38

El viaje desde la cabaña junto a las vías hasta los vertederos del Meandro Griss fue corto, furtivo. Isaac, Derkhan, Lemuel y Yagharek vagaban al parecer al azar a través de un mapa paralelo de la ciudad, abriéndose paso por callejuelas recónditas. Se encogieron inquietos al sentir las asfixiantes pesadillas descender sobre la ciudad.

A las diez menos cuarto estaban en el exterior del vertedero número dos.

Los basureros del Meandro Griss se encontraban salpicados de restos de fábricas desiertas. Aquí y allá había alguna todavía en funcionamiento, a la mitad o a un cuarto de su capacidad, escupiendo humos nocivos de día y sucumbiendo lentamente a la podredumbre ambiental por la noche. Las factorías quedaban asediadas por los montones de basura.

El vertedero dos estaba rodeado por un alambre de espinos poco convincente, raído por el óxido, roto y desgarrado. Se encontraba en el mismo meandro, rodeado en tres de sus lados por el sinuoso Alquitrán. Tenía el tamaño de un pequeño parque, aunque infinitamente más salvaje. No era un paisaje urbano creado por el designio o el azar, sino una aglutinación de restos abandonados que se habían desmoronado y asentado hasta crear caprichosas formaciones de óxido, basura, metal, escombro y ropa raída, fragmentos de espejo y porcelana, arcos de ruedas partidas, la energía residual de motores y máquinas medio rotas.

Los cuatro renegados atravesaron la valla con facilidad. Precavidos, recorrieron las sendas talladas por los basureros. Los carros habían horadado caminos en la delgada capa que formaba el firme del vertedero. Las raíces proporcionaban su tenacidad, extendiéndose en busca de cualquier nutriente, por vil que fuera.

Como exploradores en tierras antiguas, se abrían paso empequeñecidos por las enormes esculturas de hez y entropía que los rodeaban como las paredes de un cañón.

Las ratas y otras sabandijas emitían pequeños sonidos.

Isaac y los demás avanzaban lentamente en la noche tórrida, en el aire hediondo de despojos industriales.

—¿Qué estamos buscando? —preguntó Derkhan.

—No lo sé —respondió Isaac—. Ese condenado constructo dijo que encontraríamos el camino. Enigmas de mierda.

Alguna gaviota perezosa agitó el aire sobre ellos. Todos se sobresaltaron con el sonido. El cielo no era un lugar seguro, después de todo.

Se vieron arrastrados por sus pies, por una marea, un lento movimiento sin dirección consciente que los empujaba inexorable en una misma dirección. Se abrieron paso hacia el corazón del laberinto de basura.

Doblaron una esquina de aquel paisaje ruinoso y se encontraron con un vaciado. Era como un claro en los bosques, un espacio de unos quince metros de diámetro. Alrededor de los bordes había enormes montañas de maquinaria estropeada, restos de toda suerte de motores, gigantescas piezas que parecían imprentas funcionales, así como minúsculos engranajes de ingeniería de precisión.

Los cuatro compañeros se encontraban en el mismo centro de aquel espacio. Esperaron, inquietos.

Justo detrás del borde noroeste de la montaña de desperdicios se alzaban enormes grúas de vapor, apostadas como grandes lagartos de los pantanos. El río aguardaba espeso al otro lado, fuera de la vista.

Durante un instante no hubo movimiento alguno.

—¿Qué hora es? —susurró Isaac. Lemuel y Derkhan consultaron sus relojes.

—Casi las once —dijo el primero.

Alzaron de nuevo la mirada, pero nada se movía.

Sobre ellos, una luna gibosa serpenteaba entre las nubes. Eran la única luz en el vertedero, una pálida luminiscencia unidora que sangraba las profundidades del mundo.

Isaac miró hacia abajo y estuvo a punto de hablar, cuando, de repente, un sonido llegó desde una de las innumerables trincheras que se abrían paso a través de los enormes arrecifes de basura. Se trataba de un sonido industrial, un zumbido metálico, como el de un enorme insecto. Las cuatro figuras observaron el final del túnel con una creciente y confusa sensación de peligro.

Un gran constructo apareció en el espacio vacío. Era un modelo diseñado para realizar labores pesadas. Se desplazaba estruendoso sobre tres patas, apartando a patadas piedras y trozos de metal de su camino. Lemuel, que se encontraba casi frente a él, se alejó precavido, pero el constructo no le prestó atención alguna. Siguió andando hasta que llegó cerca del extremo del vacío espacio oval. Entonces se detuvo y observó la pared norte, exánime.

Mientras Lemuel se giraba hacia Isaac y Derkhan, se produjo otro ruido. El hampón se volvió rápidamente para ver a un constructo mucho menor, esta vez un modelo de limpieza animado por un mecanismo khepri. Se desplazaba sobre sus pequeñas y diminutas patas y se situó a cierta distancia de su enorme hermano.

Ahora, los sonidos de constructos llegaban desde todas partes, entre los cañones de inmundicia.

—Mirad —siseó Derkhan, señalando al este. Desde una de las pequeñas cavernas de basura emergían dos humanos. Al principio Isaac pensó que debían estar equivocados, que eran constructos ligeros, pero no había duda de que eran de carne y hueso. Se acercaron sobre el detritus compactado que cubría el suelo.

No prestaron atención alguna a los renegados que aguardaban.

Isaac frunció el ceño.

—Ey —dijo, con el volumen suficiente para que lo oyeran. Uno de los dos hombres que había entrado en el claro lo perforó con una mirada furibunda y sacudió la cabeza, antes de apartar la mirada. Castigado y sorprendido, Isaac guardó silencio.

Más y más constructos llegaban al espacio abierto. Pesados modelos militares, diminutos asistentes médicos, perforadoras automáticas y electrodomésticos, de cromo y de acero, de hierro y de cobre y de bronce y de cristal y de madera, de vapor, elíctricos y mecánicos, movidos por taumaturgia o por un motor de aceite.

Aquí y allá, entre ellos, aparecían cada vez más humanos (incluso un vodyanoi, pensó Isaac), aunque se perdió en la oscuridad de las sombras en movimiento. Estos se congregaban en un grupo cerrado, en un lateral de lo que casi era ya un anfiteatro.

Isaac, Derkhan, Lemuel y Yagharek eran completamente ignorados. Se movían juntos por instinto, inquietos ante aquel grotesco silencio. Sus intentos por comunicarse con las otras criaturas orgánicas eran respondidos con desprecio, con silencio o con irritados acallamientos.

Durante diez minutos, constructos y humanos gotearon sin cesar hacia el hueco corazón del vertedero dos. Entonces el flujo se detuvo, casi de repente, y se hizo el silencio.

—¿Creéis que son inteligentes? —susurró Lemuel.

—Eso creo —respondió Isaac en bajo—. Estoy seguro de que pronto lo sabremos.

Al otro lado, las barcazas en el río hacían sonar sus bocinas para marcar su posición a las demás. Invisible, el terrible peso de las pesadillas se aposentó de nuevo sobre Nueva Crobuzon y aplastó las mentes de los ciudadanos dormidos bajo una masa de presagios y símbolos alienígenas.

Isaac podía sentir los horrendos sueños oprimiéndolo, presionando su cráneo. Fue consciente de ellos en un estallido, esperando en el silencio del vertedero.

Había unos treinta constructos y quizá sesenta humanos. Cada una de las criaturas en aquel espacio, excepto Isaac y sus compañeros, aguardaba en calma sobrenatural. El científico sentía esa quietud extraordinaria, la espera intemporal, como una especie de frío.

Tembló ante la paciencia colectiva de aquella tierra de derrubio.

El suelo tembló.

Al instante, los humanos en la esquina del claro cayeron de rodillas, ignorando los restos puntiagudos a sus pies. Rendían obediencia murmurando complejos cánticos al unísono, trazando sagrados movimientos de manos, como ruedas interconectadas.

Los constructos se movieron ligeramente para ajustar su posición, pero permanecieron en pie.

Isaac y sus compañeros se acercaron un poco más los unos a los otros.

—¿Qué hostias es eso? —susurró Lemuel.

Se produjo otro temblor subterráneo, una sacudida, como si la tierra quisiera deshacerse de la basura que se amontonaba sobre ella. En la pared norte de desechos, dos enormes luces se encendieron en terrible silencio. La concurrencia quedó clavada por la fría luz, que se proyectaba en focos tan concentrados que nada se derramaba por sus bordes. Los humanos murmuraron y trazaron sus símbolos con aún más fervor.

Isaac quedó boquiabierto.

—Que el dulce Jabber nos proteja —susurró.

La muralla de desperdicios se estaba moviendo. Se incorporaba.

Los muelles de colchón, las viejas ventanas, las abrazaderas y las máquinas de vapor de las viejas locomotoras, las bombas de aire y los ventiladores, las poleas y correas y telares rotos caían como una ilusión óptica en una configuración alternativa. Isaac lo había visto desde que llegaran, pero solo ahora que lenta, atronadora, imposiblemente se movía, lo aprehendió. Aquello era el brazo superior, ese montón de desperdicios; aquel coche infantil roto y la enorme rueda de carro invertida eran pies; el triángulo de cerchas era el hueso de una cadera; el enorme bidón químico un muslo, y el cilindro cerámico una pantorrilla…

La basura era un cuerpo, un vasto esqueleto de desechos industriales de más de ocho metros de altura, de la cabeza a los pies.

Estaba sentado, la espalda permeable apoyada contra los montones de escombro. Alzó del suelo unas rodillas nudosas, formadas por enormes pernos arrancados por la edad del brazo de un vasto mecanismo. Mantenía los pies sobre el suelo, cada uno adosado a una desmañada industria de piernas compuestas por vigas.

¡No puede levantarse!, pensó Isaac, mareado. Miró a un lado y vio a Lemuel y a Derkhan boquiabiertos, los ojos de Yagharek brillando por el asombro bajo su capucha. ¡No es lo bastante sólido y no puede incorporarse, solo aguardar entre los desperdicios!

El cuerpo de la criatura era una abigarrada mezcolanza soldada de circuitos e ingeniería coagulada. En su enorme tronco había embebida toda clase de motores; desde sus válvulas y conductos, el torso y los miembros vomitaban una masiva cabuyería de alambres, tubos de metal y goma que serpenteaban en todas las direcciones de aquel yermo. La criatura alzó un brazo animado por un gigantesco pistón a vapor. Aquellas luces, aquellos ojos, giraban desde lo alto y observaban a los humanos y constructos reunidos. Los focos eran bombillas de farola, lámparas alimentadas por enormes cilindros de gas visibles en el cráneo de la máquina. En la parte inferior del rostro estaba adosada la parrilla de una gigantesca ventilación, imitando los dientes descarnados de una calavera.

Era un constructo, un enorme autómata formado por piezas desechadas y motores robados, unidos y movidos sin la intervención del ingenio humano.

Se produjo un zumbido cuando los poderosos motores del cuello de la criatura giraron y las lentes ópticas barrieron a la multitud. Los muelles y el metal tensado crujieron.

Los adoradores humanos empezaron a cantar en bajo.

El enorme conglomerado parecía advertir a Isaac y sus compañeros. Estiró su cuello constreñido tanto como pudo y los focos se desplazaron hasta clavarse en ellos.

La luz no se movió. Era totalmente cegadora.

Entonces, de repente, se apagó. Desde algún lugar cercano llegó una voz delgada, trémula.

—Bienvenidos a nuestro encuentro, der Grimnebulin, Pigeon, Blueday y visitante del Cymek.

Isaac giró la cabeza a su alrededor parpadeante, sus ojos cegados.

A medida que la bruma luminosa se disipaba, reparó en la borrosa figura de un hombre que se acercaba incierto hacia ellos. Oyó a Derkhan respirar con dificultad, maldecir por el asco y el miedo.

Durante un instante se sintió confuso, hasta que sus ojos se aclimataron al pálido fulgor de la luna. Entonces vio claramente por primera vez a la criatura que se acercaba, y emitió un quejido horrorizado al mismo tiempo que Lemuel. Solo Yagharek, el guerrero del desierto, guardó silencio.

El hombre que se aproximaba a ellos caminaba desnudo y era de una delgadez espantosa. Su rostro estaba estirado en una permanente mueca de disforme incomodidad. Sus ojos, su cuerpo, se sacudían convulsos como si sus nervios se vinieran abajo. La piel parecía necrosada, sometida a la lenta gangrena.

Pero lo que hacía temblar y gemir a los espectadores era la cabeza. El cráneo había sido abierto limpiamente en dos justo encima de los ojos; la tapa de los sesos había desaparecido. Bajo el corte se advertía un borde de sangre coagulada. Desde el húmedo interior hueco de la calavera culebreaba un cable retorcido de dos dedos de grosor. Estaba rodeado por una espiral de metal ensangrentado, de color rojizo y plateado en la base, que se hundía en la raíz del cerebro inexistente.

El tubo se alzaba hacia arriba, suspendido sobre el cráneo del hombre. Isaac lo siguió lentamente con la mirada, atónito y horripilado. Se curvaba hacia atrás hasta que se encontraba, a más de seis metros de altura, con la mano de metal retorcido del constructo gigante. Después pasaba a través de la palma de la criatura y desaparecía en algún punto de sus entrañas.

La mano mecánica parecía estar compuesta por un paraguas gigante, arrancado y reconectado, adosado a pistones y tendones de cadena, que se abría y se cerraba como una garra cadavérica. El autómata soltaba cable poco a poco, permitiendo al hombre acercarse hacia los intrusos como una macabra marioneta.

A medida que el títere monstruoso se acercaba, Isaac se retiró de forma instintiva. Lemuel y Derkhan, incluso Yagharek, lo imitaron. Dieron unos pasos hacia los impasibles cuerpos de cinco grandes constructos que, inadvertidos, se habían situado a su espalda.

Isaac se giró alarmado, antes de devolver a toda prisa su atención al hombre que se arrastraba hacia ellos.

La expresión de horrenda concentración del títere no flaqueó al abrir los brazos con gesto paternal.

—Bienvenidos todos —dijo con voz trémula— al Consejo de los Constructos.

El cuerpo de Montjohn Rescue surcaba el aire a toda velocidad. El anónimo manecro derecho que lo parasitaba (después de tantos años, incluso él pensaba en sí mismo como Montjohn Rescue) había superado el miedo a volar a ciegas. Recorría el cielo con su cuerpo vertical y los brazos cuidadosamente plegados, con la pistola en uno. Rescue tenía el aspecto de estar en pie, esperando algo, mientras el aire de la noche se arremolinaba a su alrededor.

La suave presencia del manecro izquierdo en el perro a su espalda había abierto una puerta entre sus mentes para mantener un sinuoso flujo de información.

vuela a la izquierda baja acelera más alto derecha ahora izquierda más deprisa más deprisa cae flota aguanta, decía el izquierdo, mientras acariciaba el interior de la mente de su congénere para calmarlo. Volar a ciegas era nuevo y aterrador, pero el día anterior habían practicado, ocultos, bajo las colinas, donde habían sido transportados en un dirigible de la milicia. El guía se había entrenado rápidamente para convertir lo izquierdo en derecho y actuar sin titubeos.

El manecro de Rescue obedecía con devoción. Era un derecho, la casta guerrera. Canalizaba enormes poderes mediante su anfitrión: el vuelo, el esputo abrasador, una enorme fuerza. Pero, aun con el poder que aquel derecho en particular domeñaba como representante de la burocracia del Sol Grueso, era siervo de la casta noble, los videntes, los izquierdos. Obrar de otro modo sería arriesgarse a un tremendo ataque psíquico. Los izquierdos podían castigar cerrando la glándula de asimilación del diestro descarriado, lo que había matado al anfitrión y dejado al rebelde incapacitado para tomar otro, reducido a una mano ciega y cerrada, sin cuerpo mediante el cual manifestarse.

El manecro de Rescue pensaba con feroz inteligencia.

Había sido vital el que venciera el debate con los zurdos. Si estos se hubieran negado a seguir los planes de Rudgutter, no habría podido enfrentarse a ellos: solo los izquierdos podían decidir. Pero enemistarse con el gobierno hubiera sellado el fin de los manecros en la ciudad. Tenían poder, pero existían solo porque Nueva Crobuzon los toleraba. Sufrían una horrenda desventaja numérica. El gobierno los admitía siempre que le prestaran sus servicios. Rescue estaba seguro de que, ante la menor insubordinación, el alcalde anunciaría que había descubierto a los parásitos criminales sueltos por la ciudad. Rudgutter podría incluso dejar caer la localización de la granja de anfitriones. La comunidad manecra sería destruida.

De modo que sentía un cierto gozo mientras volaba.

A pesar de todo, no disfrutaba de la extraña experiencia. El transportar a un izquierdo por el aire tenía precedentes, aunque aquella clase de caza conjunta no se había intentado jamás; además, volar a ciegas era absolutamente terrorífico.

El perro izquierdo extendía su mente como si fueran dedos, como antenas que se arrastraban en todas direcciones hasta una distancia de cien metros. Escudriñaba en busca de lecturas extrañas en la psicosfera y susurraba suavemente al derecho, indicándole dónde volar. El perro utilizaba los espejos de su casco para dirigir el rumbo de su portador.

Además, mantenía enlaces extensos con cada una de las parejas de caza.

¿algo sientes algo?, preguntaba. Con cautela, los demás izquierdos le decían que no, que no había nada. Seguían buscando.

El manecro de Rescue sentía el aire caliente golpear el cuerpo de su anfitrión con infantiles bofetadas. Su pelo se sacudía a un lado y a otro.

El perro se agitaba, trataba de ajustar su cuerpo anfitrión en una posición más cómoda. Sobrevolaban una retorcida marea de chimeneas, el paisaje nocturno de Prado del Señor. Rescue se dirigía hacia Mafatón y Chnum. El izquierdo apartó unos instantes sus ojos caninos de los espejos del casco. Remitiendo tras él, el leviatán de marfil que eran las Costillas definía el firmamento, empequeñeciendo los raíles elevados. La piedra blanca de la universidad aguardaba debajo.

En el límite exterior de su alcance mental, el izquierdo sintió el pinchazo peculiar del aura comunitaria de la ciudad. Su atención regresó y consultó los espejos.

lento lento adelante y arriba, le decía al derecho de Rescue. algo aquí esperad, susurró a través de la conurbación a los demás cazadores. Sintió cómo los otros daban ordenes de frenar, cómo se detenían y aguardaban su informe.

El derecho surcó el aire hacia la zona trémula del psicoéter. Rescue podía sentir la inquietud del izquierdo a través de su enlace, pero se esforzó para no ser contaminado por ella. ¡arma!, pensó, ese he sido yo. ¡nada de pensar!

El derecho atravesaba las capas de aire, sumergiéndose en una atmósfera más tenue. Abrió la boca de su anfitrión y preparó la lengua, nervioso y listo para lanzar su esputo abrasador. Desplegó los brazos y apuntó la pistola.

El izquierdo tanteó la zona perturbada. Detectaba un hambre alienígena, una gula persistente. Aquello rezumaba el jugo de miles de mentes, saturando y contaminando la zona de la psicosfera como la grasa de cocinar. Un vago rastro de almas exudadas, un exótico apetito, empapaba el cielo.

a mí a mí hermanos manecros es aquí lo he encontrado, susurró el izquierdo hacia el otro lado de la ciudad. Un escalofrío de trepidación compartida sacudió a los demás nobles, cinco epicentros que cruzaron la psicosfera trazando patrones peculiares. En Cuña del Alquitrán, en Malado, en Barracan y en el Páramo del Queche se produjeron ráfagas de aire cuando las figuras suspendidas volaron hacia Prado del Señor, como arrastradas por cuerdas.