Para su horror, Lin se retrasaba.
No ayudaba que no fuera una entusiasta del Barrio Óseo. La arquitectura bastarda de aquel estrafalario distrito le confundía: un sincretismo del industrialismo y la chillona ostentación doméstica de los acomodados, el hormigón pelado de los muelles olvidados y la piel estirada de las tiendas precarias. Las distintas formas se superponían aleatorias en aquella zona baja, llena de matorral urbano y tierra yerma, en la que crecían la maleza y las plantas más duras que se arrastraban por las llanuras de hormigón y asfalto.
A Lin le habían dado el nombre de una calle, pero los carteles a su alrededor yacían rotos en sus peanas, o se caían hasta el punto en que señalaban direcciones imposibles, o quedaban ocultos por el óxido, o se contradecían los unos a los otros. Dejó de concentrarse en ellos y consultó el mapa abocetado.
Podía orientarse con las Costillas. Miró arriba y las encontró sobre ella, alzándose vastas hacia el cielo. Solo un lado de la jaula era visible, las curvas blanqueadas y ampolladas erectas como una ola ósea a punto de romper sobre los edificios al este. Lin se acercó a ellos.
Las calles se abrieron a su alrededor y se encontró frente a otro espacio de aspecto abandonado, aunque muchísimo más grande que los demás. No parecía una plaza, sino un inmenso agujero inacabado en la ciudad. Los edificios contiguos no mostraban sus fachadas principales, sino las medianeras, como si las prometidas barriadas de frontispicios elegantes nunca hubieran llegado. Las calles del Barrio Óseo tanteaban nerviosas aquel solar, con pequeños dedos exploradores de ladrillo que rápidamente se retiraban.
La hierba sucia estaba moteada aquí y allá por puestos destartalados, mesas plegables situadas al azar para vender pasteles baratos, o cuadros viejos, o los restos del ático de alguien. Los malabaristas callejeros lanzaban objetos al aire en muestras deslustradas. Había algunos tenderos inapetentes, y gente de todas las razas se sentaba en las piedras desperdigadas para leer, comer, limpiarse la mugre o contemplar los huesos sobre ellos.
Las Costillas se alzaban desde la tierra en los límites del espacio vacío.
Titánicos fragmentos de marfil amarilleado, más gruesos que el más viejo de los árboles, explotaban desde el suelo y se alejaban los unos de los otros, trazando un reviro ascendente hasta que, a más de treinta metros sobre el suelo, ya por encima de las cubiertas de las casas cercanas, se curvaban abruptos para volver a encontrarse. Entonces volvían a ascender hasta que sus puntas casi se tocaban, como vastos dedos retorcidos, como una jaula marfileña de tamaño divino.
Había planes para llenar aquella plaza, para construir oficinas y viviendas en la vieja cavidad pectoral, pero nunca se habían concretado.
Las máquinas empleadas en el lugar se rompían con facilidad y se perdían. El cemento no fraguaba. Algo impío en aquellos huesos exhumados liberaba a la gravera de cualquier molestia permanente.
A más de quince metros bajo los pies de Lin, los arqueólogos habían encontrado vértebras del tamaño de casas, una columna que fue silenciosamente enterrada de nuevo después del enésimo accidente en el lugar. No se hallaron ni miembros, ni caderas ni cráneos gargantuescos. Nadie podía decir qué suerte de criatura había caído allí y perecido hacía milenios. Los mugrientos artistas que trabajaban sobre las Costillas se especializaban en diversas interpretaciones horripilantes del Gigantes Crobuzon: bípedo y cuadrúpedo, humanoide, con colmillos, con cuernos, alado, pugnaz o pornográfico.
El mapa de Lin la dirigía hacia una callejuela anónima en el lado sur de las Costillas. Se abrió paso hasta una calle silenciosa donde encontró los edificios negros que le habían indicado; era una hilera de casas oscuras y desiertas, todas salvo una con umbrales tapiados y ventanas selladas y pintadas con alquitrán.
No había viandantes, ni taxis, ni tráfico. Lin estaba sola.
Sobre la única puerta restante en la colonia se había pintado con tiza lo que parecía un tablero de juego, un cuadrado dividido en otros nueve. No había cruces y círculos, no obstante, ni otras marcas.
Aguardó en la calle y jugueteó con su falda y su blusa hasta que, exasperada con ella misma, se acercó a la puerta y llamó con golpes rápidos.
Ya es bastante malo que llegue tarde, pensó, como para seguir fastidiándolo.
Sobre ella oyó bisagras y palancas deslizándose, y detectó un leve reflejo de luz: se estaba desplegando algún sistema de lentes y espejos para poder juzgar si el visitante era digno de atención.
La puerta se abrió.
Frente a Lin estaba una enorme rehecha. Su rostro seguía siendo el de la mujer lúgubre y bonita de siempre, con piel oscura y el cabello largo y trenzado, pero se encontraba sobre un esqueleto de hierro negro y peltre, de más de dos metros. Se alzaba sobre un trípode de rígido metal telescópico. Su cuerpo había sido adaptado al trabajo pesado, con pistones y poleas que le daban lo que parecía una fuerza imbatible. Su brazo derecho se extendía hacia la cabeza de Lin, y en el centro de la mano de bronce se alojaba un peligroso arpón.
Lin retrocedió, aterrada y atónita.
Una voz fuerte surgió detrás de aquel ser de aspecto triste.
—¿Señorita Lin? ¿La artista? Llega tarde. El señor Motley lo está esperando. Por favor, sígame.
La rehecha dio un paso hacia atrás, equilibrándose sobre su pierna central y girando las otras, dejando así espacio a Lin para rodearla. El arpón no vaciló.
¿Hasta dónde eres capaz de llegar?, pensó Lin, entrando en las tinieblas.
Al otro extremo del pasillo, totalmente negro, había un varón cacto. Lin podía saborear su savia en el aire, aunque muy débil. Medía dos metros diez, con miembros gruesos y pesados. La cabeza rompía la curva de los hombros como un peñasco, y la silueta quedaba marcada por nudos de duras excrecencias. La piel verdosa era una masa de cicatrices, espinas de ocho centímetros y diminutas florecillas rojas.
Le hizo un gesto con dedos retorcidos.
—El señor Motley puede permitirse el ser paciente —dijo mientras se giraba y subía por unas escaleras—, pero nunca le ha hecho gracia esperar.
Miró hacia atrás y enarcó una significativa ceja a Lin.
Vete a la mierda, lacayo, pensó esta con impaciencia. Llévame ante el pez gordo.
El hombre pisoteaba los escalones con pies informes que parecían pequeños tocones.
A su espalda, podía oír las descargas explosivas de vapor y el ruido sordo de la rehecha subiendo las escaleras. Lin siguió al cacto por un túnel ciego y retorcido.
Este sitio es enorme, pensó mientras avanzaban sin parar. Comprendió que el lugar consistía en toda la hilera de casas, sus medianeras destruidas y reconstruidas a medida, renovadas para crear un vasto y enrevesado espacio. Pasaron por una puerta de la que de repente emergió un sonido enervante, como la angustia apagada de las máquinas. Las antenas de Lin vibraban. Al dejar atrás aquel estertor, pudo oír una andanada de golpes, como una rociada de virotes de ballesta disparados contra una madera blanda.
Por el nido, pensó Lin quejumbrosa. Gazid, ¿en qué coño te he dejado meterme?
Había sido Lucky Gazid, el empresario fallido, el que había comenzado el proceso que llevara a Lin a aquel lugar terrorífico.
Había tirado una serie de heliotipos de la obra más reciente de ella, y los había mostrado por la ciudad. Era un proceso regular con el que trataba de establecer una reputación entre los artistas y mecenas de Nueva Crobuzon. Gazid era una figura patética que no dejaba de recordar a quienes le escuchaban la triunfal exposición que había preparado, hacía treinta años, para una escultora etérea ya muerta. Lin y la mayoría de sus amigos lo veían con lástima y desprecio. Que ella supiera, todos le dejaban tirar sus heliotipos y le daban alguna moneda, incluso un noble, «como adelanto de su comisión». Después desaparecía durante algunas semanas, para aparecer con vómito en los pantalones o sangre en los zapatos, zumbado por alguna droga nueva, empezando el proceso una vez más.
Salvo aquella vez.
Gazid le había encontrado un comprador.
Cuando se sentó junto a ella en el Reloj y el Gallito, había protestado. Aún no le tocaba el turno de aguantarlo, le escribió en la libreta, pues le había «adelantado» toda una guinea hacía una semana; pero Gazid la interrumpió, insistiendo en que se fuera con él. Mientras los amigos de Lin, la élite artística de los Campos Salacus, se reían y le animaban a obedecer, Gazid le entregó una tarjeta blanca impresa con un sencillo símbolo: un tablero de ajedrez de tres por tres. En ella había escrita una breve nota:
Señorita Lin: mi jefe quedó más que impresionado con las muestras de su obra que nos enseñó su agente. Se pregunta si estaría interesada en reunirse con él para discutir un posible encargo. Esperamos sus noticias.
La firma era ilegible.
Gazid era una miasma y un adicto a casi todas las sustancias, y hacía todo lo posible por asegurarse dinero para drogas; pero aquello no tenía el aspecto de un timo. No parecía haber doblez: había alguien rico en Nueva Crobuzon dispuesto a pagar por su obra, y a darle a él una comisión.
Lo había arrastrado fuera del bar, entre gemidos y quejas consternadas, exigiéndole que le dijera qué sucedía. Al principio, Gazid se mostró circunspecto y pareció estar pensando en qué mentiras escupirle. No tardó en darse cuenta de que tenía que decirle la verdad.
—Hay un tipo al que compro de vez en cuando —comenzó, inseguro—. Bueno, pues tenía las muestras de tus estatuas por ahí… vamos, en la estantería, cuando llegó, y le encantaron, y quería quedarse con un par, y… bueno, y le dije, «vale». Y entonces, un poco después, me dijo que se las enseñó al tipo que le vende a él las cosas que a veces yo le compro, que se las enseñó a su jefe, y este se las pasó al jefazo, al que le va mucho el arte, y que el año pasado compró algo de Alexandrine, y le gustaron, y quiere que le hagas una escultura.
Lin tradujo aquel lenguaje evasivo.
«¿El jefe de tu camello quiere que trabaje para él?», escribió.
—No, coño, Lin, no es así… es decir, bueno… —Gazid hizo una pausa—. Bueno, sí —acabó patético—. Solo que… que quiere reunirse contigo. Si te interesa, tienes que verlo.
Lin sopesó la oferta.
Sin duda, se trataba de una idea emocionante. A juzgar por la tarjeta no se trataba de un estafador de poca monta, sino de un pez gordo. Lin no era idiota, y sabía que aquello podía ser peligroso. No podía evitar sentirse entusiasmada, pues sería todo un acontecimiento en su carrera artística. Podría dejar caer comentarios al respecto. Podría tener un mecenas criminal. Era lo bastante inteligente como para comprender que su emoción era infantil, pero no tan madura como para que le preocupara.
Y, mientras decidía que le daba igual Gazid mencionó las cifras de las que había hablado el misterioso comprador. Sus antenas se doblaron en señal de asombro.
«Tengo que hablar con Alexandrine», escribió mientras entraba de nuevo.
Alex no sabía nada. No dejaba de presumir de que le había vendido unos lienzos a un jefe del crimen por un buen precio, pero solo se había reunido con un intermediario menor, que le había ofrecido enormes cantidades por dos pinturas que entonces aún no había terminado. Aceptó, las entregó y no volvió a saber nada.
Aquello era todo. Ni siquiera conocía el nombre de su comprador.
Lin decidió que ella tendría más suerte.
Había enviado un mensaje por medio de Gazid hacia donde quisiera que terminara aquel conducto, en el que decía que sí, que estaba interesada y que aceptaba la reunión, pero que necesitaba un nombre que escribir en su diario.
El mundo subterráneo de Nueva Crobuzon digirió su mensaje, le hizo esperar una semana y escupió entonces una respuesta en forma de otra nota impresa, deslizada bajo su puerta mientras dormía, donde le daba una dirección en el Barrio Óseo, una fecha y un nombre: «Motley».
Frenéticos chasquidos y ruidos se deslizaron hasta el pasillo. El escolta cacto de Lin abrió una puerta oscura rodeada de otras muchas, y se hizo a un lado.
Los ojos de Lin se acostumbraron a la luz. Se encontraba en una sala de mecanografía. Era una estancia grande de techo alto, pintada de negro como todo aquel lugar cavernícola, bien iluminada con lámparas de gas y cubierta por quizá cuarenta escritorios; sobre cada uno había una aparatosa máquina de escribir, y frente a cada una un oficinista copiando resmas de notas. Casi todos eran mujeres humanas, aunque captó el olor de hombres y cactos, incluso de un par de khepri y una vodyanoi que trabajaba con una máquina de teclas adaptadas a sus enormes manos.
Alrededor de la sala había estacionados varios rehechos, casi todos de nuevo humanos, aunque también había presentes rarezas xenianas. Algunos eran rehechos orgánicos, con garras, cornamenta y retales de músculo injertado, pero en su mayoría se trataba de mecánicos; el calor de sus calderas hacía que la sala se empequeñeciera.
Al final de la estancia había un despacho cerrado.
—La señorita Lin, al fin —tronó un altavoz sobre la puerta en cuanto entraron. Ninguno de los trabajadores levantó la cabeza—. Por favor, venga al despacho al otro lado de la sala.
Lin se abrió paso entre los escritorios. Se fijó en los papeles que estaban siendo copiados, algo de por sí difícil, empeorado por la extraña luz de aquel cuarto de paredes negras. Todos eran mecanógrafos expertos, leyendo las notas y transfiriéndolas sin mirar ni el teclado ni el resultado de su trabajo.
«Respecto a nuestra conversación en el 30 de este mes, rezaba una nota, le ruego considere su franquicia bajo nuestra jurisdicción, a falta de arreglar los términos del acuerdo». Lin prosiguió.
«Mañana vas a morir, cabrona, gusana de mierda. Vas a envidiar a los rehechos, puta cobarde. Vas a gritar hasta que te sangre la garganta», se leía en otra.
Oh, pensó Lin. Oh… ¡socorro!
La puerta del despacho se abrió.
—¡Entre, señorita Lin, entre! —tronaba la voz desde la trompeta.
Lin no titubeó.
Los armarios y estanterías cubrían la mayor parte de la pequeña oficina. Había un pequeño y tradicional cuadro al óleo de la Bahía de Hierro en una pared. Detrás del voluminoso escritorio de madera se desplegaba una pantalla ilustrada con siluetas de peces, una versión en grande de los biombos tras los que se cambiaban los modelos de los artistas. En el centro de la pantalla uno de los peces estaba silueteado en espejo, lo que permitía a Lin mirarse en él.
Se quedó de pie, insegura, frente a la mampara.
—Siéntese, siéntese —dijo una voz queda detrás de la pantalla. Lin retiró una silla frente al escritorio—. Puedo verla, señorita Lin. La carpa espejada es una ventana a mi lado. Considero educado que la gente lo sepa.
Parecía esperar una respuesta, de modo que Lin asintió.
—Sabe que llega tarde, ¿no?
¡Maldición! ¡Mira que llegar tarde precisamente a aquella cita!, pensó frenética. Comenzó a escribir una disculpa en su libreta, pero la voz la interrumpió.
—Conozco las señales, señorita Lin.
Lin dejó su libreta y se disculpó profusamente con las manos.
—No se preocupe —replicó su anfitrión con falsedad—. A veces pasa. El Barrio Óseo es implacable con los turistas. La próxima vez sabrá que tiene que salir antes, ¿no es así?
Lin asintió, diciendo que sin duda así lo haría.
—Me gusta mucho su trabajo, señorita Lin. Tengo todos los heliotipos que llegaron hasta Lucky Gazid. Ese hombre es un triste imbécil, un patético deshecho. La adicción es lamentable en casi todas sus formas, pero, por extraño que parezca, tiene cierto olfato para el arte. También trabajaba con esa mujer, Alexandrine Nevgets, ¿no? Pedestre, al contrario que su propia obra, pero agradable. Siempre estoy preparado para soportar a Lucky Gazid. Será una pena cuando muera. Sin duda se tratará de un asunto sórdido, como un cuchillo herrumbroso destripándolo lentamente por unas meras monedas; o una enfermedad venérea relacionada con las viles emisiones y el sudor de una puta adolescente; o quizá le rompan los huesos para procesarlos: después de todo, la milicia paga bien, y los drogadictos no tienen mucho donde elegir a la hora de conseguir dinero.
La voz que flotaba desde el otro lado era melodiosa, y sus palabras resultaban hipnóticas: todo lo convertía en un poema. Sus frases acariciaban, aunque sus palabras eran brutales. Lin estaba asustada. No se le ocurría nada que decir. Sus manos estaban quietas.
—Así, tras decidir que me gusta su obra, quiero hablar con usted para descubrir si es la correcta para realizar un encargo. Su trabajo es inusual para ser una khepri. ¿Está de acuerdo?
Sí.
—Hábleme de sus estatuas señorita Lin, y no se preocupe por sonar afectada, si es que pretendía evitarlo. No tengo problemas con las discusiones serias sobre arte, y no olvide que yo comencé esta conversación. Las palabras clave a recordar cuando piense en cómo responder a mi pregunta son «temas», «técnica» y «estética».
Lin titubeó, pero el miedo le hizo lanzarse. Quería tener contento a aquel hombre, y si eso significaba hablar sobre su obra, eso sería lo que haría.
Trabajo sola, señaló, lo que es parte de mi… rebelión. Dejé Ensenada y después Kinken, abandoné mi colmena y mi enjambre. La gente era patética, de modo que el arte comunitario se tornó heroico hasta la estupidez. Como la Plaza de las Estatuas. Yo quería escupir algo… sucio. Trataba de hacer algo menos perfectas las grandiosas figuras que creábamos entre todas. Molesté a mis hermanas, de modo que me encerré en mi propio trabajo. Trabajo sucio. Suciedad de Ensenada.
—Eso es exactamente lo que esperaba. Es incluso, perdóneme, previsible. No obstante, no detrae del poder de la propia obra. Las khepri escupen una sustancia maravillosa. Su lustre es único, y su fuerza y ligereza la convierten en conveniente, una palabra que, ya lo sé, no suele relacionarse con el arte; pero soy un pragmático. En cualquier caso, emplear una sustancia tan maravillosa en satisfacer los monótonos deseos de khepris deprimidas es una terrible pérdida. Me alivia ver a alguien utilizando ese producto con fines más interesantes e inquietantes. La angulosidad que usted logra es extraordinaria, por cierto.
Gracias. Poseo una potente técnica glandular. Lin disfrutaba de la licencia para presumir. Al principio pertenecía a la escuela externa, que prohíbe trabajar la pieza después de escupirla. Proporciona un excelente control aunque haya… renegado. Ahora moldeo mientras el esputo está blando, lo trabajo más. Proporciona libertad. Puedo hacer volados y cosas así.
—¿Emplea variedad cromática? —Lin asintió—. En los heliotipos solo vi el sepia. Está bien saberlo. Eso nos habla de técnica y estética. Me interesaría mucho oírla hablar de sus ideas sobre los temas, señorita Lin.
La khepri quedó desconcertada. En aquel momento no era capaz de pensar en cuáles eran los temas de su obra.
—Déjeme situarla en una posición más sencilla. Me gustaría hablarle de los temas en los que estoy interesado. Entonces podremos ver si es la persona adecuada para encargarle el trabajo que tengo en mente.
La voz esperó a que Lin diera su conformidad.
—Por favor, señorita Lin, eleve la cabeza.
Sorprendida, obedeció. El movimiento le hizo ponerse nerviosa, pues exponía el blando vientre de su cuerpo de escarabajo, invitando a un ataque. Mantuvo la cabeza quieta mientras los ojos tras el pez espejo la observaban.
—Tiene los mismos tendones en el cuello que una mujer humana. Comparte la depresión en la base de la garganta que tanto aman los poetas. Su piel tiene una sombra rojiza que la señalaría como inusual, eso es cierto, pero podría seguir pasando por humana. Sigo ese hermoso cuello humano hacia arriba… No dudo que usted no aceptaría la descripción «humano», pero sea indulgente unos instantes. Sigo ese cuello y ahí está… hay un momento… hay una estrecha zona en la que la suave piel humana se funde con la pálida crema segmentada bajo su cabeza. —Por primera vez desde que Lin entrara en el despacho, su interlocutor pareció estar buscando sus palabras—. ¿Ha creado alguna vez la estatua de un cacto? —Lin negó con la cabeza—. En cualquier caso, ¿los ha visto de cerca? Mi socio, el que la condujo hasta aquí, por ejemplo. ¿Reparó usted en sus pies, en sus dedos, en su cuello? Hay un momento en el que la piel, la piel de la criatura inteligente, se convierte en planta sin mente. Corte la base redondeada del pie de un cacto, que no sentirá nada. Pínchele en el muslo, donde es un poco más blando, y chillará. Pero ahí, en esa zona… es algo totalmente diferente: los nervios están entrelazados, aprendiendo a ser planta suculenta, y el dolor es lejano, sordo, difuso, más molesto que agónico. Puede pensar en otros. En el torso de las jaibas o de los diminutos, en la repentina transición del miembro de un rehecho, en muchas otras razas y especies de esta ciudad, e incontables más en el mundo, que viven con una fisonomía mestiza. Usted quizá diga que no reconoce transición alguna, que las khepri son completas en sí mismas, que ver en usted rasgos «humanos» es una idea antropocentrista. Pero, dejando de lado la ironía de la acusación, una ironía que usted no es capaz siquiera de apreciar, sin duda reconocerá la transición en otras razas que la suya. Y, quizá, en el humano. ¿Y qué hay de la propia ciudad? Colgada allá donde dos ríos pugnan por tornarse mar, donde las montañas devienen llanuras, donde los árboles se coagulan en el sur para que la cantidad se convierta en calidad y forme un bosque. La arquitectura de Nueva Crobuzon se mueve desde lo industrial a lo residencial, a lo opulento, al suburbio, a los bajos fondos, a lo aéreo, a lo moderno, a lo antiguo, a lo colorista, a lo monótono, a lo fecundo, a lo yermo… Ya me entiende. No es necesario seguir. Esto es lo que compone el mundo, señorita Lin. Creo que se trata de una dinámica fundamental. Transición. El punto en el que una cosa se torna otra. Es eso lo que la convierte a usted, a la ciudad, al mundo, en lo que son. Y es ese el tema en el que estoy interesado. La zona en la que lo dispar entra a formar parte del todo. La zona híbrida. ¿Cree que este tema podría interesarle? Si es así… le pediré que trabaje para mí. Por favor, piense antes de responder lo que esto significa. Le voy a pedir que trabaje desde el original, que produzca un modelo, a tamaño real, de mí. Muy poca gente ve mi rostro, señorita Lin. Un hombre en mi posición debe ser cuidadoso. Estoy seguro de que lo comprende. Si acepta el encargo la haré rica, pero también poseeré parte de su mente. La parte que atañe a mi persona. Esa será mía, y no le daré permiso para compartirla con nadie. Si lo hace, sufrirá muchísimo antes de morir. Entonces… —Se produjo un crujido. Lin comprendió que el hombre se había recostado sobre la silla—. Entonces, señorita Lin, ¿le interesa la zona híbrida? ¿Le interesa este trabajo?
No puedo… no puedo rechazarlo, pensó Lin desesperada. No puedo. Por el dinero… por el arte… Que los dioses me ayuden. No puedo rechazarlo. Oh… por favor, por favor, que no tenga que lamentarlo.
Esperó un instante antes de aceptar las condiciones.
—Oh, estoy tan satisfecho… —suspiró él. El corazón de Lin latía desbocado—. Estoy realmente encantado. Bien…
Desde detrás de la pantalla llegó un leve frufrú. Lin se quedó muy quieta en la silla. Las patas de su cabeza se movieron trémulas.
—Las persianas del despacho están bajadas, ¿no? —preguntó el señor Motley—. Porque creo que debería ver con lo que va a trabajar. Su mente es mía, Lin. Ahora trabaja para mí.
El señor Motley se incorporó y empujó la pantalla hasta derribarla.
Lin dio un respingo, con las antenas vibrando por el asombro y el horror. Lo contempló.
Pedazos de piel, pelaje y plumas se agitaron al moverse el ser; miembros diminutos se encogían mientras los ojos giraban desde nichos oscuros; las cornamentas y protuberancias óseas asomaban precarias; los receptores sensoriales vibraban y las bocas rezumaban; retales de pieles multicolores colisionaban; un casco equino se arrastraba suavemente sobre el suelo de madera; mareas de carne rompían las unas contra las otras en violentas oleadas; músculos animados por tendones y huesos alienígenos colaboraban en una tregua inestable, con movimientos lentos y tensos; las escamas resplandecían y las aletas se estremecían; las alas batían rotas, y unas garras de insecto se abrían y cerraban.
Lin retrocedió, trastabillando, tratando aterrada de alejarse de aquel lento avance. Su cabeza quitinosa se agitaba neurótica. Estaba bloqueada.
El señor Motley se acercó a ella como un cazador.
—Y bien —dijo desde una de sus sonrientes bocas humanas—. ¿Cuál cree que es mi lado bueno?