿te ha dado Motley autoridad para tomar esta clase de decisión? Y si es así, ¿qué dices?
Cuando Isaac, Derkhan y Yagharek abrieron la puerta de la pequeña cabaña junto al tren y cayeron en sus cálidas sombras, agotados, apenas se sorprendieron al encontrar a Lemuel Pigeon esperándolos.
Isaac tenía un humor de perros. Pigeon no tenía intención de disculparse por nada.
—Ya te lo dije, Isaac. No te equivoques. Si las cosas se ponen calientes, me largo. Pero aquí estás, y me alegro de verte. Nuestro trato sigue en pie. Asumiendo que aún insistas en cazar a esas hijas de puta, serás mío y te ayudaré en lo que pueda.
Derkhan se encendió, pero no permitió crecer la furia. Estaba demasiado tensa por la emoción. Lanzó una rápida mirada a Isaac y frunció el ceño.
—¿Puedes meternos en el Invernadero? —dijo.
Le habló por encima de la inmunidad del Consejo de los Constructos frente al ataque de las polillas. Él escuchaba fascinado mientras le describía cómo el Consejo había manipulado la grúa encima de la polilla y la había aplastado sin piedad con toneladas de restos. Le dijo que el constructo estaba seguro de que las criaturas se encontraban en Piel del Río, ocultas en el Invernadero.
También le habló de sus primeros planes.
—Hoy tenemos que encontrar algún modo de fabricar los cascos. Mañana… mañana entramos.
Pigeon entrecerró los ojos, y comenzó a trazar planes sobre el polvo.
—Esto es el Invernadero —dijo—. Hay cinco rutas básicas hacia el interior. Una pasa por el soborno, y dos casi seguro por el asesinato. Matar a cactos nunca es una buena idea, y el soborno es arriesgado. Hablan y hablan sobre su independencia, pero el Invernadero sobrevive porque Rudgutter lo permite —Isaac asintió y miró a Yagharek—. Eso significa que hay montones de informadores. Es preferible la discreción. —Derkhan e Isaac se inclinaron hacia él y vieron cómo sus jeroglíficos cobraban forma—. Así que concentrémonos en las otras dos y veamos qué resultado pueden dar.
Tras una hora de charla, Isaac era incapaz de seguir despierto. La cabeza se le caía mientras escuchaba, y comenzó a babear sobre el cuello de la camisa. Su cansancio se extendió, infectando a Derkhan y a Lemuel. Durmieron muy poco.
Como Isaac, se giraban infelices en la atmósfera mugrienta, sudando ante el aire encerrado de la cabaña. El sueño de Isaac fue el más agitado de todos, y gimió varias veces. Poco antes del mediodía, Lemuel se levantó y despertó a los otros. Isaac lo hizo sollozando el nombre de Lin. Estaba aturdido por el cansancio, la falta de sueño y la tristeza, lo que le hizo olvidar su enfado con Lemuel. Apenas reconocía que el hampón estuviera allí.
—Voy a conseguir algo de compañía —dijo Lemuel—. Isaac, será mejor que prepares esos cascos de los que habló Dee. Creo que vamos a necesitar al menos siete.
—¿Siete? —musitó Isaac—. ¿A quién vas a traer? ¿Adónde vas?
—Como te dije, me siento más seguro con un poco de protección —explicó con una fría sonrisa—. Corrí la voz de que había trabajo de guardaespaldas, y supongo que tendremos algunas respuestas. Voy a consultarlas. Y te garantizo que tendrás un brujo del metal antes de que caiga la noche. O es uno de los candidatos, o un tipo que me debe un favor en el Parque Abrogate. Nos vemos alas… siete en punto, fuera del vertedero.
Se marchó. Derkhan se acercó al postrado Isaac y le pasó un brazo por el hombro. El hombretón sollozó como un niño, con el sueño sobre Lin aún aferrándose a él.
Era una pesadilla casera, una genuina desventura nacida de las profundidades de su mente.
Las dotaciones de la milicia estaban atareadas disponiendo enormes espejos de metal pulido en la parte trasera de los arneses aéreos.
Era imposible acondicionar la sala de máquinas o cambiar la distribución de los camarotes, pero cubrieron las ventanas frontales con gruesas cortinas negras. El piloto giraría el timón a ciegas, instruido por los gritos de los oficiales a medio camino de la cabina, o mirando por las ventanas traseras, donde se habían instalado, sobre los enormes propulsores, unos espejos orientados que ofrecían una vista confusa del cielo frente al dirigible.
La tripulación, elegida personalmente por Motley, era escoltada a la cima de la Espiga por la propia Stem-Fulcher.
—Asumo —dijo a uno de los capitanes, un taciturno humano rehecho cuyo brazo izquierdo había sido reemplazado por una levantisca pitón que trataba de calmar— que saben cómo pilotar un aeróstato. —Él asintió. Ella no señaló la evidente ilegalidad de aquella habilidad—. Usted pilotará el Honor de Beyn, y sus colegas el Avanc. La milicia ha sido advertida. Vigilen el resto del tráfico aéreo. Pensamos que querrían empezar esta misma tarde. Las presas suelen permanecer inactivas hasta la noche, pero creemos que sería buena idea que se hicieran a los controles.
El capitán no respondió. A su alrededor, la tripulación comprobaba su equipo y revisaba los ángulos de los espejos en los cascos. Eran adustos y fríos. Parecían menos temerosos que los oficiales de la milicia a los que Stem-Fulcher había dejado abajo, en la sala de entrenamiento, practicando la puntería a través de espejos, disparando por la espalda. Los hombres de Motley, después de todo, habían tratado con las polillas hacía menos tiempo.
Como uno de sus propios soldados, vio que una pareja de gángsteres portaba lanzallamas, mochilas rígidas de aceite presurizado que se incendiaba al escupirlo un cañón prendido. Habían sido modificados, como los de sus hombres, para rociar el aceite ardiente directamente desde la mochila.
Stem-Fulcher robó otro vistazo a las extraordinarias tropas rehechas de Motley. Era imposible averiguar cuánto material orgánico conservaban bajo las capas de metal injertado. Desde luego, la impresión era la de una sustitución casi total, con cuerpos esculpidos con exquisito e inusual cuidado para imitar la musculatura humana.
A primera vista, no había carne aparente. Los rehechos tenían cabezas de acero moldeado, e incluso sus rostros eran de impávido metal: pesados ceños industriales, ojos insectiles de piedra o cristal opaco, nariz delgada, labios apretados y mejillas de un oscuro brillo, como el del peltre pulido. Aquellas expresiones habían sido esculpidas con propósitos estéticos.
Stem-Fulcher solo había reparado en que eran rehechos, y no fabulosos constructos, cuando alcanzó a divisar la nuca de uno de ellos. Embebido bajo el espléndido rostro de metal había otro humano, mucho menos perfecto.
Aquella era la única característica orgánica que conservaban. Sobresaliendo de los extremos de los inmóviles rasgos metálicos, frente a los ojos humanos, se habían instalado espejos a imitación del cabello.
El cuerpo estaba girado ciento ochenta grados respecto a la cabeza real, con los brazos-pistola, las piernas y el pecho mirando hacia el otro lado; la carátula metálica completaba la ilusión desde el frente. Los rehechos mantenían sus cuerpos encarados en el mismo sentido que sus compañeros normales. Caminaban por los pasillos y entraban en los elevadores moviendo los brazos y las piernas en una convincente analogía autómata del andar humano. Stem-Fulcher se retrasó unos pasos a propósito y observó sus rostros humanos mirando a un lado y a otro, las bocas torcidas por la concentración, mientras escudriñaban lo que tenían delante por medio de sus espejos.
Vio a otros. Sus reconstrucciones eran más sencillas, más económicas, aunque con el mismo propósito. Les habían girado la cabeza en un semicírculo hasta encararlas con sus propias espaldas, sobre un cuello retorcido y de aspecto dolorido. Miraban por los espejos de sus cascos. El cuerpo se desenvolvía a la perfección, sin titubeos, andando y manipulando armas y armaduras con un movimiento apenas forzado. Había algo más inquietante en aquellos relajados desplazamientos orgánicos que en los ademanes sólidos y artificiales de sus camaradas más modificados.
Stem-Fulcher comprendió que estaba observando el resultado de meses y meses de continuo adiestramiento, viviendo todo el día a través de espejos. Con cuerpos invertidos como aquellos, se trataba de una estrategia vital. Esas tropas, pensó, debían de haber sido diseñadas y construidas específicamente con la cría de las polillas en mente. Apenas podía creer la escala de las operaciones de Motley. No le extrañaría, pensó arrepentida, que al tratar con las polillas los soldados pareciesen aficionados en comparación.
Creo que acertamos de pleno al traerlos a bordo, reflexionó.
Con el paso del sol, el aire de Nueva Crobuzon se fue espesando poco a poco. La luz era amarilla, caliginosa, como el aceite de maíz.
Los aeróstatos surcaban aquella grasa solar, recorriendo la geografía urbana arriba y abajo en extraños movimientos de aspecto aleatorio.
Isaac y Derkhan estaban en la calle junto a la alambrada del vertedero. Ella llevaba una bolsa, e Isaac dos. Bajo la luz se sentían vulnerables. No estaban acostumbrados a la ciudad de día. Habían olvidado cómo vivir en ella.
Se escondían del modo menos sospechoso que podían e ignoraban a los pocos viandantes.
—¿Por qué es tan capullo Yag? —susurró Isaac. Derkhan se encogió de hombros.
—De repente parece inquieto —pensó ella—. Sé que el momento no es el más adecuado, pero lo encuentro… conmovedor. Es… es una presencia tan vacía casi todo el tiempo, ¿sabes? Es decir, sé que en privado hablas con él, vamos, con el verdadero Yagharek… Pero casi siempre es una ausencia con forma de garuda. —Se corrigió con dureza—. No, no tiene forma de garuda, ¿no? Ese es el problema. Es más una ausencia con forma de hombre. Pero ahora… bueno, parece estar llenándose. Comienzo a sentir que quiere hacer algo en particular, y que elige no hacer otras determinadas cosas.
Isaac asintió.
—Sé a qué te refieres. Es evidente que algo está cambiando en él. Le dije que no se marchara y me ignoró. Desde luego, se está volviendo más… obstinado, y eso es bueno.
Derkhan lo miraba con curiosidad.
—Debes de pensar el Lin todo el rato.
Isaac apartó la vista. Guardó silencio un rato antes de asentir.
—Siempre —dijo abruptamente, mientras su expresión se colapsaba en la tristeza más desoladora—. Siempre. No puedo… no tengo tiempo para lamentarlo… todavía.
Algo más allá, la carretera se curvaba y se separaba en un pequeño manojo de callejuelas. Desde uno de esos callejones sin salida llegó un repentino ruido metálico. Isaac y Derkhan se tensaron y se apretaron contra la alambrada.
Se produjo un susurro, y Lemuel asomó la cabeza por la esquina.
Vio a Isaac y a Derkhan y sonrió triunfal. Empujó el aire frente a él con las manos, indicándoles que tenían que entrar en el vertedero. Le obedecieron y se abrieron paso por los huecos en la malla de alambre, comprobando que nadie los vigilaba y serpenteando por el basurero.
Se alejaron rápidamente de la calle y doblaron las esquinas de desperdicios, hasta acurrucarse en un espacio oculto a la ciudad. A los dos minutos, Lemuel apareció junto a ellos.
—Buenas tardes a todos —sonreía, satisfecho.
—¿Cómo has llegado aquí? —preguntó Isaac.
Lemuel rió con disimulo.
—Por las cloacas. Tenía que apartarme de la vista. No es tan peligroso con la gente que traigo. —Su sonrisa desapareció al reparar en la ausencia—. ¿Dónde está Yagharek?
—Insistió en que tenía que ir a algún sitio. Le dijimos que se quedara, pero se negó. Dijo que nos veríamos aquí, mañana a las seis.
Lemuel maldijo.
—¿Por qué lo dejasteis marchar? ¿Y si lo capturan?
—Mierda, Lem, ¿y cómo iba a detenerlo, en nombre de Jabber? —susurró Isaac—. No puedo sentarme encima de él. Puede que sea alguna mierda religiosa, o alguna chorrada mística del Cymek. Puede que crea que está a punto de morir y que tiene que decir adiós a sus putos antepasados. Le dije que no lo hiciera, y él me dijo que lo haría.
—Bueno, da igual —musitó Lemuel irritado. Se giró y miró por encima del hombro. Isaac vio un pequeño grupo de figuras acercándose—. Estos son nuestros empleados. Les estoy pagando, Isaac, y lo apunto en la cuenta.
Eran tres, reconocibles de inmediato y sin duda alguna como aventureros: bribones que vagaban por Ragamol, el Cymek, Felid y, probablemente, todo Bas-Lag. Eran duros y peligrosos, ingobernables, desprovistos de lealtad y moral. Vivían de su astucia, robando y matando, contratándose a quien fuera para lo que fuera. Les inspiraban dudosas virtudes.
Algunos realizaban servicios útiles: documentación, cartografía, etc. La mayoría no eran más que saqueadores de tumbas. Eran escoria que moría de forma violenta y que lograba un cierto prestigio entre los impresionables gracias a su indudable bravura y a sus notables logros ocasionales.
Isaac y Derkhan los valoraron sin entusiasmo.
—Estos —dijo Lemuel, señalándolos por orden— son Shadrach, Pengefinchess y Tansell.
Los tres miraron a Isaac y a Derkhan con despiadada y altanera arrogancia.
Shadrach y Tansell eran humanos. Pengefinchess, vodyanoi. Sin duda, el primero de ellos era el hombre duro del grupo. Grande y fuerte, vestía una variopinta colección de armaduras, cuero endurecido y piezas martilladas de hierro atadas a los hombros, por delante y por detrás. Estaba cubierto por el fango de las alcantarillas. Seguía los ojos de Isaac por todo su atuendo.
—Lemuel nos dijo que esperáramos problemas —dijo con una curiosa voz melódica—. Venimos preparados para la ocasión.
De su ceñidor colgaban una enorme pistola y un pesado machete. La pistola estaba tallada de forma intrincada como un monstruoso rostro astado del que el cañón era una boca que vomitaba las balas. A la espalda llevaba atado un mosquetón sobre un peto posterior. No lograría dar tres pasos por la ciudad de ese modo sin que lo arrestaran. No era de extrañar que hubieran venido por las cloacas.
Tansell era más alto que Shadrach, pero mucho más delgado. Su armadura era más astuta, y parecía diseñada al menos en parte con propósitos estéticos. Consistía en capas bruñidas de cuero cocido en cera y labrado con diseños espirales. Portaba un arma más pequeña que la de Shadrach, así como un esbelto estoque.
—¿Y qué está pasando? —dijo Pengefinchess, comprendiendo Isaac por la voz que se trataba de una mujer. Para un humano inexperto, los vodyanoi no tenían características físicas que los distinguieran, aparte de las que quedaban ocultas por el taparrabos.
—Bien… —dijo lentamente, observándola.
Se sentaba como una rana ante él, mirándolo. Llevaba una voluminosa prenda blanca de una pieza (extraña, incongruentemente limpia, dado su reciente viaje) que se ajustaba alrededor de sus muñecas y tobillos y que dejaba libres las manos y los pies anfibios. Portaba un arco recurvado y una aljaba sellada encima del hombro, así como un cuchillo de hueso al cinto. También llevaba una bolsa de gruesa piel de reptil atada al vientre. Isaac no alcanzaba a imaginar lo que podría contener.
Mientras él y Derkhan la observaban, algo extraño ocurrió bajo las ropas de Pengefinchess. Se produjo un rápido movimiento, como si algo se enroscara alrededor de su cuerpo y luego se liberara. Cuando la grotesca marea hubo pasado, una gran zona del algodón blanco quedó empapada y se pegó al cuerpo antes de secarse de inmediato, como si cada átomo de líquido fuera absorbido de repente. Isaac estaba aturdido.
Pengefinchess los miraba sin inmutarse.
—Es mi ondina. Tenemos un trato. Yo le proporciono ciertas sustancias y ella me cubre y me mantiene húmeda y viva. Me permite viajar a lugares tan secos que de otro modo me estarían vedados.
Isaac asintió. Nunca había visto antes un elemental de agua. Era perturbador.
—¿Os ha advertido Lemuel del tipo de problema al que nos enfrentamos? —dijo. Los aventureros asintieron despreocupados, casi emocionados. Isaac trató de tragarse su exasperación.
—Esas polillas no son la única criatura a la que no puedes permitirte mirar, sirrah —dijo Shadrach—. Puedo matar con los ojos cerrados si es necesario. —Hablaba con una confianza leve, escalofriante—. ¿Este ceñidor? —dijo, dándole golpecitos ausentes—. Pellejo de catoblepas. Lo maté en las afueras de Tesh. Tampoco puedes mirarlo, o estás listo. Podemos encargarnos de esos bichos.
—Así lo espero —dijo Isaac, sombrío—. Por suerte, si todo sale bien no será necesario pelear. Creo que Lemuel se siente más seguro así, por si las moscas. Esperamos que los constructos se encarguen de todo.
La boca de Shadrach se torció casi imperceptible en lo que probablemente era desprecio.
—Tansell es metalotaumaturgo —dijo Lemuel—. ¿No?
—Bueno… conozco algunas técnicas para trabajar el metal.
—No es un trabajo complejo —dijo Isaac—. Solo hace falta soldar un poco. Venid por aquí.
Los guió por la basura hasta el lugar en el que habían escondido los espejos y el resto del material para los cascos.
—Tenemos materia prima más que de sobra —explicó, acuclillándose junto a la pila. Tomó un escurridor, una tubería de cobre y, después de rebuscar un momento, dos grandes trozos de espejo. Los agitó vagamente frente a Tansell—. Necesitamos cascos que se ajusten bien firmes, y uno es para un garuda que ahora no está aquí. —Ignoró la mirada que el mercenario intercambió con sus compañeros—. Y después hay que fijar estos espejos en la parte frontal, con un ángulo que nos permita ver fácilmente a nuestra espalda. ¿Crees que podrás hacerlo?
Tansell miró a Isaac desdeñoso y se sentó con las piernas cruzadas frente a la pila de metal y cristal. Se puso el escurridor en la cabeza, como un niño jugando a los soldados. Susurró muy bajas unas extrañas palabras y comenzó a masajearse las manos con rápidos e intrincados movimientos. Tiró de sus nudillos y amasó el talón de las palmas.
Durante varios minutos no sucedió nada. Entonces, de repente, los dedos comenzaron a brillar desde dentro, como si sus huesos se iluminaran.
Tansell acarició el escurridor, como si lo estuviera haciendo con un gato.
Poco a poco, el metal cobró forma bajo sus peticiones. Se ablandaba con cada pasada, ajustándose con más firmeza a la cabeza, aplanándose, distendiéndose en la parte posterior. Tiró y amasó hasta que se acopló a la perfección a su cráneo. Entonces, aún susurrando extraños sonidos, manipuló la parte delantera, ajustando el labio metálico, desdoblándolo y alejándolo de los ojos.
Tomó un trozo de tubo de cobre, lo apretó entre las manos y canalizó la energía a través de las palas. El metal comenzó a flectar ruidoso. Lo dobló poco a poco situando los dos extremos del tubo contra el casco, justo encima de sus sienes, y después presionó con fuerza hasta que cada pieza de metal rompió la tensión superficial de la otra y comenzó a derramarse en el encuentro. Con una pequeña descarga de energía, la gruesa tubería y el escurridor de hierro se fusionaron.
Después, Tansell dio forma a la extraña extrusión de cobre que sobresalía del casco recién nacido y la convirtió en un bucle inclinado que se extendía unos treinta centímetros. Buscó las piezas de espejo, tanteando hasta que alguien se las dio. Canturreándole al cobre, engatusándolo, ablandó la sustancia y apretó primero uno, luego otro trozo de espejo, uno enfrente de cada ojo. Los miró alternativamente y los ajustó con cuidado hasta que ofrecieron una vista clara de la muralla de desperdicios a su espalda.
Tanteó el cobre y lo endureció.
Después apartó las manos y miró a Isaac. El yelmo era torpe y su ascendencia ridículamente obvia, pero resultaba perfecto para sus necesidades. Le había llevado poco más de quince minutos el confeccionarlo.
—Voy a hacerle un par de agujeros para una correa de cuero, por si acaso —musitó.
Isaac asintió, impresionado.
—Es perfecto. Necesitamos… eh… siete de estos, uno de ellos para un garuda. Recuerda que la cabeza es más redondeada. Te dejo con ello. —Miró a Derkhan y a Lemuel—. Creo que será mejor que hable con el Consejo.
Se volvió y rehizo su camino por el laberinto de desperdicios.
—Buenas noches, der Grimnebulin —dijo el avatar en el corazón de la basura. Isaac asintió a modo de saludo tanto a él como a la enorme forma esquelética del propio Consejo, que aguardaba detrás—. No has venido solo. —Su voz era tan fría como siempre.
—Por favor, no empieces —dijo Isaac—. No vamos a meternos en esto solos. Somos un científico gordo, un granuja y una periodista. Necesitamos profesionales de verdad. Son gente que mata animales exóticos para ganarse la vida, y que no tiene el menor interés en hablarle a nadie sobre ti. Todo cuanto saben es que tendremos a unos cuantos constructos para ayudarnos. Y, aunque pudieran descubrir quién eres, qué eres, probablemente ya hayan roto dos tercios de las leyes de Nueva Crobuzon, de modo que no creo que vayan a irle con el cuento a Rudgutter. —Se produjo un instante de silencio—. Compútalo, si quieres. No corres peligro de esos tres réprobos, ocupados como están construyendo cascos.
Imaginó un temblor bajo sus pies mientras la información corría por las entrañas del Consejo. Tras una larga pausa, el avatar y el autómata asintieron precavidos. Isaac no se relajó.
—He venido a por aquellos de ti que puedan arriesgarse en el asunto de mañana —dijo. El Consejo asintió de nuevo.
—Muy bien —respondió el constructo lentamente con la lengua del muerto—. Primero, como discutimos, asumiré la parte del protector. ¿Has traído la máquina de crisis?
Una dura expresión cruzó a toda velocidad el rostro de Isaac, desapareciendo al instante.
—Aquí está —dijo, depositando una de sus mochilas frente al avatar. El hombre desnudo la abrió y se inclinó para mirar los tubos y cristales del interior, concediendo a Isaac una repentina y vil vista del cráneo hueco. El títere levantó la bolsa y se acercó al Consejo para depositarla frente a la entrepierna de la enorme figura.
—Entonces —dijo Isaac— te quedas con eso en caso de que encuentren nuestra cabaña. Buena idea. Volveré a por él por la mañana —miró con ceño—. ¿Cuál de los vuestros viene con nosotros? Necesitamos algo de potencia detrás.
—No puedo arriesgarme a ser descubierto, Grimnebulin —dijo el avatar—. Si yo acudiera con mis yoes ocultos, con los constructos que trabajan de día en las grandes casas, en las obras, en las cámaras de los bancos, y volvieran abollados o rotos, o no volvieran, quedaría expuesto a las pesquisas de la ciudad. Y no estoy preparado para eso. Aún no. —Isaac asintió lentamente—. Por tanto, acudiré con vosotros mediante aquellas formas que puedo permitirme perder. Eso levantará confusión y asombro, pero no suspicacia respecto a la verdad.
Detrás de Isaac, la basura comenzó a agitarse y a desprenderse. Se giró.
Desde las montañas de objetos desechados, agregaciones particulares de basura empezaban a separarse. Como el propio Consejo de los Constructos, se trataba de un conglomerado de materia del vertedero.
Los autómatas imitaban la forma y el tamaño de chimpancés. Castañeteaban y tañían al moverse, con un sonido extraño e inquietante. Cada uno era único. Sus cabezas eran teteras y lámparas, las manos garras de aspecto cruel creadas con instrumental científico y articulaciones de andamio. Estaban blindados con grandes placas de metal arrancado, toscamente soldadas y roblonadas a los cuerpos, y avanzaban por el basurero con un impaciente ademán simiesco. Habían sido creados con un extraordinario sentido estético.
De haber estado quietos, serían invisibles: poco más que un azaroso acopio de metal avejentado.
Isaac contempló a aquellos chimpancés que se balanceaban y saltaban rezumando agua y aceite, mientras latían al ritmo de sus mecanismos.
—He descargado en cada uno de sus motores analíticos tanta memoria y capacidad como pueden albergar. Estos de mí te obedecerán, y comprenden la urgencia de tus necesidades. Les he proporcionado inteligencia vírica. Han sido programados con los datos necesarios para reconocer a las polillas y atacarlas. Cada uno está construido con un agente ácido o flogístico en el diafragma —Isaac asintió, maravillado ante la facilidad con la que el Consejo creaba a sus máquinas asesinas—. ¿Ya has pergeñado el mejor plan?
—Bueno… Vamos a prepararlo esta noche. Diseñaremos alguna clase de… eh… preparativo, ya sabes, un plan, con nuestra… plantilla adicional. Mañana a las seis nos reuniremos aquí con Yag, asumiendo que ese estúpido hijo de puta no haya conseguido que lo maten. Después iremos al gueto de Piel del Río, empleando la experiencia de Lemuel, y empezaremos a cazar polillas. —La voz de Isaac era áspera y entrecortada. Escupía rápidamente lo que tenía que decir—. El caso es que puede que tengamos que separarlas. Creo que podemos acabar con una. En caso contrario, si son dos o más, una siempre estará frente a nosotros y podrá usar las alas. De modo que vamos a revisar el lugar para ver si podemos descubrir dónde andan. Es difícil asegurarlo sin explorar. Cogeremos el amplificador que usaste conmigo, además. Podría ayudarnos a interesar a una, para que venga a curiosear. Podemos lanzar una pequeña llamada sobre el ruido mental ambiente, o algo así. ¿Puedes adosar otros cascos a la máquina? ¿Tienes alguno de sobra? —El avatar asintió—. Será mejor que me los des y que me enseñes las distintas funciones. Se los llevaré a Tansell para que los ajuste y les instale espejos. —Quedó pensativo—. El caso es que no puede ser simplemente la fuerza de la señal lo que las atraiga, o solo atacarían a videntes y comunicadores. Creo que les atraen los sabores particulares. Por eso el cachorro vino hacia mí. No porque hubiera un gran rastro sobre la ciudad, fuera cual fuera, sino porque reconoció una mente particular y la quería. Y… bueno, puede que las demás también la reconozcan. Puede que me equivocara al pensar que solo una podría reconocer mi mente. Deben de haberla olido anoche. —Miró pensativo al avatar—. La recordarán como el rastro que seguía su hermana cuando murió. No sé si eso es bueno o malo…
—Der Grimnebulin —dijo el cadáver después de un momento—, debes traerme de vuelta al menos a uno de mis pequeños yoes. Es necesario que descarguen en mí lo que hayan visto. Puedo aprender mucho sobre el Invernadero, lo que será una gran ventaja en nuestros planes. Pase lo que pase, uno debe escapar.
Se produjo un largo silencio. El Consejo aguardaba. Isaac pensó en algo que decir, pero no era capaz. Miró al avatar a los ojos.
—Volveré mañana. ¿Están listos los monos? Nos… nos veremos de nuevo.
La ciudad se cocía bajo el extraordinario calor nocturno. El verano había alcanzado su momento crítico. Las polillas asesinas danzaban en las estrías de aire sucio sobre el núcleo urbano.
Revoloteaban vertiginosas sobre los minaretes y acantilados de la estación de la calle Perdido. Apenas batían las alas, surcando expertas las corrientes rítmicas. Sus cabriolas exudaban vetas inconstantes de emoción.
Con silenciosas súplicas y caricias, se cortejaban las unas a las otras. Las heridas a medio sanar se habían olvidado en la trémula y febril excitación.
El verano en aquella zona, un antaño exuberante planicie en las costas del Mar del Caballero, llegaba un mes y medio antes que para sus hermanas al otro lado de las aguas. La temperatura no había dejado de aumentar, hasta alcanzar el máximo de los últimos veintiún años.
En la entrepierna de las polillas se producían reacciones termotáxicas. Configuraciones únicas de carne y secreciones químicas ponían en prematuro funcionamiento los ovarios y las gónadas. Se volvieron fértiles, agresivamente excitadas.
Las aspis, murciélagos y pájaros huían aterrados, infestado como estaba el aire de deseo psicótico.
Las polillas flirteaban con un gemebundo y lascivo ballet aéreo. Se tocaban los tentáculos y los miembros, desplegaban nuevas partes nunca vistas antes. Las tres menos dañadas arrastraban a su hermana, la víctima de la Tejedora, por las corrientes de humo y aire. Poco a poco, esta polilla dejó de gazmiar y lamerse las heridas con la lengua trémula, y comenzó a tocar a sus compañeras. La carga erótica era infecciosa.
Aquel cortejo polimorfo a cuatro bandas era tenso y competitivo. Roces, toques, excitaciones. Cada polilla por turno ascendía hacia la Luna, perdida en la lujuria. Entonces rompía el sello de una glándula oculta bajo la cola y exudaba una nube de almizcle empático.
Sus compañeras lamían el psicoaroma, jugaban como marsopas en nubes de carnalidad. Giraban y jugaban antes de alejarse y rociar el cielo. De momento, sus conductos espermáticos permanecían cerrados. Las pequeñas metagotas estaban cuajadas de los jugos erógenos, ovigénicos de las polillas. Competían lúbricas por ser la hembra.
Cada sucesiva exudación cargaba el aire hasta alcanzar una nueva cota de excitación. Las criaturas desnudaron sus dientes de lápida y balaron sus mutuos retos sexuales. Las húmedas válvulas bajo la quitina rezumaban afrodisíaco. Las criaturas revoloteaban entre los bancos del perfume de las demás.
A medida que continuaba el duelo de feromonas, una voz febril se alzó cada vez más triunfal. Un cuerpo ascendió más y más e hizo renunciar a sus compañeras. Las emanaciones inundaban el aire de sexo. Hubo algunos últimos ataques, llamaradas de desafío erótico. Pero, una tras otra, las demás polillas cerraron su pudendo aparato femenino, aceptando la derrota y la masculinidad.
La polilla victoriosa, la que aún sufría las cicatrices y heridas de su pelea contra la araña, remontó el vuelo. Su aroma seguía empapado de jugos femeninos, su fecundidad incuestionable. Había demostrado ser la más capacitada para criar.
Se había ganado el derecho a portar a la prole.
Las otras tres la adoraban. Se tornaron cisnes.
El sabor de la carne de la nueva matriarca los volvía extáticos. Ascendían, caían y regresaban, excitados y ardorosos.
La madre polilla jugaba con ellos, los dirigía sobre la ciudad oscura y tórrida. Cuando su súplica se hizo tan dolorosa como la propia lujuria, se detuvo y se presentó, abriendo su exoesqueleto segmentado para revelar la vagina.
Copuló con ellos, uno tras otro, y durante un breve y peligroso instante fue un ser con dos cuerpos, flanqueados por ansiosos compañeros que aguardaban su turno. Los tres machos sintieron que sus mecanismos orgánicos se tensaban y retorcían y se abrían los vientres para que el pene emergiera por vez primera. Palpaban con los brazos, con los zarcillos de carne y con las puntas óseas, y la matriarca hacía lo mismo, tanteando sus espaldas con un complejo amasijo de miembros que se aferraban, tiraban y entremezclaban.
Se creaban espontáneas conexiones resbaladizas. Cada pareja copulaba con fervorosa necesidad y placer.
Cuando las horas del celo pasaron, las cuatro polillas planearon sobre sus alas abiertas, totalmente agotadas, caladas.
A medida que el aire se enfriaba, su lecho de corrientes térmicas se desinfló poco a poco, y comenzaron a batir las alas para permanecer a flote. Uno tras otro, los tres machos descendieron hacia la ciudad en busca de comida que los reviviera y sostuviera, tanto a ellos como a su compañera conyugal.
Esta permaneció en el aire un poco más. Cuando al fin estuvo sola, sus antenas temblaron y comenzó a alejarse lentamente hacia el sur. Estaba agotada. Sus órganos y orificios sexuales se habían cerrado bajo su caparazón iridiscente para conservar todo el esperma en su interior.
La matriarca de las polillas voló hacia Piel del Río y la cúpula de los cactos, dispuesta a preparar un nido.