Isaac mandó al Consejo de los Constructos al Infierno y exigió su liberación. La sangre le manaba por la nariz y le empapaba la barba. Cerca de él, Yagharek y Derkhan luchaban con patética lasitud en los brazos de sus captores mecánicos. Sabían que estaban atrapados.
A través de la bruma de la migraña, Isaac vio al gran Consejo de los Constructos alzar su huesudo brazo de metal hacia los cielos. En el mismo momento, el enjuto y sanguinolento avatar humano señaló con el mismo brazo, en un inquietante eco visual.
—Viene —dijo el Consejo con la voz del muerto.
Isaac aulló de rabia y giró la cabeza hacia arriba, agitándose y sacudiéndose de un lado a otro, en un esfuerzo inútil por liberarse del casco.
Bajo las rápidas nubes divisó una enorme forma aguileña que se acercaba a trompicones desde el aire, descendiendo con un movimiento ansioso, caótico. Derkhan y Yagharek lo vieron y quedaron petrificados.
La perpleja forma orgánica se acercaba con terrorífica velocidad. Isaac cerró los ojos, pero no pudo resistirse a abrirlos de nuevo. Tenía que ver a aquel ser.
La criatura se acercó y descendió con brusquedad sobre el río. Sus múltiples miembros se abrieron y cerraron, temblando su cuerpo en compleja unidad.
Aun desde aquella distancia, incluso a través de su miedo, Isaac podía ver que la polilla que se acercaba era un espécimen patético comparado con la terrorífica perfección predadora que había acabado con Barbile. Los giros y convoluciones, las venas y espirales fortuitas de carne que habían compuesto aquella rapaz totalidad, habían sido funciones de impensable simetría inhumana, células que se multiplicaban como números oscuros, ignotos. Sin embargo, aquella ansiosa forma aleteante de extremidades retorcidas y deformes, de incompletos segmentos corporales, de armamento amputado y malparado en la crisálida… era un monstruo malformado.
Aquella era la polilla a la que Isaac había alimentado con comida bastarda. La polilla que había saboreado los jugos de su propia cabeza, mientras yacía trémulo en un viaje de mierda onírica. Aún ansiaba aquel sabor, parecía, aquella primera y jugosa intimidad de una sustancia más pura.
Aquel parto contranatural había sido, comprendió Isaac, el comienzo de todos sus problemas.
—Oh, dulce Jabber —susurró con voz trémula—, por la Cola del Diablo… Que los dioses me ayuden.
Con una retorcida inyección de polvo industrial, la polilla aterrizó. Plegó las alas.
Estaba agazapada, la espalda curva y tensa en una postura de simiesca osadía. Sus brazos crueles (maltrechos, pero aún poderosos y maliciosos) tenían el ademán asesino de un cazador. Giró lentamente su cabeza larga y delgada a un lado y a otro, las antenas de sus cuencas tanteando el aire.
A su alrededor, los constructos realizaban movimientos apenas perceptibles. La polilla los ignoró a todos. Su boca tosca, brutal, se abrió para emitir la lengua salaz, que se agitó como una enorme cinta sobre la concurrencia.
Derkhan gimió y la polilla se vio sacudida por un escalofrío.
Isaac trató de gritar para decirle que se callara, que no permitiera que la sintiera, pero no podía hablar.
Las ondas de su mente oscilaban como un latido, sacudiendo la psicosfera del vertedero. La polilla podía saborearlas, sabía que se trataba del mismo licor mental que había estado buscando. Los otros jirones que sentía no eran nada a su lado, migajas junto a un festín.
La bestia, temblando de emoción, dio la espalda a Yagharek y a Derkhan y se encaró con Isaac. Se incorporó lentamente sobre cuatro de sus miembros, abrió la boca con un pequeño siseo infantil y desplegó las alas mesméricas.
Durante un instante, Isaac trató de cerrar los ojos. Una pequeña parte de su cerebro, cargada de adrenalina, pensó en varias estrategias de huida.
Pero estaba tan cansado, tan confundido, tan triste y tan dolido, que actuó demasiado tarde. Extenuado, de forma poco clara al principio, vio las alas de la criatura.
La cambiante marea de colores se desplegó como un banco de anémonas y desenredó asombrosa las sombras hipnóticas. A ambos lados del cuerpo de la polilla, las tinturas de medianoche, en perfecto reflejo, se deslizaban como ladronas por los nervios ópticos del científico, bañando toda su mente.
Isaac vio a la bestia acercarse lentamente hacia él a través del claro, vio las alas torcidas, perfectamente simétricas, batir suavemente y bañarlo con su muestra narcótica.
Y entonces su mente se deslizó como un cansado volante mecánico, y no sintió más que una rociada de sueños. Un espumarajo de memorias, impresiones y lamentos efervesció desde su interior.
No era como la mierda onírica. No había núcleo de consciencia que observar y al que aferrarse. Aquellos no eran sueños invasores. Eran los suyos, y no había un él al que ver bullir, su misma esencia estaba en la oleada de imágenes, era el recuerdo y el símbolo. Isaac era la memoria del amor paterno, las profundas fantasías sexuales y los recuerdos, las extrañas invenciones neuróticas, los monstruos, las aventuras, los fallos lógicos de la engrandecida automemoria; la masa mutante de la inframente triunfante sobre el raciocinio y la cognición y el reflejo que se extendía en la terribles y asombrosas descargas interconectadas de subconsciente y sueño
el sueño
se
se detuvo
se detuvo de repente, e Isaac bramó ante el repentino tirón de la realidad.
Parpadeó fervoroso mientras su mente se depositaba al instante en sedimentos y el subconsciente caía allá donde debía estar. Tragó saliva. Su cabeza parecía a punto de implotar y se reorganizaba en el caos de fragmentos esparcidos.
Oyó la voz de Derkhan llegando desde el fin de alguna frase.
—¡…increíble! —gritaba—. ¿Isaac? Isaac, ¿me oyes? ¿Estás bien?
Cerró los ojos un instante antes de abrirlos lentamente. La noche volvió a enfocarse frente a él.
Cayó sobre sus manos y rodillas, y comprendió que el constructo lo había liberado, que no era más que la presa onírica de la polilla lo que lo había mantenido de pie. Alzó la vista y se limpió la sangre de la cara.
Tardó un momento en aprehender la escena ante él.
Derkhan y Yagharek estaban de pie, liberados, en los extremos del claro. El garuda se había quitado la capucha para revelar su gran cabeza de pájaro. Los dos estaban en posiciones de acción congelada, listos para correr o saltar en cualquier dirección. Ambos observaban el centro de aquel ruedo de basura.
Frente a Isaac había varios de los grandes constructos que se encontraran tras él al aterrizar la polilla. Se movían vagamente alrededor de una enorme masa destrozada.
Alzándose por encima del espacio del Consejo vio el enorme brazo de una grúa, rezumando cadenas. Se había alejado del río, por encima de la pequeña muralla defensiva de desperdicios, hasta descansar sobre el centro del claro.
Directamente bajo ella, convertidos en un millón de peligrosos fragmentos, estaban los restos de una enorme caja de madera, un cubo de la altura de un hombre. Entre la ruina destrozada estaba su cargamento, una amalgama de carbón, hierro y piedra, un caótico agregado del más pesado detritus del vertedero del Meandro Griss.
El montículo de densos escombros formaba lentamente un cono invertido que fluía entre los tablones partidos del contenedor.
Debajo, sacudiéndose y arañando deleznable, emitiendo patéticos sonidos, estaba la polilla, una masa de exoesqueleto fracturado y tejido supurante, con las alas rotas y enterradas bajo la avalancha.
—Isaac, ¿lo has visto? —susurró Derkhan.
Él negó con la cabeza, los ojos llenos de asombro. Poco a poco, se puso en pie.
—¿Qué ha pasado? —logró soltar. Su voz le sonaba totalmente alienígena.
—Estuviste inconsciente casi un minuto —dijo Derkhan con urgencia—. Te… te estaba gritando, pero no respondías… y entonces… y entonces los constructos avanzaron. —Lo miraba extrañada—. Caminaban hacia ella, y podía sentirlos… y parecía confusa y… aturdida. Se retiró un poco y extendió las alas aún más, de modo que lanzaba los colores no solo a ti, sino también a los constructos, ¡pero no dejaban de avanzar!
La periodista se acercó a él con torpeza. La sangre manaba del costado de su cabeza, pues la herida de la oreja se había reabierto. Describió un gran círculo alrededor de la polilla aplastada, que balaba débil y suplicante como un cordero. Derkhan la miraba temerosa, pero la criatura no tenía poder alguno sobre ella, inmovilizada y deshecha como estaba. Sus alas estaban ocultas, rotas por los fragmentos.
Llegó junto a Isaac y lo cogió con manos temblorosas de los hombros. Miró nerviosa a la criatura atrapada antes de volver la vista hacia su amigo.
—¡No pudo con ellos! No dejaban de avanzar y ella… se retiraba… y mantenía las alas extendidas de modo que no pudieras escapar, pero tenía miedo, estaba… confusa. Y mientras se retiraba, ¡la grúa se movía! No pudo sentirla, aun con el temblor del suelo. Y entonces los constructos se detuvieron y la polilla esperó… y le cayó el contenedor encima.
Se giró para contemplar la papilla de limo orgánico y deshechos industriales que cubría el suelo. La polilla gemía suplicando piedad.
Tras ella, el avatar del Consejo de los Constructos avanzaba sobre el suelo irregular. Se situó a un metro del monstruo, que sacudió la lengua para intentar enroscarla alrededor de su tobillo. Pero estaba demasiado débil, y el hombre no tuvo que hacer nada por evitar el ataque.
—No puede sentir mi mente. Soy invisible para ella —dijo el títere—. Cuando me oye, nota mi ser físico acercándose, pero mi psique permanece opaca, inmune a su seducción. Sus alas forman patrones complejos, haciéndose cada vez más confusos en una rápida e incansable demostración… y eso es todo. Yo no sueño, der Grimnebulin. Soy una máquina calculadora que ha calculado cómo pensar. No sueño. No hay neurosis, ni profundidades ocultas. Mi consciente es una función progresiva de mi capacidad de proceso, no algo barroco que brota de una mente con cuartos, áticos y sótanos velados. No hay nada en mí que pueda alimentar a las polillas. Siente hambre. Puedo sorprenderla. —Se giró para observar la ruina goteante—. Puedo matarla.
Derkhan miró a Isaac.
—Una máquina pensante… —suspiró. Isaac asintió lentamente.
—¿Por qué me hiciste pasar por aquello? —dijo trémulo, viendo la sangre que aún manaba de su nariz salpicando el suelo.
—Fue un cálculo —dijo simplemente—. Lo computé como el modo más eficaz para convencerte de mi valía, con la ventaja de destruir a una de las polillas al mismo tiempo. Aunque fuera la menos amenazadora.
Isaac sacudió la cabeza con exhausto disgusto.
—Mira… ese es el maldito problema de la lógica excesiva: no da lugar a variables como los dolores de cabeza.
—Isaac —respondió Derkhan con fervor—. ¡Lo tenemos! Podemos usar al Consejo como… como tropa. ¡Podemos acabar con las polillas!
Yagharek se había acercado hasta situarse tras ellos, acuclillado en la periferia de la conversación. Isaac lo miró, concentrado.
—Mierda —dijo muy lentamente—. Mentes sin sueños.
—Las demás no serán tan fáciles —dijo el avatar. Estaba mirando hacia arriba, hacia el cuerpo principal del Consejo de los Constructos. Durante un pequeño instante, sus enormes faros se iluminaron y enviaron poderosas corrientes de luz hacia los cielos, contrayéndose y buscando. Sombras oscuras atravesaron la compleja trampa luminosa, vagas, apenas precisadas.
—Hay dos —dijo el avatar. Han acudido aquí llamadas por el estertor de su hermana.
—¡Hostia! —gritó Isaac alarmado—. ¿Qué vamos a hacer?
—No vendrán —replicó el hombre—. Son más fuertes y rápidas, menos crédulas que su hermana deforme. Pueden percibir que ocurre algo. Solo os saborean a los tres, pero presienten las vibraciones físicas de todos mis cuerpos. Esa disparidad las inquieta. No vendrán.
Poco a poco, Derkhan Isaac y Yagharek se relajaron.
Se miraron entre ellos, luego al enjuto avatar. A su lado, la polilla gañía agónica y moribunda. La ignoraron.
—¿Qué vamos a hacer ahora? —preguntó Derkhan.
Tras unos minutos, las parpadeantes y funestas sombras desaparecieron del cielo. En aquel diminuto y desolado retal de la ciudad, rodeados por el espectro de las fábricas, el peso de las pesadillas pareció aliviarse durante unas horas.
Exhaustos y afligidos como estaban, Isaac y Derkhan, incluso Yagharek, se sintieron animados por el triunfo del Consejo. Isaac se acercó a la polilla moribunda, investigó la cabeza torturada, sus rasgos indistintos, ilógicos. Derkhan quería prenderle fuego, destruirla por completo, pero el avatar no lo permitía. Quería conservar la cabeza del monstruo, estudiarla en las lentas horas del día, aprender sobre el interior de la mente de las polillas.
El ser se aferró tenaz a la vida hasta después de las dos de la mañana, momento en el que expiró con un largo estertor y un reguero de saliva cítrica. Se produjo una estremecedora liberación de miseria alienígena reprimida, una onda que se dispersó rápidamente por el vertedero, mientras los ganglios empáticos de la criatura recibían a la muerte.
Se produjo una sublime quietud.
En un movimiento sociable, el avatar se sentó junto a los dos humanos y el garuda. Comenzaron a hablar, intentando formular planes. Hasta Yagharek participó con callada emoción. Era un cazador. Sabía tender trampas.
—No podemos hacer nada hasta que no sepamos dónde están esos bichos —dijo Isaac—. O las buscamos o nos toca sentarnos y hacer de cebo, esperando que esas hijas de puta vengan a por nosotros, entre los millones de almas de la ciudad.
Derkhan y Yagharek asintieron.
—Sé dónde están —respondió el avatar.
Los otros lo miraron atónitos.
—Sé dónde se ocultan. Sé dónde está su nido.
—¿Cómo? —preguntó Isaac—. ¿Dónde? —cogió el brazo del avatar por la emoción, antes de retirarlo asustado. Se había inclinado sobre el rostro del ser, y algo en el espanto de aquella faz lo sacudió. Podía ver el borde del cráneo serrado dentro de la piel macilenta, blanquecina, moteada de residuo sanguinolento. Podía ver el cable atroz hundirse en el intrincado pliegue al fondo del hueco de donde se había arrancado el cerebro.
La piel del avatar era seca, rígida y fría, como la carne colgada.
Aquellos ojos, con su constante expresión concentrada, con su angustia velada, lo saludaron.
—Todos cuantos me forman han rastreado los ataques. He cruzado las referencias y los datos de los lugares. He hallado correlaciones y las he sistematizado. He incluido las pruebas de las cámaras y las máquinas de computación cuya información robo, las formas inexplicables en el cielo nocturno, las sombras que no se corresponden con raza alguna de la ciudad. Hay patrones complejos. Los he formalizado. He descartado opciones y he aplicado programas matemáticos de alto nivel para las restantes posibilidades. Con variables desconocidas, la certeza absoluta es imposible. Pero, según los datos disponibles, existe una probabilidad del setenta y ocho por ciento de que aniden donde yo digo. Las polillas viven en el Invernadero, sobre los cactos, en Piel del Río.
—Mierda —susurró Isaac después de un silencio—. ¿No eran animales? ¿De dónde sacan tanta astucia? Es inspirado. Es el mejor sitio que se me ocurre a mí.
—¿Por qué? —preguntó inesperadamente Yagharek.
Isaac y Derkhan lo miraron.
—Los cactos de Nueva Crobuzon no son como la variedad del Cymek, Yag —dijo Isaac—. O quizá sí lo sean, y puede que ese sea el problema. Sin duda, has tratado con ellos en Shankell. Ya sabes cómo son. Nuestros cactos son una rama de esos mismos del desierto que llegaron del sur. No sé nada sobre los demás, los de las montañas, en las estepas del este. Pero conozco a los sureños, y su estilo de vida nunca llegó a adaptarse bien. —Hizo una pausa para suspirar y rascarse la cabeza. Tenía que concentrarse, superar los resplandecientes recuerdos de Lin acechando justo detrás de sus ojos. Tragó saliva y continuó—. Toda esa chorrada del tipo duro que rige las noches de Shankell comienza a parecer sospechosa aquí. Por eso construyeron el Invernadero, si quieres mi opinión: quieren un poco del Cymek en Nueva Crobuzon. Cuando lo construyeron recibieron dispensas legislativas; solo los dioses saben a qué tratos tuvieron que llegar para lograrlo. Técnicamente, se trata de un país independiente. No se admite a nadie sin permiso, incluyendo a la milicia. Allí tienen leyes propias, todo propio. Por supuesto, eso es una broma. Puedes apostar el culo a que el Invernadero no sería una mierda sin Nueva Crobuzon. Masas de cactos salen de allí todos lo días, van a trabajar a pesar de ser unos capullos malhumorados, y se llevan los shekel de vuelta a Piel del Río. Nueva Crobuzon posee el Invernadero. Y no me creo ni por un instante que la milicia no vaya a entrar allí cuando le dé la gana. Pero el Parlamento y los gobernadores de la ciudad aceptan esta charada. No puedes entrar por las buenas en el Invernadero, Yag, y si lo lograras… que me aspen si sé lo que encontrarías allí. Es decir, ya has oído los rumores. Hay quien ha estado dentro, por supuesto. Y circulan historias sobre lo que la milicia ha visto a través de la cúpula desde las naves aéreas. Pero la mayoría de nosotros, yo incluido, no tiene ni idea sobre lo que pasa por ahí, o sobre cómo entrar.
—Pero podemos conseguirlo —dijo Derkhan—. Puede que Pigeon vuelva oliendo tu oro, ¿eh? Y si lo hace, apuesto a que podría meternos. No me creo que no haya criminales en el Invernadero. —Tenía un aspecto feroz. Sus ojos mostraban determinación—. Consejo —dijo, volviéndose hacia el hombre desnudo—. ¿Tienes a alguien… a alguien de ti en el Invernadero?
El avatar negó con la cabeza.
—El pueblo cacto no usa muchos constructos. Ninguno de mí ha estado dentro. Por eso no puedo predecir con exactitud dónde están las polillas. Salvo que duermen dentro de la cúpula.
Mientras el avatar hablaba, Isaac fue alcanzado por una repentina revelación.
Estaba rumiando los problemas, pensando en modos de entrar en el Invernadero, cuando comprendió asombrado que había un modo muy sencillo. Recordó el exasperado consejo de Lemuel: «Déjaselo a los profesionales».
Había ignorado la idea con irritación, pero ahora se daba cuenta de que podía hacer exactamente eso. Había mil modos de advertir a la milicia de forma indirecta: el Estado facilitaba el trabajo de los informadores. Ahora sabía dónde se encontraban las polillas; podía contárselo al gobierno, con todo su poder, sus cazadores y científicos, sus inmensos recursos. Podía decirles dónde anidaban aquellos monstruos y escapar. La milicia los cazaría por él y recuperarían a aquellas aberraciones. La polilla que lo perseguía estaba muerta: no tenía especiales motivos para tener miedo.
No dejaba de rondarle por la cabeza.
Pero nunca fue, ni siquiera por una fracción de segundo, una tentación.
Recordó el interrogatorio de Vermishank. El hombre había intentado no mostrar su miedo, pero era evidente que no confiaba en la capacidad de la milicia para capturar a las polillas. Y ahora, en el Consejo de los Constructos, Isaac se enfrentaba por primera vez a la fuerza que había demostrado poder terminar con aquellos predadores impensables. Era un poder que no trabajaba para el Estado, sino que les ofrecía sus servicios a él y a sus compañeros… o los emplearía por su cuenta.
No estaba seguro de cuáles eran las motivaciones del Consejo, sus razones para permanecer en la sombra, pero le bastaba saber que aquella arma no debía estar en manos de la milicia. Y era la mejor oportunidad para la ciudad. No podía negarlo.
Eso era una cosa.
Pero había algo mucho más poderoso, algo enraizado en sus tripas, algo mucho más básico. El odio. Miraba a Derkhan y recordaba por qué era su amigo. Su expresión se torció.
No confiaría en Rudgutter, pensó fríamente, aunque ese asesino hijo de puta jurara por el alma de sus hijos.
Si el estado encontraba a las polillas, pensó, haría todo cuanto estuviera en su mano para volverlas a capturar, porque su valor era enorme. Podrían barrerlas de los cielos nocturnos, podrían contener el peligro, pero una vez más serían encerradas en un laboratorio, vendidas al mejor postor en una espantosa subasta, regresando a sus propósitos comerciales.
De nuevo serían exprimidas. Y alimentadas.
Por mal preparado que estuviera para buscar a aquellos seres y destruirlos, sabía que tenía que intentarlo. No podía coquetear con las alternativas.
Hablaron hasta que la oscuridad comenzó a arrastrarse desde el firmamento oriental. Se hicieron sugerencias tentadoras, todas condicionadas. Pero aun lastrados por cientos de posibilidades abiertas, aquellos esbozos crecían y cobraban forma. Poco a poco comenzaba a sugerirse una secuencia de acciones. Con creciente asombro, Isaac y Derkhan comprendieron que tenían una especie de plan.
Mientras hablaban, el Consejo envió a sus partes móviles a las profundidades del vertedero. Allí revolvieron invisibles entre las montañas de basura para reaparecer portando cables doblados, sartenes rotas y coladores, incluso uno o dos cascos rotos y grandes pilas de fragmentos de espejo.
—¿Podéis encontrar un soldador, o un metalotaumaturgo? —preguntó el avatar—. Debéis construir cascos defensivos —describió los espejos que debían montar frente a las líneas de visión.
—Sí —dijo Isaac—. Volveremos mañana por la noche para confeccionarlos. Y entonces tendremos un día para… para prepararnos, antes de entrar.
Mientras la noche seguía floreciendo, los diversos constructos comenzaron a alejarse. Regresaban a las casas de sus amos lo bastante pronto como para que sus escapadas nocturnas pasaran desapercibidas.
La luz del día llegó, y con ella el sonido gutural de los trenes. Comenzó el estridente y sucio diálogo matutino de las familias de las barcazas, que se gritaban de una balsa a otra junto a la basura. El primer turno de los trabajadores se dirigía hacia sus fábricas para humillarse ante las vastas cadenas, las máquinas de vapor y los roncos martillos de aquellas catedrales profanas.
Solo quedaban cinco figuras en el claro: Isaac y sus compañeros, la espantosa aparición que hablaba por el Consejo de los Constructos y el enorme autómata en sí, moviendo despacioso sus miembros segmentados.
Isaac, Derkhan y Yagharek se levantaron para marchar. Estaban agotados y con distintos grados de dolor, desde las rodillas y las manos despellejadas por el suelo picudo, hasta la cabeza palpitante de Isaac. Estaban cubiertos de mugre y grima, de un polvo denso como el humo. Parecía que hubieran sido abrasados.
Guardaron los espejos y el material para los cascos en un lugar que pudieran recordar del vertedero. Isaac y Derkhan miraron confusos el paisaje a su alrededor, totalmente distinto a la luz del día; el ambiente amenazador se tornó patético, y las formas siniestras se revelaron como cochecitos de niño y colchones rotos. Yagharek levantaba bien los pies envueltos, trastabillando un tanto, deshaciendo sin titubeos el camino por el que habían venido.
Isaac y Derkhan se le unieron. Estaban totalmente exhaustos. El rostro de la mujer estaba demudado, y sentía un terrible dolor en la oreja amputada. Cuando estaban a punto de desaparecer tras la muralla cambiante de basura, el avatar los llamó.
Isaac oyó las palabras del ser y frunció el ceño; se alejó de la presencia del Consejo con sus compañeros, recorriendo los canales de desechos industriales y saliendo poco a poco a las zonas iluminadas del Meandro Griss. La advertencia del autómata permaneció con él y la rumió cuidadosamente, una y otra vez.
—No puedes proteger todo cuanto portas, der Grimnebulin. En el futuro, no dejes tus cosas más preciadas junto a las vías del tren. Tráeme tu motor de crisis —le había dicho—… por seguridad.